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Aurora Borja, condecorada con la Cruz de Hierro concedida a su hijo Nemesio García, miembro de la División Azul, muerto en el frente soviético

Santos Yubero (1942)

La mujer, madre ante todo –campesina y arropada en el luto–, sujeta con firmeza las cartas recibidas del hijo muerto lejos de casa. Caído en Rusia, habría de ser uno más entre aquellos primeros voluntarios que, del total de casi 45.000 llegados desde España entre el verano del 41 y el del 43, combatieron en el frente soviético, en una guerra dura e implacable cuya razón de ser, posiblemente, Aurora nunca entendió del todo.

La mujer, madre ante todo –campesina y arropada en el luto–, sujeta con firmeza las cartas recibidas del hijo muerto lejos de casa. Caído en Rusia, habría de ser uno más entre aquellos primeros voluntarios que, del total de casi 45.000 llegados desde España entre el verano del 41 y el del 43, combatieron en el frente soviético, en una guerra dura e implacable cuya razón de ser, posiblemente, Aurora nunca entendió del todo.

Sólo creería saber que ese sacrificio, como el de tantos jóvenes –españoles o no–, ayudaría a otros –extraños, sin embargo, desconocidos– a librarse a su vez del comunismo, como en la guerra fratricida que ella misma acababa de pasar... Lo mismo que en España hasta un par de años antes, la guerra seguía más allá, en un mundo distinto y bien lejano que a la mujer, seguro, le costaría siquiera imaginar.

Eso le habrían dicho –que se libraba la guerra contra el mal–, y eso mismo le habría escrito a la madre aquel hijo falangista desde la estepa más de una vez –era lo más probable–, en aquellos mismos trozos de papel que ahora lleva en la mano. Lo habría leído Aurora una y otra vez. O se lo habrían leído y, desde entonces, seguramente, no llegó a saber más.

Las cartas –el recuerdo–, las sostiene con fuerza y con firmeza la mujer junto al pecho, envueltas en periódicos; quizá el fotógrafo le ayudara a exhibirlas así para posar. Y hacia ellas se inclina, casi insensiblemente, la medalla que pende –un Nazareno–, obligada a su vez por la tensión del cuello y el nudo del pañuelo. De este modo adelanta la mujer el costado en que descansa el testimonio escrito, y ese orgullo lo ofrece ante la cámara, en un primer plano. Ahí está la verdad del relato: ahí reside la luz.

Pero ella, Aurora, es, ante todo y sin embargo, aquel gesto supremo de tristeza infinita, de desamparo y de soledad que se eleva hacia arriba, apretando los labios.

Bajo el mantón, prendida sobre el negro delantal, aún impávida y rígida, cuelga la Cruz de Hierro, al otro lado y reclamando al que mira. Es el galardón que concedía Hitler a los que combatían junto a Alemania, también a los voluntarios españoles de la División Azul. De entre todos ellos, unos 10.000 aproximadamente no habrían de volver.

ELENA HERNÁNDEZ SANDOICA CATEDRÁTICA DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID