La normalización de lo anormal

Alessio Urso

Del 1 de junio hasta el 4 de septiembre el Círculo de Bellas Artes acoge Armonía, título de la exposición fotográfica de la artista Ana Palacios. Interesante no solo por su valor artístico sino también porque nos plantea uno de los problemas actuales sobre los que necesitamos reflexionar con urgencia: ¿Quién es el “sujeto” de la consideración ética?

Armonía es un proyecto de fotografía documental que explora la vida en los santuarios de animales, en particular Palacios nos sumerge en la vida cotidiana de la Fundación El Hogar Animal, el santuario más antiguo de España, y de la Fundación Santuario Gaia, espacios dedicados a la protección y cuidado de animales rescatados, en su mayoría, de la industria de la ganadería intensiva.

A través de este proyecto, la fotógrafa quiere concienciar sobre el impacto que el estilo de vida consumista, típico de nuestra sociedad, tiene sobre la degradación del planeta. Por eso, las fotos están enfocadas en la conexión entre el sector de la ganadería industrial y la degradación del planeta, mostrando alternativas sostenibles existentes que son respetuosas con todos sus habitantes y que proponen nuevas formas de relación entre humanos y naturaleza, basadas en el respeto a los animales.

Vivimos en uno de los momentos de mayor conciencia medioambiental de la historia. Los recursos naturales se agotan a un ritmo vertiginoso, entonces es necesario repasar algunos de nuestros hábitos, como lo de comer carne, por ejemplo. Es posible identificar el antropocentrismo como uno de los obstáculos que absolutamente se debemos superar para producir nuevas posturas cognitivas y relaciones ecológicas. Necesitamos revisar los límites que separan a los humanos de los no humanos.

Quizas un primer paso hacia nueva conciencia sería desvelar lo qué hay detrás de la retórica moralista tradicional, que históricamente no ha hecho más que reforzar la distinción entre lo humano y lo no humano, la cultura y la naturaleza. Por ejemplo, considerando que el moralismo utiliza a su favor el ideal antropocéntrico, es posible notar la ausencia de lógica inherente al concepto de “actos contra natura”, es decir, una noción jurídica que se refiere a las relaciones sexuales contrarias al orden natural; en particular, se refiere a los actos sexuales entre personas del mismo sexo.

Entonces, si la homosexualidad no fuera criminalizada, toda base de moralidad se desmoronaría, ya que la base misma de la moralidad aparentemente consiste en la ilegalidad de la homosexualidad. Esta lógica perversa es, en última instancia, coherente con el hecho de que, para muchas culturas, los crímenes contra la naturaleza más punibles no se corresponden con la matanza de seres no humanos o la destrucción de la biodiversidad.

Sin embargo, si el crimen es tan ultrajante como para ir en contra de todo lo que es natural, entonces el acto debe ser realizado por algún agente externo a él, presumiblemente un ser humano, especialmente si es consciente de las acciones recriminadas. Pero si el agente que realiza un acto contra la naturaleza se coloca fuera de ésta, concluímos que todas las acciones realizadas por este sujeto deben ser necesariamente asimétricas con respecto al orden natural, es decir, “antinaturales” por definición. Entonces, es evidente la falta de lógica que subyace en el moralismo que pretende basarse en la distinción entre naturaleza y cultura. Por tanto todas aquellas acciones realizadas contra la propia naturaleza, contra todo lo que es natural, por lo que la naturaleza es la víctima ultrajada por los humanos, percibidos como actores externos pero descritos como animales, muestra que la lógica moralista que subyace a esta concepción tropieza consigo misma en un intento estabilizar la frontera del binomio naturaleza/cultura, ya que primero considera “culpable” a alguien que daña la naturaleza desde el exterior, tomada como símbolo de pureza, luego discrimina y acusa al culpable de haber roto esta frontera, de haberse convertido en parte de la naturaleza misma.

Pero no se trata sólo de esto. Claramente uno de los absurdos más inaceptables consiste en que las acciones que deberían conducir a una reacción colectiva de rechazo radical ni siquiera son consideradas como injusticias, violaciones o “actos contra la naturaleza” precisamente, lo que demuestra la no lógica de esta práctica moralista. Entre los muchos ejemplos posibles de lo que debería caer dentro de esta lógica y por lo tanto debería ser considerado como un “acto contra la naturaleza”, pero que en realidad pasa desapercibido y hasta parece aceptado, es la violencia contra los animales, cuya violación por prácticas de la industria de la ganadería intensiva son normalizados e impunes porque estos “otros”, convertidos en matables, son el precio a pagar por la producción de alimentos.

