Ironía y capital en el mundo cultural

Fotograma del anuncio "Pepsi, The Choice of a New Generation" en el post "Ironía y capital en el mundo cultural" de Lola Rodríguez Bernal
Texto de Lola Rodríguez Bernal

En Apariencia desnuda: la obra de Marcel Duchamp, Octavio Paz describe la actitud artística del autor como ‘’una ironía que destruye su propia negación y, así, se vuelve afirmativa”[1]. Para el mexicano este talante irónico venía a diluir los binomios que hasta ahora habían dividido la historia del arte en alta y baja cultura; en arte culto y vulgar. Así además la confluencia de géneros, la búsqueda por lo híbrido, el collage; la autoconsciencia y el abandono de la autoría: todas estas características propias del arte de principios del siglo XX se concentraban en este concepto de metaironía. Obras como La novia desnudada por sus solteros son un claro ejemplo de esta nueva forma de hacer arte. Casi cien años después de su aparición, ¿en qué situación se encuentra esta actitud irónica en el mundo del arte y la cultura?

La novia desnudada por sus solteros, o El gran vidrio (1915-1923). Marcel Duchamp

En Algo supuestamente divertido que nunca volveré hacer, David Foster Wallace responde a esta pregunta en un pequeño ensayo llamado E Unibus Pluram, donde explica cómo la televisión había absorbido esta ironía en sus producciones. La actitud que inicialmente buscaba la ruptura del yugo de la historia del arte anterior a Duchamp ahora se habría integrado en las grandes narrativas posmodernas. Estas ahora se rebatían contra la hipocresía de la televisión de los años cincuenta, sesenta y setenta, donde las cualidades que se celebraban eran precisamente lo sentimental, lo ingenuo y simplista. La ironía se había extendido; sin embargo, el talante dinámico y operante de la propuesta duchampiana se había perdido en su integración: el uso de la ironía pasaba a ser un ejercicio discursivo totalmente parapléjico y desprovisto de cualquier indicio de transformación del mundo. Todo aquello que salía de la caja negra ahora se cubría de un discurso paródico que distanciaba al espectador de sus propios actos. Y es que Joe Briefcase -como Foster Wallace llama en el ensayo al americano normal, trabajador y silenciosamente desesperado– no era -o es- tan estúpido como parece. La carga autorreferencial en la cultura contemporánea provee a Joe Briefcase de lo justo y necesario como para encontrar aquello oculto que al resto se le niega y así, dormir un poco más tranquilo. ¡El telespectador cree ser diferente a la masa! ¡Qué burlones los juegos de la perspicacia y la sutileza irónica!

Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer em(1997), de David Foster Wallace

Los anuncios, los programas de televisión, las series. Todos los productos culturales que giraban en torno al aparato electrónico establecían narrativas conscientes de su propia posición en el mundo, una suerte de para sí de la industria cultural -una vez más: gracias, Hegel-. Foster Wallace ejemplifica el uso de esta ironía con uno de los anuncios más premiados de finales de los ochenta. En él, una furgoneta blanca llega a una playa repleta de chicos y chicas con frescales atuendos estivales. Todos se muestran indiferentes a su entrada; el jolgorio y el bullicio de la juventud la deja pasar totalmente desapercibida. Sin embargo, de repente, de la furgoneta comienzan a aparecer un ejército de altavoces, amplificadores, micrófonos y todo tipo de elementos de equipamiento sonoro. Ahora, el sonido efervescente de una bebida gaseosa llega a toda la playa y capta la atención de todos los presentes. Como criaturas presas de una incontrolable pulsión, todos acudan a la furgoneta a servirse un poco de esa bebida.  Y es aquí donde entra en juego la ironía. Al final del spot publicitario, el eslogan de la marca reza: Pepsi. La elección de una generación. Mercadotecnia: etiquetas generacionales e ironía sofisticada. ¿Se le puede pedir algo más al ejercicio de diversificación del capital?

