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JEAN STAROBINSKI

Elocuencia y libertad1

Jean Starobinski
Traducción Ana Useros

Hay que remontarse a Tácito y a su Diálogo de oradores1, a Longino y su Tratado de lo sublime2, si se busca dilucidar la primera formulación de una idea que los escritores europeos de la época clásica y del siglo XVIII discuten con frecuencia: no puede haber elocuencia sino en las ciudades libres; la elocuencia degenera y desaparece en los estados sometidos.

1 Ponencia presentada en Journée Nationale des Historiens Suisses, Berna, 17 de octubre de 1975, y publicada con el título «Eloquence et Liberté» en Revue suisse d’Histoire, 1976, vol. 4, pp. 549-566.
2 Capítulos XXXVI-XLI. Sobre el «tacitismo» consúltese J. von Stackelberg, Tacitus in der Romania, Tubinga, 1960.
3 Capítulo XLIV.

La cuestión se plantea inicialmente en el contexto de la historia antigua: se trata del destino de Atenas tras la conquista macedonia, de la suerte de Roma tras la desaparición de la república. Pero, para los escritores de la Europa «clásica», esos destinos tienen valor de ejemplo: son portadores de una lección viva. Pueden por tanto invocarse a título premonitorio, o leerse como los modelos de un ciclo evolutivo que todas las naciones están destinadas a recorrer. En este caso, la cuestión de la elocuencia interesa bastante a los escritores: afecta, según las circunstancias políticas, a la posibilidad o imposibilidad de una intervención pública por su parte. El hombre que posee la maestría del lenguaje, ¿está en condiciones de jugar un papel activo en la comunidad, de ejercer una influencia, de acceder al poder? El problema, como veremos, es de largo alcance. No se limita a la apreciación de las variaciones del gusto, o a la historia de las vicisitudes de los géneros literarios: relaciona directamente la teoría literaria con la comprensión de los cambios que afectan a las estructuras del poder político. La cuestión de la relación entre elocuencia y libertad plantea por primera vez, es decir, en su versión fundamental, el problema de la función correspondiente al arte de la palabra. En nuestra civilización este asunto experimentará una evolución cada vez más compleja y absorbente. El debate sobre el compromiso del escritor que se desarrolló en la inmediata posguerra y en cuyo centro se hallaba Sartre, no es sino uno de los episodios recientes de un debate prolongado y que proponemos tratar aquí desde, por así decirlo, su nacimientoConviene señalar, además, el debate reciente que se ocupa de la retórica como medio de suscitar un «consenso». Véanse las contribuciones de H. G. Gadamer y J. Habermas en el volumen colectivo Hermeneutik und Ideologiekritik (Surhkamp, 1971); el estudio de H. U. Gumbrecht, «Cos’é (sollecitazioni del consenso con mezzi retorici)?», en Attualità della Retorica, Padua, Liviana, 1975 y T. Todorov, «Une fête manquée: la rhétorique», Cahiers roumaines d’études littéraires, 3/1975, pp. 82-98..

La cuestión (insistimos en este punto) concierne a las condiciones de posibilidad de una acción realizada a través del lenguaje. Actuar quiere decir aquí dominar las mentes, suscitar pasiones, inspirar decisiones. Desplegada completamente, la elocuencia es un poder que, mediante el juego de pruebas y emociones, subyuga los espíritus: «La elocuencia tiene el efecto de hacer entrar en el espíritu de los demás el movimiento que nos anima»«Réflexions sur l’élocution oratoire et sur le style en général», en Mélanges de littérature, d’histoire et de philosophie, Amsterdam, 1763, t. II, p. 325., asegura D’Alembert, que no hace sino repetir las tesis de una larga tradición que se remonta a Cicerón y Quintiliano. Esa tradición no estaba muerta para las «gentes de letras» del siglo XVIII y una persistencia tal no se explica únicamente por el peso de las instituciones escolares y académicas. De hecho, se relaciona con el deseo que tienen las «gentes de letras», los «intelectuales» de esa época de ejercer influencia sobre la vida colectiva a pesar de todas las resistencias. Aunque el libro, el folleto, la hoja impresa sea su «medio» necesario, persiste el sueño de una acción directa por la palabra viva: dan fe de ello todas esas prosopopeyas en las obras literarias (la de Fabricius, en el primer Discurso de Rousseau, es una de las más famosas), todos esos impulsos oratorios que Diderot propone como ejemplos de un nuevo teatro. La elocuencia, según el abad Fleury, es «aquello que hace que un hombre se adueñe de las mentes mediante la palabra»Traité du choix et de la méthode des études, nueva edición, París, 1753, p. 235. Fleury retoma los términos empleados por La Bruyère: «Es un don del alma que nos hace dueños del corazón y de la mente de los demás; que hace que los inspiremos o que los convenzamos de cualquier cosa que nos plazca» (Les Caractères, «Des ouvrages de l’esprit», 55). La fuente antigua es Cicerón, De oratore, libro primero, VIII, 30-32. Cicerón introduce ahí discretamente el tema de la libertad pública.. Y D’Alembert precisa: «La elocuencia en los libros es más o menos como la música sobre el papel, muda, nula y sin vida; pierde al menos su mayor fuerza y necesita la acción para desplegarse»Op. cit., p. 322.. La cuestión de la elocuencia, como vemos, interesa al escritor del siglo XVIII por un aspecto que poco sospechamos hoy: su deseo de acción espectacular a rostro descubierto, su fastidio por no poder ser oído y seguido por la mayoría.

