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FREUD ARQUEÓLOGO

El legado de Freud

Ángel Gabilondo, Jesús González Requena y Eric Laurent

El pasado mes de mayo tuvo lugar el congreso internacional Freud arqueólogo, con el que el CBA quiso conmemorar los 150 años del nacimiento del padre del psicoanálisis. Según Jorge Alemán, coordinador del encuentro, se trataba no sólo de evocar la arqueología como estrategia conceptual fundamental del legado freudiano sino también de demostrar que Freud no es hoy una pieza de arqueología, sino un interlocutor válido, tal vez incluso imprescindible en los tiempos que corren.
Jesús González Requena, catedrático de Comunicación Audiovisual en la Universidad Complutense de Madrid y presidente de la Asociación Cultural Trama y Fondo, Eric Laurent, miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis y discípulo directo de Jacques Lacan, y Ángel Gabilondo, catedrático de metafísica y rector de la Universidad Autónoma de Madrid, mantuvieron este animado debate en la mesa redonda que puso punto final al congreso. Además, Minerva ha pedido al psiquiatra Carlos Castilla del Pino un artículo que contribuya a arrojar luz sobre la actualidad de Freud y el psicoanálisis.

JESÚS GONZÁLEZ REQUENA

¿Hablamos de Freud o de Lacan? Pues da la impresión últimamente, cuando se escucha a la mayor parte de los psicoanalistas, de que Lacan nos devolvería la verdad indiscutible del discurso freudiano. ¿Están ustedes seguros de ello? Permítanme un par de citas para situar la cuestión. Esta es la primera:

[los científicos] comienzan a tener una pequeña idea de que podrían crearse bacterias terriblemente resistentes a todo, y que a partir de ese momento ya no se las podría detener y que tal vez limpiaran de la superficie de la tierra todas esas porquerías, en particular las humanas, que la habitan […] Sería un alivio sublime si de golpe estuviéramos frente ese es verdaderamente el signo de la superioridad de un ser sobre todos los demás, no solamente su propia destrucción, ¡sino la destrucción de todo el mundo viviente! Sería verdaderamente el signo de que el hombre es capaz de algo.

Han escuchado ustedes a Jacques Lacan. Escuchen ahora a Sigmund Freud:

No me haga parecer un pesimista. No desprecio al mundo. Mostrar desprecio al mundo es sólo una forma más de adularlo para obtener reconocimiento y fama. No, no soy pesimista, no mientras tenga a mis hijos, mi esposa y mis flores.

¿Observan ustedes la diferencia? Puede que Freud en esta cita les parezca demasiado conservador, puede que prefieran la cita de Lacan, que quizás les resulte más progresista. Pero, en cualquier caso, creo que me reconocerán ustedes que nos encontramos ante dos discursos, por lo que a la ética se refiere, estrictamente opuestos.

Y ya que he suscitado la cuestión de lo conservador y lo progresista, ¿por qué damos por hecho el progresismo del enunciado lacaniano? ¿Qué habría de progresista en la concepción de lo humano como una basura digna de exterminio? Lo que sí es, y de manera muy evidente, es un enunciado vanguardista –de hecho, puede encontrarse algunos extraordinariamente semejantes en Luis Buñuel– que posee una cadencia común a la de la célebre definición bretoniana del gesto surrealista. Ya saben ustedes: «El gesto surrealista más simple consiste en salir a la calle revólver en mano y disparar al azar contra la gente». Pero sucede que hoy eso sólo lo podemos identificar como un acto psicopático.

Si un enunciado de este estilo sigue hoy sonando progresista es porque es, inequívocamente, un enunciado deconstructivo: uno que parte del presupuesto de que los valores humanos no son más que una mascarada imaginaria. En efecto, la ética lacaniana es una ética sadiana. Sostiene por eso, como el mismo Sade, que el «soberano bien» no es otra cosa que un «espejismo platónico», a la vez que no duda en afirmar que el «mal absoluto», «el soberano mal», en suma, «es una de las dimensiones de la vida suprema». La ética freudiana, en cambio, es muy distinta. Freud se aferró siempre al ideal de la dignidad humana, como se negó siempre a participar de ese sesgo deconstructivo del pensamiento occidental que ya había cristalizado en su tiempo, tras su origen sadiano, en la obra de Nietzsche.

Les suscito una cuestión ética que es, a la vez, una cuestión teórica que afecta al núcleo mismo del pensamiento teórico psicoanalítico, ya que la cuestión de la supervivencia o de la extinción de la humanidad se haya en relación directa con ese hecho que el psicoanálisis puso en su punto de mira desde el primer momento: la sexualidad. Y es ésta una cuestión que adquiere en la actualidad una inesperada relevancia para nuestra civilización, la occidental, ésa que es la nuestra tanto como fue de Lacan y Freud: me estoy refiriendo a la radical crisis de natalidad que padecemos, y que sólo queda parcialmente encubierta por el fenómeno de la inmigración.

