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Coleccionistas, aficionados y diletantes

Maurice Rheims
Traducción Elena Bonnemort   /   Imágenes obra de la colección de Pilar Citoler

El académico francés Maurice Rheims, escritor, crítico de arte y director de subastas –considerado en su tiempo como uno de los mejores tasadores de Francia– analiza con humor e ironía las singulares idiosincrasias de los coleccionistas de arte, poniendo de manifiesto su gran curiosidad por los objetos artísticos y por sus casi siempre obsesivos poseedores.

«No es la rosa, pero ha habitado con la rosa»
(Proverbio oriental)

Hay diferentes clases de rastreadores de objetos: los coleccionistas, los aficionados y los diletantes. Con frecuencia comparten idénticos gustos, formas de ser y sistemas de búsqueda, por lo que resulta complicado establecer una clasificación.

El coleccionista anhela poseerlo todo en un determinado ámbito. Pone en juego su buen gusto, innato o adquirido, su intuición de la excelencia y su instinto de buscador con el fin de satisfacer su deseo. No obstante, además de los objetos propiamente dichos, busca todo aquello que legitime su origen: todo lo que se ha escrito en publicaciones especializadas, los peritajes y listados de precios donde se especifican sus cotizaciones. Posee el olfato de un cazador, el alma de un policía, la imparcialidad de un historiador y el sentido común de un tratante de caballos. Aunque en ocasiones su instinto se adormece y su visión puede perder agudeza por conceder excesivo crédito a lo que lee o escucha, o por recurrir a informes falsos. Por lo que atañe a la curiosidad, existe una lucha constante entre lo que el ojo ve de manera directa y lo que lee, entre el olfato y la investigación científica. En ocasiones, ambas vías se descubren insuficientes e ineficaces. SperatiNo se sabe con exactitud qué razones indujeron a Jean de Sperati (1887-1957) a imitar con tanta minuciosidad los sellos de correos. Sus falsificaciones, descubiertas gracias a un control de aduanas, lo llevaron a juicio en 1914, denunciado por una asociación de filatélicos, y le reportaron una multa de un millón de francos, ya que las leyes francesas juzgan la falsificación de sellos igual que la de moneda. Según declaró en el juicio, habría falsificado unos cuatrocientos sellos, y se presentó ante el tribunal no como falisificador sino como creador en el campo de la filatelia artística, y bienhechor de los coleccionistas modestos, a cuyo alcance ponía ejemplares de otro modo inaccesibles. Su producción fue finalmente adquirida por una asociación de comerciantes filatélicos inglesa que pagó la suma de 10.000 libras esterlinas, y constituye hoy una rareza más., falsificador y artista genial, hacía unos sellos de factura tan perfecta que ningún entendido conseguía dictaminar si eran de fabricación propia o si habían sido emitidos por Correos. Los desconcertados filatélicos, impotentes ante la perfección de las imitaciones, prefirieron hacerle entrega de una suma considerable de dinero para que interrumpiera su producción. Así, el fracaso no sólo del ojo, sino también del instinto y de la metodología científica de peritación amenazaba con desalentar a los coleccionistas para siempre.

«En materia artística –dice Paul Valéry– la erudición constituye una especie de derrota: arroja luz sobre lo que no es en absoluto lo más excelso, ahonda en lo que no es primordial. Sustituye por hipótesis las sensaciones y su memoria prodigiosa suple la presencia de la maravilla; es una biblioteca ilimitada, colindante a un inmenso museo: Venus metamorfoseada en documento».
La pasión por atesorar objetos y por conocerlo todo sobre ellos despliega un extraordinario espíritu de persistencia que lleva a rastrear con ansia no sólo lo más bello sino también lo más raro. Nada importan la fealdad o la anormalidad con tal de que el ejemplar sea único. El filatélico busca con codicia sellos de borde liso si los corrientes están dentados, la sola vista de un tête-bêcheParejas de sellos en las que uno está boca arriba y el otro boca abajo [N. T.]. le resulta mucho más turbadora que la página de un álbum perfectamente organizado, y se entusiasma por los ejemplares color azul cielo cuando el resto de la emisión fue tintada en azul marino. Es capaz incluso –guiándose únicamente por la intensidad del matasellos– de penetrar en el carácter del funcionario de correos. Pero, por encima de todo, lo que le cautiva es un hermoso error.