En el Diálogo de oradores de Tácito, Maternus constata el declive de la elocuencia y ofrece una explicación histórica: la autoridad omnipotente del príncipe asegura ahora la paz pública; la llama de los conflictos civiles se ha extinguido; la gran elocuencia política no encuentra alimento. No hay que lamentar, asegura Maternus, esa «licencia que los imbéciles llaman libertad». Por su parte prefiere dedicarse a la poesía: escribe una tragedia sobre Catón...Para la interpretación del Diálogo de Tácito, véase Ronald Syme, Tacitus, 2 vol., Oxford, 1958, vol. i, p. 100-111; Kurt von Fritz, «Aufbau und Absicht des Dialogus de Oratoribus», en Tacitus, V. Pöschl (ed.), Damstadt, 1969. El Tratado de lo sublime aportaba consideraciones en apariencia menos resignadas:

De ahí viene que en nuestro siglo se hallen bastante oradores que sepan manejar un razonamiento, y que incluso tengan el estilo oratorio [...] pero se encuentran muy pocos que puedan elevarse hasta lo sublime. [...] ¿No es cuestión [...] de lo que se suele decir, que es el gobierno popular el que alimenta y forma a los grandes genios, pues hasta ahora casi todos los oradores hábiles han florecido y han muerto con él? En efecto [...] no hay nada que eleve más el espíritu de los grandes hombres que la libertad, ni que excite y despierte más poderosamente en nosotros ese sentimiento natural que nos eleva a la emulación, y ese noble ardor de verse alzado por encima de los demás. Añadid que los premios que se proponen en las repúblicas aguijonean, por así decirlo, y acaban de pulir la mente de los oradores, al hacer que cultiven con esmero los talentos que han recibido de la naturaleza. Hasta el punto de que en sus discursos notamos el brillo de la libertad de su país.
Pero nosotros [...], que hemos aprendido a sufrir desde nuestra infancia el yugo de una dominación legítima, que hemos sido como envueltos por las costumbres y las formas de hacer de la monarquía cuando teníamos aún la imaginación tierna y capaz de toda suerte de impresiones; en una palabra, a quienes no hemos nunca gustado de esa fuente viva y fecunda de la elocuencia, es decir, de la libertad, nos suele ocurrir que nos convertimos en magníficos y grandes aduladores.

Longino y Tácito armonizan perfectamente cuando evocan el espíritu de emulación que animaba a los oradores en las ciudades libres (y agotadas) y la importancia estimulante de las dignidades y las recompensas.

Estas nociones merecen nuestra atención, pues añaden a la idea de la libertad democrática la del interés personal, el logro político y material que corona la superioridad intelectual y moral que el poder de la palabra pone de manifiesto. Para algunos autores del siglo XVIII ésta será la materia del debate: ¿Se puede conciliar el anhelo de recompensa con el patriotismo republicanoLa cuestión preocupa a Diderot. Madame de Staël, en De la Littérature (1800) dedica mucha atención a la emulación, como estímulo del escritor para la carrera política.?

Las ideas que acabamos de evocar volvieron a ponerse en circulación a partir del siglo XVI. Sería sencillo mostrar que para muchos escritores esas ideas quedaron sin aplicación directa en lo que respecta al juicio sobre el mundo contemporáneo, en todo caso, sin consecuencias críticas. Tomando a Tácito al pie de la letra se le podría hacer decir que una administración monárquica sensata hace inútil la elocuencia, que la elocuencia declina cuando se expande la paz y el bienestar. Pero esto no impediría afirmar, casi simultánea y contradictoriamente, la estrecha relación entre elocuencia y libertad republicana.

Guillaume du Vair, en 1595, evoca Atenas y Roma: «Esas ciudades contaban con oradores admirables, principalmente en los tiempos en los que reinaba el estado popular. La libertad alimentaba las mentes con grandeza y valor y les proporcionaba el medio de expandirse»De l’éloquence française, R. Radouant (ed.), París, s. f., pp. 150 y ss. Para una perspectiva general, véase Hanna H. Gray, «Renaissance Humanism: the Pursuit of Eloquence», Journal of the History of Ideas, XXIV, 1963, IV, pp. 497-514.. Pero el gobierno monárquico ha ejercido una influencia pacificadora y no ha dado ocasión para el desarrollo de la elocuencia:

Nuestro estado francés desde su nacimiento ha sido gobernado por los reyes, el poder soberano por el que se han cargado con la autoridad del gobierno nos ha en verdad librado de las desgracias, calamidades y confusiones que tienen ordinariamente los estados populares, pero también nos ha privado del ejercicio que podían tener las mentes valientes y de los medios para el manejo de los asuntos.

