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El maestro sin amo

Boulez • Fernández Guerra • Vela del Campo
Fotografía Minerva

El 23 de noviembre de 2007, el CBA entregaba su Medalla de Oro al compositor, director de orquesta, teórico musical y pedagogo Pierre Boulez (Montbrisson, 1925), uno de los músicos más importantes e influyentes del siglo XX. Discípulo de Olivier Messiaen, Boulez, junto con otros músicos de su generación –Stockhausen, Nono, Berio…– avanzó más allá del dodecafonismo de sus predecesores y, tras alumbrar el serialismo en la década de los cincuenta, ha continuado investigando e innovando y ha sabido mantener en todo momento su radical apertura al presente. Jorge Fernández Guerra, director del Centro para la Difusión de la Música Contemporánea, y el comentarista musical Juan Ángel Vela del Campo, estuvieron conversando con él.

PIERRE BOULEZ

Permítanme comenzar agradeciendo esta Medalla de Oro de una institución tan prestigiosa, que enriquece mi trayectoria y constituye un signo de amistad. Con su concesión se me invita a formar parte de una comunidad de pensamiento y de sentimientos extraordinariamente diversa en sus manifestaciones, y esta solidaridad resulta especialmente reconfortante en un mundo en el que la experiencia creadora es, esencial y necesariamente, solitaria e individual.

JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO

Pues déjeme que le pida que continúe hablándonos de la experiencia creadora. ¿Cómo ve en este momento la creación musical?

PIERRE BOULEZ

Siempre es difícil definir las cosas que es-tán en movimiento. Si hace veinte años me hubiese preguntado en qué punto íbamos a estar hoy, probablemente habría hecho predicciones que, al instante, se habrían revelado falsas o parciales. Por tanto, no voy a responder a su pregunta con precisión. Por lo demás, lo cierto es que sólo puedo reconocer el trabajo de los individuos. Hace ya mucho tiempo que no hay, por así decirlo, una música colectiva; no existe en estos momentos un vocabulario compartido, asimilado en un mismo nivel por los compositores de los distintos países y que pueda transmitirse a través de las distintas épocas. Esta situación se hace particularmente evidente a partir de la Segunda Guerra Mundial. En efecto, después de 1945 los esfuerzos por descubrir nuevos caminos musicales se redoblaron y aunque, en cierto modo, se trató de un esfuerzo y de unos descubrimientos colectivos, muy pronto comenzaron a imponerse los caracteres individuales. Aunque las salidas hayan sido todas ellas bastante similares, del mismo modo que con la explosión del cubismo era fácil confundir los cuadros de Picasso o Braque, las individualidades terminaron imponiéndose muy rápidamente. A partir de ahí, creo que las generaciones siguientes dejaron de sentir la necesidad de ser solidarios los unos con los otros, y el deseo de descubrir se individualizó por completo. Y cuanto más avanzado era el descubrimiento, más individual permanecía, hasta tal punto que, a diferencia de lo que sucedía en mi generación, en la que había cierta curiosidad por lo que estaba sucediendo en los demás países, hoy día se ha producido una especie de encerramiento, de repliegue sobre la identidad nacional o, al menos, sobre la identidad personal, que tal vez sea consecuencia de lo que suele llamarse globalización y la facilidad de acceso a la información de lo que está sucediendo en cualquier parte. El resultado es que, hoy en día, hay mucha menos apertura general y más calidad individual.

LA INVENCIÓN MUSICAL

JORGE FERNÁNDEZ GUERRA

Para un compositor de mi edad, nacido aproximadamente cuando usted componía Le marteau sans maître, su trayectoria –su trabajo, su figura, sus puntos de vista– ha constituido siempre una gran referencia. Recuerdo un día en París que tuve ocasión de hablar con usted a raíz de la inauguración de la Cité de la Musique, en 1994, a la que me había enviado un periódico madrileño. Yo debía entrevistarlo y registrar nuestra conversación con un modesto grabador de casete que disponía de uno de esos pequeños micrófonos que se enganchan a la ropa, pero debía colocarlo de manera que recogiese la voz de los dos. Recuerdo que improvisé una solución dando la vuelta a la caja de una casete de manera que funcionara como un atril minúsculo sobre el que colocar el micrófono, y aunque intenté acelerar mis movimientos y que el truco pasara desapercibido, usted se dio cuenta y me dijo: «Muy astuto». Aquello fue para mí extraordinariamente revelador de su personalidad, siempre atenta a cualquier gesto que tenga algo de invención, aunque sea tan banal como aquel. Maestro, ¿qué es para usted la invención?

