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Politizar el sufrimiento

Amador Fernández-Savater

A comienzos de los años sesenta, en el guión de uno de sus cortometrajes, Guy Debord afirmaba: «La realidad de la que hay que partir es la insatisfacción». Es decir, para conocer una sociedad, lo mejor no es hacer el análisis de sus instituciones, sino de sus fallas, sus grietas y sus averías. Fallas, averías y grietas que somos nosotros mismos: nuestras enfermedades, malestares y depresiones.

Sólo podemos entender lo que es el funcionamiento social mirando a través de los desarreglos, individuales y colectivos. Aunque eso duela. Seguramente esto no es tampoco una novedad. El dolor y el malestar han sido ya antes objeto y materia prima del pensamiento crítico, que es «reflexión desde la vida dañada» según Adorno. Pero en la periferia de la teoría crítica, hundir el pensamiento en la singularidad irreductible de una vida dañada se confundía tal vez con un argumento contra la política, esto es, contra la posibilidad de transformación social a través de la acción colectiva. Tampoco sería de extrañar, porque la fuerza revolucionaria pasaba entonces principalmente por los mitos que galvanizaban voluntades, la potencia de las estructuras homogéneas de clase, las convicciones en el sentido de la lucha. Los problemas personales no existían. Sólo la lucha de clases atravesando la sociedad entera. La intimidad era una construcción pequeñoburguesa a superar en la pura exterioridad de la acción política. La enfermedad (alienación) desaparecería mediante la reapropiación colectiva del mundo, que eliminaría el extrañamiento. No se puede imaginar un Sujeto Histórico como dios manda tachonado de grietas y vacilaciones, sufrimientos psicológicos, problemas personales, etc.

El desafío que tenemos ante nosotros hoy es asumir el malestar como fuente de una nueva forma de politización que no pretenda cerrar la herida («olvídate de tus problemas personales y ven a militar, la revolución es salud»), sino mantenerla abierta como un vínculo vivo entre lo existencial y lo político del que se pueda extraer potencia de creación, de emancipación, de transformación. ¿Qué significaría politizar el sufrimiento? ¿Puede compartirse la perturbación que nos recorre? ¿Puede convertirse en otro tipo de energía que afecte positivamente a la sociedad? ¿Podemos «hacer de la enfermedad un arma», como pedía el Colectivo Socialista de Pacientes, sin que nos consuma su fuego? Plantear teóricamente la cuestión es relativamente sencillo, pero, ¿quién va a atreverse a experimentar por ahí?

Nuestros malestares, a diferencia –y esto es esencial– de los que analizaron Adorno, los situacionistas o la antipsiquiatría en los años setenta, no tienen tanto que ver con un exceso represivo de las instituciones disciplinarias (Escuela, Fábrica, Cárcel, Familia, Hospital), como con la dispersión y la ausencia de sentido que caracterizan nuestras sociedades de la precarización de la vida, la privatización de la experiencia y la individualización salvaje. Quizá desde ahí puedan entenderse las enfermedades del vacío, la «psicopatología de la nada» que describen y analizan Manuel Desviat y Guillermo Rendueles. La «gran transformación» operada en los últimos cuarenta años no sólo es una vuelta de tuerca capitalista más en la lógica del beneficio, sino una respuesta desde arriba al cuestionamiento radical de todas las instituciones disciplinarias simbolizado por Mayo del 68. Una respuesta que adopta incluso la forma de su adversario y nos presenta ahora este mundo como la realización efectiva de los antiguos valores subversivos de la comunicación, la participación y la realización. Y aunque podamos denunciar la estafa y afirmar muy alto que, por ejemplo, el bombardeo constante de estímulos sexuales tiene muy poco que ver con la erotización de la realidad que proponían Marcuse o Henri Lefebvre, lo cierto es que la «gran transformación» cambia de arriba a abajo los términos del problema. Por ejemplo, ¿la institución es ahora el enemigo? Antes no había duda: institución = policía. Sin embargo, Guillermo Rendueles dice que la institución psi es más bien un coche escoba que va recogiendo los casos perdidos, aliada, eso sí, al pragmatismo y a la industria farmacéutica. Y Manuel Desviat describe por su lado la institución como un bombero que corre de un lado para otro tratando de apagar los fuegos que provocan nuestras condiciones sociales de vida. Porque la precarización de la vida nos coloca permanentemente al borde de la catástrofe. Esta «gran transformación» es irreversible. Enrocarse es inútil. No hay dónde, porque el desbocamiento del capital comienza precisamente en y por la derrota de los movimientos revolucionarios de los años sesenta y setenta. En efecto, nuestro mundo se entiende perfectamente si realizamos una simple operación aritmética: restarle al capitalismo la lucha colectiva que se acumulaba en los lugares del trabajo, en los barrios y en los demás frentes de la vida cotidiana. Pero la llamada a reconstruir las formas tradicionales de resistencia política y de lazo comunitario no puede llevarnos muy lejos. Es como si después de la Segunda Guerra Mundial el medio revolucionario se hubiese propuesto reconstruir la fuerza antagonista del artesanado.

