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De cómo los derechos de autor deberían cambiar para ajustarse a la tecnología

(o de cómo arreglar los derechos de autor y salvar Internet, la sociedad civil y la mayor biblioteca de la historia)

Cory Doctorow
Traducción Javier Candeira   /   Ilustración Profesor Milton

Cory Doctorow (Toronto, 1971), novelista y activista digital, visitó el CBA en enero de 2005 con motivo de la presentación pública de las licencias Creative Commons España. En este artículo, trascripción revisada de la conferencia que pronunció entonces, expone sus argumentos a favor de una transformación de la legislación sobre la propiedad intelectual para que se ajuste a las tecnologías de la comunicación contemporáneas.

El copyright y el derecho de autor constituyen un sistema de regulación de la tecnología. La copia y la distribución de obras originales (e incluso la creación de esas obras) son actividades tecnológicas, ya se realicen con una imprenta, con una fotocopiadora o con una red de datos global, libre y abierta como Internet.

En el mundo de la tecnología hay sistemas normativos perfectamente razonables. Por ejemplo, hay reglas sobre los coches que indican cómo construir y manejar un coche con seguridad, y se inventaron porque los coches sin reglas son peligrosos, y porque las reglas anteriores a los coches ya no valían en un mundo con coches.

En tiempos, había una regla según la cual todos los caballos que salieran a los caminos tenían que llevar cuatro herraduras. Pero nadie intentó soldar ochenta herraduras a la primera locomotora que se construyó con veinte caballos de vapor. Las locomotoras seguían las reglas para locomotoras. Y cuando llegó el coche, tuvimos reglas para coches: desapareció la obligación de llevar un fogonero, o una cantidad mínima de carbón en el maletero.

Lo mismo ha pasado con los derechos de autor. La invención del fonograma –la tecnología que permite hacer sonar una canción sin permiso ni control del compositor ni del intérprete– exigía nuevas reglas. Hasta entonces, los derechos de autor sobre la música habían sido del mismo tipo que los que regulan el material impreso, ya que la única industria musical existente era la de publicación de partituras.

Bajo esas viejas normas, los editores musicales argumentaron que tenían derecho a controlar todos los nuevos usos comerciales de la música. Quien quisiera hacer un fonograma a partir de una partitura, tendría que pedir permiso –es decir, pagar a un carísimo abogado para que negociara con su no menos caro abogado y suplicara autorización para pagar unos céntimos por la grabación– y si no se lo concedían, ya podía despedirse de su dinero.

Uno de los efectos de un sistema tal, habría sido otorgarle a la industria musical un veto sobre las nuevas tecnologías de reproducción musical. Si alguien inventaba un sistema mejor para reproducir música –y en aquellos días aparecían formatos nuevos casi a diario, desde pianos mecánicos hasta alambres enrollados, pasando por cilindros de cera y discos de acero– pero ninguno de los grandes editores musicales quería concederle una licencia, no podría sacar su tecnología al mercado. Las empresas que hacían los discos pensaban que podrían tener la última palabra sobre el diseño de los tocadiscos.

En aquel momento parecía una idea razonable. Hasta entonces apenas había habido nuevas tecnologías musicales, y los editores de partituras –la industria musical de entonces– eran entidades bien establecidas. Los músicos con éxito de todo el mundo debían sus fortunas a esas empresas, y no estaba muy claro que hubiera sitio para los editores de partituras en un mundo de fonogramas. En efecto, era posible que, una vez terminara la revolución de las partituras, la industria musical al completo, es decir, la industria de las partituras, tuviera que cerrar, y todo lo que quedara fuera un puñado de empresas de tecnología con sus ridículos fonogramas que no ponían ni un solo céntimo en los bolsillos de los artistas.

John Philip Sousa era uno de los compositores más populares de esos días, al menos en Norteamérica. En aquel momento, los músicos eran prácticamente desconocidos, ya que no había forma de que pudieran entretener a más gente de la que cabe en una sala de conciertos, mientras que los compositores que escribían la música que interpretaban esos músicos a menudo eran superestrellas, porque había una tecnología –la imprenta– que les permitía difundir sus creaciones por todo el mundo. Los músicos –los ejecutantes– eran poco más que instrumentos, prácticamente monos amaestrados que interpretaban las composiciones.