El objetivo del coleccionista es el de recolectar todos los elementos que componen una determinada serie. Piensa con temor en el momento en que la complete, ya que el principal aliciente de su juego es la búsqueda en sí. Feliz quien pueda por siempre continuar jugando. Así, con frecuencia, el coleccionista que ha logrado su objetivo, y completado finalmente la colección en su totalidad, ni siquiera dedica una ojeada a los objetos que tantos años y esfuerzos le llevó reunir.

Por ejemplo, el abate de Marolles o bien CaylusAnne-Claude-Philippe de Tubières, conde de Caylus (1692-1765), emprendió carrera en el ejército, pero tras un viaje a Grecia e Italia decidió dedicarse al arte. Reunió una colección importante de obras clásicas, que él mismo copió en grabados al aguafuerte y que se tiene como uno de los puntos de partida del renovado interés por la Antigüedad que se dio en el siglo XVIII. Aunque Marmontel en sus memorias lo presenta como un charlatán, lo cierto es que en el siglo XVIII disfrutó de gran prestigio como aficionado y coleccionista, y en su correspondencia aparece seriamente preocupado por el rigor científico en el ámbito del arte. En cualquier caso, tenía más enemigos que Marmontel: Diderot, cuando se enteró de que había dispuesto que se le enterrara en un sarcófago de pórfido del que estaba particularmente orgulloso, le dedicó estos versos: «Aquí yace un anticuario huraño y brusco / ¡Oh!, qué apropiado alojamiento para él resulta este jarro etrusco», que en el siglo pasado se dedicaron apasionadamente a reunir colecciones dignas de admiración, se separaron de ellas –una vez terminadas– sin tristeza alguna. Su suerte es, sin embargo, más envidiable que la de aquel coleccionista del siglo XVIII que, tras haberse dedicado durante años «a la China y al Japón», molesto por culpa de la bajada de precios que supusieron las importaciones masivas de la Compañía de Indias, exclamó: «Confieso que la porcelana de Sajonia cuesta un poco cara, pero tengo en mi haber ocho servicios de mesa completos, además de haber renovado con Sajonia mis lámparas, espejos y relojes, e incluso mi vestidor. Realmente siento por Sajonia una pasión que raya la adoración, pertenezco a Sajonia de la cabeza a los pies. No hay ni uno sólo de mis libros, incluyendo mi almanaque y mis libros de oración, que no estén encuadernados en Sajonia».
¡A qué límite ha llegado este hombre, víctima de su propia pasión! Se trata de un neurótico, no por los objetos que colecciona, sino por la naturaleza de los sentimientos que les dedica. Se expone a sufrir la suerte de aquel coleccionista de vidrio de Venecia que murió por no atreverse a sentarse creyendo que sus posaderas eran de vidrio hilado.

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El aficionado es muy distinto al coleccionista. Persigue la perfección, la armonía y la belleza y se siente atraído por la diversidad de los objetos, más que por su pertenencia a una serie, y sus preferencias se corresponden con sus diferentes estados de ánimo. La moda, el progreso y lo cotidiano, que apenas afectan al coleccionista, influyen sin embargo en el aficionado, que persigue lo sensitivo en el arte y se ve atraído por mil cosas distintas bajo mil apariencias. Su entusiasmo se despierta tanto ante objetos de tres mil años como ante una escultura de Brancusi.

Acoge cualquier vestigio de tiempos pretéritos, por despreciable que parezca, como aquel aficionado a las antigüedades a quien Poussin dijo, tras recoger un puñado de arena mezclado con pórfido y mármol: «Lléveselo para su colección y afirme: he aquí la antigua Roma».

El aficionado, una suerte de Don Juan, confunde la búsqueda de sí mismo con las conquistas de cada día. Cada objeto posee para él distintos rostros: «divino» si ha sido hallado en alguna ancestral morada, conmovedor y misterioso si lo ha comprado en la Casa de Ventas, una especie de casa pública a la que el aficionado acude para saciar sus deseos. Siempre mantiene alerta su buen gusto, y cada vez desarrolla más su capacidad de elección. Aunque el bibliófilo entusiasta se expone a sucumbir bajo la avalancha de sus in-quarto, el aficionado ideal, siempre a la búsqueda del objeto perfecto, irá afinando su criterio de selección, de tal manera que podría terminar sus días observando ensimismado una tela blanca con un solo círculo trazado por un pincel o una bola de cristal de roca.