Fotograma del anuncio (1986)

Pues bien. Cambiemos por un momento el concepto de cultura televisiva por el de redes sociales. La aportación de Foster Wallace sería algo así como: en el juego de dinámicas de las redes sociales, los usuarios canalizan su visión del mundo a través de la ironía, incapaces de comunicar lo que verdaderamente sienten sin burla. Los jóvenes nacidos en los noventa -es decir, aquellos que en su infancia y adolescencia temprana vivieron el auge de los smartphone– son conscientes de las metanarrativas de la red en las que participan pero difícilmente hacen algo más al respecto. ¿Cómo de vigente se mostraría esta tesis en los llamados millennials, zinnellial o generación X?

En cualquier caso, esta sí que fue la base argumental de la ponencia Fugas del sujeto millennial: hacia la estética y la ironía, una de las muchas mesas que conformaron el congreso Fugas, Éxodos y Rupturas, que se celebró el pasado septiembre en el Círculo de Bellas Artes. La charla, que se desarrolló en formato debate, interrogó a los ponentes -Ernesto Castro y Elizabeth Duval- sobre cómo los jóvenes solo parecen ser capaces de asimilar ciertos fenómenos culturales a través de su ironización y estetización[2]. La tendencia a canalizar la realidad a través de estos dos gestos sería una consecuencia de la coyuntura contemporánea, que se traduciría en cierta imposibilidad conceptual de comprender la totalidad de la realidad, una totalidad desfasada y fragmentada. La abrumación ante tal coyuntura nos habría dejado a todos atónitos e incapaces de actuar en consonancia con el mundo. La ironía, en definitiva, se usa como una herramienta ilusionaria con la que trascender esta coyuntura donde todo nos es familiar y nada extraño a la vez.

Así, en la mesa se habló de nacionalismos y regionalismos, del viejo debate de la autenticidad y la comercialización entre el mundo mainstream e independiente, de la superación de las nociones de autoría ilustrada, la situación editorial en España y en general del mercado literario. También se habló, como no podía ser de otra forma, de los memes. Se destacó el poder que tiene el humor para llamar la atención sobre cosas o sentimientos que nos suceden en nuestro día a día e ignoramos. También de su capacidad de inclusión/exclusión dentro de un grupo -sobre el poder de la risa y su relación con la filosofía también se habló en el congreso, de la mano ahora de Iván de los Ríos y Jose Emilio Enguita, en la ponencia Senderos de fuga: de la risa, los filósofos y la filosofía-. Pero sobre todo se hizo hincapié en el trabajo que la comunidad en internet había hecho para sensibilizar y construir una consciencia sobre la salud mental de la población.

Los memes, que podríamos definir como los chistes de internet, se someten a las mismas preguntas que estos: ¿quiénes son sus autores? ¿cuántas versiones hay de cada chiste, de cada meme? ¿cuál ha sido su red de circulación? ¿cuántas modificaciones habrán sufrido con el paso del tiempo? Sin importar el creador o creadores, un meme puede literalmente recorrer todo el mundo en cuestión de días si es lo suficientemente verosímil -no olvidemos que al fin y al cabo el concepto de meme se deriva del de mímesis-. Y es que los memes se han convertido en una expresión colectiva, una fuga que ayuda a canalizar la alienación del mundo contemporáneo de forma totalmente anónima.

Los memes no tienen contenido y formato que se les escape. Su variedad, como el propio internet, es simplemente inabarcable. Y es en su diversidad donde encontramos precisamente todos aquellos flujos experimentales característicos del arte en el siglo XX.  ¿Acaso no son de partida un desafío a los conceptos de originalidad y autor? ¿no incorporan el pastiche histórico, el collage, el mash-up nostálgico? ¿no se acaban volviendo autoconscientes, autoparódicos y autorregenerativos?

