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El rumor de la calle. Entrevista con Manuel Delgado

Carolina del Olmo
Fotografía Minerva

Manuel Delgado Ruiz (Barcelona, 1956) es uno de los antropólogos más relevantes de nuestro país, y posiblemente el más conocido por el público gracias a sus intervenciones en los medios de comunicación, marcadas muchas veces por la urgencia de la denuncia, aunque rechace tajantemente el papel de intelectual comprometido. Especialista en fenómenos de violencia religiosa, fiestas populares y vida urbana, recibió en 1999 el premio Anagrama de ensayo por El animal público.

Usted ha estudiado en profundidad los fenómenos de violencia iconoclasta, que considera como fenómenos religiosos en sí mismos.

En efecto, lo religioso se define esencialmente por fundarse en una relación intensa y significativa con lo que un grupo humano define como sagrado. Que esa relación sea fóbica o fílica no entra en la definición y, por tanto, se da por supuesto que una relación de odio y confrontación con lo sagrado es tan religiosa como una relación de adoración. Natalie Zemon Davies, en sus trabajos sobre la iconoclastia hugonota, por ejemplo, se refiere a los actos iconoclastas como «motines religiosos».

Y en el caso de la violencia iconoclasta de los años de la II República, ¿dónde se encontraría el punto de anclaje entre una perspectiva antropológica como la suya –que relaciona estos estallidos con los vínculos profundos que constituyen la base de la sociabilidad– y esos análisis, más habituales entre los historiadores, que se basan en la consideración del clero como parte de la estructura del poder que se estaba combatiendo?

La divergencia remite a las relaciones entre contemporaneístas y antropólogos que tratan temas de historia contemporánea. El problema es mucho menor cuando nos referimos a otros ámbitos de la historiografía, como la historia medieval, la antigua o la moderna, puesto que en estas épocas la fiabilidad de los documentos escritos es más relativa y por fuerza hay que recurrir a la interpretación. Los contemporaneístas, en cambio, trabajan con frecuencia –no digo siempre– con la idea de que sus fuentes son razonablemente fiables, ya que pueden ser incluso de primera mano, y creen poder prescindir de interpretaciones o sobreinterpretaciones que serían ajenas a la vocación positiva que ellos pretenden desarrollar. Los historiadores que se dedican a otras etapas muchas veces conducen su trabajo como una rama de la antropología. Cuando uno lee, por ejemplo, a Le Goff, a Georges Duby, a Franco Cardini, o incluso a Jean Pierre Vernant y a Marcel Detienne, se da cuenta de que cualquiera de estos autores que investigan en el campo de la historia social, de la historia cultural o de la historia de las mentalidades, está trabajando, en la práctica, con premisas que son perfectamente comparables con las de la antropología. En cierta forma, son comparativistas y, en ese sentido, su afinidad con la antropología es enorme. El historiador contemporaneísta, en cambio, se centra en lo que la gente contesta a la pregunta «¿por qué pasó lo que pasó?» y, así, se conforma con una explicación basada en la racionalización de lo sucedido a partir de los argumentos disponibles. En este caso, por ejemplo, lo previsible es que el razonamiento iconoclasta remita al discurso librepensador antieclesial que vemos aparecer a finales del siglo xviii. Pero la cuestión es que este tipo de argumentaciones, siendo un elemento a tener en cuenta, no explican nada, sino que, precisamente, deben ser explicadas. En antropología siempre existe ese nivel de exégesis en el que, por fuerza, los razonamientos que ofrecen al antropólogo los protagonistas –los «indígenas», podríamos decir– deben a su vez ser explicados, porque lejos de constituir la clave de algún fenómeno, forman parte de lo que se debe estudiar, interpretar y explicar. Para ello hay que acudir a un nivel en el que ese tipo de fenómenos se ubiquen en marcos culturales de más amplio espectro. Y uno espera que la explicación sea en gran medida cultural, es decir, que haga referencia no sólo a lo que son las dimensiones estructurales de la vida social y sus conflictos, sino a lo que serían las «instrucciones de uso», los esquemas a partir de los cuales se percibe y se actúa dentro de una cierta sociedad. El «disco duro», si se me permite el símil.