Pero antes de entrar de lleno en la cuestión permítanme que les llame la atención sobre otro dato inquietante de nuestro panorama inmediato: la sorprendente escasez de casos de neurosis con la que se encuentran nuestros colegas clínicos y, a la vez, el llamativo desplazamiento del malestar psíquico hacia formas más próximas a la perversión, a la psicopatía y a la psicosis. ¿Tendrá todo ello algo que ver con el célebre aforismo lacaniano según el cual las relaciones sexuales no existen? Quien más y quien menos piensa que lo que eso quiere decir es que el ensueño imaginario de los enamorados de una fusión amorosa que permitiera alcanzar la plenitud y colmar al deseo es algo imposible. Desde luego, eso lo piensa Lacan. Pero también lo pensaba Freud y no por ello llegó nunca a afirmar que las relaciones sexuales no existieran. Lo que quiso decir Lacan es algo más específico, y lo enunció con todas sus letras en su seminario sobre La lógica del fantasma: allí dijo, muy literal e insistentemente, que «no hay acto sexual». El punto de vista de Freud es muy diferente: para él, el acto sexual constituye una experiencia de magnitud capital que se sitúa en el núcleo de todo su pensamiento, hasta el punto de que toda la tarea de construcción de la subjetividad pivota precisamente sobre ese acto. Incluso la posibilidad misma de la salud, en la que Freud creía firmemente, tenía que ver con esa pieza clave; me refiero a esa cuestión que tanto criticara Lacan y que sin embargo constituyó siempre un pilar esencial del pensamiento freudiano: el acceso a la «fase genital» como culminación del proceso de maduración de la sexualidad humana.

Se trata de una divergencia trascendental entre Lacan y Freud a la que no es posible quitar importancia. Pues de su rechazo de la fase genital se derivan dos de las más notables afirmaciones lacanianas. En primer lugar, aquella según la cual el deseo humano es perverso en su misma estructura. Y, en segundo lugar, aquella otra de acuerdo con la cual sólo existen tres estructuras psíquicas: la neurosis, la perversión y la psicosis. Para Freud, en cambio, existía una cuarta estructura: la normalidad. La normalidad entendida, desde luego, no como lo mayoritario sino, por el contrario, como lo más difícil, es decir, como aquello que se adecua a la norma. Más exactamente, como lo que se configura de acuerdo a cierta norma simbólica: la de lo que les invito a llamar el proceso de Edipo canónico, conformador de la subjetividad humana. De hecho, las demás estructuras, la de la neurosis o la de la perversión, sólo se explican, en el pensamiento freudiano, como resultado del fracaso, de la quiebra al menos, de ese Edipo canónico en alguna de sus fases cruciales.

Claro que, pensarán ustedes, qué cosa tan reaccionaria, la norma y la salud. ¿Están seguros? ¿Creen que puede darse algún progreso si partimos del presupuesto de que la salud es imposible y de que los ideales son imaginarios? No deja, por lo demás, de ser un hecho sorprendente la convergencia histórica entre la proliferación de la perversión y el presupuesto lacaniano según el cual el deseo humano es estructuralmente perverso. Pero claro, ¿cómo no iba a serlo si «no hay acto sexual»? Una vez que se ha rechazado la posibilidad misma de la norma, del proceso canónico, la perversión se convierte así en lo normal, aunque esta vez en el sentido estadístico, mayoritario del término.

Creo que no hay mejor índice de que vivimos en una sociedad perversa que el que nosotros, los occidentales contemporáneos, a la vez que nos instalamos en un paisaje social aparentemente saturado de erotismo, vivamos, sin embargo, nuestra relación con el cuerpo real como una pesadilla insufrible. Y es que esa supuesta saturación de erotismo de nuestro paisaje es sólo aparente; de lo que realmente está cargado nuestro paisaje social es de una incesante, agobiante e invasora imaginería narcisista, que ciega absolutamente las vías de nuestro deseo, casi hasta el límite de la extinción biológica. Lo real del cuerpo: eso es lo que Freud identificó como la sexualidad. Pues bien, es nuestro pánico al cuerpo real lo que nos desvía de todo auténtico erotismo –pues existe un autentico erotismo– o mejor, un erotismo verdadero: ese, precisamente, que conduce a la experiencia de lo real del cuerpo.