Sousa fue al Congreso de los Estados Unidos a exigir la ilegalización de los fonogramas. Esto es lo que les dijo:

Estas máquinas parlantes arruinarán el desarrollo artístico de la música en este país. Cuando yo era niño, delante de cada casa, en las tardes de verano, podían verse grupos de jóvenes cantando las canciones de la temporada, o viejas canciones. Hoy se oyen esas máquinas infernales dándole todo el día. No nos quedará una sola cuerda vocal. Las cuerdas vocales serán eliminadas por un proceso de evolución, como la cola del hombre cuando se separó del mono.

Sousa se equivocaba, y lo hacía de esa manera específica que hemos presenciado tantas veces en el último siglo de innovación tecnológica. Sousa confundía su minúsculo rincón de la industria musical con todas las industrias musicales habidas y por haber que las nuevas tecnologías podrían hacer posibles algún día. Para él era literalmente inconcebible que pudiera existir una industria musical que usara los fonogramas para compensar a los artistas, y que los compositores pudieran acabar algún día relegados al semianonimato, a ser simples escritores de canciones que proveen de «material» a superestrellas de la canción.

Por suerte para todos esos artistas, tanto el público como los legisladores de Estados Unidos le dijimos a John Philip Sousa que se fuera al infierno. Los editores «sufrieron» una expropiación de sus derechos de autor, o al menos de parte de ellos, bajo la forma de una licencia obligatoria. Esta nueva ley obligaba a los editores musicales a permitir que cualquiera hiciera un fonograma de cualquier música que hubieran publicado a cambio de una cantidad que, en Estados Unidos, se cifró en dos centavos.

Hoy día, cuando Sid Vicious graba «My Way», lo hace bajo este régimen: se pagan unos cuantos céntimos por disco que van a un bote que después se reparte entre los compositores y, simplemente, se graba su versión de la canción. No hay abogados por medio. Los compositores no pueden negarse.

Fue un gran sistema de regulación tecnológica. Había una nueva tecnología –el fonograma– que ofrecía al público una flexibilidad inaudita para escuchar música dónde y cómo quisiera. Había una antigua normativa de derechos de autor que decía que los editores de partituras podían controlar todos los usos de una canción publicada por ellos, lo que hacía imposible usar esa nueva tecnología. ¿La respuesta? Una nueva normativa de derechos de autor que trataba la nueva tecnología como una solución, como un motivo de celebración, y no como un problema que resolver.

Desde entonces, hemos creado cada pocas décadas –y últimamente un par de veces por década– nuevos regímenes de derechos de autor para seguirle el paso a la tecnología. Cualquiera puede poner cualquier canción en la radio, mientras pague a las entidades de gestión para compensar a los compositores, ejecutantes e incluso a los editores de fonogramas. Lo mismo pasa con la televisión, el canon de las fotocopiadoras, y el canon por copia privada de los CD.

La respuesta a todas estas tecnologías fue una reacción universal de sorpresa y horror por parte de los titulares de derechos del momento. Cuando se inventó la radio, los intérpretes en directo intentaron llevar a Marconi a juicio por crear un aparato que permitía a los oyentes sintonizar una emisión sin pagar la entrada. El grabador de vídeo le pegó tal susto a Hollywood que mandaron a su portavoz al Congreso para decir que «el videograbador es a la industria norteamericana del cine lo que el Estrangulador de Boston a la mujer que está sola en casa».

En cada una de estas ocasiones, nuestros legisladores hicieron lo correcto. Dijeron: «El que la televisión por cable ofrezca una imagen más nítida que las antenas terrestres es una cualidad, no un defecto». Dijeron: «El que las gramolas permitan que los clientes de los restaurantes puedan escoger qué música desean escuchar es una cualidad, no un defecto». Dijeron: «El que las fotocopiadoras faciliten la reproducción de apuntes y extractos de libros en las universidades es una cualidad, no un defecto». Dijeron: «El que un videograbador pueda grabar, copiar, avanzar rápidamente y saltarse los anuncios de las películas de Hollywood emitidas por televisión es una cualidad, no un defecto».

