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FREUD ARQUEÓLOGO

Freud, años después

Carlos Castilla del Pino

El psicoanálisis es obra de Freud. Después de él, naturalmente, hay aportaciones que enriquecen el cuerpo doctrinal que fue construyendo –y demoliendo, en parte, al mismo tiempo– hasta el final de la década de los treinta del pasado siglo, cuando se hizo morir por su médico Schur, que le siguió a su exilio en Londres. Ninguna de las aportaciones de sus discípulos, no obstante, se concibe sin referencia a su pensamiento original, desarrollado por él en forma de sistema cerrado y autosuficiente. Es irrelevante, por otra parte, buscar antecedentes con miras a restar buena parte de su autoría. Claro es que antes de él hay aportaciones al conocimiento del ser humano en el sentido que Eugen Bleuler llamó «psicología profunda» (Tiefenspsychologie). Lo «profundo» alude a un estrato de la persona del que derivan aquellas motivaciones de actos de conducta que el propio sujeto desconoce, porque no le interesa conocer: lo «profundo» se identifica con el inconsciente freudiano. La tragedia griega, Shakespeare, Cervantes, Stendhal, Tolstoi, Dostoievski, Proust y muchos más, como en filosofía San Agustín, Erasmo, Juan Luis Vives, Montaigne, Schopenhauer, Nietzsche y algunos otros, hacen de vez en vez freudismo antes de Freud, cuando desvelan intenciones y motivos de conductas ignorados por el actor de las mismas. Pero esos desvelamientos son de carácter intuitivo, aforismático, nunca forman parte de una teoría general, de un sistema del comportamiento externo e interno del sujeto, tal como Freud lo va elaborando progresivamente, hasta culminar, en 1923, en la denominada «segunda tópica» (Yo, Ello, Superyo). Después de Freud todo tiene, en lo que a este respecto se refiere, otro carácter, porque se halla dentro de una antropología, de una teoría general del ser humano (una tectónica) en la que el inconsciente, el Ello, tiene un rango apersonal, por cuanto el sujeto no se reconoce en él (reconocerse es una función del Yo: «donde era el Ello ha de ser Yo», dice Freud, al hablar de la cura psicoanalítica ideal). Y, sin embargo, le determina de la manera más insospechada, alarmante y perturbadora.

El psicoanálisis es obra de Freud. Después de él, naturalmente, hay aportaciones que enriquecen el cuerpo doctrinal que fue construyendo –y demoliendo, en parte, al mismo tiempo– hasta el final de la década de los treinta del pasado siglo, cuando se hizo morir por su médico Schur, que le siguió a su exilio en Londres. Ninguna de las aportaciones de sus discípulos, no obstante, se concibe sin referencia a su pensamiento original, desarrollado por él en forma de sistema cerrado y autosuficiente. Es irrelevante, por otra parte, buscar antecedentes con miras a restar buena parte de su autoría. Claro es que antes de él hay aportaciones al conocimiento del ser humano en el sentido que Eugen Bleuler llamó «psicología profunda» (Tiefenspsychologie). Lo «profundo» alude a un estrato de la persona del que derivan aquellas motivaciones de actos de conducta que el propio sujeto desconoce, porque no le interesa conocer: lo «profundo» se identifica con el inconsciente freudiano. La tragedia griega, Shakespeare, Cervantes, Stendhal, Tolstoi, Dostoievski, Proust y muchos más, como en filosofía San Agustín, Erasmo, Juan Luis Vives, Montaigne, Schopenhauer, Nietzsche y algunos otros, hacen de vez en vez freudismo antes de Freud, cuando desvelan intenciones y motivos de conductas ignorados por el actor de las mismas. Pero esos desvelamientos son de carácter intuitivo, aforismático, nunca forman parte de una teoría general, de un sistema del comportamiento externo e interno del sujeto, tal como Freud lo va elaborando progresivamente, hasta culminar, en 1923, en la denominada «segunda tópica» (Yo, Ello, Superyo). Después de Freud todo tiene, en lo que a este respecto se refiere, otro carácter, porque se halla dentro de una antropología, de una teoría general del ser humano (una tectónica) en la que el inconsciente, el Ello, tiene un rango apersonal, por cuanto el sujeto no se reconoce en él (reconocerse es una función del Yo: «donde era el Ello ha de ser Yo», dice Freud, al hablar de la cura psicoanalítica ideal). Y, sin embargo, le determina de la manera más insospechada, alarmante y perturbadora.