PIERRE BOULEZ

Yo diría que la invención es aquello que cambia constantemente y, por tanto, no se puede definir ni categorizar. No puedo, pues, decirle qué es la invención en general ni tampoco qué es la invención para Luciano Berio, para Stockhausen, para Ligeti o para los más jóvenes. Ahora bien, en lo que a mí respecta, le puedo dar algunos ejemplos absolutamente concretos. Recuerdo cuando escribí la pequeña partitura original de Éclat –que luego desarrollé hasta que se convirtió en Éclat-Multiples–, una obra bastante corta. ¿Por qué la escribí y cómo fueron llegando las ideas? El punto de partida fue el sonido; yo deseaba contar con un conjunto de instrumentos puramente resonantes, desde el piano, el que resuena por más tiempo, hasta la mandolina, que casi no tiene resonancia. Así que el punto de partida fue una categoría sonora, es decir, algo muy vago conceptualmente, pero a la vez muy preciso en el cuerpo instrumental, aunque en ningún caso constituye una idea musical sino, más bien, una idea de sonido.

A continuación me pregunté el porqué de estos instrumentos, su originalidad. Y su originalidad radica en el hecho de que, cuando se los golpea, emiten una nota que tiene cierta duración, tras la cual el sonido muere; en un piano, el sonido desaparece al cabo de siete u ocho segundos, mientras que en el caso de la mandolina el sonido dura medio segundo o un segundo a lo sumo. Es decir, lo que me interesaba era la resonancia de los instrumentos, su capacidad de morir, por así decirlo. Y esa muerte natural del sonido me permitió prescindir del ritmo, ya que la duración, la noción del tiempo, depende esencialmente del sonido. Y de esta manera, no necesito escribir una música con una duración anotada; al contrario, espero a que se produzcan los fenómenos. Pero hay otra consecuencia: cuando se deja que un acorde resuene, es posible en mayor o menor medida analizar ese sonido complejo, porque gradualmente los instrumentos van desapareciendo según la duración de su resonancia. Pero si arranco un sonido seco y rápido, la brevedad del sonido me impide analizar su complejidad. De este modo, puedo utilizar desde el sonido más corto hasta el sonido más largo, con total independencia de una escritura rítmica, por lo que podré improvisar con estas sonoridades mediante señales. Ya no tengo compases, pero sí señales aquí y allá, y puedo, por ejemplo, esperar a que se agote la resonancia o encadenar muy rápidamente acordes muy secos, de tal suerte que se produzca cierta desorientación de la percepción. Con este método de trabajo van surgiendo las consecuencias de esta elección sonora y de la duración; pero si, por el contrario, quiero que aparezcan los instrumentos para que haya un sonido sostenido, estoy obligado a escribir un valor, una cifra, y en ese caso ya puedo empezar a componer. Así es, pues, como se produce una idea.

Expondré otra situación: tomo un soneto de Mallarmé para una idea musical. Observo que los versos tienen una estructura formal muy precisa, con rimas que se corresponden a cada una de las estrofas, de manera que mi tarea consistirá en encontrar una correspondencia formal muy exacta entre algunos de los versos y una escritura vocal. Por ejemplo, una estrofa puede ser silábica, es decir, cada sílaba del texto se asociará a un sonido; pero también puedo dotar a otra estrofa de una escritura melismática, es decir, una escritura extremadamente decorativa. A partir de ahí organizaré el soneto: si tengo una silábica y otra melismática, me dejaré guiar por la rima; una rima dará una escritura melismática, por ejemplo, mientras que otra producirá una silábica. Ese será el momento para empezar a hacer combinaciones, porque mi objetivo consiste en lograr que la construcción del soneto se corresponda formalmente con una construcción musical que debe, no obstante, estar completamente subyugada y subordinada a la estructura del poema.