El aficionado sería entonces capaz de ver realmente «su objeto» y aprendería a conocer todas y cada una de sus facetas, distinguiéndose así de los hombres que acumulan objetos sin tiempo siquiera para contemplarlos.

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Tenemos también, junto a los coleccionistas y a los aficionados, a los diletantes, que constituyen una especie heterogénea y muy divertida de buscadores de objetos insólitos, más que bellos. Sus elecciones resultan más delicadas en cuanto que parecen seleccionar con una cierta perversidad.

Ciertos escogidos, dotados de admirables cualidades, parecen haber sido engendrados por un aficionado y una adivina, ya que su instinto no sólo se detiene ante lo que es raro, sino también ante lo que en el futuro lo será.

Son un tipo de persona –altamente respetable, por cierto– que parece tocada por el diletantismo. De ellos dice La Bruyére: «no buscan lo excelente o hermoso, sino lo que es raro, singular; lo que uno tiene y a los demás les falta. No sienten apego por lo perfecto, sino por lo que es muy buscado o está de moda». Aunque el verdadero diletante a menudo siente pasión por lo que no está de moda, siendo ésta precisamente la razón por la que el objeto se vuelve curioso a sus ojos. El hombre que en 1920 colecciona objetos escitas y en 1950 compra esculturas de Pevsner es un individuo singular. Si un invitado traspasa el umbral de su casa y se encuentra a unos raros e inquietantes personajes esculpidos en lava, exclamará: «¡Qué curioso es eso!», calificando de esta manera no sólo al objeto, sino también a su poseedor.

Los coleccionistas, los aficionados y los diletantes, sienten debilidad por la armonía y, dentro del ámbito de su especialidad, frecuentemente tratan de establecer una clasificación, en función, por ejemplo, del color. Así, el coleccionista de porcelana blanca acaba por ejercitar de tal manera su mirada que es capaz de advertir decenas de matices de blanco y de azul.

En ocasiones esa debilidad se trasluce en su pasión por los objetos pares, mientras que otros prefieren las disonancias y reúnen objetos de tamaños y colores distintos. La armonía de un gabinete de curiosidades –por la sutileza de la elección de los objetos que lo integran– se corresponde con el refinamiento artificial de un ramillete inglés.

Según se la mire desde la perspectiva del coleccionista o del aficionado, hasta la noción de creación artística resulta diferente. El primero es un conservador de la obra del artista, mientras que el segundo monopoliza su arte. Aunque el artista continúa siendo el creador, el aficionado lo anima con el fin de recolectar el fruto de su genio; representa, de alguna manera, el eco de su pensamiento. Pero tal vez los dos son creadores que, al no contar con la oportunidad de expresarse plásticamente, exteriorizan su necesidad de expresión por medio de las obras escogidas. Algunos de ellos acaban por identificarse de tal manera con su pintor preferido o con la obra adquirida que a menudo dicen: «¿Qué le parece mi pequeño Renoir?», o bien: «He vendido mi Cellini». Hasta tal punto están ligados, que a menudo el objeto lleva durante mucho tiempo el nombre de un coleccionista célebre asociado al de su creador. Se dice: un Boucher WalferdinHyppolyte Walferdin, coleccionista del siglo XIX, cuya colección incluía sobre todo cuadros de la escuela francesa del siglo XVIII., un Fragonard Veil-PicardArthur Veil-Picard (1854-1944) fue un notable coleccionista francés nacido en Besançon, aficionado sobre todo a las pinturas y dibujos del siglo XVIII. A su muerte, su colección de obra de Fragonard era la más importante del mundo. o un Renoir GangnatMaurice Gangnat (1856-1924) era un industrial aficionado a la pintura, y en especial a la de Renoir. Había conocido al pintor en la casa de Cannes de Paul Gallimard, y les unió una gran amistad. Fue el primero en enmarcar los cuadros de Renoir en los marcos preciosistas del siglo XVIII; Renoir, encantado con la idea, pintó algunos cuadros de las dimensiones de algún marco que le gustaba especialmente..