De hecho, las nociones de ética tradicionales excluyen más marcos inclusivos porque se basan en puntos de vista que favorecen al ser humano como especie más merecedora de atención moral. En este sentido, es necesario repensar las morales conflictivas que subyacen del debate sobre lo que constituye la culpa ética, en particular la responsabilidad humana por el bienestar de otros no humanos, superar las barreras de las especies y, a tal respecto, movilizar un cambio fundamental en nuestra comprensión de las prácticas discriminatorias y de la responsabilidad moral.

Intentar ampliar nuestras capacidades de compasión, empezando por su sentido literal, “sufrir juntos”, puede ser una forma de conectar con el mundo natural, reconociendo el sufrimiento como algo compartido y que subyace a la existencia misma. De hecho, eso es lo que el objetivo de Ana Palacios persigue. En otras palabras; reconocer una afinidad que está anclada en la triste e inevitable memoria de la mortalidad, de la finitud y de la fragilidad, independientemente de la diferencia de especie, puede ser el punto de inflexión para redimensionar la arrogancia humana y repensar la ética y la ontología de forma horizontal, pasando de preguntas del tipo «¿Cómo puedo utilizar los recursos ambientales?» a la consideración más amplia de «¿Cómo estoy producido, éticamente?», con la esperanza de redescubrir la profunda interconexión que une toda la vida.

Crueldad

Chema Madoz

Un cuchillo vendado es un objeto que no atiende al utilitarismo; sintetiza además dos acciones –un hecho dañino y su reparación– y dos espacios temporales asociados a esas acciones. Este cuchillo ilustra la portada del catálogo de Crueldad, la última exposición de Chema Madoz, que organiza el Círculo de Bellas Artes. Se trata de una imagen que viene a representar el espíritu de la muestra, en la que una selección de más de setenta fotografías (algunas de ellas inéditas), alcanzan, desde la pulcritud formal y aparente sencillez, profundidades simbólicas y semánticas abisales.

Derivada del adjetivo latino crudelis, la palabra crueldad posee un sentido originario que hace referencia a “recrearse en la sangre”. Y es que las fotografías que cubren las paredes de la sala Picasso del Círculo atraviesan el plano poético y, a veces, humorístico, característicos de la obra del fotógrafo madrileño, Premio Nacional de Fotografía, para desbordar la dimensión inquietante que puede albergar lo cotidiano, lo doméstico.

Coincidiendo con el montaje de Crueldad, que se inauguró el pasado 16 de septiembre y que podrá visitarse hasta el 21 de noviembre, aprovechamos para charlar un rato con Chema Madoz. En el siguiente vídeo podéis ver un extracto de la conversación, en la que abordamos cuestiones como la concepción de la poesía visual como ejercicio de comunicación (tal y como sostenía Joan Brossa), la dimensión innegablemente cruel de la humanidad, los diferentes procesos de trabajo sostenidos tras cada una de sus fotografías (desde la intervención en un paisaje hasta la manipulación de un esqueleto animal) o la relación de Crueldad con la literatura y, en concreto, con el corpus textual* que la acompaña. 

* En Crueldad, cada imagen se acompaña de un texto elaborado o rescatado, que se puede leer en los códigos QR que acompañan a cada fotografía y en el catálogo editado para la ocasión, con textos de Juan Barja, Patxi Lanceros y Oliva María Rubio.

Fotografía insomne. Las noches blancas de Timm Rautert y Tod Papageorge

Imagen que ilustra el artículo "Fotografía insomne". Es de Tod Papageorge. Studio 54, New York, 1978-80 © Tod Papageorge VEGAP, València, 2021

Texto de Marcos López Carrero

La noche es sutil. Lo burdo y lo evidente naufragan en la oscuridad de sus horas. La negrura insomne insinúa, pero no revela verdades. Quizá por ello, el relato de cuanto acontece tras el ocaso se encuentra siempre en la frontera entre lo real y lo imaginado, entre lo vivido y lo soñado. 

Imagen que ilustra "Fotografía insomne. Las noches blancas de Timm Rautert y Tod Papageorge".
Timm Rautert, Crazy Horse, 1976. © Timm Rautert.