Otra explicación de la ausencia de una elocuencia francesa debe buscarse, según Du Vair, en el desdén de la nobleza por las letras. Esa negligencia es enseguida disculpada: no es sino el revés de una eminente virtud, alabada por los antiguos y, sobre todo, por Plutarco, la actitud que consiste en dar preferencia al hacer sobre el decir: «Estaban convencidos de que valía más el buen hacer que el buen decir y, satisfechos con el rango que les otorgaba su nacimiento o su valía, no buscaban en absoluto otro honor que el de las armas en la guerra o el del gobierno en la paz».

Pero bastaría con que la nobleza, convencida del valor de la elocuencia, cultivara «las Musas» para que la elocuencia dejara de ser manejada oscuramente «ya sea en los bancos de los Parlamentos, ya en las cátedras públicas» por «personas abyectas», por las «mentes más bajas y serviles». Así, con un optimismo que lleva aún la marca del espíritu del Renacimiento, Du Vair propone la imagen de una expansión futura, al precio de la conversión a las letras de una nobleza aún enteramente guerrera.

La actitud de Du Vair es evidentemente ambigua. Por una parte, encuentra buenas razones políticas para explicar la ausencia, incluso la inutilidad de una elocuencia francesa; por otra parte, desea, en el orden literario, que su nación produzca obras de oratoria que no sean inferiores a los modelos antiguos.

Al final del siglo XVII, los defensores de los «modernos» consideraban que Francia poseía ya su gran literatura oratoria; pero no era una oratoria política sino religiosa: con Bourdaloue y Bossuet, la elocuencia del púlpito supera, declaran, la elocuencia jurídica y política de los antiguos. De creer a Perrault, portavoz de los «modernos», la función liberadora de la elocuencia, lejos de haber sido olvidada, habría sido desplazada al plano espiritual, ocupándose de los intereses más importantes, la salvación eterna:

En lugar de las sediciones que había que avivar o aplacar en los tiempos de las repúblicas antiguas, nuestros predicadores tienen ocasión de emplear las mismas figuras retóricas bien para animar a los pecadores a sacudirse el yugo de sus pasiones tiránicas o para calmar la perturbación que esas mismas pasiones suscitan continuamente en el fondo de sus almas. Nunca las materias de la elocuencia han sido tan felices pues se trata nada menos que de la salvación y la vida eternaParallèle des Anciens et des Modernes, H. R. Jauss y M. Imdahl (eds.), Munich, 1964. p. 243. Esta argumentación la retoma Z. Pearce en The Spectator (folio 633, 15 de diciembre de 1714).

Algunos llegan incluso a negar que la facultad universal de la elocuencia pueda declinar nunca. Casi al principio de sus Réflexions sur l’usage de l’éloquence (1672) René Rapin escribe, mencionando a Longino y el Diálogo de los oradores (entonces atribuido a Quintiliano):

Aristóteles, Cicerón, Quintiliano y Longino, que nos han dejado los tratados de retórica más completos de la Antigüedad, señalan que esta elocuencia, tal como se conoció en otros tiempos en Atenas y en Roma, antes de que esas dos repúblicas hubieran perdido su libertad, no puede reinar sino en un pueblo libre [...]. Ésta es la opinión de estos grandes hombres, que eran en verdad bien capaces de juzgar pero que, sin embargo, se dejaron llevar por sus prejuicios en favor del gobierno en el que habían sido criados; no comparto enteramente su sentimiento. Pues la elocuencia puede reinar en todas partes, cuando es verdadera y cuando tiene algo que decirŒuvres du P. Rapin, 2 vol. La Haya, 1725, vol. II, pp. 2-3..

Turgot, en un texto de juventud (1748), parece hacerse eco de esta tesis:

Debemos señalar algo sobre la elocuencia y es que, cuando nos referimos a su progreso y su decadencia, no hablamos más que de la elocuencia erudita, de los discursos de aparato, pues, en todos los pueblos y en todos los tiempos, las pasiones y los negocios han producido hombres verdaderamente elocuentes. Las historias están repletas de una elocuencia fuerte y persuasiva en el seno de la barbarieŒuvres de Turgot, G. Schelle (ed.), París, 1913, t. i. p. 129..

Si la elocuencia no tiene historia, entonces no habría que considerar sus obras maestras como un indicio de un momento favorable de la civilización y expansión nacional. En el artículo «Elocuencia» de la Enciclopedia (uno de los escasos textos que envió a requerimiento de Diderot y D’Alembert), Voltaire menciona como una opinión establecida la relación entre elocuencia y libertad: «La elocuencia sublime no pertenece, dicen, más que a la libertad, y consiste en decir verdades audaces, en plantear razones y descripciones fuertes. A menudo un amo no ama la verdad, teme las razones y le gusta más un cumplido que los análisis intensos». Una vez planteado esto, así como el tema de Tácito de las «recompensas» hoy ausentes, Voltaire retoma la argumentación de los modernos: la gran elocuencia se ha desplazado a la predicación: «La gran elocuencia en Francia ya no puede conocerse en los tribunales, porque no conduce al honor, como en Atenas, en Roma o en el Londres de hoy en día, y no tiene por objeto los grandes intereses públicos. Se ha refugiado en las oraciones fúnebres, donde participa un poco de la poesía».