ENTRE EL CLASICISMO Y LA ETNOMUSICOLOGÍA

JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO

Jorge Fernández Guerra ha hablado de Le marteau sans maître, que se considera, quizá, la obra estrella de Pierre Boulez. Sin embargo, cuando hace usted sesiones de iniciación a la música clásica, como en el ciclo Passage pour le 21ème siècle, el ejemplo que destaca usted de entre sus composiciones siempre es Éclat. Pero al margen de cuál sea la obra de referencia, ¿cómo ve su propia aportación desde el punto de vista de los conceptos que a usted le gusta destacar en las obras: ritmo, armonía, material, timbre, etcétera? Y en este sentido, ¿cuál sería, en su opinión, la obra más representativa de su producción y por qué?

PIERRE BOULEZ

Creo que estas obras marcaron, en primer lugar, una elección sonora. Hasta entonces, había escrito con una factura instrumental tradicional, diría yo. Escribí la Sonatina para flauta y piano, algunas sonatas para piano, Le livre pour quatour a cordes, es decir, obras que, en el fondo, respetaban cierta tradición.

En cuanto a Le marteau sans maître, para su creación tomé como modelo –aunque lejano– una obra que me había impresionado muchísimo y que es el Pierrot Lunaire de Schönberg, una obra muy fuerte desde el punto de la renovación musical y textual. Lo que me interesaba era que la composición tenía tres ciclos, que se sucedían en un orden sencillo: uno, dos, tres; siete poemas cada vez, es decir, veintiún poemas divididos en tres secciones. Yo tenía la intención de hacer ciclos semejantes; es decir, de tomar la estructura de Pierrot Lunaire pero con una música totalmente diferente. Finalmente, lo primero que hice fue elegir un ensemble cuyo sonido se alejaba mucho de la tradición europea. A partir de 1945, cuando acabé mis estudios en el Conservatorio, me interesé profundamente por la música no europea: la japonesa y en particular la tradición Gagaku y la del teatro Noh, la música china, la música de Balí, que me marcó muchísimo, otras músicas africanas que poseen una originalidad rítmica sorprendente… No pretendía realizar una síntesis de las músicas extraeuropeas, pero sí hacerme con una suerte de panorama universal de música ajena a nuestra tradición, porque si había algo capital para mí en aquel momento era mantener alejada a la Europa central, sin por ello rechazarla. No quería en ningún caso retomar la tradición de Schönberg; sí aceptaba de buen grado la influencia de, por ejemplo, el espíritu deconstructivo, pero no la del sonido ni de las temáticas tradicionales. Y ello porque pienso que, si hemos de dejarnos influir por algo o por alguien, es preciso ir hasta el fondo de la invención de ese modelo de influencia para extraer su esencia. De modo que, en aquel momento, diseñé un ensemble en el que el vibráfono debía traer ecos de Balí; el xilófono, del balafón africano, y en el que emplearía la percusión de algunos ciclos para medir el tiempo. A esto se añadían dos instrumentos mucho más comunes, pero que se utilizaban de forma no tradicional: la flauta alto, es decir, una flauta grave, y una guitarra que se parecía al koto japonés, un instrumento característico del teatro nipón que tanto me había marcado. En suma, se trataba de alusiones, pero no estilísticas sino sonoras, las más directas de las cuales eran las percusiones del final: el tam-tam y los gongs que, por primera vez, dejaban los registros medios y agudos y se pasaban a un registro grave. Luego estaba también la evolución de la voz en relación a los instrumentos: al comienzo se trata de una voz que recita poemas y, al final, la voz deviene instrumental, y hay un gran solo de flauta que representaba la vocalidad. En definitiva, se trata del despliegue de un juego vocal e instrumental a lo largo de tres ciclos que no se van yuxtaponiendo, sino que interfirieren los unos con los otros. En el caso de mi composición, la memoria desempeña una función mucho más relevante que en Schönberg, especialmente cuando nos encontramos con la señalización que va marcando la percusión en ciertos ciclos, ya que volvemos a esos aspectos que nuestra memoria ya reconoce.