Corría la segunda mitad de la década de los setenta cuando, a un lado y a otro del Atlántico, los fotógrafos Timm Rautert y Tod Papageorge se adentraron con sus objetivos en ese universo noctámbulo que, lejos de ser frío y lóbrego, encontraron lleno de purpurina y juegos de luces. La vida disoluta de los cabarets y de las discotecas despuntaba entonces como símbolo de la modernidad y la vanguardia. Tras sus puertas se abría un nuevo mundo de noches blancas, resplandecientes de felicidad, placer y desenfado. La existencia tras los cordones de rojo terciopelo que no todos conseguían rebasar, conducía a los afortunados rumbo a una Arcadia feliz. Una edad de oro en la que todo fluía ligero. Porque, en el fondo, la noche libera.

Bien parecía saberlo Alain Bernardin, inventor del striptease moderno y visionario fundador del cabaret The Crazy Horse. Curioso este rocambolesco homenaje a la tribu de los indios siux para un local en el que, en esencia, se organizaban espectáculos protagonizados por mujeres desnudas. El establecimiento abrió sus puertas el 19 de mayo de 1951 en el número de 12 de la parisina avenida George V, a escasos doscientos metros del Puente del Alma, lugar en el que ha resistido desde entonces. El cabaret pronto logró la fama gracias a funciones en las que, por medio de una compleja iluminación, se proyectaban imágenes inspiradas en obras de arte sobre el cuerpo de las bailarinas. The Crazy Horse se situó así a la vanguardia de la contemporaneidad, introduciendo en sus sutiles espectáculos influencias del neorrealismo y del movimiento pop. Desde su fundación, han pasado por allí nombres como Pamela Anderson o Charles Aznavour, artistas como Salvador Dalí han colaborado en el diseño de su mobiliario, y hasta Woody Allen lo ha usado como escenario para sus películas.

Atraídos por el magnetismo del lugar,  la revista alemana ZEITmagazin encargó en 1976 a Rautert un retrato de Bernardin –que se suicidaría dos décadas después– para ilustrar un reportaje sobre el cabaret. Rautert, curtido en el fotoperiodismo y en el trabajo documental, estudió en Folkwang, una universidad especializada en disciplinas artísticas situada en Essen, ciudad de la cuenca industrial del Ruhr. Allí coincidió con Otto Steinert, el padre de la fotografía subjetiva y uno de los más destacados fotógrafos de la Alemania de posguerra. Al comienzo de su carrera, Rautert abrigaba la esperanza de que sus imágenes sirviesen para cambiar el mundo, pero pronto, desengañado, acabó reconociendo que sus instantáneas «no habían cambiado nada». Poco a poco, empezó a virar hacia la dimensión artística de la fotografía, sin por ello dejar de privilegiar lo retratado frente al método. Pese a su aproximación a lo estético desde lo documental, Rautert nunca dejó de pensar que tratar a la fotografía tan sólo como un arte era un desperdicio.

Timm Rautert, New York, 1969. © Timm Rautert.

Fue mientras aguardaba a Bernardin cuando el fotógrafo, natural de Prusia occidental, tomó varias imágenes de los camerinos y de las bailarinas del Crazy Horse en una serie que permite al espectador aproximarse a los sugestivos cuerpos vestidos de luces que poblaban el cabaret. La obra de Rautert, para quien la mera presencia de su objetivo desvirtuaba la realidad retratada, constituye un valioso testimonio visual de los usos y costumbres de la vida nocturna capitalina, de sus lujos pero también de sus desmanes.

Brassaï, Vista desde el Pont Royal hacia el Pont Solférino, c. 1933. ©Estate Brassaï Succession.

Precisamente, fue en Paris de nuit (París de noche), una de las obras gráficas fundamentales de la fotografía europea del siglo XX, donde Tod Papageorge encontró la inspiración para su serie de instantáneas de la celebérrima discoteca neoyorkina Studio 54. El libro, publicado en 1932 cuando su autor no contaba más de 33 años, está firmado por Gyula Halász, más conocido como Brassaï, transilvano de nacimiento afincado en París desde 1924, que se cuenta entre los nombres más destacados de la irrepetible generación de fotógrafos húngaros (entonces Transilvania pertenecía a Hungría) nacidos entre finales del siglo XIX y principios del XX entre los que se cuentan André Kertész, Lucien Hervé, Nicolás Muller o Robert Capa. Brassaï inmortalizó con su cámara el París de entreguerras, una ciudad que se le antojaba irresistible y cuya esencia captó en fotografías que no tardaron en convertirse en iconos inmemoriales de una época y de un estilo de vida. Desde los intelectuales de Montparnasse hasta los vagos y la gente de malvivir de los bajos fondos, todos ellos tenían cabida en el París de Brassaï. Pese a lo exitoso de su libro Paris de nuit, lo cierto es que un gran número de sus mejores fotografías nocturnas no fueron publicadas hasta tiempo después. Sea como fuere, Papageorge encontró en su obra la luz con la que iluminar, Fujica mediante –«un equipo fotográfico dudoso» que se sentía como «un ladrillo de plomo en la mano», según sus propias palabras–, las noches blancas de Studio 54.