Voltaire elogia a Massillon, cuyo sermón sobre «El escaso número de los elegidos», contiene «una de las más hermosas muestras de elocuencia que se puedan leer en las naciones antiguas o modernas»; hay pues una compensación literaria («poética») a la ausencia de una elocuencia jurídica o parlamentaria. Además, la elocuencia puede no estar ausente de las obras de historia: Voltaire elogia a Mézeray. Y termina su artículo con una profesión de fe en su propio siglo: «En un siglo iluminado, el genio ayudado con ejemplos sabe más de lo que dicen todos los maestros».

Marmontel, en un artículo que los redactores de la Enciclopedia añadieron al de Voltaire, da franca preferencia a otra elocuencia, la de la poesía. Completa la serie de argumentos que invitan a consolarse por la ausencia de un arte de la oratoria política: la misma facultad persuasiva se aplica a otros objetos, y los lectores no pierden nada. A estos razonamientos se añaden todos aquellos que, tomando literalmente las palabras finales de Maternus, van aún más lejos y aseguran que las sociedades pacíficas y reguladas pueden prescindir de la elocuencia (cuando no de todas las grandes obras de arte), ya que ésta tiene como fuente necesaria los conflictos inexpiables de la guerra civilDiderot «Pensées détachées ou Fragments politiques échappés du portefeuille d’un philosophe», en Œuvres complètes, París, 1970, t. x, pp. 80-81.. Ideas de este orden son expuestas con claridad por HumeEspecialmente en los ensayos «Of Eloquence» y «The Rise and Progress of the Arts and Sciences», en Essays, Moral, Political and Literacy (1742). y Edward GibbonEn Essai sur l’étude de la littérature, Londres, 1762, XII: «Las antiguas Repúblicas de Grecia ignoraban los primeros principios de un buen gobierno. Sus facciones eran imperecederas y estaban furiosas; sus revueltas frecuentes y terribles; sus días más hermosos, repletos de desconfianza, de envidia y confusión; sus ciudadanos eran desgraciados; pero sus escritores, con la imaginación encendida por esos objetos horribles, los describían como los veían. La tranquila administración de las leyes –esos saludables fallos que, salidos del gabinete de uno solo o de un consejo con escasos miembros, ven extenderse la felicidad por todo un pueblo– no estimula en el poeta más que la admiración, la más fría de todas las pasiones». y reaparecen en algunas páginas de Diderot quien, no obstante, es poco proclive a aceptar sin lamentos la desaparición de las energías pasionales y los arrebatos de elocuencia.

En los ejemplos que acabamos de citar, se desarticulan las interpretaciones políticas ambiguas de Tácito y Longino del declive de la elocuencia, ya sea porque se atenúan o porque se limitan al universo antiguo. En este tipo de comentario, se renuncia sin añoranza al desorden, a las licencias, a los peligros mortales que favorecen lo sublime en un Cicerón o un Demóstenes.

Pero la tesis de que el declive de la elocuencia constituye un indicio del comienzo de una época de servidumbre también podía ser explotada como arma crítica a favor del ideal democrático. Era posible retomar la interpretación que Tácito y Longino proporcionaban de su propia situación, para convertirla en una herramienta interpretativa destinada a revelar la verdad secreta de los tiempos presentes. Tras la asimilación y apropiación del argumento a través de una identificación del presente con el pasado, no sólo se podía denunciar una situación tiránica sino, además, predecir para las naciones modernas, privadas de libertad y elocuencia, un declive y una caída análogas a las de Roma. Una vez admitido el encadenamiento regular de las causas y los efectos en la historia, una vez constatada la ausencia actual de la elocuencia, un silogismo bastante sencillo podía hacer de esa ausencia la consecuencia de la tiranía, y el signo premonitorio de la ruina inevitable. Según el modelo romano, todas las naciones pasan por unos comienzos duros tras los cuales llega el momento de su apogeo, vinculado a la libertad, para a continuación caer en el despotismo y la decadencia. La pérdida de la elocuencia sería así un síntoma infalible que permitiría a los hombres situarse en su historia, leer qué posición ocupan en el cuadrante de su destino. El argumento, a menudo retomado sin atribuirlo a TácitoEl traductor del Diálogo, Morabin, declara en el prólogo de 1732 que en esta obra el debate sobre la superioridad de los antiguos o de los modernos es accesorio: «Además de ese designio aparente, el autor tenía otro particular [...] que era el hacer ver que, si los modernos habían degenerado, no era tanto culpa suya como de los tiempos o, mejor dicho, del Príncipe que gobernaba entonces» (pp. XIII-XIV). Es pues la intención crítica la que, al inicio de una época de crítica, se percibe como predominante. y Longino, poseía el atractivo adicional de ligar estrechamente los hechos literarios con las condiciones sociopolíticas. Estaba destinado a satisfacer a las mentes que trataban de adoptar, sobre las artes y las letras, sobre la evolución del gusto, sobre la «cultura» en general, una visión que hoy calificaríamos de «sociológica».

