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Uno y el universo

Ernesto Sábato
Ilustración Fernando Vicente*

En su visita al CBA el año 1997, el escritor argentino Ernesto Sábato nos dejó estas reflexiones acerca de la escritura, la política y el estado actual del mundo, que ahora recuperamos. El autor de Sobre héroes y tumbas puso el acento sobre la dicotomía entre el arte y la actividad deshumanizadora de la ciencia, afirmando que lo único que puede salvar «este siglo atroz que va a terminar atrozmente es volver al pensamiento poético y al arte».

El arte de escribir poco

Siempre fui severo conmigo mismo. He tratado de evitar eso que podríamos llamar, en sentido un poco irónico, la literatura por la literatura, los juegos de palabras. De cualquier manera, hace tiempo que dejé de escribir. Fue en 1979, cuando quedé mal de la vista. Para entonces ya había publicado tres novelas, otras quedaron nonatas o fueron quemadas; desde chico fui medio incendiario, pirómano, me producía cierta satisfacción quemar todo. Cuando llegaron los problemas con la vista, como todas las cosas malas traen siempre su lado bueno, decidí que me iba a dedicar a la pintura, que fue siempre mi otra gran pasión. La pintura me ha ayudado a vivir más; la estoy viviendo con mucha alegría, hasta el punto de que acabo de cumplir ochenta y seis años y me siento muy fuerte y contento pintando. La pintura –aunque sea expresionista y tenga mucho que ver también con el inconsciente, como la mía– es más sana que la literatura; puedo asegurarlo porque he hecho las dos cosas. Recomiendo pintar a la gente que está muy cansada, a los hombres de negocios, por ejemplo: que dejen los negocios y se ocupen de vivir más años. Hay una alegría en el color y, para el inconsciente, es tan útil como el sueño. He hecho algunos retratos de grandes escritores, tres o cuatro: Dostoievsky, Kafka… El de Dostoievsky me satisface bastante porque se aprecia un poco la criminalidad que había en él.

De cualquier manera, volviendo a mi escritura, quedaron tres novelas y varios libros de ensayo que giran en torno a un solo problema: la deshumanización de la humanidad. Esta humanidad técnica y tecnócrata, el mundo con sus industrias y poluciones, trastornando los ríos y océanos y las especies animales. La gente dice «vaya a tal parte, que se puede comer buen pejerrey», pero lo cierto es que no hay buen pejerrey en ninguna parte del mundo, están contaminando los mares con ácido sulfúrico, ácido nítrico, mercurio, plomo… Más bien habría que comer poco y tomar poco porque está todo arruinado, y desgraciadamente creo que es ya algo irreversible. Puede pensarse que peco de pesimismo, pero yo no lo creo. Lo cierto es que este mundo que ha deificado la técnica es terrible; quizá estemos a tiempo de parar el proceso, pero lo veo muy difícil.

He escrito desde chico y he escrito de grande para no morirme; creo que el arte es una gran ayuda para soportar muchas cosas crueles de la existencia, de uno mismo y de la humanidad en general. Mis libros son difíciles, duros, pero al mismo tiempo se encuentran sumergidos en una cierta atmósfera de optimismo. No es que deliberadamente me proponga ser optimista, creo más bien que el mundo actual es propenso al pesimismo e incluso al nihilismo, y son dos peculiaridades que no me gustan. Hay que luchar siempre contra viento y marea, y no dejarse arrastrar por el pesimismo.

Escribo lo indispensable, no creo en la cantidad. Creo que si un escritor no puede decir en uno, dos o tres libros todo lo que se refiere al bien y al mal, a la esperanza y a la desesperación, al destino de la humanidad, a los grandes problemas éticos y espirituales, no va a ganar nada escribiendo más y más libros como si fuesen papel moneda, depreciando el valor en oro de ese libro que podría ser único. Tenemos el ejemplo de los grandes escritores: lo que escribe Cervantes es El Quijote; lo demás son pequeñas obras que se hacen lateralmente. Dante escribió La Divina Comedia y punto. En latín escribe un tratado que se refiere a problemas teológicos, pero el libro que va a quedar, el que se va a leer siempre es La Divina Comedia, escrita en buen romance, la lengua del pueblo. Me fascinan los escritores que han conseguido decir en un solo libro cosas importantes y decisivas. San Juan de la Cruz lo ha dicho todo en muy pocas páginas. En el caso de un poeta, se pueden decir en veinte páginas cosas memorables. La novela es diferente, pero tampoco hay que excederse y escribir mil páginas. En definitiva, no creo en la cantidad: me parece que hay pocas cosas que decir y que hay que decirlas con las palabras más escuetas y menos pretenciosas, al alcance de cualquier ser humano.

