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Prólogo del entrevistado (de obligada lectura)

Pier Paolo Pasolini

Como tendrá oportunidad de comprobar el lector de esta larga entrevista, yo soy de los que no sólo no aman, sino que en verdad detestan ser entrevistados (no es que me niegue, como debería hacer, a conceder entrevistas, pero si lo hago es sólo por debilidad, porque no sé decir que no, porque creo que quizá sea útil, o porque creo que quizá sea útil al entrevistador, etc.).

Como tendrá oportunidad de comprobar el lector de esta larga entrevista, yo soy de los que no sólo no aman, sino que en verdad detestan ser entrevistados (no es que me niegue, como debería hacer, a conceder entrevistas, pero si lo hago es sólo por debilidad, porque no sé decir que no, porque creo que quizá sea útil, o porque creo que quizá sea útil al entrevistador, etc.).

Detesto las entrevistas por dos razones:

1) El sujeto que alcanza la prerrogativa de ser entrevistado deja de ser un hombre normal: es un disociado, objetiva y subjetivamente, y, hablando con propiedad, un esquizoide. Es ridículo, objetiva y subjetivamente. No se entrevista -si no es para uso televisivo, muy vulgar- al primero que pasa por la calle, que es una persona dignísima. Un hombre “de éxito” pierde gran parte de su dignidad. La figura “pública” que se superpone a su figura privada necesita de unos cuidados muy particulares, que son siempre degradantes.

Ahora bien, yo he intentado siempre ignorar que soy también una figura “pública”, con sus deberes. Me he comportado siempre de la peor manera posible, es decir, como he querido. Pero ha sido más fuerte que yo: una especie de horrenda autoridad, o de prestigio (…), se ha adueñado de mi vida. Y me doy cuenta de ello, con disgusto, sobre todo cuando me entrevistan, es decir, cuando me interrogan como a una pitonisa; y no sin un profundo desprecio, quizá inconsciente, por parte de quien me entrevista. En esta relación entre el entrevistador y yo ocurre algo monstruosos: las opiniones que expongo, que son opiniones como cualesquiera otras, se sitúan apriorística y artificialmente en un plano más elevado, se convierten en muestras, y se colocan como elementos frontales de un mapa hagiográfico u holográfico que incluye a todas las personas “de éxito”, incluso a las más inocentes y apartadas. Hay que añadir también que cada uno de nosotros vive en un pequeño campo de concentración cuyos instrumentos de tortura cotidiana son las relaciones (…) y, para quienes somos personajes públicos, las relaciones públicas con los demás (yo he sido tildado de “pecador público”). Además, no hay nada más miserable que los asuntos propios. La entrevista arroja una luz atroz sobre estas miserias, que el entrevistado intenta esconder desesperadamente; o bien, en un momento de debilidad, las hace de dominio público. En cualquier caso, sufre por ello, miserablemente frustrado. Doy un pequeño ejemplo: en Italia todo el mundo se pronuncia ahora con indignación contra el código penal fascista; todos ven en él el instrumento de la represión, etc., etc.; no hay día en que la prensa no hable de ello. Pues bien, por haberlo sufrido personalmente, desde hace unos quince años no he perdido ocasión de atacar el código Rocco, sin que nadie me hiciera el más mínimo caso o consiguiendo como mucho que me miraran con benevolente conmiseración, como a Casandra.. Ahora, claro, me siento, cómo diría yo, frustrado por el hecho de que no sólo nadie lo reconozca, sino que ni siquiera se acuerde de ello. ¿Cómo puedo hablar ahora en una entrevista del código fascista que rige en Italia si tengo que reprimir semejante sentimiento (tan personal y poco digno) de “profeta desoído”? Sólo un santo podría aguantar una entrevista, pero a los santos no se les entrevista, sobre todo porque no se dejan.

2) La entrevista es, semiológicamente, un sistema de signos mixto: comprende los signos lingüísticos orales y los signos icónicos de la presencia física y de la gestualidad. Conozco estudios de semiólogos estadounidenses que han intentado dar una unidad representativa, en laboratorio, a este sistema de signos mixto, realizando previamente un concienzudo trabajo de campo (año, mes, lugar: pongamos el 2 de marzo de 1970 en el autobús que va de una punta a otra de Queen; un diálogo entre madre e hija: “Mamita, ¿me compras un helado?”. “Después, cuando bajemos, Patty”. La niña, al hablar, hace una mohín frotándose el moflete de arriba abajo tres veces -cinco segundos cada vez- sobre la cadera de su madre, quien, a su vez, mientras le contesta extrae el neceser del bolso y se mira al espejo). El sistema mixto fónico-gestual forma un conjunto coherente, que no se puede examinar de manera parcial: no se puede separar la palabra “helado” del gesto del moflete frotándose durante cinco segundos sobre el abrigo de piel barato de la madre en el autobús. El fonema sin el gesto es un semantema distinto. Ahora bien, las entrevistas acaban reduciendo el sistema mixto fónico-gestual a un sistema único de signos escritos. Que conste que yo no soy napolitano y mi mímica es exigua. Sin embargo, tengo un cuerpo, y ojos: una corporeidad muy expresiva aunque no lo quiera. Nada de esto se refleja en la entrevista, grabada primero (o sea, amputada de su parte gestual) y después escrita (o sea, amputada de su parte gestual y de su parte fonética; Jakobson hizo pronunciar cuarenta o sesenta veces a un actor la locución “buenas tardes” con cuarenta o sesenta sentidos distintos).

En definitiva: he mantenido con el señor Duflot una lucha a cuchillo, o mejor dicho, a sacacorchos: él pretendía hacerme decir algunas cosas que yo no quería decir. Y dado que él no ha querido resignarse enseguida, toda la entrevista se ha convertido en una sucesión de tentativas abortadas de volver a los asuntos que no se iban a tratar en ningún caso. Hay cosas que sólo se pueden vivir. Y si se dicen, se dicen en versos.

Al corregir las galeradas de esta entrevista, he añadido algunas leyendas entre corchetes: son esquemáticas invitaciones al lector para que piense en la mímica y en la inflexión de la voz, o por lo menos para que no olvide que se le está privando de esos dos elementos (y tenga también constancia de mi buena voluntad).