Y qué ocurre con esa vertiente de la relación entre violencia y religión que tanta presencia tiene en los medios de comunicación en los últimos tiempos. Me refiero al fundamentalismo…

Bueno, en primer lugar, quisiera aclarar que el fundamentalismo religioso es básicamente una corriente que surge en Estados Unidos a raíz de la publicación, en torno a 1910, de una serie de libros titulada «Los Fundamentales». Son doce volúmenes en los que se trata de definir y reforzar una ortodoxia cristiana protestante. Eso es el fundamentalismo, que es algo que no tiene nada que ver con lo que estamos hablando. Y tampoco tiene nada que ver el integrismo, que es, básicamente, una corriente religiosa vinculada al catolicismo más absolutamente fanatizado que representaría, por ejemplo, Marcel Lefebvre.

De acuerdo, usaré con más cuidado los términos. En cualquier caso, lo que yo quería saber es qué tipo de explicación antropológica cabe dar de la violencia religiosa vinculada con el islamismo más radical.

No se puede racionalizar un fenómeno religioso o de matriz religiosa porque esa matriz religiosa es, precisamente, la racionalización. Ésa es la clave. No se trata de que cierta gente actúe de una determinada manera siguiendo instrucciones misteriosamente emanadas de algún núcleo ideológico de origen religioso, sino que es al revés: cierto tipo de situaciones y de conflictos pueden requerir racionalizaciones a posteriori que pueden perfectamente recurrir al repertorio que esté disponible, que bien puede ser, por qué no, de temática religiosa. No hay ninguna religión que lleve implícita en sí misma la aplicación de medidas de fuerza o de violencia que impliquen lesionar los cuerpos o los bienes de los demás. En todo caso, uno podría apuntar quizás al catolicismo, ya que sitúa justamente en su núcleo el asesinato de un dios, pero, por supuesto, eso no implica que los cristianos, que creen que el universo se organiza en torno al eje de la muerte ritual de un joven dios, tengan que ir matando o crucificando a la gente, ni tampoco impide que, en nombre de esa religión que es, de algún modo, estructuralmente violenta –al menos en el plano mitológico– pueda defenderse, como con frecuencia se hace, el pacifismo. Por tanto se puede ser un cristiano pacifista o un cristiano que bendiga la cruzada de Franco, pero eso no dependerá de la religión ni de la doctrina en sí, sino de la manera en que se la invoca y es adoptada para hacer según qué cosas… Se me ocurren un par de buenos ejemplos muy gráficos y llamativos que aparecen en películas: en Cartas desde Iwo Jima, de Clint Eastwood, se aprecia con mucha claridad cómo el budismo mahayana, una religión muy pacífica, jugó un papel importante en la puesta en escena del imperialismo japonés, y en la escena final de Kundun, de Scorsese, se ve al Dalai Lama colgándose un fusil al hombro en el momento de escapar del Tibet. En definitiva, una religión de la paz, de la concordia y el encuentro puede acabar perfectamente justificando y legitimando la carnicería humana. Pero eso es algo que puede suceder con cualquier ideología. En Irak, en estos momentos, están reventando el país en nombre de la libertad. Si no se acepta que son las circunstancias y contingencias históricas y sociales las que, de muy distintas formas, evocan, convocan o producen las ideologías que, siempre a posteriori, justifican o legitiman ciertas acciones, se cae en un determinismo bastante peligroso, que entiende que es consustancial al comunismo, a la democracia, al budismo o al islam la práctica de la violencia.

En su conferencia hizo referencia un par de veces a la lucidez de la masa, a su clarividencia. ¿En qué sentido es lúcida la masa?

Porque lo que quiere lo quiere ahora, ya. Y porque, básicamente, lo que hace es sintetizar de una forma especialmente enérgica lo que son, en el fondo, perspectivas sociohistóricas que están ahí, y que la muchedumbre se encarga de ejecutar de una forma, digamos, expeditiva y vehemente. Lo que caracteriza a la masa son sus prisas y su impaciencia. Va a lo suyo y, como no tiene alma ni conciencia y puede hacer lo que quiere hacer sin preocuparse por sandeces morales que afectan al individuo, hace lo que tiene que hacer, hace lo que otras dinámicas habrían acabado haciendo a un ritmo más lento. Por otra parte, la suposición de que la masa es irracional procede de ese discurso típicamente reaccionario que respondía al espectáculo –pavoroso para las clases dominantes– de la agitación de masas del siglo xix. Las masas piensan y piensan bien. Y dejando a un lado su urgencia y sus efectos –en ocasiones especialmente destructivos– en el fondo lo que vemos es que en ellas se agitan formas de acción lógica que no son en absoluto incoherentes y que, insisto, únicamente tienen como característica clave de su puesta en escena, esa urgencia que no permite aplazar sus objetivos. Este asunto, por lo demás, plantea cuestiones que tienen que ver con la teoría de los sistemas complejos ya que, en el fondo, estamos hablando de formas instantáneas de vida social tremendamente efervescentes, «coaliciones peatonales» de individuos que, de pronto, deciden unirse, dejar su actividad difusa y casi browniana, y generar conglomerados, coágulos capaces de generar formas de actuación extremadamente eficientes, y que luego se desintegran.