La enfermedad (alienación) ya no nos afecta desde fuera, como cuando se explotaba principalmente la fuerza física. El capitalismo no reprime o integra la vida, sino que la moviliza enteramente. Hoy, cuando la cultura, la información, los servicios y el consumo son un motor económico absolutamente clave, la alienación pasa en primer lugar por la instrumentalización de lo más íntimo: creatividad, lenguaje, valores, imágenes de sí, formas de vida, elementos de sentido. El Yo no es otro, sino una marca, como explica Santiago López Petit. La proliferación incontrolada de enfermedades del alma es a la vez síntoma y límite de esta instrumentalización que penetra todo nuestro ser: pánico, depresión, fobias, anorexia, ansiedad, etc. Todos estamos al borde del colapso, ricos y pobres. Podemos escuchar las grietas que se nos abren en la gestión del Yo-marca o acallarlas repitiéndonos, como el personaje de Annette Bening en American Beauty, que «para tener éxito hay que proyectar una imagen de éxito…», mientras te deshaces poco a poco por dentro. Pero cuando el capitalismo instrumentaliza la intimidad, la intimidad se vuelve también el principio de la resistencia. Ya no la conciencia o la ideología, sino la intimidad que no se oculta sus grietas.

¿Cómo se organizan políticamente estas intimidades heridas? Aquí lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Porque la acción política sigue siendo completamente ajena a las heridas íntimas. Y no me refiero sólo a la política institucional, como puede comprobar cualquiera que haya tenido una experiencia organizativa en el campo de los movimientos sociales alternativos. Las tristezas y los malestares hay que dejarlos a la puerta del local militante o compartirlos en los espacios privados de amistad y afecto. Sólo se ve la potencia en la acción, el discurso y el deseo, pero nunca en los desalientos y los malestares. La política antagonista deja así de lado la misma materia prima de la revuelta. Porque cuando la vida es el campo de batalla, cada una de nuestras crisis es potencialmente una crisis del sistema entero.

No hay salida en la institución psicológica ni en la política antagonista. ¿Entonces? Quizá encontremos más elementos de respuesta en expresiones ambiguas, menos ideológicas. En su autobiografía, Johnny Rotten cuenta cómo sentirse una auténtica mierda era el estado de ánimo más extendido en la Inglaterra de 1977. La derecha manipulaba a su antojo la frustración cotidiana, elaborándola como racismo. El punk fue una especie de aspiradora que absorbió todas las pasiones tristes y devolvió el asco transformado en una ola de afirmación y rabia creativa. Una especie de extraña alquimia terapéutica que trabajaba directamente sobre la materia prima del malestar, hundiendo la creación en la singularidad irreductible de cada vida dañada, pero donde los malestares se cosían unos con otros a base de imperdibles. Fuera del punk, sólo había laborismo anestesiante o agresividad derechista.

No sé, a mi me recuerda a algo.