¡Menos mal que lo hicieron! En cada una de estas ocasiones, las nuevas tecnologías han permitido que un número mil veces mayor de artistas hagan una cantidad mil veces mayor de arte, ganando mil veces más dinero a la vez que llegan a un público mil veces más extenso.

En 1996, la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual de la ONU –OMPI– decidió que Internet era un avance significativo con respecto a las tecnologías precedentes. Internet, como la fotocopiadora y el fonograma, como la televisión por cable y la gramola, necesitaba una nueva legislación de derechos de autor para poder coexistir pacíficamente con el resto del mundo.

Buena idea, ¿no? Internet es algo maravilloso, una tecnología potente y disruptiva que está transformando el mundo a nuestro alrededor. Si hay una tecnología que esté pidiendo a gritos una nueva ley de derechos de autor, es Internet.

Pero la OMPI cometió un terrible error. La OMPI decidió que la característica principal de Internet, es decir, la capacidad de mover cualquier cúmulo de datos de cualquier sitio a cualquier otro sin coste ni control, era un problema que había que resolver y no una solución en sí misma.

Desde los orígenes de la ingeniería de redes, el objetivo de todos los desarrollos en este campo ha sido rebajar los costes, reducir las barreras de acceso y los cuellos de botella, e incrementar las velocidades de transmisión. La arquitectura radical de Internet resuelve esos problemas mejor que cualquier otra red anterior.

Pero la OMPI decidió que todo aquello era un problema, y que Internet estaba estropeada porque hacía que copiar fuera demasiado fácil, demasiado barato, demasiado rápido. Y la OMPI decidió que iban a «arreglar» Internet mediante dos tratados internacionales: el Tratado sobre Derecho de Autor o TDA (WCT en inglés) y el tratado sobre Interpretación o Ejecución y Fonogramas, también llamado WPPT por sus siglas en inglés.

En pocas palabras, estos tratados criminalizaron Internet. Crearon nuevas clases de superdelitos para las personas que copiaran ficheros contraviniendo la vieja ley de copyright (en Estados Unidos, con una multa de 150.000 dólares por copia). Crearon la idea de la antielusión, que dice que si alguien le pone un cerrojo digital a una obra con copyright, es ilegal romper ese cerrojo, es ilegal decirle a alguien cómo romper ese cerrojo e incluso es ilegal decirle a alguien cómo averiguar cómo romper ese cerrojo.

Las consecuencias de estos tratados y su descendencia, la Digital Millennium Copyright Act (DMCA), la Directiva Europea sobre Derecho de Autor (EUCD) y la Directiva Europea sobre Propiedad Intelectual (EUIPRED) han sido desastrosas.

Empecemos por lo que estas nuevas leyes de Internet no han hecho. No han conseguido que una sola obra original deje de circular libremente por Internet. Ni una. Tampoco han puesto un solo céntimo en el bolsillo de un titular de derechos.

Ahora veamos lo que han logrado. Lo primero, han respaldado un montón de negocios que se aprovechan de los derechos de autor a expensas del público. La ley no le da al autor de una película el derecho de controlar en qué país puedes ver los DVD que compras, pero la gestión de derechos digitales (el DRM, por sus siglas en inglés) permite la «codificación por regiones» que hace imposible comprar un DVD barato en Estados Unidos y verlo en un reproductor español. En Estados Unidos, al igual que en España, todos los autores están obligados a permitir la conversión de sus obras al Braille y otros formatos que facilitan la accesibilidad, pero los mecanismos de DRM de Adobe pueden impedirlo. En el universo del DRM, todas las características que se dan por sentadas –detener la imagen en pantalla, el avance rápido, la grabación, el archivo, el préstamo o la venta de tu música, tus libros y tus películas– están sujetas a la autorización y cobro adicional por parte de los editores. El DRM no impide que los piratas copien el arte, pero sí impide que los usuarios honrados hagan un uso honrado de los medios que adquieren legalmente.