¿Y cabe un «uso político» positivo de ese tipo de «coaliciones temporales»? Estoy pensando en cierta idea de multitud que ha empleado Toni Negri.

El problema con Negri y compañía es que al final siempre quieren moralizar. Yo a lo que me refiero es a la dimensión formal: de pronto, personas que no se conocen, deciden hacer algo en el mismo sitio de una forma extremadamente enérgica. Y en nuestras sociedades eso implica, lógicamente, formas insolentes de apropiación del espacio urbano. Definir o estudiar el contenido de estos movimientos corresponde a la historia, no a la antropología; lo que le interesa al antropólogo es ver hasta qué punto es posible dilucidar el «misterio» de este tipo de energías sociales, a partir de explicaciones que quizá tengan más que ver con la física de los sistemas complejos que con la sociología. El contenido, en este caso, es contingente: formalmente, la gente que lincha a un árbitro después de un partido de fútbol no es muy distinta de las multitudes que toman el Palacio de Octubre, depende del día que tengan. Es muy común valorar formalmente a las multitudes en función de si sus objetivos nos parecen adecuados o no, pero eso no es posible. En el fondo, siempre nos asusta la manera en que se expresa en la masa la dimensión más temible de lo inorgánico, de lo magmático de la vida social. Las fiestas, en su aspecto más efervescente, son justamente la prueba de cómo el orden social siempre está dispuesto a desencadenar este tipo de fuerzas y, cuando no tiene motivos para hacerlo, lo hace porque sí, para ejercitarse, para mostrar que es algo que está disponible. Y la fiesta es una institución que, en buena parte, está prevista justamente para servir de válvula de escape de estas fuerzas. Otra cosa es que nos fastidie que las masas se reúnan para algo que a nosotros no nos gusta, pero eso no deja de ser la dimensión contingente, mientras que lo que le interesa al antropólogo está más allá o más acá de sus «aplicaciones» históricas o de las maniobras políticas que se quiera llevar a cabo con ellas.

Otro de los asuntos de los que más intensamente se ha ocupado ha sido la ciudad. ¿Qué relación hay entre su vertiente de antropólogo de la religión y la de antropólogo urbano? ¿Se trata de su interés por ese fenómeno «magmático» que subyace a las distintas formas de sociabilidad?

No, o no del todo. Yo impartía una asignatura optativa llamada «Teorías del trance». En castellano no se entiende bien, pero en catalán es «Teorias del trànsit», del tránsito. Todo lo que hago, y no sólo yo, sino también la gente con la que trabajo en temas de antropología urbana, gira en torno al tipo de prácticas transitorias que uno puede encontrar en el espacio urbano y, por tanto, lo que nos interesa es lo nomádico, lo efímero. Ahora bien, este tipo de análisis, precisamente, permiten la comparación con otras formas de vida social con una estructuración más débil que se dan en otro tipo de sociedades. Y digamos que el «truco» consiste en aplicar, por ejemplo, las teorías de los ritos de paso y, en particular, las relativas a la fase liminal –el umbral en el que los individuos no son ni una cosa ni la otra–, a la actividad transeúnte de nuestras ciudades. Cualquier viandante está en tránsito y en trance: ya no es lo que era hace un momento, pero todavía no es lo que será. Se le ha sorprendido en ese «pasaje» que hay entre el lugar del que sale y el lugar al que se dirige. Y, por tanto, su experiencia es una experiencia masiva de la liminalidad, del umbral, de modo que todas las aportaciones teóricas de la antropología simbólica y religiosa sobre los ritos de paso y las teorías del trance resultan aplicables a la vida urbana y permiten esa comparación que, a su vez, nos ofrece la oportunidad de demostrar que lo que singulariza ese fenómeno aquí, ahora, en nuestras grandes ciudades, es la escala masiva a la que uno lo contempla, pero no su naturaleza, que es esencialmente la misma: gente que ha salido, pero que todavía no ha llegado.

Desde los años sesenta, y en numerosas ocasiones, se ha criticado –no sin parte de razón– el exceso planificador de las grandes teorías urbanísticas modernas que abogaban por hacer tabla rasa con la ciudad existente y rechazaban la calle tradicional, una crítica de la que, de algún modo, usted parece hacerse eco. En estos momentos, ¿tiene sentido seguir denunciando al urbanismo por cumplir un papel planificador que hace tiempo que le arrebató el mercado?

