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La obsesión del coleccionista

Entrevista con Pilar Citoler

Carolina del Olmo
Fotografía Eva Sala

Pilar Citoler es una coleccionista nata: tras treinta y cinco años adquiriendo obra con pasión, pero también con calma y sensatez, ha reunido una de las mejores colecciones privadas de arte contemporáneo de España –con obra de Picasso, Tàpies, Rauschenberg, Warhol o Le Corbusier, por mencionar algunos nombres–. Últimamente colecciona también premios y honores: presidenta del Patronato del Reina Sofía, Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 2007, Premio ARCO al coleccionismo privado en 2005…

En una colección siempre falta el comienzo, ya que las primeras adquisiciones no constituyen aún una colección… ¿Cuándo y cómo comenzó la suya a ser tal?

En efecto, la colección como tal no estaba planteada desde un inicio. Empecé a comprar obra una por una, de manera natural, inconsciente, sin pensar que un día iba a tener una colección. Siempre fui una persona apasionada por los acontecimientos culturales y artísticos, y a pesar de las limitaciones sociopolíticas de mis años universitarios, intentábamos abrir resquicios y yo participaba en todo lo que se organizaba. También viajé por Europa, lo que me proporcionó una visión más amplia del mundo cultural, y poco a poco me fui autoformando. Cuando llegué a Madrid a estudiar estomatología –en Zaragoza había estudiado medicina–, me metí en el ambiente de las artes plásticas y empecé a conocer galerías. En aquellos años había pocas: una de las más vanguardistas era la de Juana Mordó, que promocionaba a la gente de El Paso o al Grupo de Cuenca. También tuve buena relación con la galería Inguanzo, que funcionó durante algunos años con una mayor vocación internacional: trajeron por primera vez obras de Dubuffet, Le Corbusier, el pop americano… También estaba Fernando Vijande, primero con la galería Bandrés y luego ya con Vijande. Eran pocas, pero eran muy buenas y hacían un trabajo muy selecto. En la de Juana Mordó compré mi primera obra: un óleo del artista andaluz José Caballero, a quien tuve la suerte de conocer aquí en Madrid. Y lo compré para tenerlo en casa y verlo a diario, aunque después las cosas se van complicando, claro. Cuando ya tienes un número elevado de obras te planteas si seguir o no comprando –a mí me apetecía seguir–, y también qué hacer con todo el material reunido: es una pena no estudiarlo, no contextualizarlo y catalogarlo; hay que pensar en la conservación, los seguros, la ubicación, y un sinfín de problemas inherentes al hecho de tener un número importante de obras de arte. En cualquier caso, desde los inicios, he ido adquiriendo obra de forma reposada, sin perder tiempo pero sin apresurarme. Y creo que esa es la manera de lograr una colección coherente: hay que ir con la mirada atenta permanentemente, pero sin precipitarse.

Hablando de coherencia, hay colecciones muy eclécticas, mientras que otras tienen un alto grado de especialización. ¿Cómo calificaría la suya?

En mi opinión, la especialización es muy positiva, ya que intensifica el valor concreto de una colección. En mi caso llevo ya muchos años reuniendo obra y empecé en un momento en que el coleccionismo de arte era muy limitado; en cierto modo, es normal que mi colección abarque técnicas, soportes y autores muy distintos, así como un espectro temporal bastante amplio. Fundamentalmente se centra en la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos del XXI. También tengo algunas piezas de la primera parte del siglo XX, pero cuando empecé a comprar esa época era ya un período muy valorado y los precios, por tanto, escapaban a mis presupuestos. Las limitaciones económicas son siempre fundamentales. Ahora bien, aunque mi colección es bastante diversa, creo que hay un hilo conductor que la dota de una coherencia suficiente y permite ofrecer una lectura de interés de medio siglo de arte contemporáneo.

Y a lo largo del tiempo, ¿cómo ha evolucionado la colección? ¿Ha vendido piezas para comprar otras que le interesaban más en determinado momento?

Son ya treinta y cinco años adquiriendo obra, y por supuesto que ha habido una evolución: Madrid se ha transformado enormemente, toda España ha sufrido una gran transformación a la que no ha sido ajena el mundo del arte, ni por supuesto el coleccionista. El número de galerías creció muchísimo, y también el de artistas, una explosión que me permitió otro tipo de adquisiciones. Pero la evolución principal ha sido el salto desde las técnicas tradicionales o clásicas –pintura, dibujo, grabado…– al mundo de la fotografía. Para mí fue un salto natural y espontáneo, era el ambiente el que invitaba, con la aparición de las primeras galerías dedicadas en exclusiva a la fotografía… Fue todo un fenómeno a escala mundial. Y de la fotografía es muy fácil saltar al vídeo. Ahora bien, la evolución tampoco impide que pueda comprar hoy un dibujito de los años treinta, si surge la oportunidad.

En cuanto a vender obra para comprar otra, es algo que no me gusta. Como la colección es muy mía y está hecha de una manera muy personal y muy directa –siempre he comprado con una independencia total–, cada obra es fruto de una circunstancia y un momento determinados y es, en cierto modo, parte de mí misma. El prescindir de ellas no entra dentro de mis presupuestos mentales. Valoro todas las piezas –cada una tiene sus recuerdos asociados, condensa una vivencia determinada de la que no quiero prescindir: todas juntas van hilando diversas vivencias y componiendo, de algún modo, mi biografía– y no me gusta venderlas, aunque sea para poder permitirme comprar otras. Me parecería una especie de traición.

Dice que compra de manera directa, ¿no recurre a asesores?, ¿se fía exclusivamente de su criterio? Y en cuanto a esto último, siempre se habla del instinto, del olfato del coleccionista, pero, ¿cuánto hay de intuición o corazonada y cuánto de erudición, cálculo, decisión racional?