Y de nuevo nos toca preguntarnos: el meme, como máxima expresión de lo irónico en la cultura de la red, ¿qué tiene de este talante metairónico en el sentido en el que nos lo ofrecía Octavio Paz? ¿Ha acabado sometiéndose a este concepto de ironía del que nos habla Foster Wallace? No parece que al menos sea la clave definitiva para la transformación de la sociedad; o siquiera que contribuya para pensar en otras alternativas posibles al capitalismo tardío -como explica Mark Fisher en Realismo Capitalista-. También en este sentido, Foster Wallace llegó a decir que ‘’la ironía posmoderna y el cinismo se han convertido en un fin en sí mismas, en una medida de la sofisticación en boga y el desparpajo literario.’’[3]. Paradójicamente, la actitud irónica habría acabado teniendo las mismas dinámicas que el propio capital, es decir, la tautología y la autorreproducción. ¿Supone esto el final definitivo, el final de cualquier tipo de esperanza ante la destrucción masiva del capitalismo?

Quizás es todavía demasiado pronto para afirmar algo así. En cualquier caso, esta coyuntura le suma otro reto a estos jóvenes nacidos en los noventa, que no solo tienen que superar esta ironía nihilista-paralizante, sino también afrontar la situación precaria en la que se encuentran. Sin ir más lejos, la Comisión Europea anunciaba recientemente que durante el mes de agosto de 2020 el paro juvenil en España alcanzaba el 43.9% de su población, mientras que la media europea se encuentra casi en un 19%. La juventud se enfrenta ya a la particular ironía de sus propias experiencias vitales, y en concreto, a su experiencia laboral y de toda dimensión relacionada con la estabilidad y seguridad material.

¿Cómo se supone que voy a encontrar trabajo, si todas las empresas piden experiencia laboral? ¿Cómo voy a dejar de prescindir de mis padres, cuya calidad de vida, por cierto, está muy lejos y muy por encima de mi horizonte material? Estas situaciones son para muchos la ironía más cruel, torpe y alienante de sus realidades, más que ninguna otra. Y es que a veces la realidad ya es lo suficientemente angustiosa, desconcertante y sobre todo irónica por sí misma.


[1] Paz, Octavio. Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp. Era, México, 1985

[2] Aunque Foster Wallace no le da el mismo nombre, a parte de esta actitud irónica también  presupone cierta estetización del mundo contemporáneo en la cultura televisiva americana. En el ensayo se refiere a ella como la narrativa de la imagen.

[3] Burn, Stephen J., Conversaciones con David Foster Wallace, Pálido Fuego, Málaga, 2012

Objetivo Welles

Treinta años después de la muerte de Orson Welles, continúan apareciendo materiales que se consideraban perdidos. Aun así, sus películas inacabadas y su obra televisiva siguen siendo las grandes desconocidas. La Escuela de las Artes 2016 dedicará un curso (20-24 de junio) a la figura de Welles, colocándolo en la categoría de gran creador (más que como gran cineasta), y añadiendo a su estudio los trabajos que realizó para el teatro, la radio y la televisión. El curso estará dirigido por Santos Zunzunegui, Catedrático de Comunicación Audiovisual y Publicidad en la Universidad del Pais Vasco. De su libro Orson Welles (Madrid, Cátedra, 2011), extraemos el siguiente fragmento, dedicado a El Cuentacuentos, un piloto que rodó para la serie de televisión The Fountain of Youth.

El “cuentacuentos”

“La pobreza de la televisión es algo maravilloso (…) Es un medio maravilloso en el que el espectador no está a más de un metro cincuenta de la pantalla, pero no es un vehículo dramático sino narrativo, puesto que la televisión es el medio de expresión ideal del narrador… (…) La televisión es un medio de satisfacer mi inclinación a contar historias a la manera de los narradores árabes en la plaza del mercado. Me entusiasma, no me canso nunca de oír o relatar historias y cometo el error de creer que todo el mundo participa del mismo fervor. Prefiero las narraciones a los dramas, a las obras de teatro, a las novelas: es una característica importante de mi personalidad”.