La discoteca, que, al contrario que la larga vida del Crazy Horse, sólo duró abierta tres años, entre 1977 y 1980, se convirtió pronto en el lugar en el que había que estar si se quería estar. Studio 54 encontró el caldo de cultivo perfecto para florecer en una sociedad que, hastiada tras Vietnam y escándalos políticos como el Watergate, clamaba por desinhibirse. Allí se podía ver y ser visto, existir en un mundo hedonista de arrolladora modernidad ajeno a lo exterior. El local neoyorkino era un refugio de lo efímero y un goce para los sentidos. También una metáfora radical del desenfreno y, en términos puritanos, hasta de la perdición. En Studio 54 se quemaban noches sin final en un fluir incesante de sexo, drogas y alcohol en el que se daba cita la jet set internacional. Hombres que esnifaban cocaína formaban parte de su ‘attrezzo’. No obstante, la discoteca no fue un mero lugar de encuentro de quienes ya eran famosos; el frecuentar Studio 54 te convertía en famoso. El local atraía pero también generaba glamour. Su estricta y discriminatoria política de acceso era casi tan célebre como el propio lugar. Hasta tal punto esto era así que, dicen, Nile Rodgers y Bernard Edwards, del grupo disco CHIC, compusieron aquello de «le freak, c’est chic» (algo parecido a «lo monstruoso es elegante») horas después de ser rechazados en la puerta de la discoteca. 

Tod Papageorge, Studio 54, New York, 1978-80. © Tod Papageorge.
Tod Papageorge, Studio 54, New York, 1978-80. © Tod Papageorge

La vida nocturna del infame Studio 54 llegó a convertirse en una forma de arte en sí misma. Esto atrajo a multitud de fotógrafos pero, al contrario que la mayoría, Papageorge no lo hizo por encargo, sino como un trabajo personal en el que esperaba captar el igual «deseo» que destilaba la obra de Brassaï. 

El fotógrafo estadounidense había disfrutado de dos becas Guggenheim, una para retratar competiciones deportivas y otra para tomar imágenes de Central Park. Durante los años 60, el mismo momento en el que el Bajo Manhattan era demolido y que tan bien inmortalizó Danny Lyon en su ensayo visual de un Nueva York agonizante, Papageorge también se embarcó en la difícil labor de fotografiar las calles de la urbe como antes había hecho Berenice Abbott, quien con sus instantáneas redefinió la ciudad moderna. «Siempre he pretendido que hablen por sí mismas [las fotografías], con un poder de persuasión distinto al de la narración de hechos del periodismo», escribía Papageorge, el cual trató de dotar a su retrato de Studio 54 una «elocuencia poética» modelada por la forma en la que el fotógrafo veía el mundo a través de su objetivo. Nacido en Portsmouth (New Hampshire), visitó en varias ocasiones Studio 54 entre 1978 y 1980, cuando el local cerró asfixiado por los escándalos. Sesenta y seis de sus fotografías, muchas efectuadas en la fiesta de Nochevieja de 1978, fueron publicadas hace menos de una década en una antología dedicada a esta discoteca que, pese a su efímera existencia, fue un auténtico fenómeno cultural. 

La fotografía insomne de Rautert y Papageorge, con cierto gusto por lo estético sin por ello descuidar lo documental, da fiel testimonio del brillante ambiente de las madrugadas que marcaron una época y se fueron para no volver. «La noche sugiere, no enseña», dijo Brassaï, el genio húngaro que captó con una Voitländer de 6 x 9 cm el alma de un París que despuntaba en la vanguardia. Las noches del Crazy Horse y de Studio 54 se insinuaban en un halo de purpurina, glamour y sofisticación tras el cual reinaban la desinhibición y el hedonismo que los dos fotógrafos captaron en el retrato de quienes no apagan la luz cuando la ciudad duerme.