El ejemplo más completo de lo que hoy llamaríamos sin vacilar «asimilación», «apropiación», «identificación», lo proporciona Diderot en la Vie de Sénèque: no solamente interpreta la situación de la Francia del momento a través de paradigmas romanos, sino que desarrolla su apologética personal a través de la defensa de la conducta de Séneca. Después de su estancia junto a Catalina II tiene buenas razones para identificarse con el personaje que biografía, que intentó, en vano, reclutar a Nerón para la causa de la filosofía. En la época de Séneca, escribe Diderot, la elocuencia estaba «en declive»:

¿Y cómo ese gran arte, que exige un espíritu libre, una mente elevada, se sostendría en una nación que ha caído en la esclavitud? La tiranía imprime un carácter de bajeza a las producciones de todo tipo. La propia lengua no está a cubierto de su influencia. En efecto, ¿acaso es indiferente para un niño oír alrededor de su cuna el murmullo pusilánime de la servidumbre o los nobles y orgullosos acentos de la libertad? He aquí el progreso necesario de la degradación: al tono de la franqueza que compromete, le sucede el tono del ingenio que envuelve y éste cede su lugar al elogio que adula, a la duplicidad que miente con impudicia, a la grosería que insulta sin contemplaciones o a la oscuridad que vela la indignación. El arte de la oratoria no podría siquiera perdurar en los países libres si no se ocupara de los grandes asuntos y no condujera a las altas esferas del Estado. No busquéis la verdadera elocuencia sino en los republicanosEssai sur la vie de Sénèque le Philosophe, París, 1778, cap. x, p. 38..

En su Essai sur la Société des Gens de Lettres et des GrandsMélanges de littérature, d’histoire et de philosophie, 5 vol. París, 1763, vol. i, sobre todo pp. 384-410. (1752), D’Alembert había denunciado ya el peligro que corría la lengua francesa por la demasiado estrecha dependencia de los intelectuales frente a sus protectores ricos o nobles. Demasiados escritores son incapaces de defenderse contra «el efímero ramaje de nuestras sociedades»: la literatura está invadida por ese «lenguaje enrevesado, impropio y bárbaro». Así «nuestra lengua se desnaturaliza y se degrada». Si no sabemos volver a lo «verdadero» y lo «sencillo», Francia conocerá la suerte de la Roma decadente: «Aparentemente, son circunstancias paralelas las que corrompieron sin vuelta atrás la lengua del siglo de Augusto». No se trata pues únicamente de la elocuencia (a la que, por otra parte, D’Alembert llama «hija del genio y la libertad») sino del espíritu colectivo tal y como se deposita en esa institución que es el lenguaje. La corrupción de la lengua, para D’Alembert, es a la vez consecuencia y causa de la corrupción moralAhí todavía están activos los paradigmas antiguos: Séneca había tratado de la corrupción conjunta del lenguaje y de las costumbres en su Carta CXIV a Lucilio.. Por eso la preocupación «purista» por la «propiedad» en los términos, por la sencillez, por la claridad del lenguaje, adquiere aquí un aspecto ético y político: se trata de proteger a la nación contra un veneno mortal; se trata también se conservar las armas para la causa de la libertad. El consejo que da D’Alembert a las gentes de letras es el de «vivir unidos» y pronunciar los votos de «libertad, verdad, pobreza». A ese precio, quizá, enderezarán el curso de los acontecimientos y lograrán «legislar sobre el resto de la nación en materia de gusto y filosofía». Al liberarse a sí mismas, al liberar sus poderes lingüísticos, al escapar de la frivolidad, las gentes de letras (los «intelectuales») se conceden la oportunidad de convertirse en los maestros de la opinión colectiva y, de esta manera, en los maestros de la nación. Se afirma aquí un optimismo condicional: la amenaza de la decadencia, el ejemplo temible del declive de Roma no era quizá otra cosa que una argucia retórica, destinada a volver aún más imperioso el llamado: «Intelectuales, uníos».