Aunque no se compartan muchas de sus afirmaciones y de sus logros, e irrite a menudo el tajante dogmatismo de sus exageraciones, la obra de Freud es una de las claves de nuestra historia cultural. Hay quienes son freudianos sin saberlo, y funcionan reiteradamente con dinamismos psicológicos que describió Freud, como el de la proyección o el de la negación. En efecto, la interpretación psicoanalítica es imprescindible, 1º) en el ámbito de la vida cotidiana: los denominados juicios de intención –todos los hacemos y funcionamos así en nuestra vida de relación– son un ejemplo elocuente de dinamismo freudiano y, asimismo, muchos de los actos fallidos; 2º) en el territorio de la psicología de la motivación: los mecanismos de defensa, de represión y resistencia, de proyección e introyección, de negación, etc., son hallazgos con los que hay que contar inevitablemente porque aclaran esa manera soterrada de elaboración de nuestra conducta de forma que aparezca sin dobleces ni engaños; 3º) en el de la psicopatología: sus trabajos Neurosis y Psicosis, Pérdida de realidad en la neurosis y psicosis, Pena y melancolía y los que dedica a los dinamismos paranoides (especialmente el que se refiere a los celos y al delirio de infidelidad), son logros definitivos, y muchos psiquiatras los usan ignorando su estirpe freudiana. También la descripción de lo que en la escuela vienesa de psiquiatría se denominaba por entonces amencia (el brote psicótico agudísimo con el que se inicia muchas veces la esquizofrenia) es magnífica, pese a que nos consta su escasa experiencia psiquiátrica propiamente dicha, y 4º) last but non least, en buena parte de la antropología (Tótem y tabú, El malestar en la cultura), en la literatura y el cine, en las artes plásticas, en la pragmática de la vida humana. El pensamiento de Freud, aunque les pese a los psicoanalistas, es de todos y excede su propio sectarismo.

Es prescindible, sin embargo, en lo que concierne a la terapia en el sentido psicoanalítico. En puridad, no se puede hablar en él de «cura», sobre todo si, en el mejor de los casos, el «malestar» que provocó la búsqueda del psicoanalista desaparece y es sustituido por un psicoanalismo, una forma de adicción a una relación de transferencia con el análisis y el analista, a veces brutal, de caracteres masoquistas, y que queda, para el paciente, como la única, crónica y carísima (en todos los sentidos, no sólo en el dinerario) manera de estar en el mundo, excluyente de «todo lo demás». En casos tales, el sujeto asume que sólo en el yo desvelado en la cura se contiene la verdad, mientras todo lo demás es anécdota. La defensa del psicoanálisis como una forma de terapia –sin ser Freud en la practica un terapeuta entusiasta («el uso del análisis para el tratamiento de las neurosis es sólo una de sus aplicaciones; quizá demuestre el futuro que no es la más importante», dice en El futuro de una ilusión)– ha contribuido a su desprestigio general. Una vida no puede estar ocupada, no se sabe por cuantos años y sin condiciones –salvo las rituales de tiempo y honorarios–, sólo por la cura, sin unos parámetros previos sobre los que pronosticar de alguna manera el futuro que queda por vivir. ¿Vale la pena dedicar toda la vida a alcanzar, todo lo más, con el propósito de curarse, el mero convertirse? Si, como recordaba antes, la cima de la cura consiste en el dominio del Yo sobre el Ello, la conversión al psicoanálisis y la transferencia al psicoanalista demuestran que el Yo no ha alcanzado su soberanía. Sobre esta cuestión se ocupó, primero, Erik H. Erikson y, posteriormente, Heinz Hartmann, hacia 1960, con aportaciones muy importantes, aunque alejadas ya de la ortodoxia psicoanalítica, y que pueden ser un puente para la incorporación del psicoanálisis a la psicología y la psicosociología.