Este pánico ocasionado por el narcisismo es lo que nos desvía del acto sexual. Por mi parte, como freudiano que soy, estoy convencido de que el acto sexual existe y justamente por eso tiene sentido hablar de perversión como la desviación que tiene por objeto evitar el acceso al acto sexual. Exactamente eso es lo que pensaba Freud y por eso afirmaba que «Probablemente ningún ser humano del sexo masculino pueda eludir el terrorífico impacto de la amenaza de castración al contemplar los genitales femeninos. No atinamos a explicar por qué algunos se tornan homosexuales a consecuencia de dicha impresión, mientras que otros la rechazan, creando un fetiche, y la inmensa mayoría lo superan». Pero, añade más adelante, «sólo lo superan en tanto logran conquistarlo con arduos esfuerzos». Evidentemente, de los tres desenlaces que Freud plantea para la aventura del varón, homosexualidad, fetichismo o normalidad –que, subrayémoslo, sólo logra ser alcanzada «con arduos esfuerzos»–, las dos primeras suponen posiciones perversas en el sentido clínico del término. La tercera, en cambio, supone la culminación del Edipo canónico y con ella el acceso a la fase genital.

Permítanme que les insista, para terminar, en que Freud no fue nunca un deconstructor. Y ello porque fue, muy exactamente, un arqueólogo. Y es lo propio del arqueólogo buscar la verdad que, enterrada, existe, mientras que el deconstructor, en cambio, excava para mostrar que nunca ha existido verdad alguna enterrada.

ÁNGEL GABILONDO

Comenzaré jugando con una presunción: todos ustedes, asistentes a un congreso en torno a Freud, son sospechosos. Y lo son por el mero hecho de estar aquí, por ocuparse de estas cosas en una sociedad que mira ya no sólo a ciertos filósofos como filósofos de la sospecha, sino a los filósofos con sospecha, esa sospecha que siempre despiertan quienes se ocupan de asuntos como el que nos reúne aquí hoy. ¿Qué es lo que le pasa a esta gente?, se preguntan los biempensantes. ¿Qué infancia habrán tenido? ¿De qué desequilibrio afectivo estarán aquejados? ¿Qué lecturas habrán hecho para llegar a esta situación?

Socialmente, hay sin duda un asedio a este modo de afrontar las cosas. Hay también un silencio, el silencio de Freud, que producimos nosotros mismos en la medida en que no lo leemos suficientemente. Todos estamos a favor o en contra de Freud, pero pocos abren sus libros. Sólo pido, pues, como gran acto subversivo, que se lea a Freud y que guardemos las banderas a favor o en contra, al menos hasta que hayamos realizado eso que en nuestro ambiente social y cultural está aún por hacer y que es estudiar con detenimiento y seriedad a un autor que fue capaz de legarnos algo que pensar.

Yo sostengo que Freud era francés. Naturalmente, una vez dicho esto, debo preguntarme qué quiere decir «ser francés» y también cómo es posible devenir francés o, mejor aún, cómo es posible devenir una mujer francesa –y estoy citando indirectamente a Gilles Deleuze, otra lectura recomendable– o incluso, yendo más allá, cómo es posible devenir una mujer francesa muerta sin dejar de estar vivo. Es decir, cómo devenir una mujer francesa muerta para ser alguien vivo, un erótico vivo que ha devenido mujer francesa muerta. Veremos qué puede querer decir esto.

Vivimos sin duda en un cierto clima de malestar, nos sentimos incómodos ya que tratamos de pensar según símbolos, al tiempo que se nos empuja a pensar según imágenes. Pues bien, considero que no hay ningún inconveniente en pensar con imágenes siempre que sean imágenes como símbolos.

La vida es la sustantivación del vivir y, desde luego, el vivir es invivible como tal; sólo se puede vivir como vida. Y pienso que sería muy positivo que comenzáramos a reconocer una diferencia ontológica no sólo entre el ser y el ente, sino también entre el vivir y la vida, porque ello nos podría proporcionar cierto gozo, toda vez que estamos siempre desesperados por no acabar de vivir el vivir, ignorando que el vivir es invivible. Además, cuando no somos capaces de distinguir entre el vivir y la vida, y nos movemos en esta confusión, proliferan los errores. Estaría bien que tuviéramos esto en cuenta en el debate social, y no sólo para hablar de la eutanasia, por ejemplo, sino también para pensar acerca de la organización de nuestra vida cotidiana; porque a veces la vida no es vivir. La vida siempre tarda, siempre llega tarde al vivir. Es fundamental darse cuenta de esta situación, ya que no sólo no nos tendremos nunca, sino que nunca decimos en verdad lo que decimos. No coincidimos nunca con nuestro propio decir y, lo que es más tremendo, nunca coincidimos con nuestro propio vivir. Es como si uno no estuviera nunca donde está porque parece, más bien, estar en ningún otro lugar. Por eso el desciframiento, que tanto nos importa, no se enfrenta con ningún disfrazamiento: no se trata de disfrazar, de des-disfrazar o de descifrar algo disfrazado. En la vida ya está todo el vivir, pero el vivir siempre está por venir. Está ya, pero por venir.