Antes del fin

Me levanto generalmente a las cinco de la mañana, a veces a las cuatro, veo amanecer, los árboles –vivo rodeado de árboles en una vieja quinta, y está lindo el amanecer–, los pájaros, todo ese tipo de cosas… Estoy tratando de terminar Antes del fin, que es algo así como una memoria, pero no en el sentido de «día tal: me levanté, hice tal cosa…». Hay escritores a los que les gusta hacerlo así, pero yo no pertenezco a esa raza, me aburren mucho esos registros. El título se presta a varias interpretaciones. ¿Antes del fin de qué? De esta civilización, de la deshumanización del hombre. ¿Luchar para qué? No sabemos si es posible detener este proceso de avance hacia lo mecanizado, hacia lo deshumanizado. Desde luego, no creo que yo vaya a transformar el mundo, pero los libros se leen e influyen. Me da mucha alegría cuando voy por la calle y un hombre, una mujer o un muchacho me hablan sobre mis libros. Y las cartas que me escriben me han hecho meditar acerca de esta fantasía delirante y malévola que es el progreso, esos edificios cada vez más altos, cada vez más deshumanizados, que consiguen que la gente no se conozca entre sí. En palabras de Schopenhauer –que a su vez se basó en un razonamiento del gran filósofo italiano del siglo XVIII, Giambattista Vico– «hay épocas de la historia en que la reacción es progresista y el progreso es reaccionario». Es una gran frase, una gran verdad. Yo creo que en estos momentos es positivo ser reaccionario en el buen sentido de la palabra, no en el sentido de atrasado, o de enemigo de todo. Me estoy refiriendo a la necesidad de parar el progreso.

Antes del fin es y no es un texto autobiográfico: hay memorias, recuerdos, pero también sueños y momentos de gran soledad. Es un libro bastante raro. Hay, por ejemplo, cosas que escribo al levantarme –antes del amanecer–, muy nocturnas, inescrutables incluso para mí mismo, mientras que cuando sale el sol uno se empieza a poner un poco menos recóndito; la luz siempre sirve para algo. Pero también la oscuridad sirve, y de ahí la importancia de los sueños. Los sueños no mienten nunca; todos somos mentirosos de alguna manera durante el día, no solamente los escritores y los negociantes. En cambio, cuando se sueña se suelen decir grandes verdades.

Tiranías de la razón

No creo adecuado aplicarme la palabra «intelectual». El intelectual no trabaja nada más que con el intelecto; un matemático, por ejemplo, sólo trabaja con la razón pura; el teorema de Pitágoras no lo inventó Pitágoras en un rapto poético, es algo cerebral. Y lo cerebral es bueno pero también es malo, porque, en mi opinión, lo más importante del ser humano está del cerebro para abajo. La corteza cerebral es útil para demostrar teoremas, yo mismo lo he hecho alguna vez: en cierta época de mi vida, cuando era físico matemático, trabajé sobre radiactividad. Después me di cuenta de que esas investigaciones estaban conduciendo a un desastre innombrable y me incliné hacia el otro lado, el del arte, que desde chico me gustó. La pintura y la literatura son humanas, y no se hacen con la corteza cerebral, sino con lo que hay de la corteza cerebral para abajo. Creo que fue Pascal quien apuntaba hacia les raisons du coeur, las razones del corazón. Desde hace tiempo, desgraciadamente, está de moda poner por encima de todo la ciencia y la técnica, que en su estado más puro tienen cierta hermosura, pero que son terribles y han conducido a este mundo a la destrucción; porque vivimos en un mundo en destrucción que, si se ha de salvar, será mediante una vuelta a los grandes principios de la condición humana, desterrados en las inmensas ciudades. Si se incendia un apartamento en Buenos Aires, y uno necesita que alguien le ayude a apagarlo, ¿quién sabe quién vive en el primer piso, en el segundo? En los pueblos no sucede lo mismo: uno es el Tito, el otro es el Negro…, hay todavía humanidad. Yo me fui de Buenos Aires hace cincuenta y tres años a vivir a un pueblo cercano, donde siempre hay gente dispuesta a ayudar. No es que no piense que la condición humana es siempre más o menos la misma, pero se hace peor en la ciudad.

Las razones de la cabeza no me parecen fundamentales: creo que la humanidad aguanta por las razones del corazón. Lo intelectual está bien para, pongamos, crear la teoría de la relatividad, pero nadie espera que con la teoría de la relatividad se vaya a mejorar la especie humana. Al contrario, pueden suceder cosas terribles… Yo estudié física y matemáticas, sí, y luego lo abandoné todo. Me di cuenta de que el mundo había ido empeorando por culpa de la ciencia. «Ciencia» es hoy una palabra desdichada que yo evito; si no fuese por ella, no tendríamos este mundo mecanizado. Los aparatos que llegan a cualquier rincón del mundo, todas esas personas que escuchan la radio o la televisión, nos dejan ver que la técnica tiene sus ventajas, pero no por ello podemos idealizar la ciencia y la razón pura, que no son humanas.

