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Rossellini frente a Visconti.

Fugitivos de la historia

Ana Useros

Cuando, por razones tan aleatorias como el haber nacido el mismo año, se cita a Roberto Rossellini y Luchino Visconti en la misma frase, aparece casi automáticamente el concepto «neorrealismo». Y como todo pensamiento automático, es más problemático de lo que parece. Si bien es cierto que las dos primeras películas neorrealistas fueron Ossessione, de Visconti, y Roma città aperta, de Rossellini, no menos cierto es que, mientras directores y guionistas como De Sica y Zavattini prolongaban y definían las características (ya de por sí muy tenues) del movimiento, las obras de Rossellini y Visconti cada vez encajaban peor en ese patrón.

Cuando, por razones tan aleatorias como el haber nacido el mismo año, se cita a Roberto Rossellini y Luchino Visconti en la misma frase, aparece casi automáticamente el concepto «neorrealismo». Y como todo pensamiento automático, es más problemático de lo que parece. Si bien es cierto que las dos primeras películas neorrealistas fueron Ossessione, de Visconti, y Roma città aperta, de Rossellini, no menos cierto es que, mientras directores y guionistas como De Sica y Zavattini prolongaban y definían las características (ya de por sí muy tenues) del movimiento, las obras de Rossellini y Visconti cada vez encajaban peor en ese patrón. Los rodajes baratos y los actores no profesionales no son rasgos que puedan consistentemente asociarse con Visconti y, aunque a primera vista pudieran definir el trabajo de Rossellini, la ausencia de ternurismo y la modernidad de sus propuestas radicalizan cada vez más el modelo. Así, suele decir Adriano Aprà que si Rossellini fue neorrealista, entonces sólo él lo era.

Pero pensemos el neorrealismo como una reacción contra el fascismo; supongamos, como líricamente propone Godard en sus Histoire(s) du cinéma, que la corriente neorrealista salvó el honor del cine. Entonces este tipo de cine no se definiría por elementos como los exteriores o los temas populares, sino por una actitud ética ante el hecho de filmar. La actitud en sí no era nueva (cineastas como Renoir o Chaplin siempre la tuvieron), pero sí su generalización, y no fue un fenómeno exclusivamente italiano (se percibe, por ejemplo, en las películas de la inmediata posguerra de directores estadounidenses que combatieron: Stevens, Ford, Capra, Wyler), pero fue en el cine italiano donde esta actitud cuajó de forma definitiva, para quedarse. Por eso Gilles Deleuze y Serge Daney pueden decir que el neorrealismo es el inicio del cine moderno.

Rossellini y Visconti, tan distintos que ni siquiera son complementarios, compartían la convicción «neorrealista» de la responsabilidad cívica del artista. Aunque se pliegue a las exigencias del espectáculo, el fin de una película ya no es distraer y su autor es un intelectual que puede y debe aportar su opinión.

Las películas italianas de esos años proyectaban al mundo la imagen de un país en ruinas pero lleno de energía, libre de connotaciones fascistas, construido según el mito de la resistencia, un movimiento en que monárquicos y comunistas habrían actuado de mutuo acuerdo, fundidos en el «pueblo italiano». Sólo que, transcurridos los primeros momentos de euforia y confraternización, las cosas volvieron más o menos a como estaban antes. El Partido Comunista tendió la mano, la Democracia Cristiana se tomó el brazo, ganó las elecciones y las reformas sociales que pedía la sociedad italiana quedaron para mejor ocasión.

Roma città aperta (1945) documentó el estallido de solidaridad encarnado en la resistencia. La terra trema (1947), una extraña película en la que Visconti, adaptando a Giovanni Verga, quiso plasmar los sufrimientos y la organización incipiente de los pescadores de Calabria, es la prueba de las esperanzas truncadas por la «transición» italiana y la aparición en el cine de la «cuestión meridional»: el agrícola, superpoblado y atrasado sur de Italia, que proporcionaba mano de obra barata a las fábricas del rico norte (la llegada de los emigrantes al norte será, en 1960, el tema de Rocco y sus hermanos).

Bastaría una anécdota para ilustrar cómo, desde la misma concepción de la responsabilidad, los dos cineastas seguían vías divergentes. Tras la muerte de Visconti, Antonello Trombadori (guionista, responsable de política cultural del PCI y, no por casualidad, interlocutor de Visconti en la entrevista que publicamos) contó que éste, durante toda su carrera, le enseñaba sus guiones para que les diera el visto bueno «político». Afinidades políticas aparte, Rossellini no le entregó ninguno porque, para empezar, no escribía guiones. A principios de los sesenta, Trombadori participó en los guiones de las películas de Rossellini ¡Viva Italia! y Vanina Vanini. En ambas ocasiones la colaboración fue difícil e, incluso, Trombadori, junto con Franco Solina, reclamó que se le borrara de los créditos de Vanina Vanini porque, decía, se había distorsionado el significado histórico de sus propuestas.

Trombadori y Solina se quejaban de que Rossellini había convertido la reunión secreta de los carbonari en un ritual desganado, en vez de la vibrante asamblea que ellos habían descrito. Defendían la concepción de la unificación italiana como una protorrevolución democrática, simbolizada por Garibaldi, truncada y reducida por Cavour a la creación de un Estado absolutista. En 1954, Visconti había filmado Senso en esa línea, trazando un paralelismo claro entre los revolucionarios y la aristocracia italiana de 1860 de un lado y los partisanos comunistas y los monárquicos de 1944 de otro. La demolición del mito de la Resistencia se efectuaba mediante una revisión del mito de la unificación, Visconti asumía su papel de intelectual comprometido y sus películas explicitaban los presupuestos del materialismo histórico.