Con todo esto estamos poniendo en cuestión radical y absolutamente la fenomenología. Y esta puesta en cuestión de la fenomenología, que es sin duda uno de los numerosos regalos que ofrece la lectura de Freud, no significa que no creamos en lo que se aparece: es más, sólo hay lo que se aparece. Pero dado que las cosas no son lo que parecen, conviene no confundir lo que parece con lo que se aparece. Una vez que evitamos confundirlo, conviene también saber que aunque las cosas no son lo que parecen, aparecen como lo que son, en lo que parecen.

Subrayado así muy ontológicamente, quiere decir en última instancia que todo está poblado de fantasmas, phainesthai, apariciones; en suma, que todo es pura manifestación… pero en ningún caso manifestación de otra realidad. Y esto conviene aclararlo por si alguno pudiera pensar que el inconsciente es alguna suerte de realidad real a diferencia de la conciencia, que sería irreal.

Dicho esto, siempre he estado de acuerdo con Nietzsche, quien dice que dentro de todo filósofo, sobre todo si es alemán, hay un teólogo. Pero ahora quisiera añadir que dentro de todo filósofo hay una mujer francesa muerta, y muerta por nosotros. Y que gracias a que esa mujer francesa muere, podemos vivir. Tanto nos ha amado, que sólo gracias a su muerte podemos pensar.

El placer que nos produce este desatino nos libera de todas las restricciones que la lógica impone a nuestro pensamiento. Dado que todos nosotros somos sospechosos, propongo que disimulemos mucho, porque pensar es simular y también disimular. Y si esto es así, yo me pregunto, ¿en qué terreno coincidimos todos los que hemos leído a Freud?, ¿en qué terreno coincide Freud –que era una mujer francesa–, con todos los pensadores actuales importantes? En el terreno del lenguaje, que es el lugar en donde coinciden hoy todas las indagaciones. Sólo en ese sin-lugar donde cabe esta coincidencia el psicoanalista es, por decirlo así, parte comprometida en ese gran debate sobre el lenguaje que se está lidiando, y pretender apartar el psicoanálisis de esta gran controversia es un tremendo error.

En efecto, el psicoanálisis pertenece a la cultura moderna y es indispensable asumirlo como tal. Debemos acostumbrarnos a pensar el inconsciente como simulacro, que ni es ninguna realidad ni es tampoco una copia de la realidad. Los sueños no se interpretan, lo que se interpretan son los relatos. Y por eso todos ustedes no sólo son sospechosos sino que tienen un enorme sentimiento de culpabilidad, que es precisamente el que les ha hecho acudir a estas conferencias sobre Freud, con la esperanza de salir de aquí sintiéndose un poco mejor. Pues bien, yo lo que quiero es que salgan de aquí más culpables que nunca, porque el sentimiento de culpa constituye la base fundamental de la cultura, y sólo sintiéndose culpable se puede ser culto y no haciendo de ese sentimiento razón de ser. Por eso, si siempre decimos otra cosa que lo que decimos, es porque querer decir otra cosa que lo que se dice es precisamente lo que constituye la función simbólica. Sólo el símbolo da lo que dice. El símbolo mismo es aurora de reflexión y, en este sentido, todos nosotros hacemos lo que no existe, somos de lo que no hay. Y no está mal ser de lo que no hay…

No hay acto sexual, singularmente sexual, ¿por qué?, porque todo acto es sexual y, en la medida en que todo acto es sexual, la conciencia aparece como una tarea. Pero si la conciencia aparece como una tarea y si las cosas no son lo que parecen pero aparecen como lo que son en lo que parecen, se me aparece de nuevo la mujer francesa muerta y la deseo tanto, que me resucito en su resucitar y la beso. Así que escribiré una carta a esa mujer francesa muerta. Y esa carta soy yo, y la quiero publicar aquí hoy, poniéndome en público. Siempre escribimos en francés. El propio acto de escribir es francés. Freud deviene escritura y el inconsciente funciona como una máquina de escribir palabras de eternidad. Si esto es así, yo disimulo que soy una mujer francesa muerta y, gracias a eso, vivo. Este ha sido el legado que Freud me ha dado.