Por todo el mundo, los estudios han comenzado a pleitear con miles de sus clientes. En su mayor parte, esos clientes han decidido que pleitear será más caro que llegar a un acuerdo, así que los acuerdos están proliferando. La tarifa corriente para estudiantes universitarios –y para estudiantes de matrícula de honor que viven en viviendas del estado en Nueva York– asciende a los ahorros de toda su vida. En el caso de los estudiantes universitarios que construyeron herramientas de búsqueda en la red de propósito general, la Recording Industry Association of America (RIAA) solicitó que se les hiciera firmar que no trabajarían nunca más en el campo de la informática: esto es, como los estudiantes en cuestión habían montado un servicio similar a Google para las redes de su campus, las discográficas intentaron que se les impidiera volver a escribir programas informáticos de por vida.

Los campus universitarios y la integridad académica han sufrido especialmente las inútiles guerras del P2P y los estúpidos tratados de derechos de autor de la OMPI. Hoy día, en muchos campus por todo el mundo, se ha convertido en práctica habitual la supervisión de toda la red universitaria, lo que implica copiar cada paquete de información que pasa por los routers y examinarlos para determinar por medio de un algoritmo informático si su carga infringe los derechos de algún autor. Se trata de una intrusión sin precedentes en la privacidad y libertad académica, algo que debería ser impensable para un administrador universitario; sin embargo, esos administradores están pagando importantes cantidades por el dudoso «beneficio» del espionaje masivo e indiscriminado.

El impacto de la antielusión sobre la ciencia, la investigación y el estudio es todavía más desastroso. Como ya he señalado, las leyes antielusión persiguen como delito la neutralización de los sistemas de restricción de uso que cierran los medios digitales, así como el mero hecho de decirle a alguien cómo eludir esos sistemas, o cómo puede enterarse de la manera de eludir esos sistemas. Esto quiere decir que un buscador que va indexando ciegamente la Web y acaba haciendo copias de páginas que contienen instrucciones para ver un DVD de manera «perversa» sería responsable potencial de complicidad en un acto de «elusión» tecnológica. Aún más, según algunas leyes, alguien que te dice que puedes enterarte de cómo ver tu DVD buscando un truco en un buscador de Internet también es responsable.

Para apreciar hasta dónde puede llegar esta locura, basta echar un vistazo al caso del profesor de Princeton Ed Felten, un renombrado ingeniero de procesamiento de señales que encabezó el equipo de investigadores que descubrieron las debilidades de un sistema de restricciones digitales llamado SDMI –Secure Digital Music Initiative, o Iniciativa de Música Digital Segura–. Se trata del tipo de actividad a la que se dedican los ingenieros, absolutamente fundamental para el desarrollo de sistemas de seguridad. Cualquiera puede diseñar un sistema de seguridad tan ingenioso que él mismo no pueda romperlo, así que el único método experimental para determinar si ese sistema funcionará en el mundo real consiste en explicarle su funcionamiento a un montón de gente inteligente, y ver si pueden encontrarle algún fallo.

Felten y su equipo pusieron sus hallazgos por escrito y los mandaron a un congreso académico en el que pensaban presentarlos ante otros ingenieros distinguidos. Se disponían a hacer ciencia, tal y como se lleva haciendo desde la Ilustración: uno descubre algo interesante y se lo cuenta a sus colegas investigadores.

La respuesta de la industria discográfica fue amenazar con acciones legales contra Felten, su equipo y el congreso, si se le permitía presentar sus hallazgos. ¿La base legal para esta amenaza? El análisis de los defectos de la SDMI constituía un acto de «elusión», ya que permitía eludir el sistema. El problema, según las cabezas pensantes de la industria discográfica, no era que hubieran desarrollado un mal sistema sino que los ingenieros pudieran contarle a la gente exactamente lo malo que era.

Uno de los resultados de la antielusión es la ilegalización de parte de las matemáticas. Esto es algo que también descubrió Dmitry Sklyarov, un programador ruso que mostró los fallos en la tecnología de libros electrónicos de Adobe en un congreso en Las Vegas y, como consecuencia, pasó un tiempo en una cárcel norteamericana. Y también lo descubrió Jon Johansen, un adolescente noruego, cuando publicó una herramienta que habían desarrollado él y sus amigos para poder ver DVD en sus ordenadores.