Un hombre puede tener un pequeño almacén en el que vender cositas, y tener amigos, y vivir más o menos modestamente; ser amable si es posible, tratar de ayudar… Ésas son las cosas que deberían enseñarse, pero la gente cree que lo que hay que enseñar son logaritmos. Conozco a muchas personas que saben lo que es un logaritmo y son una porquería; he hecho el doctorado en matemáticas, de manera que puedo permitirme el lujo de decir esto. Se ha deificado a la ciencia. Yo no creo que Einstein fuera una mala persona, con su melena y todos esos atributos ante los cuales la gente cae de rodillas. Pero ya no se inclinan, en cambio, ante un sabio en el sentido antiguo de la palabra, un sabio analfabeto, puesto que en las viejas culturas casi todos lo eran.

En los pueblos aún se puede encontrar un hombre de edad, analfabeto, que tiene sabiduría en el sentido grande de la palabra, sabiduría sobre la vida, la muerte, la felicidad, el infortunio… Eso es sabiduría, sagesse, que no es el conocimiento de poder manejar una tabla de logaritmos. ¿Cómo nadie en su sano juicio puede pensar que sea bueno saber manejar una tabla de logaritmos?
No digo con esto que la ciencia abstracta sea deplorable. Tiene su belleza intelectual, cierto; hay teoremas y teorías –de matemática pura, de física pura– de una gran belleza. La relatividad, por ejemplo, es una belleza intelectual, pero con eso no se vive ni se muere. Prefiero las cosas humanas a los aparatos.

No entiendo tampoco que se progrese gran cosa haciendo un viaje a Marte, un planeta que hemos visto fotografiado y que es horrendo. Comprendo que, por ejemplo, en verano, si se tiene algo de dinero, se vaya a la playa, pero, ¿a Marte? Hay que estar loco. Y, ciertamente, abundan mucho los locos en la ciencia. Imagínese que yo estoy por morirme, cosa que puede ocurrir en cualquier momento, y viene un buen amigo a susurrarme al oído, mientras estoy yo tratando de vivir todavía un poquito más, «Ernesto, ¿sabés que se acaba de descubrir un nuevo satélite en Saturno?». Sé la respuesta que le daría, aunque no la voy a decir por educación.

Informe Sábato

Los nueve meses que pasé dedicado al trabajo que realizó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) para investigar los crímenes y las torturas que se cometieron durante la dictadura militar fueron un período triste y duro. A mí, en calidad de presidente de la Comisión, me caían todos los rayos, amenazas de todo tipo, también contra mi familia. Fue un período muy grave, pero muy positivo en muchos sentidos, porque las cosas graves –incluso las que pueden parecernos atroces– son siempre también educativas. El largo proceso militar, en el que se torturó y asesinó a alrededor de 30.000 seres humanos –de los cuales tres cuartas partes eran muchachos idealistas en el mejor sentido de la palabra–, fue un crimen atroz que no se podía aceptar de ninguna manera, y la Comisión hizo mucho en ese sentido. Sufrimos, pero hubo un resultado positivo: condenaron a los culpables, algunos a prisión perpetua. Después el presidente Alfonsín –a quien aprecio mucho y es un gran demócrata, aunque quizá demasiado bueno para combatir estos males– dijo que era preferible volver a la paz y se hizo eso que se llamó la Amnistía General, que nos amargó muchísimo. Creo que fue una debilidad por su parte aceptar interrumpir lo que mucha gente estaba deseando que se hiciera, fue como echar sobre el asunto un manto de olvido, y hay cosas que ni se puede ni se debe olvidar. El caso es que así sucedió y se concedió la amnistía: gravísimo error. Nos ha traído, en cambio, una gran esperanza ver que los procesos que se vieron interrumpidos en Argentina se están llevando adelante en países como Italia o España.

Alfonsín es una gran persona, un hombre excelente que vive tan pobre y tan honestamente como cuando subió a la presidencia, y eso ya es mucho decir. Tuve varias conversaciones privadas con él mientras fui presidente de la comisión CONADEP, y le pedí que no aflojara. Pero había muchas fuerzas que deseaban poner fin a todo aquello, sobre todo los que eran culpables, y Alfonsín, tal vez por bondad, cedió. Puedo decir que no lo hizo por cobardía, porque cobarde no es, sino porque de verdad pensó que era preciso cubrir de olvido lo sucedido, por más que yo no pueda estar de acuerdo en modo alguno. Creo que el castigo forma parte de la justicia; no creo –supongo que porque no soy demasiado bueno– que se deba dejar en libertad a gente que ha torturado.

HOMENAJE A ERNESTO SÁBATO


(CON MOTIVO DE LOS 60 AÑOS DE LA PUBLICACIÓN DE EL TÚNEL)
28.05.08

PARTICIPANTES JUAN BARJA • JUAN CRUZ • ELVIRA GONZÁLEZ FRAGA • FÉLIX GRANDE • CÉSAR ANTONIO MOLINA • MERCEDES MONMANY
ORGANIZA FUNDACIÓN ERNESTO SÁBATO • CBA