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PAISAJE Y CULTURA

Habitar la naturaleza artificial

Dominique Perrault
Traducción Marta Caro   /   Imágenes © Perrault Projects

El arquitecto y urbanista Dominique Perrault (Clermont-Ferrand, Francia, 1953) abrió su estudio de arquitectura en París en 1981 y, desde entonces, ha adquirido renombre internacional al ganar algunos de los principales concursos arquitectónicos convocados en Europa. En estos momentos, desarrolla diversos proyectos en España, entre ellos el Centro Olímpico de Tenis de Madrid –conocido como La Caja Mágica– o la remodelación de la Playa de las Teresitas, en Santa Cruz de Tenerife, que le sirvió de ejemplo durante su conferencia en el congreso EURAU 08 para reflexionar sobre la importancia de la escala intermedia entre el edificio y el paisaje.

EL VALOR DEL LUGAR

Conviene, ante todo, comenzar presentando la cuestión conceptual a fin de intentar comprender por qué, efectivamente –y en este punto estoy de acuerdo con Peter Eisenman–, la historia ha desaparecido de nuestra cultura arquitectónica. ¿Por qué la historia no constituye ya para los arquitectos contemporáneos un elemento de referencia suficiente para concebir la arquitectura? Hoy en día, no sólo mi generación, sino también las generaciones más jóvenes muestran una sensibilidad, preocupación e interés crecientes hacia la dimensión geográfica. En efecto, en las postrimerías del siglo XX hemos presenciado cómo la geografía ha sustituido a la historia. Esta modificación conceptual y de sensibilidad resulta fundamental para poder imaginar las arquitecturas venideras, ya que los arquitectos del futuro se interesarán sobre todo por los lugares. Mientras que antes todo era físico y nada virtual, mañana todo será virtual y muy poco físico. Lo que escasea se convierte en algo preciado, y lo físico será cada vez más raro. La dimensión física será algo que habrá que proteger de manera extrema, y cultivar tanto en el sentido cultural como en el emocional. Por tanto, creo que esta arquitectura conectada con lo geográfico, ligada a un dispositivo contextual, lejos de desaparecer, será la que facilite la recomposición y reconstrucción de nuestras emociones y de la relación con nuestro entorno contemporáneo.

Desde este punto de vista, la arquitectura entendida en términos de construcción de edificios presenta una limitación evidente. Un arquitecto que construye un edificio es un arquitecto que levanta paredes, puertas, ventanas, quizá una cristalera o un movimiento cualquiera en la fachada. Esta dimensión funcionaba muy bien hasta finales del siglo XX, pero es del todo insuficiente para dar cuenta de la transformación de nuestros territorios. Estos territorios son cada día más densos, más complejos y más violentos y están cada día más abandonados y contaminados. Estos territorios no pueden sacar provecho de una arquitectura que se escribe con puertas, paredes, fachadas y cubiertas. Se tratará, pues, de intentar pensar la arquitectura como un elemento del paisaje, de considerar que lo que creamos son paisajes artificiales, que la naturaleza en la que vivimos es una naturaleza artificial –no más desagradable, por cierto, que la naturaleza natural–. Es nuestra naturaleza, la que controlamos, en la que introducimos nuestra cultura y en la que nos reconocemos, la que presenta, pues, una dimensión que hace que lo artificial se convierta en uno de los componentes de nuestro entorno. Si convenimos en que el paisaje es algo artificial y no natural –en el sentido romántico desarrollado en el siglo XVIII, en particular con la Filosofía de las Luces–, y que el paisaje, en tanto que elemento artificial, se construye, podemos empezar a llamarlo ciudad. La ciudad es un paisaje carente ya de esa dimensión de ensueño conectada a la organización de los espacios de la calle, de la vivienda, de los parques… Al contrario, presenta ahora una dimensión ligada a la transformación de lo que podría llamarse tejido urbano hacia lo que yo llamaré sustancia urbana. Es decir, que en la medida en que hablemos de tejido urbano nos estaremos refiriendo a algo que tiene dos dimensiones, a una ciudad que se puede diseñar.

LA IMPOSIBILIDAD DEL TOTALITARISMO

Hoy en día, algo que me llena de júbilo –aunque desde cierto punto de vista puede resultar un tanto angustiante– es que somos incapaces de diseñar una ciudad. Ya no podemos diseñar la ciudad: estamos obligados a reconocer que no sabemos cómo será, nos resulta imposible proyectarla como una totalidad y, en cierto modo, somos, pues, incapaces de ser totalitarios, ya que el totalitarismo tiene como expresión última la capacidad de diseñar la ciudad. Diseñarla es controlarla, lo que implica, en definitiva, una posición completamente reaccionaria. Desde este punto de vista, encuentro conveniente introducir la noción de «territorio», mas no en el sentido en el que la ha desarrollado la tendenzza en Italia, por ejemplo, que la conecta con una cultura estalinista o, cuando menos, marxista. En la noción actual de territorio hay de hecho una toma de conciencia del planeta, de un planeta que conocemos completamente, donde no queda nada por descubrir. Esta nueva percepción de nuestro entorno como algo ya conocido –que explica, por lo demás, el surgimiento del gran movimiento en defensa del medioambiente–, nos fuerza a conocer los límites de nuestro mundo.

Se trata de una percepción nueva que nos obliga a tomar conciencia de cómo serán nuestras ciudades y nuestras arquitecturas. Sin embargo, lo realmente preocupante es que esta dimensión vinculada al desarrollo sostenible, no está produciendo por el momento nuevas utopías. Cabría pensar que, si nos encontráramos a finales del XIX o a principios del XX, esta nueva visión del mundo conectada a una forma de progreso –o, al menos, a una recomposición de nuestra civilización y de su cultura orientada a una protección de sus patrimonios, de su historia, de sus territorios naturales, de su biodiversidad, etc. – habría supuesto para los arquitectos un impulso que habría desatado su imaginación y les habría inspirado nuevas utopías.