Las nefastas leyes de derechos de autor de la OMPI han socavado el mundo académico, pero también tienen terribles consecuencias para los negocios y la sociedad civil. Un resultado de estas nuevas leyes de copyright es la erosión del proceso legal, del derecho de todas las personas al trato justo y equitativo por parte del sistema legal. Los tratados de derechos de autor de la OMPI permiten que los gobiernos creen leyes que tratan a los acusados de infracción como una especie de superdelincuentes que no merecen justicia.

Por ejemplo, la Directiva de Regulación de Derechos de Autor de la Unión Europea (IPRED) contiene una provisión para tomar medidas cautelares, lo que en el derecho anglosajón se conoce como «órdenes Anton Piller». Funcionan así: Alicia tiene una compañía. Bernardo tiene una compañía que le hace competencia. Bernardo dice que uno de los clientes de Alicia ha infringido los derechos de autor de Bernardo, y que necesita examinar los ordenadores de Alicia para continuar investigando. Sin mostrar pruebas, sin hablar siquiera con un juez, Bernardo puede conseguir una orden que le permite confiscar todos los servidores de Alicia durante 31 días para ver si encuentra pruebas para su caso. Si no las encuentra, Alicia puede demandarlo –siempre que, entre tanto, su empresa no haya quebrado tras pasar un mes sin acceso a sus propios ordenadores.

Pero no son sólo las empresas las que se pueden encontrar con estos problemas. Esas leyes permiten que cualquiera que afirme que has infringido su copyright exija que un proveedor de servicios de Internet (ISP, por sus siglas en inglés) entregue tu información personal. También permiten que la gente que no está de acuerdo contigo obligue a tu ISP a quitar tus escritos de la red con solo declarar que estos infringen su copyright, sin necesidad de aportar ninguna prueba.

Pasemos ahora a los peligros que representa todo esto para Internet. Internet se basa en algo llamado el principio de «extremo a extremo», según el cual se supone que la red permite mandar lo que sea a quien sea sin que nadie más pueda interferir. El principio de extremo a extremo es la razón por la que tenemos la Web: un día, un físico que trabajaba en Suiza inventó una forma mejor de compartir documentos. La llamó la World Wide Web. Distribuyó el software para publicar y recuperar documentos –los servidores y navegadores– entre sus amigos. La idea prendió, y aquí estamos, ante la mayor colección de creatividad humana jamás reunida.

Pero las leyes de copyright auspiciadas por la OMPI han conseguido intimidar a los proveedores de servicios de red –universidades, ISP, empresas– para que vulneren este principio. Cada vez hay más software que bloquea los protocolos y servicios con la excusa de que podrían estar transportando material infractor. Si esto continúa, nadie podrá volver a inventar una tecnología como la Web: para hacerlo, habría que convencer a los administradores de todas las redes del mundo de que aprobaran el servicio y abrieran los puertos por los que debe pasar.

Finalmente, examinemos cuáles son las consecuencias para los artistas, la creatividad y la cultura. Cuando nació Internet, el ochenta por ciento de la música grabada a lo largo de la historia no estaba disponible a ningún precio. Se había borrado, olvidado, retirado del mercado. Según las conclusiones alcanzadas por el Tribunal Supremo de Estados Unidos hace un par de años, se trata de un fenómeno típico: el 98% de todas las obras con derechos de autor no están disponibles en el mercado.

Este es el resultado que arrojan unas leyes tan complejas que hacen difícil conseguir los derechos de una obra para su reedición; unos plazos de caducidad tan largos que los editores deben esperar muchísimo tiempo para que una obra pase al dominio público; la ausencia de una exigencia de registro para los derechos que permite que cualquier garabato en una servilleta o cualquier lista de la compra sea una obra con copyright que deba ser negociada antes de publicarse, así como las gigantescas penas y multas por no obedecer las reglas e infringir esos derechos.

Las redes P2P nos devolvieron toda esa música. No había ningún método comercial legal de hacer que toda esa música estuviera disponible en la Web, pero las redes P2P lo consiguieron en apenas uno o dos años. Lo que parecía un proyecto de ámbito y costes inconcebibles tuvo lugar gratis y tan rápido que apenas tuvimos tiempo de apreciar esta magnífica biblioteca que Internet había recopilado para nosotros antes de que la industria discográfica la quemara hasta los cimientos, cerrando Napster a golpe de pleito.