ERIC LAURENT

Qué duda cabe de que en nuestro mundo hay pesadillas; el profesor Requena ha evocado algunas. Y, sin embargo, yo no diría que vivimos en una sociedad perversa, al menos, no tan perversa como para esconder el hecho de que el profesor Gabilondo sea una mujer francesa muerta. En general, los franceses abrigamos la idea de que la sociedad, más que perversa, está loca. Es la tradición católica e irónica de Blaise Pascal, que tenía el firme convencimiento de que nada estaba en su lugar. De hecho, fue precisamente esta intuición fundamental la que le permitió inventar el cálculo de probabilidades; dado que nada está en su lugar, hay que estar tan loco como los demás para existir en este mundo. Es también la tradición judeoalemana de Walter Benjamin, según la cual la historia es una pesadilla de la que hay que despertarse. Y creo que el psicoanálisis –o al menos la lectura que hizo Lacan de Freud– es una de las disciplinas que nos han permitido despertarnos de los vestigios de la historia.

Si hay un punto del análisis del profesor Requena con el cual estoy totalmente de acuerdo es su idea de que el mercado capitalista global ha producido una industria de la pornografía que hace que vivamos la relación con nuestro cuerpo como una pesadilla. Pero esto es exactamente lo que dice Lacan; en el mismo volumen que contiene esa conferencia en la que el profesor Requena ha querido ver una declaración de ética sadiana, Lacan se refiere a la pornografía ambiente como un síntoma del malestar de la cultura; lejos de ser signo de una liberación sexual, constituye más bien la prueba de que el sexo se ha instrumentado como una pesadilla más.

La Premio Nobel de Literatura Nadine Gordimer, muy sensible a estas cuestiones, al comentar el último libro de Philipe Roth, Everyman, señalaba cómo últimamente los escritores maduros –Gabriel García Márquez en su Memoria de mis putas tristes, Carlos Fuentes en Inés, el propio Roth en El animal moribundo o en Everyman– abordan el tema del esplendor del deseo en la vejez y la posibilidad de conciliarlo con el cuerpo. Y lo que a mí me resulta verdaderamente interesante en esta serie de escritores es que su esfuerzo narrativo da testimonio de cómo ellos, que siempre pusieron su obra al servicio de una visión política del mundo, se consagran ahora, precisamente, a lo que en ningún caso se puede inscribir en los ideales a los que habían dedicado su vida, a lo que plantea una objeción a esa visión política del mundo y que es, justamente, el goce del cuerpo. Lo que les sorprende y tratan de transmitirnos no es sólo ese retorno del deseo que puede producir la vejez sino, más bien, el tipo de articulación que puede darse entre lo que fue la pesadilla del siglo xx y la nueva pesadilla del siglo xxi. El siglo xx pensó que podría librarse de la pesadilla hegeliana de la historia a través de la dimensión política, pero la noción de que al final de la historia, y a través del movimiento de la Aufhebung hegeliana, nuestras existencias individuales podían quedar de algún modo justificadas por un ideal político, se convirtió a su vez en pesadilla. Fue esta visión de una totalidad política la que produjo las religiones seculares que ha conocido el siglo xx y de las cuales nos hemos despertado sólo al final del siglo. No es casual que sean los que están del otro lado, Roth, Gordimer, Coetzee incluso, quienes dan testimonio de la especial crueldad de esta concepción que Adorno resumió muy acertadamente afirmando que la importancia ilusoria y la supuesta autonomía de la vida privada esconden el hecho de que ésta transcurre sólo como apéndice del proceso social.

Pues bien, el legado de Freud consiste en que fue capaz de entregarnos los instrumentos necesarios para luchar contra esta concepción –hegeliana, en definitiva–, frente a la cual apostó por Kierkegaard y por la experiencia de la angustia del sujeto. De hecho, la experiencia misma de la cura analítica se sitúa en el campo de la angustia más particular, esa que nunca quedará justificada por ningún ideal global. Todos nosotros, en tanto que mujeres francesas muertas si así lo quieren pero, sobre todo, en tanto que seres afectados por la angustia, constituimos una objeción de peso a cualquier ideal global.

En su texto Malestar en la cultura Freud compara, a través de un experimento mental, el inconsciente con la ciudad de Roma:

Adoptamos ahora el supuesto fantástico de que Roma no es morada de seres humanos sino un ser psíquico cuyo pasado fuera igualmente extenso y rico, un ser en el que no se hubiera sepultado nada de lo que una vez se produjo, en el que junto a la última fase evolutiva pervivieran todas las anteriores. Para Roma esto implicaría que sobre el Palatino se levantarían todavía los palacios imperiales y el septisonium de Séptimo Severo seguiría coronando las viejas alturas que el castillo de Sant’Angelo…

