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Bruno Schulz

El otoño al acecho

Adam Zagajewski
Traducción Ricardo García Pérez

El poeta polaco Adam Zagajewski se acerca en este texto hermoso y amargo a un tiempo a la figura de Bruno Schulz (Drohobycz, 1892-1942), personaje imprescindible de la vanguardia polaca de entreguerras. Sus escritos de ficción y sus dibujos y grabados componen una obra marcada por el erotismo y por cierto misticismo de ascendencia simbolista, que quedó truncada por su trágico asesinato en el gueto de Drohobycz.

El tímido y menudo profesor de dibujo y manualidades del instituto de secundaria de Drohobycz había saboreado unos cuantos momentos dulces de fama literaria antes de morir, en noviembre de 1942, de un disparo de un miembro de las SS en una calle de su ciudad natal. Si olvidamos por un instante su trágica muerte, su carrera recuerda a la de los escritores de otros países o continentes. Un autodidacta de provincias empieza a escribir y a dibujar para sí mismo y para un puñado de amigos íntimos. Se cartea con artistas desconocidos y principiantes como él, con quienes comparte sus sueños, pensamientos y proyectos. Cada vez que conoce a alguien que tiene acceso al mundo artístico real, a las editoriales reales y a los escritores famosos, se muestra temeroso y zalamero, como en las cartas que dirigió al profesor Szuman (a quien vi alguna vez en Cracovia en los años sesenta: un anciano psicólogo obligado por razones políticas a romper por completo y de forma prematura con la universidad).

Luego, gracias sobre todo a la influencia de la eminente escritora Zofia Nalkowska, el profesor de dibujo con talento se convierte en la sensación literaria de la temporada y entre los destinatarios de sus cartas aparecen de repente los nombres de las figuras más relevantes de la escena cultural polaca de preguerra: Stanislaw Ignacy Witkiewicz (Witkacy), Julian Tuwim o Witold Gombrowicz. Schulz llega a conocer a Boleslaw Leśmian, un poeta al que admira. Mantiene una breve aventura amorosa con Nalkowska. Visita Varsovia, en cuyos salones literarios se introduce calladamente, como siempre, y sin ninguna pretensión. Allí capta una imagen del ambiente literario de la Varsovia anterior a la Segunda Guerra Mundial: los cafés y apartamentos elegantes en los que, por el momento y en igualdad de condiciones, se encuentran las futuras víctimas de dos totalitarismos y quienes en la posguerra llegarán a ser los funcionarios de una literatura nacionalizada. Witkacy se quitará la vida en septiembre de 1939 tras la invasión de los territorios orientales de Polonia por parte del Ejército Rojo. Gombrowicz partirá hacia Argentina. Tuwim hacia Estados Unidos. Nalkowska y Tadeusz Breza acabarán siendo representantes del aparato literario comunista.

Pero el Schulz famoso y reconocido no abandonará la correspondencia con sus amistades menos ilustres, sobre todo si son mujeres. Escribirá largas cartas a Debora Vogel, Romana Halpern y Anna Plockier, todas las cuales perecerán en diferentes episodios del Holocausto.

Schulz publicó sus obras con los mejores editores y en el semanario más destacado, Wiadomości Literackie (Novedades literarias) y fue atacado por los críticos de las dos vertientes del espectro político: por los agresivos críticos marxistas, que lo atacaban por no ser realista, y por los propagandistas de la extrema derecha, que lo acusaban de ser demasiado judío; pero su posición no quedó debilitada por estas incursiones enemigas. Schulz, que como artista era un poeta y un bardo de provincias, en el mundo literario recibió, paradójicamente, el apoyo y la protección de los exponentes de la corriente política y literaria dominante. Sus viajes a la Varsovia hegeliana (¿acaso no son hegelianos todos los capitalistas?) se convirtieron en otra fuente de tensión en su vida y su pensamiento. Claro que las lumbreras de la capital tenían cierto atractivo. En una de sus cartas, por ejemplo, señala que ha conocido al famoso director Ryszard Ordyński, pero regresa aliviado a su pequeña Drohobycz. Se plantea la posibilidad de trasladarse a Varsovia, pero siempre regresa a su ciudad natal.