JORGE FERNÁNDEZ GUERRA

Hablando de su temprano interés por la música no occidental, en una reciente entrevista concedida al musicólogo Jesús Águila, para la revista Doce notas preliminares, afirmaba que, en aquellos años, estuvo tentado de ser etnomusicólogo. ¿Cómo fue su dilema entre la etnomusicología y la composición y por qué se decantó por la segunda?

PIERRE BOULEZ

En realidad, el período de la etnomusicología fue bastante breve; me interesaba muy especialmente la música de Extremo Oriente, e incluso me entrené en la notación rápida de ese tipo de música por si me enviaban a una misión etnográfica en la que quise participar y que se iba a desarrollar en una población del norte de Vietnam. Se trataba de explorar las regiones montañosas habitadas por la etnia Muong, una civilización bastante aislada en aquellos años, les estoy hablando de 1945 o 1946. Pero entonces estalló la guerra de Indochina, se suspendió el proyecto y mi carrera de etnomusicólogo quedó truncada antes de haber comenzado.

LA EXPERIENCIA WAGNERIANA

JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO

En cierta ocasión, aquí en el Círculo de Bellas Artes, le preguntamos a Gérard Mortier cuál había sido para él la experiencia clave mientras estuvo al frente del Festival de Salzburgo. Él contestó que, sin ninguna duda, el encuentro entre un sonido clásico, como el de la Filarmónica de Viena, y una dirección como la suya, y la ocasión que ese encuentro propició para desentrañar las obras del siglo xx: Bartok, Debussy, Messiaen… En este sentido, me gustaría que nos contase cómo ha sido su experiencia con Mahler, del que acaba de terminar la grabación de las Nueve sinfonías, y con Wagner en Bayreuth, con El anillo de los nibelungos y Parsifal.

PIERRE BOULEZ

Me centraré en el caso de Bayreuth, ya que la experiencia wagneriana sólo es completa si se hace allí. Al ver el teatro comprendí que Wagner tenía una visión específica de lo escénico, desde lo que se refiere a la acústica de la sala, hasta la propia representación teatral final. Pero antes de continuar, me gustaría señalar que yo he sido director de orquesta por casualidad; no era mi intención serlo y ni siquiera estudié para ello. Lo que me obligó a serlo fue que los directores de orquesta de entonces no hacían caso de la música de mi generación. Y cuando ya había dirigido algunos conciertos –no muchos, porque no se puede decir que hubiera mucha demanda–, sucedió que el festival de Donaueschingen estuvo a punto de suspenderse porque cayó gravemente enfermo su director, Hans Rosbaud, y me pidieron que lo sustituyera al frente de la orquesta. A partir de aquel mo-mento vi que tenía facilidad para la dirección orquestal, pese a que nunca me había creído capaz de ello, y poco a poco, me han ido encargando la dirección de más conciertos de música contemporánea y, de vez en cuando, alguna obra de referencia –Debussy, Berg, Bartók– pero siempre integrada dentro de conciertos en los que predominan creaciones de compositores como Berio, Messiaen, Stockhausen o incluso mías.