Todos estos temas (declive de la elocuencia, declive de la lengua, progreso de la servidumbre) reaparecen en Rousseau, si bien más radicales, más patéticos y, sobre todo, llevados a un notable grado de organización sistemática. En un primer momento, en el Discours sur les Sciences et les Arts, la elocuencia es el indicio de la corrupción que viene a descomponer la sencillez primitivaSobre este punto, las ideas de Rousseau no dejan de ser análogas a las que proponía Fénelon en su Lettre à l’Académie.. El recurso al arte de hablar representa una derrota respecto a unos tiempos más antiguos, en los que prevalecían los actos fuertes, la expresión directa de las pasiones. El progreso del arte de la oratoria coincide con el gusto por las riquezas, el auge del aparentar, la creciente separación psicológica y social, la subordinación de los débiles a los fuertes; en resumen, el reino del artificio retórico va parejo al desarrollo de la desigualdad en las sociedades. Pero, en un segundo momento, Rousseau retoma el tópico de Tácito y de Longino y hace prevalecer la oposición (inspirada en la historia romana) entre la elocuencia republicana y la decadencia lingüística de la época imperial. Una y otra vez, Rousseau procede a un juicio dicotómico, una y otra vez el pensamiento se vuelve de manera nostálgica hacia una situación perdida en la que el hombre tenía asegurada una existencia más plena y más auténtica. En Rousseau, pensamiento acusador y pensamiento nostálgico van a la par. Y la acusación de Rousseau se dirige siempre contra un estado de menor libertad, de menor transparencia. Según su análisis, en el último capítulo del Ensayo sobre el origen de las lenguas, la situación presente se caracteriza por la violencia política inseparable del poder real, y por el debilitamiento de la lengua, que se vuelve poco adecuada para la elocuencia pública, inepta para hacerse oír al aire libre por los hombres reunidos en asamblea:

En los tiempos de antaño en los que la persuasión ocupaba el lugar de la fuerza pública, la elocuencia era necesaria. ¿De qué serviría hoy cuando la fuerza pública ha suplido a la persuasión? [...] ¿Qué discurso queda por hacer ante el pueblo en asamblea? Sermones. [...] Hay lenguas favorables a la libertad; son lenguas sonoras, prosódicas, armoniosas, en las que se distingue el discurso desde muy lejos. Las nuestras están hechas para el murmullo de los divanes [...]. Pues yo os digo que toda lengua con la que uno no puede hacerse oír por el pueblo en asamblea es una lengua servil; es imposible que un pueblo viva libre y hable una lengua asíEssai sur l’origine des langues, Burdeos, 1968, cap. XX. pp 197-201..

Se notará aquí, una vez más, el extremismo de Rousseau. «Las sociedades han adoptado su última forma»Ibíd.: de creerlo, se diría que la evolución histórica ha conducido irreversiblemente a los hombres a una situación de servidumbre en la que el lenguaje, convertido en algo más sordo, más frío, no puede ponerse al servicio de la democracia directa. Una cuestión se plantea entonces: si la lengua ha degenerado así, ¿no está condenada al fracaso toda reforma o toda revolución? La pérdida de los poderes de la lengua tiende a volver irrevocable la pérdida de la libertad. En el capítulo de El contrato social en el que Rousseau buscar demostrar que la soberanía no puede ser confiada a representantes, emplea la misma argumentación: «Vuestras lenguas sordas no pueden hacerse oír al aire libre, tenéis más aprecio a vuestra ganancia que a vuestra libertad y teméis mucho menos la esclavitud que la pobreza»Le Contrat social, III, XV.

Hay que añadir aquí algunas precisiones: la página de Rousseau que acabamos de citar es en sí misma un fragmento de literatura bastante elocuente. La desaparición de una elocuencia pública, capaz de conmover a los «hombres en asamblea» provoca el avance de una elocuencia escrita muy elaborada y eficaz: es una elocuencia de la acusación y de la nostalgia, un arrebato lingüístico que toma por objeto de su discurso acusador el abuso del lenguaje y la pérdida de los poderes primitivos de la palabra. Esta elocuencia segunda, sustitutiva, a la vez que seduce al lector, lo hunde en el malestar: le hace sentir que su situación de lector aislado es una condición desgraciada, de exiliado, ligada a la desaparición de la libertad política, y que el verdadero lugar del lenguaje «virtuoso» habría debido ser el foro, la asamblea pública.

De esta manera el escritor podrá justificar su propia soledad a partir de la cual, a falta de «tomar la palabra» en público, escribe y sueña. Rousseau se justifica reivindicando para sí mismo, para su vida interior, esa libertad que ha desaparecido de la vida pública junto con la gran elocuencia. La libertad coincide con la «voz de la conciencia», con eso que el individuo reducido a sí mismo descubre en su fuero interno. La tarea, a partir de ese momento, ya no es respetar una autoridad distinta de la existencia personal; consiste en servir a una autoridad, a una verdad que no se distingue de la verdad íntima del yo, no importa lo que ocurra fuera. Y la elocuencia segunda, la elocuencia sustitutiva de la que hablábamos hace un instante, toma el aspecto, radicalmente nuevo para la época, de la expresión sincera y completa del yo. La libre expresión de una conciencia libre ocupa el lugar de la elocuencia pública imposible.