Los destinatarios menos famosos de las cartas de Schulz solían ser personas con conflictos de identidad profundamente arraigados, personas que, de vez en cuando, quedaban suspendidas en un estadio intermedio entre la enfermedad y la salud, que vacilaban entre dos lenguas (el yiddish y el polaco), que no estaban seguras de haber acertado con su opción artística y que experimentaban la misma atracción por la música y la pintura que por la literatura. Estaban unidos a Schulz porque él tampoco estaba seguro de su elección entre las artes gráficas y la prosa, entre la vida familiar y la soledad creadora, entre la literatura polaca y la alemana (adoraba a Rilke y a Mann), entre Drohobycz y Varsovia. Sin embargo, partiendo de estas contradicciones e indefiniciones, Schulz fue capaz de alumbrar una visión soberana, evocadora y personal. Incluso a finales de los años treinta, cuando la Academia Polaca de Literatura le concedió el Laurel de Oro, Schulz todavía comprendía bien a sus insatisfechos, híbridos y heridos interlocutores epistolares. Adquirió celebridad, cumplió con el rito de peregrinar a París e impulsó la traducción de sus narraciones a otras lenguas, pero durante todo ese tiempo siguió manteniendo de buena gana sus contactos epistolares, ya que los dilemas y conflictos de sus interlocutores eran un emblema de lo periférico, de todo cuanto hay de fronterizo y provinciano, y Schulz necesitaba mantenerse vinculado a las provincias tanto como el aire que respiraba.

Sólo había una cosa que defendía con una ferocidad y crudeza fabulosas: el sentido y la envergadura del mundo espiritual. Cuando en una carta escrita con muy mal genio a petición de una revista literaria, su antiguo aliado Witold Gombrowicz le atacó diciendo que para la consabida «esposa del médico de la calle Wilcza», de clase media, el universo artístico de las narraciones de Schulz tal vez no tuviera visos de realidad y que, para ese mismo personaje ultrasensato, el autor de Las tiendas de color canela estaba «simplemente fingiendo», Schulz le contestó con dureza y decisión. El valor del universo espiritual puede verse mermado por la depresión, la desesperación, la duda o el ataque de un crítico malicioso, pero no por la legendaria «esposa del médico de la calle Wilcza». Aquí se separaron las sendas de los dos amigos. A Gombrowicz le fascinaba la cuestión del valor del arte tal como lo entendían los filisteos, los bobalicones y los idiotas; fue capaz de contemplar la literatura desde fuera y de indagar en su condición sociológica. Schulz, por el contrario, vivió en el interior de una precaria torre de marfil (¿de canela?) y se mostraba reacio a abandonarla ni siquiera por un instante.

A menudo las cartas de Schulz vuelven sobre el motivo clásico del esfuerzo necesario para mantener la tensión de una vida interior que se ve amenazada sin cesar por unas circunstancias externas triviales y por la melancolía. Al igual que muchos otros artistas, Schulz confió a los destinatarios de sus misivas otro tema universal: las dudas sobre el destino de su propia obra. Hoy día observamos el destino de Bruno Schulz desde la perspectiva de su absurda muerte en el gueto de Drohobycz, ya que la sombra de esta muerte se proyecta sobre la totalidad de su existencia. Pero en su vida hubo muchas cosas normales y corrientes. La más extraordinaria fue sin duda su talento, esa maravillosa capacidad para trasmutar lo ordinario en cautivador. Y es precisamente aquí, como sucede en el caso de muchos escritores, donde se localiza la angustia de Schulz: en el miedo a carecer de tiempo o de inspiración, a que lo devorara la agonía de la docencia diaria.

¿Quién fue Bruno Schulz «sociológicamente hablando»? En su prosa, la Drohobycz provinciana se transformó en una especie de Bagdad oriental, una ciudad exótica sacada de Las mil y una noches. Su vida, tocada por esa misma varita mágica, se resiste también a ser catalogada. Si no hubiera escrito ni dibujado, habría sido sólo un profesor de manualidades melancólico, judío y de clase media, el desventurado vástago de una familia de comerciantes, un soñador que escribía largas cartas a otros soñadores. Pero como escribió y dibujó con tanta soltura, dejó atrás la sociología; dejó atrás incluso ese peculiar estrato social típico de la Polonia de entreguerras: la intelectualidad, o esa parte de la intelectualidad que no pudo o no quiso sumarse a la vida del país, que no fue aceptada por la realidad provisional de la Segunda República (a la que tampoco aceptó) y que a veces anhelaba la materialización de una utopía política de izquierdas.