Se trata de una evocación de una metáfora clásica que presenta a Roma como sepultura viva de todo lo que fue su historia. En este sentido Freud es un arqueólogo, un héroe romántico en la línea de Schliemann, que otorga un sentido actual, vivo, a las ruinas de la cultura clásica. Sin embargo, en otro sentido, también se podría decir que Freud fue demasiado arqueólogo. En una conferencia que pronunció Lacan en Baltimore, en 1966, retomó la metáfora freudiana de la ciudad para decir que, aquella mañana, al amanecer, había visto la ciudad de Baltimore pero no ya como sepultura, sino como algo vivo:

Esta mañana, muy temprano, cuando preparaba este pequeño discurso, veía Baltimore por la ventana. Era un instante muy interesante: todavía no había despuntado el día y un reloj luminoso indicaba a cada minuto el cambio de la hora. Había un tráfico intenso. Y consideré que todo lo que podía ver, excepto algunos árboles en la distancia, era el resultado de pensamientos, de pensamientos activamente pensantes. El rol jugado por los sujetos, en cambio, no quedaba muy claro. De ahí que la mejor imagen para condensar el inconsciente sea Baltimore al amanecer.

¿Dónde está el sujeto en este marco? Allí donde Freud decía que en los sueños era imposible localizar al soñador en un lugar preciso puesto que se encontraba en todas las posiciones, Lacan añade que no es que no pueda precisarse su ubicación, sino que el sujeto es propiamente un objeto perdido, imposible de encontrar. De nuestra experiencia del paso del siglo xix al xx, durante el cual tanta gente fue arrancada de su modo tradicional de vivir, surgió el sujeto como objeto perdido que no sabe cómo vivir –y menos cómo vivir la buena vida–, pero surgieron también los intentos de recuperar un lugar para el sujeto restaurando las tradiciones perdidas, restableciendo normas engendradas a partir de los derechos del hombre y con las cuales se pretendía definir la vida vivible. Pero el problema de las normas no es sólo el tema de la normalidad al que antes aludía el profesor Requena, y en ningún caso creo que la oposición entre progresismo y conservadurismo sea pertinente en este caso. Lo que ocurre es que el sujeto perdido del inconsciente freudiano se encuentra en una encrucijada con el sujeto imposible de las normas que estableció la filosofía de Wittgenstein, una encrucijada que desemboca en una paradoja a la que el lógico norteamericano Hilary Putnam bautizó como paradoja kripkesteiniana –mezclando los nombres de Saul Kripke y Ludwig Wittgenstein–. Según Wittgenstein es imposible determinar la regla que siguen las personas en su acción, ya que no disponemos de información observacional ni introspectiva apropiada; por ejemplo, alguien que parece estar realizando de manera ostensible una suma, podría estar haciendo en realidad una operación completamente diferente y nosotros no tendríamos manera alguna de saberlo. Kripke, por su parte, interpretó la filosofía de las reglas de Wittgenstein como una solución escéptica a un argumento escéptico; la solución se encuentra en el punto de vista de la comunidad: seguir una regla puede ser, simplemente, conformarse con la costumbre establecida en el seno de una cierta comunidad, de forma que será la colectividad la que decida qué es una verdadera suma y qué no.

Ahora bien, es muy probable que, entre las funciones del cuerpo humano, no haya ninguna que presente de una manera tan clara como la sexualidad la dificultad que supone que sea el propio sujeto que actúa quien no pueda conocer la regla que está siguiendo. Los cognitivistas pueden mostrarnos que hay muchas funciones del cuerpo humano que siguen reglas o pautas muy rígidas sin que nosotros seamos conscientes ni inconscientes de ellas, pero en la sexualidad la situación es muy diferente, al menos si hablamos de Freud –y en esto no estoy de acuerdo con el profesor Requena– ya que en Freud la roca viva de la castración impide el acceso a la fase genital global.

Lo que hace de la sexualidad una función particularmente interesante, pues, no es que se la pueda industrializar en forma de pornografía, sino que siempre arroja un cierto déficit, un deseo de obtener un plus de goce. Decir que no hay acto sexual (y mi explicación difiere aquí de la del profesor Gabilondo, aunque en cierto modo la complementa) significa que ningún acto sexual como tal puede librarnos de la sexualidad, que no hay un acto ideal que pueda aliviarnos de lo que Freud llamó castración, y que Lacan definió como un imposible lógico. En efecto, es imposible definir de una vez y para siempre la relación entre los sexos. Así pues, siempre debemos inventar, con las infinitas variaciones culturales e individuales que pueda haber, la relación sexual que más nos conviene o, mejor dicho, la que nos resulte menos inconveniente, ya que en este asunto sucede lo mismo que con la democracia según la famosa definición de Churcill: «el menos malo de todos los sistemas».