Atendiendo a lo que han sido sus hallazgos, sobre todo al dotarlos de unos supuestos teóricos al margen de la psicología académica, Freud quiso hacer del psicoanálisis una ciencia conforme al modelo positivista, tan prestigiado a finales del xix y comienzos del xx, con la fisiología de Brücke, la neurología de Dejerine, de Oppenheimer y de Meynert, la física de Arthur Mach y la filosofía «empírica» de Brentano. Para decirlo más precisamente, el psicoanálisis se construyó, al principio, sobre el modelo de la neurología. De ahí su Proyecto de una psicología para neurólogos, y su primera tectónica del «aparato» psíquico (consciente, preconsciente, inconsciente), que es un modelo estratificado al modo del sistema nervioso central, y que cambiará luego, con una perspectiva antropológica, en la «segunda tópica» (Yo, Superyo, Ello) a la que antes he hecho mención y que, vista desde ahora, resulta la declaración de independencia respecto de todo fisiologismo y de la psicología al uso. Para Freud, el psicoanálisis deja de ser definitivamente una aportación a la psicología o a la psiquiatría para convertirse en una disciplina autónoma que exige su terminología, una consideración epistemológica peculiar y una interpretación del ser humano viviendo en su realidad, es decir, una antropología. De aquí su aplicación a la vida de todo ser humano, a sus producciones –políticas, estéticas y de toda índole– y no sólo a la cura psicoanalítica de algunos. Por añadidura, se hace también una concepción del mundo (El malestar en la cultura). El psicoanálisis, desmedidamente ambicioso, no debió enfrentarse a la psicología (como el darwinismo no lo hizo a la biología), ni tratar de suplantarla, sino incorporarse a ella. Tanto el rechazo de la psicología académica como la reacción de Freud, independentista por despecho, conspiraron para el logro de su sectarismo (y el de los suyos) y, con ello, de la exageración, a veces disparatada, y de ese tipo de «confirmación» de los propios puntos de vista autísticos que conocemos como profecía autocumplidora (los móviles de la conducta de J son X; si J los reconoce, se confirman; si los niega, como lo hace por su resistencia a aceptarlos, se confirman también).

Freud no las debía tener todas consigo respecto del carácter científico de su teoría cuando, en 1912, al conocer que algunos de sus fieles habían constituido un comité para la defensa de la doctrina psicoanalítica, los reunió, les entregó un anillo y les hizo prometer que velarían porque su doctrina no sufriera desviación alguna. Esto fue, sencillamente, una ridiculez. ¿Es que una teoría pretendidamente científica necesita defenderse con estas armas (una forma de argumentum ad hominem) y no por la falsabilidad de sus hallazgos y la capacidad de predicción a partir de sus postulados y teoremas? Al constituirse el psicoanálisis en un saber personal y autosuficiente, se convierte en doctrina, y cualquier otra forma de aproximación al mundo de lo mental ni siquiera existe para Freud y los suyos, recluidos en sus asociaciones oficialmente legitimadas. Los que hemos conocido a psicoanalistas sabemos de su ignorancia acerca de todo lo mental que no sea formulado ad modum psicoanalítico. Por eso ha sido imposible dialogar con ellos: no abdican de su lenguaje y, además, se niegan a usar el de todos, porque a priori juzgan que nada tienen que aprender en ninguna otra parte.

Es imposible dar cuenta de lo que representa la obra de Freud. Baste decir que continúa trabajando hasta dos semanas antes de su muerte, e incluso se propone obras (Esquema del psicoanálisis) que, aunque se anuncian sintéticas, requieren un tiempo para su realización del que ya no dispone, porque su muerte está a la vuelta de la esquina. En todos estos trabajos hay una revisión y reordenamiento de su pensamiento, menos dogmático, menos escolástico, como el de un autor que, seguro de sus aportaciones, las ofrece no tanto a sus seguidores y partidarios cuanto a todos los que las quieran considerar.

El reexamen del psicoanálisis y la criba de lo que se considere valioso no significa su «traducción» a un lenguaje neurofisiológico. Tratar de hacerlo es no haber entendido la epistemología de sus aportaciones ni las de la psicología y la psicopatología general. Sabemos desde hace siglo y medio, y cada vez con mayor precisión –es un ejemplo–, cuáles son los centros de la producción del lenguaje hablado y escrito. ¿Se invalida por ello la autonomía de la gramática? Pues téngase en cuenta esto: lo mental no tiene por qué ser subsumido en lo neurofisiológico, que es sólo su condición necesaria, mas no suficiente.

CONGRESO
FREUD ARQUEÓLOGO


08.05.06 > 11.05.06

COORDINADOR JORGE ALEMÁN
PARTICIPANTES GUSTAVO DESSAL • ÁNGEL GABILONDO • Mª VICTORIA GIMBEL • JESÚS GONZÁLEZ REQUENA • ERIC LAURENT • ERMINIA MACOLA • LYDIA MARINELLI • JUDITH MILLER • ISABEL PLATTHAUS • MASSIMO RECALCATI
ORGANIZA CBA
COPRODUCE SOCIEDAD ESTATAL DE CONMEMORACIONES CULTURALES
COLABORA EMBAJADA DE LA REPÚBLICA ARGENTINA • FORO CULTURAL DE LA EMBAJADA DE AUSTRIA • EMBAJADA DE FRANCIA • ISTITUTO ITALIANO DI CULTURA