Entonces sucedió algo realmente milagroso: la biblioteca resurgió de las cenizas. Docenas de nuevos servicios P2P, de Gnutella a Kazaa, empezaron a llenar el vacío de Napster, y antes de que nos diéramos cuenta, la biblioteca estaba de nuevo en pie.

Esto es algo bueno. Es bueno para los artistas, que no graban sus obras para que desaparezcan para siempre –nuestra mitología cultural condena con especial horror la quema de obras de arte, un espectáculo mucho más ofensivo que cualquier infracción–. Es bueno para el público, que quiere escuchar su música favorita. Es bueno para la cultura, porque la disponibilidad de la música digital ha facilitado las nuevas revoluciones musicales de nuestra era, como el sampleado, los mash-ups, las remezclas, etcétera.

Un tratado de Internet de la OMPI que realmente tuviera en mente los intereses del público y de Internet habría legalizado esta biblioteca, no la habría quemado. Habría ofrecido un acuerdo como los que existen para la radio, la televisión por cable, las gramolas, las fotocopiadoras y demás, por los que pequeñas compensaciones económicas permiten que el público haga lo que le gusta, asegurando al tiempo que los creadores continúan recibiendo una compensación.

En su lugar, los tratados de la OMPI, las leyes que regulan Internet, tratan esta biblioteca como si fuera un desastre que hay que evitar. Tenemos suerte de que, hasta ahora, este desastre sea recurrente.

El novelista escocés Alasdair Gray nos exhorta a «trabajar como si vivierais en los primeros días de una nación mejor». En efecto, los fragmentos de esa nación mejor nos rodean por doquier. Internet ha propiciado una era sin precedentes por lo que atañe a la creatividad y el acceso al conocimiento, la cultura y el arte.

Las licencias Creative Commons son una forma de vivir en esa nación mejor, pese a los peores actos predadores de los cárteles del copyright y sus reguladores amaestrados de la OMPI. Las licencias Creative Commons permiten que los creadores afirmemos que Internet es una solución y no un problema, y que el impulso de nuestros lectores, oyentes y espectadores de compartir nuestras obras y mejorarlas es el verdadero objetivo de la creatividad.

Mi primera novela, Down and Out in the Magic Kingdom, salió publicada en la mayor editorial de ciencia ficción del mundo. A la vez que salía de imprenta, la puse a disposición de los lectores en Internet, bajo una licencia Creative Commons. Las dos primeras tiradas se han agotado, y el libro va ya por su tercera reimpresión. A través de Internet se han distribuido más de medio millón de copias. He logrado el éxito comercial sin exigir a cambio la destrucción de instituciones críticas como la libertad académica, el proceso legal, la libertad de expresión, la privacidad, el principio de extremo a extremo, o la posteridad. Si yo puedo, vosotros también podéis. Y si yo puedo, también pueden las empresas de entretenimiento.

Y si no pueden… Deberían morir, así de simple. Si estas instituciones dinosáuricas no pueden dar una respuesta mejor a este maravilloso mundo mejor que está naciendo gracias a Internet, deberían hundirse en el barro y morir.

En cada encrucijada de la historia de los medios, los intereses creados lloriquean porque el último invento –sea la imprenta, la radio, el videograbador o Internet– destruirá la propia creatividad. Siempre se equivocan. Siempre.

Las licencias Creative Commons son artefactos de los primeros días de una nación mejor. Es una nación que todos podemos habitar. Os esperamos allí.

BIBLIOGRAFÍA

Little Brother, Nueva York, Tor Books, 2008

Tocando fondo: en el reino mágico, Granada, AJEC, 2005

Someone Comes to Town, Someone Leaves Town, Nueva York, Tor Books, 2005

Eastern Standard Tribe, Nueva York, Tor Books, 2004

«Wikipedia: A Genuine H2G2-Minus the Editors», en Glenn Yeffeth (ed.),

The Anthology at the End of the Universe?, Dallas, Benbella Books, 2004

A Place So Foreign and Eight More, Nueva York, Four Walls Eight Windows, 2003

LINKS

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Blog de Cory Doctorow: http://boingboing.net

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