Tequila, mantequilla, un amante, Dios o una guerra | ‘My Mexican Bretzel’

My Mexican Bretzel

Entrevista a Nuria Giménez Lorang, directora de ‘My Mexican Bretzel’

Vivian posee una voz pero ésta no se escucha. My Mexican Bretzel es la historia visual de vida, mayormente sin sonido, de Vivian y Léon Barrett, una pareja suiza del pasado siglo cuya imagen coincide con la de los abuelos de la directora del film, Nuria Giménez Lorang (Ilse G. Ringier y Frank A. Lorang), pero cuyo relato, no; un falso documental que emplea imágenes domésticas de sus vacaciones por la vieja Europa para narrar un diario fílmico inventado que cuestiona la existencia de una verdad única mediante un planteamiento basado en el poder de la descontextualización; una historia, muy literaria y melodramática, que el espectador lee (y cree) en silencio y en la que, en palabras de su directora, “las imágenes en movimiento desprovistas de todo sonido cobran una dimensión distinta, muy poderosa y casi mágica“. Y es que Vivian escribe su diario en soledad; el espectador lo lee también en soledad; y existe una profunda soledad sonora en este film.

La película se gesta en 2011, cuando Nuria Giménez encuentra unas películas rodadas por sus antepasados en 16mm, coincidiendo con la muerte de uno de ellos (de su abuelo). El propio encuentro del material cataliza la puesta en marcha del proyecto y la cineasta barcelonesa emprende la escritura de un diario ficticio protagonizado por una mujer de una elegancia visual y una destreza narrativa excepcionales. Tras numerosos visionados del metraje encontrado, la autora rescata de las dobleces de lo real detalles y matices que se convierten en fuentes de inspiración para el nuevo relato y, en él, establece nuevos vínculos gracias a las posibilidades sumergidas, inconscientes, que otorga la ficción, la creación.

«Las imágenes en movimiento desprovistas de sonido cobran una dimensión casi mágica»


Coincidiendo con la proyección de My Mexican Bretzel en nuestro Cine Estudio el pasado mes de diciembre, aprovechamos para entrevistar a su directora, quien ya ha recogido varios galardones (Mejor Película, Mejor Guión y Mejor Dirección en Gijón; y Premio Found Footage en el Festival de Rotterdam, entre otros) gracias a esta interesantísima historia.


Hay en My Mexican Bretzel un espacio de gran amplitud en el que anidan los silencios, un paisaje visual ataviado con emociones escritas; es una película que exige contemplación, sinestesia, escucha. Luis Buñuel reivindicaba una idea de cine “como instrumento de poesía”. ¿Compartes ese postulado?


Me encanta Buñuel y, sí, comparto esa idea totalmente. Entiendo la poesía como una búsqueda de la belleza, del misterio, de expresar lo inexpresable y de ir más allá de lo visible. Se me quedó grabada una charla con el gran Luciano Barisone en el festival DocumentaMadrid 2018, en la que hablaba sobre la parte no visible del cine. Una maravilla y para mí tan inspirador como revelador.

«El cine,

instrumento de poesía»



Según he leído, el proceso de creación de esta película fue largo. Pues, a pesar del vínculo familiar que mantienes con las grabaciones que la vertebran, trataste el material como si fuera metraje encontrado para tomar distancia. Me interesa conocer, en primer lugar, si las biografías de tus personajes y las de tus familiares coinciden en alguna coordenada vital, ¿existe alguna similitud entre las historias de vida de Vivian y León Barrett y las de tus abuelos?


Uno de los motivos por los que no hice un documental sobre sus vidas reales es porque, aunque suene contradictorio, me sentía cómoda utilizando sus imágenes, pero no sus vidas personales. Las vidas de Vivian y Léon Barrett surgen de mi imaginación y de la libre interpretación que he hecho de las imágenes que he seleccionado.



También quería preguntarte por el trabajo de escritura del diario de Vivian: entiendo que fue después de muchos visionados del metraje cuando lograste trascender la historia real para construir una nueva. ¿Encontraste gestos, posturas o miradas, cuestiones más sutiles, que te inspiraron para inventar?