Mientras tanto, Rossellini pasó diez años inventando el cine moderno en una serie de obras excepcionales y por entonces casi universalmente despreciadas. Ancladas en su momento y su lugar (algo que los títulos ponían de relieve: Alemania año cero, Stromboli, Europa 51, Viaggio in Italia…), «los films de Rossellini», escribía José Luis Guarner, «renuncian al argumento y se limitan sistemáticamente a seguir el itinerario de un personaje en crisis: cada film no es sino la paciente espera de que esta crisis se presente, de que el personaje adquiera un cierto grado de conciencia, momento en el cual el film termina».

A finales de los cincuenta Rossellini estaba en varios callejones de difícil salida. Sus proyectos eran sistemáticamente rechazados y su actitud hacia el mundo se teñía de un pesimismo abrumador. En 1957 viaja a la India, de donde vuelve con una película radicalmente distinta (India, matri bhumi) y una convicción renovada en el poder del conocimiento y su transmisión. Antes de abandonar con un gesto escandaloso la «ficción», Rossellini hará cuatro películas más para comprobar que sus nuevas preocupaciones no tenían cabida en la estructura argumental e industrial del cine comercial. Significativamente, son películas «de época». Dos se centran en la ocupación alemana: El general de la Rovere, un encargo cumplido con pundonor y un éxito comercial, y Era notte a Roma, un fracaso de público pero un milagro en su versión completa y un destello de lo que podría haber sido el cine de Rossellini si todo hubiera sido distinto. Vanina Vanini es una adaptación de Stendhal tan mutilada que todo lo que se diga de ella es una elucubración. Y ¡Viva Italia! fue un encargo gubernamental para conmemorar el centenario de la gesta de Garibaldi y un éxito popular, aunque su importancia reside en que le mostró el camino a seguir. En ¡Viva Italia! la Historia se hace Crónica.

Hasta su muerte, en 1977, Rossellini filmará producciones para televisión, series que abarcan la historia de la humanidad (La edad del hierro, La lucha del hombre por su supervivencia, Hechos de los apóstoles, La época de los Medici) y diversas biografías (Blaise Pascal, Descartes, Sócrates, La Prise de pouvoir de Louis XIV...) con fines explícitamente didácticos que se desarrollan dentro de un esquema enciclopédico. Están protagonizadas por personajes reales (lo que paradójicamente libera a Rossellini de las exigencias de conciencia y del peso de la historia que le planteaban sus personajes de ficción), y trazan un cuadro de la cultura occidental en el que las ciencias y los avances tecnológicos (la «vuelta a Julio Verne» que reivindica en la entrevista) tienen más peso que las letras y las artes. Más que películas, son lecciones magistrales de un profesor carismático, que hablan del combate de la luz contra las tinieblas, de la curiosidad científica y el deseo de saber contra el oscurantismo, de la justicia contra la ley.

Volvamos a Visconti. Cuando filmó Senso su sintonía con el PCI era completa. Diez años más tarde, retomó el tema en El Gatopardo. Pero esta vez la crítica comunista percibió elementos discordantes: les parecía que el príncipe Salina era un protagonista «negativo». A partir de El Gatopardo el análisis histórico queda relegado a un segundo plano o directamente metaforizado en una novela familiar y los conflictos de clase se desdoblan, al menos narrativamente, en conflictos edípicos (La caída de los dioses, El inocente…). En El Gatopardo la Historia se hace Melodrama.

Frente al lado Verne, Visconti defiende el lado Proust. La subjetividad del cineasta invade el texto y aparece problematizado el gran tema de Visconti: las funciones y disfunciones del artista en la sociedad, el papel del arte y de la alta cultura burguesa (Ludwig, Muerte en Venecia, Confidencias...). Su cine sí se adaptaba de forma natural a las exigencias financieras y argumentales de la industria: admitía grandes presupuestos y se ofrecía en espectáculo a los ávidos de lujo, empleaba actores de renombre (Lancaster, Delon, Bogarde, Mastroianni), se basaba en la gran literatura (Camus, Dostoievski, Thoman Mann) y, sobre todo, exhibía varios niveles de lectura que diversificaban su público: para los concienciados políticamente, sus películas podían seguir entendiéndose como un análisis histórico; para los estetas y amantes del arte ofrecían placeres desvergonzadamente cultos, selvas de referencias teatrales, musicales, literarias… O podían disfrutarse simplemente como melodramas desaforados, relatos nostálgicos o consumición vicaria del amor y el lujo.

Es como si Rossellini y Visconti hubieran desertado de la Historia, uno hacia el melodrama familiar, el otro hacia la crónica, para seguir siendo lo que eran, para seguir a la altura de su responsabilidad. Uno quiso ser el pedagogo de la humanidad, el otro el celador del arte. ¿Quién no entiende a Visconti?, ¿quién no ha creído alguna vez que los verdugos no podían constitutivamente apreciar a Mozart? Y, ¿quién no entiende a Rossellini?, ¿quién no ha pensado que aprender algo y querer transmitirlo le hacía mejor persona?