En el Diálogo de los oradores de Tácito, Maternus declaraba haber renunciado a la actividad de la oratoria para consagrarse a la poesía. Y una larga tradición escolar no había dejado de disertar sobre los méritos respectivos de la poesía y la elocuencia. También Rousseau completa (aunque sin decirlo explícitamente) ese paso a la poesía, pero, una vez más, radicalizando su elección y viviéndola de manera dramáticaRousseau se hace poeta, en el sentido moderno del término, al elegir dar la primacía a la expresión personal y a la defensa del yo. Contribuye así, sin pretenderlo directamente, a transformar la poesía misma. Entre los poetas, a menudo son los admiradores de Rousseau los que renuncian al antiguo ideal mimético para adherirse a un ideal expresivo. Véase M. H. Abrams, The Mirror and the Lamp, Oxford, 1953..

Rousseau y sus discípulos, desesperados por su época, replegándose sobre la libertad interior y renunciando a la elocuencia a cambio de la poesía del yo, no dejaron de aspirar a la transformación del mundo político y social. Pero, tras un diagnóstico sombrío y desesperanzado de su tiempo, no podían imaginar el cambio liberador más que como una especie de milagro, según un modelo religioso: la imagen de la resurrección, del segundo nacimiento, de la regeneración, les obsesiona. Y la palabra «regeneración» se convertirá rápidamente en un término de moda alrededor de 1789Véase mi obra 1789: les emblèmes de la raison, París, 1974..

Entre los escritores conquistados por las ideas de Rousseau, la regeneración se imagina como un efecto de la energía poética, es decir, como una expansión irresistible de la libertad interior. Ese entusiasmo, para ser eficaz, necesita (así lo creen algunos) de una aportación de fuerzas cálidas, captadas en las regiones de la historia en las que las artes han florecido libres. La fuente en la que remojar la lengua poética es GreciaEsta idea encuentra su expresión más desarrollada en André Chénier, especialmente en el poema «L’Invention»., hogar primitivo de la libertad, tal y como la describen WinckelmannHistoire de l’Art chez les Anciens, trad. Huber, París, año II (1794), IV, §7, p. 323. y también Condillac en su Histoire ancienneCours d’étude pour l’instruction du prince de Parme, 16 vol., Londres, 1776, tomo vi, «Introduction a l’étude de l’histoire ancienne», III, IX. Véase también Hugh Blair, lecciones XXV y XXVI de las Lectures on Rhetoric, Londres, 1790....

El pathos de la libertad recuperada en el lenguaje y después comunicada a los hombres por el lenguaje encuentra en el pasado griego la forma que le conviene: el ditirambo, la oda pindárica. Ese género poético que, desde luego, nunca se había olvidado, goza de un favor redoblado en las cercanías de la Revolución, como vehículo del entusiasmo de la libertad reconquistada. Uno de los escasos ensayos poéticos de Diderot se titula, significativamente, Les Eleuthéromanes (1772) y lleva como subtítulo «ditirambo»Diderot, Œuvres complètes, París, 1971, tomo x, pp 15-26.. El único poema que Chénier publicó en vida es la oda Le Serment du Jeu de Paume, dedicada al pintor David. Desde el principio del poema, en una invocación a la poesía, Chénier, fiel a Winckelmann, proclama que las artes sólo florecen en los estados libresAndré Chenier, Œuvres complètes, París (Pleiade), 1940, p. 168.. Que venga la libertad al rescate de la poesía y entonces la poesía propagará la libertad. Dirigiéndose a la personificación de la Poesía, Chenier describe la obra de liberación:

La libertad,
para disolver en secreto nuestras pesadas
[trabas,
arma tu rescate fraterno.
Tus labios seductores
invisible roba, y mediante felices rodeos,
burla los cerrojos negros, las fuertes
[ciudadelas,
y los puentes levadizos que defienden las
[torres,
y a los centinelas nocturnos.

La poesía, la elocuencia poética, se nos presenta aquí como una fuerza que hace caer las Bastillas; y el poeta, según la imagen mítica que se hace de su misión, aspira a ser el personaje central de la celebración en la comunidad regeneradaComo ejemplo, léase el final del poema «L’Aveugle»..