La utopía de Schulz no nos obliga a esperar su advenimiento; habitaba en su imaginación, en su pluma, en sus epítetos y sus sinécdoques. No existe ninguna clave oculta en la obra de Schulz. Casi todo está dicho en sus narraciones, incluida la obsesión erótica, de la que se ocupa con la familiaridad y la intimidad con la que otros se ocupan de su fiebre del heno o sus migrañas. La mayor parte de las veces, la prosa de Schulz reacciona a estímulos de naturaleza puramente poética; si tuviéramos que anotar las preguntas a las que quiso «responder» artísticamente, serían las formuladas por un poeta metafísico deseoso de conocer cuál es la esencia de la primavera, de un árbol o de una casa. A la hora de abordar los temas, la suya es una franqueza imponente, una pasión avasalladora en busca de las respuestas últimas. Su prosa nace de la tensión neorromántica, antipositivista y antinaturalista de la literatura, inspirada en parte por Bergson y Nietzsche, pero que en realidad era una respuesta a la visible preeminencia real y creciente de las ciencias duras.

En Europa Central, esta tensión neorromántica, que aspiraba a cierta especie de religión indefinida a pesar del hecho de que Dios había «muerto», dio a luz a muchos poetas y escritores tocados por una fiebre metafísica; fueron los autores de tratados místicos y novelas que se arrojaban al misterio de hallarse ante la auténtica primera página de sus obras. No es preciso decir que muchos de quienes participaron de este movimiento metafísico sufrieron una derrota artística. Quienes fueron autores tardíos, más lentos y más pacientes que el resto, a veces triunfaron, a veces consiguieron crear su propio lenguaje, su propio método, su propia metafísica privada. Entre los veteranos de la crisis neorromántica, que alcanzó su apogeo con el cambio de siglo, se encontraban escritores europeos tan sobresalientes como Robert Musil e incluso Rilke, que concluyó sus Elegías de Duino en otra época muy distinta: cuando ya había hecho su aparición en París ese emisario del espíritu del jazz, el deporte y el laconismo que fue Ernest Hemingway.

Llegar tarde puede ser una virtud, y lo fue sin duda en el caso de Schulz, exactamente igual que Witkacy y Leśmian tuvieron la fortuna de aparecer en la literatura polaca después de su tiempo. No obstante, el caso de Schulz es diferente: en su obra, la tendencia metafísica e imaginativa encuentran un contrapeso real bajo la forma de una realidad geográfica y familiar concreta, que el autor de Sanatorio bajo la clepsidra dibuja a raudales, como si recordara que la literatura está hecha de cuerpo y alma y que el anhelo neorromántico de los elementos definitivos y absolutos del mundo debiera contraponerse con un ser duro, implacable, provinciano y peculiar.

El incómodo socio del misticismo de Schulz es Drohobycz (una ciudad pequeña en las inmediaciones de Lvov), que Schulz no escogió, del mismo modo que uno no escoge su cuerpo, sus genes, ni tener o no pecas. Schulz nació en Drohobycz, una ciudad tan modesta como su persona. Su imaginación vivía en Drohobycz, y la imaginación es increíblemente ladina. Es capaz de ensalzar un objeto material real de un modo enormemente ambiguo. Es capaz de enaltecer, aumentar, glorificar y embellecer. Sin embargo, al mismo tiempo, el embellecimiento y el elogio son la fuga más sofisticada, ¡la trampa más elegante del mundo para abandonar nuestra adorada ciudad! Al transformar en un lugar extraordinario y divino la sucia y abarrotada Drohobycz, en la que seguramente sólo eran verdaderamente hermosos los jardines medio silvestres, los huertos, los cerezos, los girasoles y las verjas enmohecidas, Schulz pudo despedirse de ella, consiguió abandonarla.

Logró fugarse al mundo de la imaginación sin ofender a la pequeña ciudad, elevándola, por el contrario, a cumbres singulares. Ahora, hasta Nueva York sabe un poco de Drohobycz, de una Drohobycz que ya no existe; todo a causa de los disparatados subterfugios de la imaginación de un profesorcillo de arte y manualidades.