Siempre se ha hablado tanto del coleccionismo como del coleccionista, pero no siempre bien: el mundo clásico fue en ocasiones cruel con ellos: «Un asno ante una lira es la imagen del coleccionista», dice un epigrama griegoEn adelante prescindiremos de las distinciones entre aficionado, coleccionista y diletante. Utilizaremos, para simplificar, de manera indistinta un término u otro.. Cicerón, olvidando su propia afición por el coleccionismo, los compara con el más bajo de sus sirvientes y afirma: «Dejemos la conservación de los superficiales objetos artísticos a los pueblos vasallos, que hallen así consuelo y solaz en su soledad». Plinio condena a los aficionados de su tiempo, mientras que Séneca se lamenta de que unos simples objetos sean capaces de despertar tamaña pasión: «Peso material al que no sabría ligarse un alma pura que recuerde su origen». «¿Para qué todos esos libros? –pregunta Luciano a un bibliófilo–. Puedes desplegarlos y tumbarte encima, pegarlos a tu piel, vestirte con ellos, que no serás más sabio; aunque el mono se vista de oro, mono queda». Otro autor clásico dice: «Los coleccionistas se alimentan de los muertos», y San Francisco de Asís prohíbe a los hermanos de su orden ser «recolectores de libros».

Durante el Renacimiento, los hugonotes se manifiestan contra el gusto artístico, contra la religión ilustrada y contra los cardenales idólatras coleccionistas de antigüedades a los que acusan de emplear sus objetos para relacionarse con las potencias demoníacas. Los detractores de MazarinoEl Cardenal de Mazarino (1602-1661) fue un diplomático italiano al servicio de Francia desde 1640. Richelieu le nombró su heredero, y a su muerte, en 1642, fue nombrado Primer Ministro de la regente Ana de Austria. Desplegó una hondísima afición por las colecciones que le había donado Richelieu, hasta el punto de confundir «sus rentas propias con las del Estado» para satisfacer sus anhelos. Tenía emisarios y consejeros en todos los países de Europa. Cuando su muerte estaba ya cercana, cuentan que se paseaba penosamente ante su colección, y según Loménie de Brienne, se le oía lamentarse: «Tendré que abandonar estos objetos que tanto he amado y que tan caros he comprado». Quiso donar sus colecciones al Rey, quien rechazó la ofrenda, aunque luego las compró por un precio bajísimo cuando se subastaron tras su muerte. Las piezas por él reunidas formaron el núcleo de la actual colección del Louvre. aprovechan su pasión por el coleccionismo para expresarse con esta explícita dureza:

Esta soberbia biblioteca
no te ha vuelto más sabio
de lo que eras antes,
Cardenal, excremento de RomaCette superbe libraire / ne t’a pas rendu plus savant / que tu l’étais auparavant, / Cardinal, excrement de Rome..

También La Bruyére se expresa en términos duros con respecto al coleccionismo: «No se trata de una distracción sino de una pasión y casi siempre tan violenta que sólo se distingue del amor o la ambición por la insignificancia de su objetivo».

En el siglo XIX, Bonnaffé, buen conocedor de los coleccionistas, asegura que practican la antropofagia, pero únicamente entre ellos, y que se les ha visto engullir a sus iguales en la intimidad. Además de los cuadros de Miguel Ángel y las porcelanas Médicis, añade, lo más raro que se puede hallar en el hogar de un aficionado es la generosidad, y concluye que la pasión por las curiosidades responde al deseo de tener para sí, el de poseer por los demás y el de impedir a los demás que posean. Hubiera podido añadir también el deseo de «poseer» a los demás.

Nouveau voyage autour de ma chambre, París, Gallimard, 2000

Crise mine, París, Odile Jacob,1998

Une mémoire vagabonde, París, Gallimard,1997

Les forêts d’argent, París, Gallimard,1995

Apollon à Wall Street, París, Éditions du Seuil,1992

Dictionnaire des mots sauvages, París, Éditions Larousse,1991

Les fortunes d’Apollon, París, Éditions du Seuil, 1990

Les greniers de Sienne, París, Gallimard,1990

Attila, laisse ta petite sœur tranquille, París, Flammarion,1985

Le Saint Ofice, París, Gallimard, 1983

Les collectionneurs, París, Ramsay, 1981

La curiosa vida de los objetos, Barcelona, Caralt, 1965