Pero yo no creo que haya un exceso planificador, al contrario; lo que ocurre es que planifican lo que no hay que planificar: yo quiero que planifiquen la ciudad, pero no que me planifiquen a mí. Y lo que se puede reprochar al urbanismo es su servilismo, su renuncia a planificar en función del interés de la mayoría y su aquiescencia a hacerlo en función de proyectos de mercado. Pero, claro, no es algo que se pueda reprochar al urbanismo en sí. Lo que ocurre es que hasta ahora el urbanismo ha servido siempre para eso, para el control político. A mí no me importaría nada que el urbanismo se dedicara a otras cosas y que, por ejemplo, se encargara de asegurar viviendas accesibles para todo el mundo en lugares adecuados, pero eso es justo lo que el urbanismo no ha hecho prácticamente nunca. Por eso y aunque parezca paradójico, uno empieza a echar en falta ciertos «excesos» de lo que fue el movimiento moderno, que tenía una preocupación por la vivienda que nunca más se ha vuelto a repetir. La paradoja es que uno acaba defendiendo los polígonos de vivienda y otras atrocidades porque, al menos, ahí hay vida, y eso es mejor que lo que hay ahora, que es nada. Por lo demás, en realidad la ciudad nunca ha sido mi tema: a mí me interesa lo urbano, que es otra cosa. Y precisamente el urbanismo, en lugar de planificar la ciudad, se ha dedicado a planificar contra lo urbano, se ha convertido en una herramienta para mantenerlo a raya, para contrarrestar la tendencia de lo urbano a cuestionar los poderes de cualquier tipo. Eso es lo que cabe reprochar al urbanismo: que en lugar de intervenir en la ciudad, se dedica a intervenir la ciudad.

Usted ha denunciado algunos casos en los que las administraciones públicas parecen empecinarse en contra de una reclamación que aglutina prácticamente a todos los vecinos de una zona. Un caso reciente del que usted se ha ocupado es el de la plaza barcelonesa conocida como el Forat de la Vergonya. ¿Qué es lo que hay de especialmente inasimilable en una experiencia como la de los vecinos del Forat?

Lo que las autoridades no pueden tolerar es que alguien haga algo sin permiso. En este caso, el Ayuntamiento ha decidido que en esa plaza no debe haber ningún parque, por mucho que lo quieran y lo necesiten los vecinos, porque lo que tiene que haber es un parking, y no están dispuestos a tolerar que no se construya: es una instalación necesaria para dar servicio a las nuevas viviendas y el área cultural del Museo Picasso. El parking es una pieza fundamental en un proyecto más amplio de gentrificación masiva del barrio que está teniendo lugar a pasos agigantados. Por lo demás, las administraciones también tienen pavor a todo lo que se les escapa de un modo u otro, a todo lo que es espontáneo, incluidas las fiestas populares. Cuando llega la noche de San Juan se echan a temblar.

Pero, al mismo tiempo, se organizan grandes eventos festivos, como los Juegos Olímpicos o el Fórum de las Culturas, contra los que usted también ha tomado partido. ¿Se logra con este tipo de eventos implicar a la ciudadanía, ese efecto de cohesión de las fiestas populares?

Bueno, depende; lo de los Juegos Olímpicos no les salió mal. Tenían un modelo que funcionaba. En cambio, el Fórum fue un fracaso, pero, ¿y qué? ¿Quién se acuerda? Lo más que se logró, en términos de cohesión, fue poner de acuerdo a dos grandes bloques: los hostiles y los indiferentes. Desde luego, los poderes públicos intentan acertar con cierto tipo de repertorios cuya eficacia ha sido demostrada; es algo obvio con las Olimpiadas, y también salió bien el Correfoc, que aunque mucha gente piense que proviene de los romanos, es un invento de finales de los setenta, relacionado con el intento de promocionar la Mercè como una fiesta de cohesión social. El Correfoc ha funcionado y durante la Mercè la gente va a los conciertos, pero la cosa no va más allá de la asistencia de público a eventos programados: la Mercè sigue estando muy lejos de generar un verdadero sentimiento de fiesta. Las verdaderas fiestas de Barcelona son las de Gracia y las de Sants, y siempre que se celebran se producen resultados, digamos, problemáticos…

En unos momentos en los que sólo se oye hablar de la creciente privatización del espacio público, usted escribía al comienzo de su libro El animal público, de 1999, que veía resurgir en las ciudades ciertas prácticas de uso del espacio público que estaban en crisis. ¿Sigue percibiendo esta tendencia positiva?