Sin duda, al principio de la Revolución pudo parecer que resucitaba la edad gloriosa de Atenas y Roma, tanto más cuanto los acontecimientos eran inmediatamente interpretados a través de los paradigmas antiguos. Madame de Staël escribe en 1800: «Las primeras épocas de la Revolución proporcionaron a sus oradores temas de la elocuencia antigua»De la littérature i, XVI, en Œuvres complètes, 2 vol. París, 1836, tomo i, p. 271. Véase F. A. Aulard, L’Éloquence parlementaire pendant la Révolution française, París, 1882-1886.. Los oradores de la Revolución, depositarios de toda la tradición que acabamos de evocar, tenían razones para creer que su elocuencia, independientemente del objeto preciso de cada discurso, proporcionaba, por su «sublimidad», por su energía, la prueba de la vuelta de la libertad. La inflación oratoria sobre cualquier tema tenía como sentido implícito la afirmación de la libertad reconquistada. Operación mágica que explica y quizá justifica tantos excesos verbales (todos parecían decir: soy libre, luego soy elocuente; soy elocuente, luego seremos libres). Señalemos aquí que el desencadenamiento de la elocuencia revolucionaria provocaría el rebrote de otra idea, de otro lugar común, igualmente de origen antiguo y ya ampliamente empleado en las polémicas literarias de la segunda mitad del siglo XVIII: me refiero a la crítica de la elocuencia, tal y como Platón la formula en el Gorgias, y que encontramos de nuevo en MontaigneEssais, i, 51, «De la vanité des paroles»., en Pascal«La verdadera elocuencia se mofa de la elocuencia»., en John LockeEssai philosophique concernant l’entendement humain, trad. P. Coste, Amsterdam, 1742, libro III, cap. IX y X y especialmente § 34.. La elocuencia es el arte de halagar, una manipulación deshonesta de las pasiones del auditorioLas definiciones clásicas del arte de la oratoria (tales como: «adueñarse de las mentes mediante la palabra») prometen un poder al orador, pero una coerción al que escucha. La maestría de uno es la servidumbre de los otros. Véase Kant, Crítica del juicio I, II, §53.. Para cada partido, el orador del partido rival es un «retor», un «sofista», un «declamador». Chénier, que había deseado el regreso de la elocuencia, denuncia en otro momento, entre los jacobinos, a los «Demóstenes de mercado»Œuvres complètes, París, Pleiade, 1940, p. 290.. Benjamin Constant ve cómo la elocuencia al estilo antiguo se convierte en «lengua de conveniencias» y sirve para cubrir las acciones más indignas«De la Terreur et de ses effects», en Œuvres politiques, ed. Ch. Louandre, París, 1874, p. 359.. Adam Müller, con la distancia del tiempo, constatará que el estilo oratorio de las proclamaciones y de los decretos era el mismo bajo los gobiernos más opuestosEn el segundo Discurso de Zwölf Reden über die Beredsamkeit und deren Verfall in Deutschland (1812), escribe: «La Revolución Francesa pareció abrir un campo enorme para la oratoria: sin embargo, cada uno de los gobiernos que se suceden es igual al otro en sus declamaciones y proclamaciones. El propio Moniteur incluye tantos signos de admiración y guiones como el resto de la literatura de la oratoria junta».. En resumen, la gran elocuencia recuperada, que debía refrendar el renacimiento de la libertad, se denuncia en último término como una hipocresía agravada y sufre una devaluación a consecuencia de la inflación y de la exageración.

Si me paro aquí no es porque la elocuencia política francesa se detenga con la Revolución, sino porque, hasta donde llega mi conocimiento, la implicación recíproca de elocuencia y libertad deja de ser una idea activa en el siglo XIXNo resulta sorprendente que bajo la Restauración esta idea fuera objeto de una resuelta crítica por parte de escritores monárquicos, como P. S. Laurentie: «Se ha pensado que la libertad republicana era la única que podía favorecer los impulsos de un corazón generoso y de un espíritu ardiente. He ahí un primer error [...]. Bastaría con presentar la larga lista de escritores ilustres e inimitables que han nacido bajo un suelo monárquico y que han podido proclamar toda especie de verdades, ya fueran éstas severas con el poder o rigurosas para el pueblo» (De l’éloquence politique et de son influence dans les gouvernements populaires et répresentatifs, París, 1819, pp. 11 y ss.). Timon (es decir, Cormenin), en el Livre des Orateurs (1836, seguido de numerosas ediciones aumentadas) está demasiado ocupado trazando los retratos de los oradores parlamentarios (entre los que encontramos a Constant, Royer-Collard, Arago, Lamartine o Guizot) para tratar de un problema de naturaleza tan general.. Quizá no era sino otro aspecto del espejismo de lo antiguo, por el que tantas mentes, en las cercanías de la Revolución, se sintieron atraídas. Hoy en día el mismo término «elocuencia» resulta sospechoso, a pesar del renovado interés de los teóricos por la retórica. El arte de la persuasión sigue otros caminos y lleva otros nombres. El último representante de nuestro tema es Tocqueville quien, a propósito de la elocuencia parlamentaria americana y tras haber analizado extensamente el «lado pequeño de las discusiones políticas», nos hace «ver el grande»:

No conozco nada más admirable y poderoso que un gran orador discutiendo grandes asuntos en el seno de una asamblea democrática. [...] Como los precedentes tienen poca fuerza y como ya no hay privilegios asociados a determinados bienes, ni derechos inherentes a determinados cuerpos o a determinados hombres, la mente se ve obligada a remontarse hasta las verdades generales que residen en la naturaleza humana, para tratar el asunto particular que le ocupa. De ahí nace en las discusiones políticas de un pueblo democrático, por pequeño que sea, un carácter de generalidad que las hace a menudo atractivas para el género humano. Todos los hombres se interesan en ellas porque se trata del hombre, que es en todas partes igualDe la démocratie en Amérique, París, 1951, t. II, cap. XXI, pp. 96-97..

Nosotros querríamos que siempre fuera así. Pero si Tocqueville en esa página describe una realidad del pasado, nuestro presente, tan diferente en tantos sentidos, no es algo de lo que enorgullecerse.