Retomando la respuesta anterior, en mi cabeza no tenía una historia real que trascender, entre otras cosas, porque ésta me era bastante desconocida. El diario de Vivian proviene básicamente de dos fuentes: por un lado, cosas que yo había escrito durante los primeros tres o cuatro años de proceso y, por el otro, esos gestos, posturas o miradas de las imágenes que había escogido. Fueron cientos de visionados y lo más fascinante es que cada vez veía algo que no había visto antes, esa parte no visible de la que habla Barisone.



“Para mí la felicidad, sea artificial, temporal o engañosa, siempre es bienvenida (…). Si no es Lovedyn (un fármaco ficticio), es tequila, mantequilla, un amante, Dios o una guerra”. Esto asevera Vivian Barrett en su diario, en el que también hace aparición el falso gurú Kharjappali, para quien “La mentira es solo otra forma de contar la verdad”. ¿Qué verdad querías contar en My Mexican Bretzel, que es, en última instancia, una gran mentira?


Más que contar una verdad, creo que lo que buscaba era más bien cuestionar la existencia de una única verdad absoluta y plantear que los límites entre lo que se considera verdad y mentira muchas veces están más desdibujados de lo que nos gustaría y de lo que pensamos.

«Hago películas familiares, luego existo. Existo, luego hago películas familiares»



La memoria cobra también una importancia especial en esta película, construida a partir de las imágenes que en su momento grabó tu abuelo, suponemos que para retener instantes vividos. Jonas Mekas, que fue autor de un tipo de cine-diario en el que la experiencia vivida era esencial, retomaba en su película Walden a Descartes afirmando lo siguiente: “Hago películas familiares, luego existo. Existo, luego hago películas familiares”. ¿Cómo definirías tu relación con el denominado diario fílmico, cuál crees que es el valor de lo autobiográfico como expresión de la subjetividad? ¿Y el papel de la memoria (en este caso, descontextualizada) en My Mexican Bretzel?


La memoria, tanto a través de lo que filma Léon como de lo que escribe Vivian, (re)construye su realidad y moldea su identidad siendo reemplazada por las imágenes y las palabras. Al mismo tiempo, las imágenes evocan una serie de recuerdos que, aunque sean inventados y se diluyan con la imaginación, aspiran a traducirse en emociones reales. Es una suerte de diario fílmico a tres voces que se entremezclan (la de una mirada, la de una voz y la de unas imágenes) y acaban siendo una sola.



Según tengo entendido, no llegaste a conocer a tu abuela. Me pregunto si esta película desempeña algún tipo de función de búsqueda en relación a tu historia familiar o si por el contrario surge más como un ejercicio creativo o expresivo (o ninguna de las dos cosas).

Seguro que esa búsqueda ha estado ahí, pero ha sido muy inconsciente. Para mí la película ha sido más un juego y un viaje. Tenía un punto de partida que ha sido un regalo y me he dejado llevar por él, explorando distintos caminos desde una libertad absoluta y dejándome sorprender por los lugares a los que me ha ido llevando. Sí es cierto que ahora tengo la sensación de conocer mejor a mi abuelo a través de su mirada y a mi abuela (a la que lamentablemente nunca pude conocer en vida) a través de sus imágenes. Por extraño que suene, convertir a mis abuelos en dos personajes ficticios me ha brindado la oportunidad de establecer un nuevo vínculo con ellos.

Un juego

un viaje



En la propia sinopsis del film se alude al género cinematográfico melodrámatico. Douglas Sirk, maestro del melodrama, se refería al fracaso con un término francés, echec, que denota no tener salida, encontrarse bloqueado. Decía, además: “no me me interesa el fracaso en el sentido que le dan los neorrománticos, que defienden la belleza del fracaso. Es más bien el tipo de fracaso que se apodera de ti”. ¿Identificas ese echec en tu personaje de Vivian?


No. Solo pienso que el fracaso es inherente a la condición humana.


Vivian escribe su diario en soledad. El espectador lo lee también en soledad. Y existe una profunda soledad sonora en este film. ¿Cómo decidiste el diseño, tan específico y semántico, del espacio sonoro de My Mexican Bretzel? Conviven en él una presencia prolongada del silencio, el uso realista del sonido y hasta ciertos manejos poéticos de la sonoridad… Me parece además muy significativo que sea la mujer protagonista del film la que se expresa a través del silencio.