Estas declaraciones de Orson Welles, realizadas en 1958 a André Bazin y sus colegas de Cahiers du Cinéma, dejan meridianamente clara su concepción del espectáculo televisivo. No se trata de un canal destinado a albergar la exhibición de películas jibarizadas sino más bien, de una radio con imágenes, en la que pueden desplegar todo su poder de encantamiento los cuentacuentos. Pocos ejemplos mejores que el programa calificado por Peter Bogdanovich como “el mejor show de televisión que nunca he visto”:  The Fountain of Youth se rodó en 1956, producido por la compañía Desilu, propiedad de los amigos de Welles, Desi Arnaz y Lucille Ball. Pensado inicialmente como un piloto para una serie, el episodio no tuvo continuidad y tuvo que esperar dos años para que fuese emitido por la NBC en el marco del Palmolive Colgate Theatre. Ese mismo año el programa fue galardonado con uno de los premios Peabody a la creatividad televisiva.

fountain

Para su primera incursión en el campo de la ficción televisual, Welles eligió un relato corto de John Collier[1] ambientado en los años veinte. Cuenta la historia del endocrinólogo Humphrey Baxter (“the gland man” como se le conoce por la prensa) que en su madurez se ve atraído por una starlette de Broadway con la que contrae matrimonio. Cuando Baxter debe abandonar Nueva York para una estancia de tres años en Viena, su joven esposa cae en las redes de un atlético y apuesto tenista. Pero Humphrey que es un hombre de paciencia (“puedo esperar” será su lema a lo largo de todo el relato) difunde, a su retorno, a través de los medios de comunicación que en sus años de colaboración en Europa con el doctor Vlingeberg, ha conseguido aislar el suero de la juventud. De inmediato la pareja formada por su antigua esposa Caroline y su nuevo amor Alan se presentan en su laboratorio para interesarse por el sensacional descubrimiento. Humphrey les hace un fantástico regalo de boda: la última porción del suero que existe de las tres que lograron producir en Viena. Las dos porciones restantes fueron tomadas por él mismo y por el doctor Vlingeberg, un hombre de sesenta y ocho años de edad y horriblemente feo que, como dirá Baxter a la joven pareja, permanecerá con 68 años y horriblemente feo durante los doscientos años que durará el efecto de la pócima. De una sola cosa advierte Baxter a los nuevos esposos: la dosis no puede dividirse en dos pues perdería todos sus efectos. Únicamente podrá, por tanto, ser tomada por uno de ellos. De vuelta a casa, tanto Alan como Caroline se muestran inicialmente partidarios de que sea el otro el que tome el brebaje. Ante la imposibilidad de decidirse (los dos se niegan enfáticamente a ser el único beneficiario del descubrimiento) deciden colocar el frasquito con la poción mágica en la repisa de la chimenea que preside el comedor de su mansión como símbolo de la confianza que ambos mantienen en su amor mutuo. Pero a medida que determinados síntomas de envejecimiento sean constatados por uno y otro (Alan tendrá problemas en sus partidos de tenis; Caroline verá en peligro su papel preponderante en la obra que representa exitosamente en Broadway a causa de la llegada de otra actriz un poco más joven), las cosas tomarán otro cariz. Ambos, decidirán tomar la poción a espaldas del otro, rellenando después el frasquito con agua medicinal. En la última escena del relato, Caroline visitará a Humphrey para darle cuenta del fin de su relación con Alan y recibir la revelación de que lo que bebió era meramente agua salada.

Sin duda estamos ante una comedia ligera y como tal la trata Welles. Pero no deja de subrayar la enjundia de su dimensión más oculta. The Fountain of Youth se presenta como una reflexión en torno al narcisismo, ese mal que, como explica Baxter, divide al mundo en dos grupos, los que lo padecen y el resto de la humanidad. Aunque lo que cuenta en esta pequeña película es, sobre todo, la extraordinaria gama de recursos estilísticos desplegados por el cineasta para poner en escena esa combinación explosiva del “eterno triángulo” con la “eterna juventud”.

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