A pesar de todo, yo continúo siendo optimista. Aunque pueda parecer ontológicamente escéptico, hasta el punto de poder suscribir el «no hay nada que hacer» –que no quiere decir que no haya que hacer nada–, tengo la convicción de que la vida, el azar, lo espontáneo siguen ahí desarrollando un trabajo incansable, y por tanto, sigue habiendo posibilidades. Hace poco fui a Córdoba a un seminario sobre la ciudad y la planificación. Cuando iba hacia allá, pasé bajo unos andamios y un tipo me vació literalmente un bote de escayola blanca encima del traje. Me presenté a dar mi charla totalmente blanco. Tantas vueltas al tema de la planificación y resulta que en cualquier esquina te puede caer un litro de escayola encima. Me parece que de esta anécdota se puede extraer una gran lección moral. A mí lo que me importa es que haya gente, gente que circule, tropiece, haga cosas… aunque sea en un centro comercial. Las críticas a este tipo de espacios, en el fondo, me parecen críticas morales. En cualquier caso, cuando uno se cree que todo está bajo control, de pronto reaparecen formas de apropiación urbana que se creían poco menos que condenadas a muerte. Los inmigrantes, por ejemplo, por hablar de un grupo social más o menos identificable, están aportando una dosis de vivificación de los centros urbanos extraordinaria. Nuestros niños, a los que hemos condenado a una reclusión forzosa, en cuanto cumplen catorce años se lanzan a tomar las calles con el botellón que, al margen de las comprensibles quejas de los vecinos, conlleva una consciencia de que como en la calle no se está en ningún sitio. Lo que sí es pavoroso es la posibilidad de que todo se convierta en esas «no ciudades» a base de unifamiliares que rodean las urbes y que son el infierno mismo. Cuando Jane Jacobs o Richard Sennett escriben sus libros pionerosManuel Delgado se refiere a Death and Life of Great Cities, de Jane Jacobs, publicado originalmente en 1961 (traducido al castellano como Muerte y vida de las grandes ciudades, Barcelona, Península, 1973) y a Uses of Disorder: Personal Identity and City Life, de Richard Sennett, publicado en 1970 (traducido como Vida urbana e identidad personal, Barcelona, Península, 1975)., sí que existían verdaderos motivos de inquietud ante lo que era aparentemente el imperio abrumador y despótico del capital corporativo y la suburbanización. Pero, por ejemplo, la comercialización de los centros urbanos está trayendo consigo la peatonalización: una cosa por otra. En la calle hay conflictos, contenedores, barricadas… Yo salgo a la calle y sigue estando ahí. Desde aquí mismo puede oírse su rumor. Lo demás es discurso. Otra cosa es que nos guste más o menos lo que hace la gente cuando sale a la calle, o el contenido político de lo que sucede. Pero yo casi me alegro de que los votantes del PP salgan a manifestarse: me da igual que no sean de los míos, lo importante es que descubran la importancia de salir a la calle.

Sociedades movedizas. Pasos hacia una antropología de las calles, Barcelona, Anagrama, 2007

Elogi del vianant: del «model Barcelona» a la Barcelona real, Barcelona, Edicions de 1984, 2005

Exclusión social y diversidad cultural, San Sebastián, Tercera Prensa, 2003 [et al.]
Inmigración y cultura, Barcelona, CCCB, 2003 [et al.]

Identidades dispersas, Medellín, Universidad Nacional, 2001

Luces iconoclastas: anticlericalismo, blasfemia y martirio de las imágenes, Barcelona, Ariel, 2001

El animal público: hacia una antropología de los espacios urbanos, Barcelona, Anagrama, 1999

Ciudad líquida, ciudad interrumpida, Medellín, Universidad de Antioquía, 1999

Diversitat i integració: lògica i dinàmica de les identitats a Catalunya, Barcelona, Empuries, 1998

Cultura i immigració, Barcelona, CCCB, 1997

Las palabras de otro hombre. Anticlericalismo y misoginia, Barcelona, Muchnik, 1993

La festa a Catalunya, avui, Barcelona, Barcanova, 1992

La ira sagrada: anticlericalismo, iconoclastia y antirritualismo en la España contemporánea, Barcelona, Humanidades, 1992

De la muerte de un dios: la fiesta de los toros en el universo simbólico de la cultura popular, Barcelona, Edicions 62, 1986