Desde el principio tuve muy claro que quería gran parte de la película en silencio. Me parece que las imágenes en movimiento desprovistas de todo sonido cobran una dimensión distinta, muy poderosa y casi mágica. El diseño sonoro fue creación del gran Jonathan Darch y fruto de varios meses de intenso trabajo. Ahí también hubo mucha búsqueda y exploración. Fue un enorme placer trabajar con él y una experiencia muy enriquecedora. En cuanto a que la mujer protagonista se exprese a través del silencio, en parte tiene que ver con el hecho de ser mujer (sobre todo, pero no únicamente, en los años 50 del siglo pasado) y tener una voz, pero que no se escuche.


Para terminar, quería abordar una curiosidad relacionada con el título. ¿Es “My Mexican Bretzel” el apodo secreto de Vivian hacia su amante? También aprovecho para preguntarte por próximos proyectos.


Sobre el título puedo decir que es lo primero que tuve. Lo tuve incluso antes de terminar de digitalizar todas las bobinas. También puedo decir que infinitamente mejores que mis explicaciones son las interpretaciones que otras personas han hecho al respecto. Mis tres favoritas son: que el título aúna los dos amores de Vivian (Leo – Mexican / Léon – Bretzel); que igual que todo acaba cayendo dentro y fuera de la película (Lovedyn, Kharjappali, la historia de amor, la película, el diario), el título también acaba cayendo; y, la de la periodista Elisa Sanz, que es que el Bretzel tiene forma de corazón y tres agujeros que hacen referencia al triángulo amoroso. La del apodo secreto de Vivian hacia su amante va a ser la cuarta a partir de ahora. Gracias.
En cuanto a próximos proyectos, ahora mismo estoy escribiendo el libro rojo sin título de Paravadin Kanvar Kharjappali. También tengo una idea para otra película, pero todavía en estado embrionario.

«La mentira es

solo otra forma

de contar la verdad»

El pasado 18 de enero se dieron a conocer las películas seleccionadas en la 35 edición de los Premios Goya. My Mexican Bretzel resultó doblemente nominada, en las categorías de Mejor Dirección Novel y Mejor Película Documental.

Carlos Saura: «Hacer fotografía es un acto peligrosísimo porque guardas el pasado»

Carlos Saura Fotógrafo es el título breve y conciso de la exposición sobre la retrospectiva del director aragonés comisariada por su amigo Chema Conesa, que se puede ver en la Sala Picasso del Círculo del 1 de octubre al 12 de enero de 2020.

«La intención principal es mostrar de principio a fin la mirada de reportero que tiene Carlos Saura», afirma Chema Conesa. Con esa finalidad, la muestra se compone de 118 fotografías seleccionadas por el comisario ya que, como confiesa Saura, «yo no habría tenido el valor de bucear en mi pasado porque no me interesa, ni me reconozco».

Fotosaurio: «Mi hija Ana y su madre»

Además, encontramos material de su archivo personal como polaroids, piezas audiovisuales, fotografías pintadas a las que él mismo bautizó como fotosaurios, publicaciones fotográficas, diarios de rodajes ilustrados y algunas cámaras de fotos de las que ha ido haciendo acopio desde aquella primera cámara Leica M3, que usó en sus inicios a principios de los años cincuenta, hasta las cientos de ellas que comenzó a coleccionar en Argentina tras el rodaje de El Sur.

Aunque su vocación frustrada fue la de músico, algo a lo que se negó en rotundo su madre pianista, Carlos Saura descubrió la fotografía muy pronto, de niño, de manera inocente.

«Mi primera fotografía fue por amor a una niña con 7 u 8 años. Le robé la cámara a mi padre, le hice la fotografía y se la envié con un dibujo de un corazón atravesado por una flecha y la frase “Te amo”»

Ese no había sido su primer contacto con las imágenes. Su padre guardaba álbumes de papel en los que pegaba distintas fotos y recortes por todas partes. «Las mirábamos constantemente y quizás de ahí venga mi obsesión y la de mi hermano Antonio por estar rodeados de imágenes». Carlos Saura llega a la fotografía por estos álbumes y posteriormente, la fotografía le llevó al cine, donde ha desarrollado después su carrera profesional.