En definitiva, me gustaría finalizar aclarando que en sus desarrollos teóricos Lacan trató siempre de sortear la solución que planteó Freud en Moisés y la religión monoteísta y que constituye en cierto modo un adiós al ideal cientifista al que se adhirió toda su vida. Freud sabía que hay cosas que la ciencia no puede resolver –y que es mejor que no resuelva– y en este extraño libro que es Moisés y la religión monoteísta vuelve de alguna manera a la tradición judaica y recupera la figura de un padre, digamos universal, que podría amar a sus hijos por igual, en una perspectiva claramente teológica. Lo que Lacan intentó, pues, fue tratar de eludir esta teología, pero sin despreciarla en absoluto,consciente en todo momento de que la ciencia no puede abordar de manera apropiada el fenómeno de la creencia religiosa como tal.

Lo que nos propone Lacan, en suma, es un uso ateológico del legado freudiano del inconsciente, de ese murmullo de la lengua que resuena dentro de nosotros y que ninguna conciencia ha proporcionado, que no procede de un sujeto organizador, que es como un parásito que nos invade y se incorpora en todas las funciones del cuerpo a partir de ese déficit especial de la sexualidad. ¿Qué nos queda entonces? Orientarnos en el fantasma y más allá de él, porque la experiencia de la cura analítica nos enseña cómo salir de este fantasma y nos permite descubrir lo que hay de real en nuestra experiencia.

DEBATE

JESÚS GONZÁLEZ REQUENA

Mis compañeros de mesa han pensado que estoy rechazando todo Lacan, sin embargo, he utilizado abundantes conceptos lacanianos aunque, desde el primer momento, he puesto el acento en las diferencias conceptuales que existen entre Lacan y Freud. Estoy de acuerdo con el profesor Gabilondo en que se ha leído poquísimo a Freud; hasta el punto de que mucha gente piensa que los discursos lacaniano y freudiano coinciden sin más. Mi intención era, precisamente, plantear algunos de los puntos de disensión más notables.

Estoy convencido de que el proyecto de la ética lacaniana, si bien es uno de los momentos insoslayables del pensamiento occidental, también es un proyecto plenamente deconstructivo y acentuadamente sadiano, como reconocieron los grandes intelectuales franceses que participaron de la fascinación por Sade: Barthes, Derrida y tantos otros.

Estoy de acuerdo con el profesor Laurent en que el esquema progresismo-conservadurismo no nos conduce a ninguna parte; mi intención era, justamente, llamar la atención sobre ese binomio gastado gracias al cual, lamentablemente, los tópicos que airea el discurso de la deconstrucción siguen pasando aún hoy por progresistas, por comprometidos y por modernos, como si hubiésemos olvidado que ya no queda nada por deconstruir y que ese es, precisamente, nuestro principal problema.

ERIC LAURENT

Me gustaría aclarar que, en Francia, la fascinación por Sade no se debe a una atracción por las pequeñas técnicas corporales del sadismo, sino a la objeción que plantea su pensamiento a la grandeza de la revolución basada en la razón pura, a Robespierre el incorruptible, a ese ideal puro en acto que mató a tanta gente durante el Terror. La objeción que planteó Sade a la razón pura fue la del goce puro. En su texto Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos pedía la abolición del incesto y de cualquier otra limitación al goce: era la objeción perversa pura, eso era lo real del cuerpo y lo demás eran sólo patrañas.

Me gustaría también hacer una lectura distinta de la cita de Lacan que ha traído a colación el profesor Requena porque, en mi opinión, el tono de Lacan en ese texto es irónico o, mejor dicho, cínico –en el sentido de Diógenes y la escuela cínica de la Antigüedad– y su intención al emplear este tono es despertar a su audiencia, disuadirles de la idea de que el tema esencial, legado por Foucault, es el de la desaparición de la concepción del hombre. Recordarán el final de Las palabras y las cosas, donde Foucault dice que el hombre se borrará como se borra un rostro dibujado en la arena a la orilla del mar, dando a entender que lo esencial es cambiar la forma de representación del hombre. Frente a esto Lacan contesta que el problema no es que se esté disolviendo la concepción del hombre, sino que es el hombre mismo quien podría desaparecer a causa de los desarrollos de la ciencia, que la humanidad misma corre el peligro de quedar destruida no como representación, sino como especie. Y el tono cínico de Lacan no va encaminado a denigrar a la humanidad sino, más bien, a llamar la atención sobre el desarrollo de la ciencia como saber absoluto. Porque puede que hayamos deconstruido todas las normas, como lamenta el profesor Requena, pero hay algo que nos impone normas y absolutos y que no podemos deconstruir y ese algo es la ciencia.