Algo después, Wieland Wagner, que había oído hablar de mí porque yo había dirigido Wozzeck en la ópera de París y todo había salido muy bien, me ofreció dirigir Parsifal. Recuerdo que, ante tan inesperada propuesta, pensé –con cierta inconsciencia, sin duda– que si rechazaba algo así jamás me lo volverían a ofrecer, y decidí tirarme a la piscina y aceptar. En aquel momento ya conocía bien la obra de Wagner, aunque no de forma tan pormenorizada como ahora, y todo salió bien. Por supuesto, hubo reacciones tanto positivas como negativas y, en particular, recuerdo que me reprocharon que los tempos habían sido demasiado rápidos, pese a que previamente Wieland me había advertido de que tuviera cuidado con los tempos demasiado lentos. Así que pedí que me dieran todos los tempos de Parsifal desde 1882 hasta ahora –Bayreuth es el único lugar del mundo donde tienen todas las ejecuciones perfectamente minutadas de esta obra desde la primera representación–, y comprobé que en 1882 los tempos eran rápidos, y la duración era prácticamente idéntica a la mía. Ahora bien, a medida que iban pasando los años y la muerte de Wagner quedaba más atrás, los tempos se iban haciendo más lentos y sonaban más solemnes, demasiado solemnes. Más tarde, en los años cincuenta, volverían los tempos rápidos, y parece que ahora de nuevo se llevan más lentos… Me resultó muy curioso descubrir esta evolución de los tempos y la duración, y este hallazgo me llevó, al menos en parte, a sentirme liberado de toda obediencia a la tradición cuando me tocaba dirigir este tipo de obras de repertorio, ya que me permitió darme cuenta de que muchas veces una tradición no es sino un malentendido.

Tras mi experiencia con Wagner pasé directamente a Schönberg, y por supuesto, me encontré con que entre ambos músicos existía una laguna, un vacío que me intrigaba enormemente –es preciso tener en cuenta que en Francia, en los años de posguerra, al menos hasta que me marché a Alemania, en el año 1958 o 1959, se tocaba muy raramente a Mahler; prácticamente sólo cuando visitaba París un director extranjero–. Naturalmente, fue en aquel momento cuando empecé a descubrir a Mahler y lo hice fundamentalmente a través de los libros de Adorno, que era quien realmente lograba vincular aquellos dos momentos de la música. La lectura de Adorno me fascinó y me enseñó a ver no sólo la riqueza de las obras en sí mismas, sino también las continuidades, de manera que aquella laguna entre Wagner y Schönberg quedó colmada.

Más tarde, cuando dirigí a la Filarmónica de Viena en Salzburgo, recuerdo que la gente pensaba que aquello no iba a funcionar, suponían que yo iba adoptar una postura rupturista que iba a chocar con el funcionamiento tradicional de la Filarmónica. Pero no fue así; no tuve que romper con nada porque los músicos me ofrecieron un ejemplo excepcional de dedicación y perfeccionismo. De hecho, recuerdo que me impresionó profundamente cómo, tras el ensayo general, me pidieron continuar ensayando Livre pour cordes, la única obra mía que incluía el programa, y que es bastante difícil para los instrumentos de cuerda, porque la interpretación no les había parecido lo suficientemente fluida. Para mí, aquello fue el mejor de los halagos, y el comienzo de un encuentro muy enriquecedor. Especialmente cuando toqué con ellos a Mahler, un compositor bastante nuevo también para ellos, y a cuyas obras arrancaron una sonoridad excepcional. Así fue como se estableció mi vínculo con la Filarmónica de Viena, con cuyos miembros fui debatiendo los programas, especialmente los del Festival de Salzburgo, y con ellos decidí que tocaríamos obras de primera audición u obras arriesgadas, respecto a las cuales el público pudiera ser reticente. Y así descubrimos que, cuando se toca con convicción, el público reacciona muy bien, y así fue también como se estableció una suerte de acuerdo tácito por el cual me decían: «haga usted lo que le apetezca hacer y nosotros le seguiremos».

FALLA Y LA PRINCESA MECENAS

JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO

Usted siempre se ha interesado por sus colegas españoles –al llegar hoy aquí nos ha preguntado por Luis de Pablo, por Tomás Marco y por otros compositores–, y ha declarado también una gran admiración por Manuel de Falla, especialmente después de haber dirigido El retablo de Maese Pedro. ¿Cómo ve nuestra música?

PIERRE BOULEZ

Conozco bien la música de Falla desde hace mucho tiempo; cuando estuve en Nueva York, como director de la Filarmónica de la ciudad, grabé El sombrero de tres picos, y otra obra que siempre me ha gustado muchísimo es el Concierto para clavecín, la obra de Falla que prefería Stravinsky – probablemente por su aire más neoclásico– y que tocó en varias ocasiones durante el período de entreguerras. En cuanto a El retablo… siempre me ha encantado porque representa el teatro dentro del teatro: la ilusión del teatro y también su destrucción.