A LA ESPERA DEL PROYECTO UTÓPICO

Pero este espíritu utópico o, cuando menos, esta esperanza, no ha hecho de momento su aparición. No existe ninguna relación entre esta nueva percepción del planeta y un proyecto utópico que sería legítimo que nuestros arquitectos llegaran a poner en marcha. Por el contrario, lo que se percibe es que nunca jamás habíamos construido tanto sobre el planeta. Los arquitectos viven una época absolutamente formidable desde el punto de vista de la construcción. Nunca antes la humanidad había construido tantos edificios y ciudades. Nos encontramos en una situación completamente esquizofrénica e inflacionaria que, además, podría dificultar que, finalmente, podamos pensar la ciudad contemporánea a partir de la noción de felicidad. Uno se pregunta por qué hoy es tan difícil vivir en una ciudad, por qué es imposible vivir feliz en una ciudad, pese a que las ciudades han sido siempre la sede de la civilización. Hoy nuestras ciudades son depredadoras, no importa que el hombre las haya pensado como entes protectores, como lugares de nacimiento, de desarrollo, de arraigo, de memoria y también de futuro.

Esta problemática tiene que ver con la relación que mantenemos con el edificio en tanto que construcción. Y todo el trabajo que realizamos nos conduce a la cuestión del envoltorio. El envoltorio es el intento de dominar lo que podríamos llamar el grado cero de la arquitectura –una arquitectura reducida a lo esencial, que no a su mínimo, a aquello que podría encontrarse en su densidad, en su concepción, en el elemento primero y fundador, reducido pero irreductible– y de ver cómo esa arquitectura puede tener lugar en relación a una geografía, a un contexto, a un entorno. Y esto sería posible introduciendo una capa –y ésta es efectivamente la noción a la que se refería Peter Eisenman–: ¿cómo podemos llegar a crear una profundidad, un espacio, un lugar entre el edificio propiamente dicho y el paisaje circundante, entre la arquitectura y el contexto que la rodea, entre lo que es la construcción en sí misma y el paisaje de su entorno? ¿Cómo se puede introducir una percepción en esos lugares, en una dimensión física, que de algún modo trascienda, o más exactamente transfigure, la noción de edificio?

ARQUITECTURA Y TOPOGRAFÍA

Como ejemplo de esta idea de envoltura en arquitectura, podemos mencionar el proyecto de remodelación del frente de la playa de Las Teresitas, en Tenerife, que presenta una estrategia exclusivamente vinculada a la relación entre la geografía y la ciudad o lo urbano. ¿Cómo reconstruir la topografía inicial? El proyecto que imaginamos consistía en desarrollar la playa como un lugar popular, de sociabilidad, de placer y también de naturaleza, aun siendo esta playa totalmente artificial. En efecto, se trata de una playa construida en los años setenta con arena blanca –en Tenerife, al ser una isla volcánica, la arena es negra– traída del desierto del Sahara, a cientos de kilómetros de la isla. Saco a saco, esa playa se transformó en la Copacabana –si se me permite la comparación– de San Andrés de Santa Cruz de Tenerife. De hecho, se da una conjugación fantástica entre esta playa artificial y la sensación de naturaleza que se experimenta cuando se pasea por ese espacio. A un lado hay una colina a la que, durante la Segunda Guerra Mundial, se le quitó la parte superior para instalar unas baterías de cañones. La intención de nuestro proyecto era, precisamente, prolongar la reconstrucción del paisaje original recomponiendo la colina inicial con una edificación: un hotel que se apoya en la colina como si la topografía de la misma fuera el zócalo del edificio, en una estrategia de envoltura. La idea consistía en desarrollar una arquitectura ordinaria en el seno de esa topografía, que se construye a través de la envoltura de una tela metálica que recompone las formas geológicas y el aspecto de la colina tal y como era alrededor de los años treinta o cuarenta, y que va a permitir, pues, una relación entre la arquitectura y la naturaleza que sea, en primer lugar, de disfrute, de comunión con el entorno, y que, al mismo tiempo, pretende, no prolongar la ciudad, pero sí hallar en ese dispositivo arquitectónico una relación entre la naturaleza y la periferia de la población, una especie de interfaz entre la playa misma y el pueblo de San Andrés.

HABITAR LOS MUROS

Así pues, en cierto modo, se juega con la idea de una desaparición de la arquitectura, no sólo en cuanto a la percepción, sino también en cuanto a la creación de lo prohibido. La arquitectura es por definición el arte –por ofrecer una fórmula algo optimista– de construir paredes, un arte de construir muros que crea prohibiciones ya que, por supuesto, cuando se construye una pared, se está creando una separación y, por tanto, una prohibición. Esto no quiere decir que separemos para mal; naturalmente, podemos separar para proteger, para que nuestra vida interior sea tan buena como la exterior… Pero la pared, hagamos lo que hagamos como arquitectos, separa. Así pues, la pregunta que me planteo, una vez que somos conscientes de la creación de estas separaciones, es cómo los arquitectos podemos construir muros que sean realmente sitios que permitan el paso del interior al exterior, de la ciudad hacia loíntimo, de lo público hacia lo privado. Es decir, cómo podemos utilizar ese fantástico espacio, esa fantástica situación de separación, para crear vínculos, para crear paradojas. En mi opinión, la arquitectura es más fuerte, más emocional, cuando resulta más paradójica, cuando ofrece lo que no se espera de ella, cuando resulta una arquitectura que toca directamente el cerebro sin pasar por el intelecto.