JESÚS GONZÁLEZ REQUENA

¿Estamos seguros de que Lacan se limita a usar un tono cínico?, ¿no será una afirmación cínica sin más? O mejor, ¿por qué no la interpretamos al pie de la letra, como yo proponía? Me resulta realmente inquietante que prácticamente ninguno de los lacanianos con los que he tenido ocasión de discutir, y que son muchos, me haya reconocido nunca un solo punto en el que Lacan se equivocara. Respecto al tema de la ciencia, no creo que sea un discurso imposible de deconstruir, más bien es la máquina ciega de la deconstrucción por excelencia. En el momento en que la ciencia rompe amarras con la filosofía o con lo simbólico, la pura lógica del significante científico aniquila el espacio simbólico deconstruyéndolo todo, de manera que hoy estamos viviendo el vacío provocado por esa omnipotencia del discurso científico.

ÁNGEL GABILONDO

Ante tanta crítica, a mí me gustaría reivindicar la ciencia. Ya sé que no se está hablando contra la ciencia sino contra la industria de la ciencia, pero creo que es preciso hacer hincapié en que la ciencia sólo es o puede ser un problema en la medida en que deviene mera industria, técnica o tecnocracia.

En segundo lugar, sobre la cuestión de si es o no preciso rescatar el sujeto, me gustaría señalar que, en general, las operaciones de rescate suelen salir regular; yo más bien sería partidario de pensar en el espacio producido por su desaparición. Y ya que se ha citado Las palabras y las cosas, hay un momento en el capítulo noveno, «El hombre y sus dobles», en el que Foucault habla exactamente de esto, del retorno del ser del lenguaje; este sí que es el fin del hombre. Y la mejor manera de rescatar ese espacio que ocupaba el hombre es a través del retorno del ser del lenguaje como ser olvidado; con esta operación de rescate sí que estaría de acuerdo, siempre que no implique el retorno de la subjetividad –que, precisamente, había «usurpado» ese espacio–, sino que suponga, citando a Foucault, la búsqueda de otras formas de subjetivación.

ÁNGEL GABILONDO

Mortal de necesidad. La filosofía, la salud y la muerte, Madrid, Abada, 2003

La vuelta del otro. Diferencia, identidad y alteridad, Madrid, Trotta, 2001

Menos que palabras, Madrid, Alianza Editorial, 1999

Trazos del eros; del leer, hablar y escribir, Madrid, Tecnos, 1997

Filosofía y poesía, Madrid, Fundación Fernando Rielo, 1994 [et al.]

Imágenes: ¿todavía el hombre?, Madrid, Cruce Ediciones, 1994 [et al.]

El discurso en acción. Foucault y una antología del presente, Barcelona, Anthropos, 1990

Dilthey. Vida, expresión e historia, Madrid, Cincel, 1988

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JESÚS GONZÁLEZ REQUENA

Clásico, manierista, postclásico: los modos del relato en el cine de Hollywood, Valladolid, Castilla Ediciones, 2006

Los tres Reyes Magos: la eficacia simbólica, Madrid, Akal, 2002

Léolo: la escritura fílmica en el umbral de la psicosis, Valencia, Ediciones de la Mirada, 2000 [con Amaya Ortiz de Zárate]

El paisaje: entre la figura y el fondo, Valencia, Episteme, 1995

El espot publicitario: las metamorfosis del deseo, Madrid, Cátedra, 1995 [con Amaya Ortiz de Zárate]

S. M. Eisenstein: lo que solicita ser escrito, Madrid, Cátedra, 1992

El espectáculo informativo o La amenaza de lo real, Madrid, Akal, 1989

El discurso televisivo: espectáculo de la posmodernidad, Madrid, Cátedra, 1988

La metáfora del espejo: el cine de Douglas Sirk, Madrid, Hiperión, 1986

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ERIC LAURENT

Lost in cognition : el lugar de la pérdida en la cognición, Buenos Aires, Colección Diva, 2005

El otro que no existe y sus comités de ética, Buenos Aires, Paidós, 2005 [con Jacques-Alain Miller]

Ciudades analíticas, Buenos Aires, Tres Haches, 2004

Objetos de la pasión, Buenos Aires, Tres Haches, 2003

Síntoma y nominación, Buenos Aires, Colección Diva, 2002

Psicoanálisis y salud mental, Buenos Aires, Tres Haches, 2000

Las paradojas de la identificación, Buenos Aires, Paidós, 1999

Entre transferencia y repetición, Buenos Aires, Atuel, 1994

Concepciones de la cura en psicoanálisis, Buenos Aires, Manantial, 1993

Lacan y los discursos, Buenos Aires, Manantial, 1992

Significante de la transferencia II, Buenos Aires, Manantial, 1992

Umbrales del análisis, Buenos Aires, Manantial, 1991

Estabilizaciones en las psicosis, Buenos Aires, Manantial, 1989