Les contaré algo sobre cómo abordé la dirección de un tríptico que se produjo con el patrocinio de la princesa de Polignac, que tuvo un salón musical muy importante durante los años de la Primera Guerra Mundial y en el período de entreguerras, y que encargó –de forma independiente– tres obras que iban a quedar en los anales: El retablo… de Falla, Renard, de Stravinsky y Sócrates, de Erik Satie. A la hora de interpretar ese tríptico, yo estuve de acuerdo en abordar las piezas de Falla y Stravinsky, que tienen un interés y un valor evidente. En cambio, me parecía que el Sócrates de Satie, que yo ya había dirigido en dos ocasiones –y dos me parecieron demasiadas–, desmerecía claramente. Es una obra aburrida, bastante monótona y poco imaginativa –de hecho, la intención de Satie fue realizar una composición monótona, algo que realmente consiguió– y me negué a ponerla en pie de igualdad con las otras dos obras.

Pero, una vez rechazado Sócrates, tenía que buscar la tercera obra, la tercera dimensión de ese tríptico. A mis ojos, Falla refleja una cultura del sonido y del ritmo típicamente españolas, al igual que Renard de Stravinsky resulta típicamente rusa, pese a su toque afrancesado. Así que dirigí mis ojos hacia Austria, y de toda la tradición austriaca la única obra que me pareció que podía ser comparable con las de Stravinsky y Falla fue el Pierrot Lunaire de Schönberg. A este respecto, hablé con el director de escena, Klaus Michael Grüber, que aceptó de muy buen grado mi idea y concibió toda la realización con mucha imaginación. Lo que me interesaba era disponer de categorías teatrales diferentes a las normales: en primer lugar, en la obra de Falla teníamos en escena a los cantantes de carne y hueso y las marionetas. Allí estaba, pues, la ambigüedad entre el teatro propiamente dicho y el teatro de marionetas. En la obra de Stravinsky, en cambio, los cantantes no interpretan un personaje cada uno, sino que van cambiando de papeles, y se sitúan en el foso, junto a los músicos; y los personajes que ocupan el escenario son mimos y acróbatas, es decir, un teatro de calle. Finalmente, para Pierrot Lunaire propuse un teatro de sombras, de tipo asiático; Grüber temía que aquello resultara demasiado decorativo, y prefirió un teatro más evocador, en el que las sombras no fueran reales sino imaginarias y fueran mostrando poco a poco cómo la persona se iba convirtiendo en Pierrot. Además, en esta obra la orquesta salía del foso y se situaba en escena.

En suma, aquel trípticoEl tríptico Falla-Stravinski-Schönberg se ha representado (al menos) en el Teatro an der Wien, en Viena, y en el Festival de Aix-en-Provence, con la dirección musical de Pierre Boulez. En ambas ocasiones cosechó un éxito apoteósico. me dio la ocasión de abordar el teatro de tres maneras diferentes, de probar tres formas distintas de relacionar la música con el escenario.

DISCOGRAFÍA

Pli selon pli; Le visage nuptial; Le soleil des eaux; Figures, doubles, prismes, Erato/Warner Classics, 2006

Sonatine; Sonata for piano 1; Dérive; Mémoriale; Dialoghé de l’ombre double; Cummings ist der Dichter, Erato/Warner Classics, 2006

...explosante-fixe...; Notations I-XII; Structures II, Deutsche Gramophon, 2005

Pli selon pli; Portrait de Mallarmé, Deutsche Gramophon, 2002

Le marteau sans maître, Sony Classical, 2000

Sur incises; Messagesquisse; Anthèmes II, Deutsche Gramophon, 2000

Répons; Dialogue de l’ombre double, Deutsche Gramophon, 1988

BIBLIOGRAFÍA

La escritura del gesto: conversaciones con Cécile Gilly, Barcelona, Gedisa, 2003

Hacia una estética musical, Caracas, Monte Ávila, 1992

Puntos de referencia, Barcelona, Gedisa, 1984