La fotografía es para Saura «un instrumento mágico, uno de los mayores descubrimientos de la humanidad», y la compara a un espejo en el que puedes dejar la imagen quieta y captarla, «un milagro que nos da contexto» y que de alguna forma nos enfrenta al pasado. Algo que no siempre es fácil. «Cada uno de nosotros pasa más o menos rápido por distintas etapas de su vida y vamos dejando un poso. La fotografía es la que muestra ese poso del que de otra manera yo no me acordaría y me doy cuenta de que era otra persona, que era diferente, que pertenecía a otro momento, que mi familia era esta…». Para explicarlo se remitió a los heterónimos de Pessoa y escarbando un poco en el Libro del desasosiego que el escritor luso firmó con su heterónimo Bernardo Soares, encontramos lo que creo que puede refrendar las palabras de Saura, pero con el lenguaje poético de aquel: «Me acuerdo de repente de cuando era niño y veía, como hoy no puedo ver, rayar la mañana sobre la ciudad. Entonces la mañana no rayaba para mí, sino para la vida, porque entonces yo, sin ser consciente de ello, era la vida. Veía la mañana y sentía alegría; hoy veo la mañana, y siento alegría, y me quedo triste. El niño sigue aquí, pero enmudeció. Veo como veía, pero por detrás de los ojos me veo viendo; y ya sólo con esto se me oscurece el sol y el verde de los árboles me resulta viejo y las flores se marchitan antes de aparecer.»

El tiempo nos cambia física y emocionalmente, nos hace mudar de ideas, nos hace ver de otro modo y Saura a sus 87 años en el momento de presentar esta exposición lo sabe muy bien; y más cuando se enfrenta a sus propias fotografías. «Apretar el obturador de una cámara supone un acto peligrosísimo porque lo que se guarda tanto en los móviles, como en las tabletas, es el pasado y eso es tremendo».

A Carlos Saura no le interesa el pasado, «no me interesa porque estoy demasiado preocupado por el presente y el futuro». No en vano, este «hombre del Renacimiento» –como lo describe Chema Conesa por su curiosidad y labor polifacética incesante–, está actualmente inmerso en el montaje de su película El rey de todo el mundo, de la que se han incluido en esta muestra algunas páginas del guion ilustrado por el director aragonés. Y es que el dibujo, es otra de sus grandes pasiones. «El dibujo es maravilloso. Creo que en la vida no solo hay que usar la cabeza para pensar, también es necesario usar las manos».

En la parte superior, el guion ilustrado de Carlos Saura de la película que está montando actualmente: “El rey de todo el mundo”.

Para terminar, mencionar que el Círculo de Bellas Artes prepara un ciclo de cine dedicado al director y fotógrafo en el que se podrán ver: Los golfos (1960), Ana y los lobos (1973), Cría cuervos (1976), Bodas de sangre (1981), ¡Ay, Carmela! (1990) y Tango (1998). Y también, incluímos varias citas relacionadas con la muestra en forma de visitas guiadas y coloquios, en la nueva programación de Los Lunes, Al Círculo, en el que podremos ver en persona tanto a Carlos Saura como a Chema Conesa, entre otros.

Exposición Carlos Saura Fotógrafo. Sala Picasso del CBA.
Martes a domingos de 11h a 14h y de 17h a 21h hasta el 12 de enero.

Antoine D’Agata

Antoine d’Agata (Marsella, 1961) es fotógrafo y director de cine. Miembro de la agencia Magnum Photos, en su obra puede intuirse una huella ?ya lejana? de su aprendizaje junto a Larry Clark y Nan Goldin en Nueva York. Sus fotografías exudan una sensibilidad extrema y una manera de estar en el mundo inmersa en la intensidad y alejada de la sencillez. Y es que para d’Agata, que se ha perdido con su cámara en mil ciudades y mil noches para volverse a encontrar, la fotografía, más que un arte, es puro activismo político.

Dentro de la última edición de PHotoESPAÑA, el fotógrafo galo expuso en el Círculo de Bellas Artes Corpus, un conjunto de textos, imágenes y varios audiovisuales que reconsideraba la trayectoria de un hombre de vida excesiva, protagonista de sus propias imágenes. Corpus fue una de las muestras seleccionadas por Alberto García-Alix (Premio Nacional de Fotografía) en la carta blanca que le otorgó el festival, a la que tituló Exaltación del ser.

En la siguiente entrevista, que será publicada íntegramente en el próximo número de la revista Minerva, d’Agata expone su particular filosofía de la imagen: nos habla, entre otros temas, de la importancia de la acción, de la responsabilidad y de la entrega, en detrimento de la estética; de su excepcional y polémico papel dentro de la agencia Magnum; de la fascinante omnipresencia de lo visual en la sociedad; y de su profunda necesidad de acompañar sus fotografías de palabras y explicaciones.