Recurro exclusivamente a mi criterio. Elijo con el «ojo clínico» de saber lo que me gusta, y hago elecciones independientes y muy personales –siempre, por supuesto, con la limitación económica, el gran sufrimiento del coleccionista–. En cuanto a la mezcla de componentes que entran en la decisión, no creo que la proporción sea constante: muchas veces depende de la obra. En general diría que en las elecciones puede haber mitad de instinto y mitad de conocimiento. Es una combinación bastante armónica. Por lo que toca a los procedimientos, yo fundamentalmente he comprado a través de galerías. Hay gente que prefiere tratar directamente con los artistas, ir a sus estudios, pero a mí siempre me ha gustado pasar por el cauce de la galería, respetar la labor que desempeñan y que considero muy importante y meritoria. Por supuesto, tengo también muchas piezas recibidas directamente de sus autores, ya sea porque han sido amigos míos o tal vez mis pacientes, pero siempre que ha habido adquisición directa ha sido porque me ha venido a la mano, yo no lo he buscado.

Sin duda, el coleccionista escoge obras que tienen un cierto valor, pero, ¿llega tal vez un momento en que la fama o el valor de la colección como conjunto –o del coleccionista– supera a la de las piezas, hasta el punto de que es su pertenencia a la colección la que les otorga su valor?

Creo que las piezas han de tener un valor intrínseco, relacionado con el contexto del que provienen, del lugar que ocupa la obra en la producción de un artista, etc. Después, el que esa obra forme parte del contexto de una colección, con una determinada amplitud de miras, quizás sí le otorgue un valor sobreañadido, puesto que queda inserta en una lectura general, en un determinado momento histórico, añadida a un movimiento determinado.

Es habitual que los estudios que abordan el tema del coleccionismo reúnan en un mismo saco el coleccionismo de arte y el de objetos, digamos, cotidianos. ¿Cree que alienta un espíritu similar en los dos tipos de coleccionista? ¿Alguna vez ha sentido el impulso de coleccionar otras cosas?

Generalmente el coleccionista es un personaje con ciertas peculiaridades, con un modo de ser singular y especial. Es muy habitual que el que colecciona arte contemporáneo haya coleccionado también antigüedades, libros, plumas estilográficas o cosas por el estilo. Desde luego, yo toda mi vida he coleccionado algo, desde que tengo uso de razón: guardaba los papeles de celofán de las frutas de Aragón, los frasquitos de la clínica de mi padre… Creo que forma parte de una determinada personalidad, de una forma de ser, y diría que todos tenemos en común cierto grado de chifladura, porque no cabe duda de que esta afición tiene algo de patología: te lleva a situaciones ajenas a la norma común de comportamiento; entra un poco dentro de lo maníaco, de lo obsesivo. Una de las exposiciones de mi colección se tituló No hay arte sin obsesión, una cita de Cesare Pavese. Y ciertamente para reunir una colección tienes que ser obsesivo y perseguir tu camino como si de una manía se tratara. Naturalmente, hay coleccionistas que lo hacen por inversión, o porque de pronto puede haberse puesto de moda el coleccionar, pero creo que la gran mayoría de los coleccionistas «puros», por decirlo de alguna manera, hemos coleccionado toda nuestra vida.

Decía que con los años y el número de piezas se vuelve imposible guardar en casa las obras. Las piezas que conserva en su domicilio, ¿son siempre las mismas o las va cambiando?

Siempre es atractivo cambiar las obras que tienes a la vista; hay cierto morbo en esas modificaciones. No es que me canse de ver siempre los mismos cuadros –tengo un Tàpies que permanece inalterable en su posición desde hace mucho tiempo: me gusta, fue una elección personal y me trae muchos recuerdos–, pero sí hago cambios. De todas formas, no me gusta llenar mucho las paredes, prefiero elegir unas pocas obras que me gusten…

Y las exposiciones, ¿por qué las hace?

Las hago porque me divierte, y también porque es una forma de ver las obras, de sacarlas a la luz para los demás y ¡también para mí misma!: muchas veces compro una pieza, me la envían embalada, se almacena en condiciones de seguridad y no la veo en años… Pero también creo que el fundamento de una colección, al margen de la satisfacción personal que pueda proporcionar, es la de hacer partícipes a los demás. Yo siempre digo que mi colección tiene una vocación social: es esencial que la gente la vea y que sirva para algo. La colección debe tener un fin que vaya más allá del egoísta posesivo, del tener las cosas para uno mismo. Lo que realmente me satisface es mostrarla a los demás, que la gente de algún modo contribuya a darle un sentido.

Hace ya tres años que se otorga el Premio de Fotografía Pilar Citoler. ¿Cómo surgió la iniciativa y cuál es su implicación en este galardón?

La idea partió de la Universidad de Córdoba y fue acogida muy favorablemente por la Fundación de Artes Plásticas Rafael Botí, que pertenece a la Diputación de Córdoba. Y cuando me propusieron que llevara mi nombre, me sentí muy halagada y acepté encantada. Es algo que tiene mucho que ver con esa vocación social de la que hablaba: se trata de intentar hacer algo por el mundo de la cultura, aunque sea mínimo, de participar de algún modo. También me gusta pensar que es una forma de contribuir a activar la vida cultural de Córdoba, a que la ciudad participe del actual movimiento de renovación artística. El premio es internacional y valora no sólo la técnica y la estética de la obra, sino también la trayectoria del artista. Tiene una buena dotación y al ganador se le hace una exposición y un libro monográfico. Solemos presentarlo en la feria Paris Photo, y por ahora está funcionando muy bien. Cada año presido el jurado y, normalmente, invito a una galería y a un artista de una galería dedicada a la fotografía a formar parte del comité de decisión.