Sólo ha sobrevivido la Drohobycz creada por Schulz; el viejo casco histórico lleno de comercios judíos y callejuelas retorcidas ha desaparecido de la faz de la Tierra. Ya sólo existe la Drohobycz soviética, muy probablemente una obra maestra del realismo socialista.

Entre los objetos de contemplación predilectos de Schulz se encuentran las estaciones del año, especialmente a su paso por ciudades adormiladas y provincianas. La capital lleva su propia vida agitada y narcisista, mientras que la provincia es un lugar en el que la civilización, diluida en las periferias, entabla diálogo con el cosmos, con la naturaleza. En el relato «Otoño», Schulz califica el verano como la estación de la utopía, una época del año exuberante y opulenta que promete mucho, pero es incapaz de cumplir sus promesas porque en sus orillas acecha un otoño mezquino y adusto que no guarda el menor respeto por los juramentos hechos durante el estío.

La secuencia de un verano utópico seguido por un otoño cruel y cínico constituye una tentadora metáfora tanto de la vida de Schulz (en su paso de la tensión creadora de su obra a su trágica muerte en el gueto de Drohobycz) como del destino de la literatura europea, que primero se deleita con los placeres de la imaginación para inmediatamente después recibir una doble advertencia de la historia: la Primera Guerra Mundial y el tiro de gracia de la Segunda Guerra Mundial acompañada de sus socios, el genocidio y el vil totalitarismo. La vida y la obra de Schulz sucumben a esta pauta marcada por el verano y el otoño como si el espíritu de la literatura europea necesitara de alguien que, con su destino, confirmara la evolución de los acontecimientos: la desaparición de la era de la imaginación, el advenimiento de la era de la devastación.

El lenguaje de Schulz, sus tesoros poéticos y derrochadores, se caracteriza por exhibir una fabulosa precisión. El lenguaje resuena con esa misma amalgama de cualidades contradictorias que están presentes en el contorno artístico general de Schulz: la unificación de la pasión metafísica con el amor a los detalles, a las cosas concretas, absolutamente individuales.

El poeta alemán Gottfried Benn, nacido seis años antes que Schulz, solía utilizar la expresión «die Ausdrückswelt», «el mundo de la expresión». Este término no alude a ningún grupo determinado ni a ninguna tendencia artística; más bien, caracteriza la obra de aquellos escritores que, con mayor o menor grado de conciencia, sobrevivieron a los tumultuosos años de efervescencia neorromántica y emergieron deslumbrados definitivamente por las posibilidades lingüísticas y expresivas de la literatura. Los escritores marcados por el signo del Ausdrückswelt han quedado prendados del poderío estético del lenguaje y, al mismo tiempo, dependen de la capacidad del lenguaje para entonar la melodía de la vida interior. No esperemos que estos escritores participen en debates sobre la situación en que se encuentra la sociedad.

En la magistral estructura del tejido lingüístico-poético de los escritos de Schulz, aparecen incorporadas las advertencias relativas a la inevitable proximidad del otoño/aniquilación. La sobria Adela recuerda en ciertos aspectos al personaje de Teresa en Auto de fe, de Elias Canetti; la imaginación sufre el asedio de sus enemigos. Así también en sus cartas hay cierta tensión interna; la de un ánimo creador rodeado de enemigos, del tedio de las clases, de las tristes exigencias de la vida. Hay demonios malos y demonios buenos; el mundo está lleno de misterios; el vagabundo oculto en el jardín puede ser el dios pagano Pan. Pero Schulz no es ningún profeta. No pronostica la guerra, no augura su propia muerte. Su mensaje es sutil y se revela únicamente a los lectores confiados en el acto de la lectura. Es inaccesible a los críticos. Schulz era reservado; no proclamaba nada. Era aún más comedido que Kafka. Para él, el arte representaba el placer supremo, un acto de expresión, la amplificación de la mirada, del habla, el acto primordial de ligar cosas otrora muy distantes entre sí. Lo que afirmaba no tenía carácter político, ni siquiera filosófico. Lo que llamamos «filosofía» en Schulz es un pájaro que sólo puede vivir en una jaula, en las cautivadoras frases de su aterciopelada prosa.