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Cine de Historia(s)

Juan Barja

¿Recuerdan aquel cartel donde aparece un hombre de perfil sujeto al palo y al hierro del garrote? (Pascual Duarte). El fondo es gris, como lo es el oficial de gorra y uniforme que destaca turbio sobre el fondo, de manera más difuminada, o, con él, los otros dos testigos y ejecutores de esa «historia». Como también recuerdan otro fotograma inolvidable: el doloroso escorzo del doliente monstruo Frankenstein, cuyo rostro surge en solitario –¿al final de la noche?– en el centro del plano (El espíritu de la colmena)

¿Recuerdan aquel cartel donde aparece un hombre de perfil sujeto al palo y al hierro del garrote? (Pascual Duarte). El fondo es gris, como lo es el oficial de gorra y uniforme que destaca turbio sobre el fondo, de manera más difuminada, o, con él, los otros dos testigos y ejecutores de esa «historia». Como también recuerdan otro fotograma inolvidable: el doloroso escorzo del doliente monstruo Frankenstein, cuyo rostro surge en solitario –¿al final de la noche?– en el centro del plano (El espíritu de la colmena). O las brutales figuras de perfil, con el fusil al hombro bajo un sol inclemente, abrasador, más parecidos a una patrulla de castigo o a los miembros de un pelotón de fusilamiento que a un inocente grupo «deportivo» (¿Es «La Guerra» o La caza? ¿Ambas al tiempo? ¿Ola guerra de clase, inacabable, entre los señores y los siervos?). O el brazo en alto, quebrado, entablillado, que personifica la parálisis y la gran mentira al descubierto de una brutal «revolución conservadora» (La prima Angélica). O aquel momento extremo de disolución del habla, del lenguaje (del lenguaje oficial, insostenible), que encarna en un enfermo que se hunde en el agua dejando tras de sí únicamente una silla de ruedas (El jardín de las delicias). Tampoco será ajeno a estas imágenes el matizado y duro blanco y negro, no por ello exento de un gris sucio por todos los matices de la sangre, que se desarrolla en la cantata terrible y familiar de los Panero (El desencanto), o el peso de aquel niño campesino que es salvado in extremis de abrasarse en el seno de un horno de carbón vegetal (Tasio) junto a su padre.

Quizá no sea ocioso recordar que el cine radical y renovador (renovador en tanto radical), que vibra en las historias de Querejeta –escrito, producido y tenazmente impulsado por ese autor como productor– comenzó justamente como reacción e impugnación contra el monstruoso kitsch de aquel inmemorial «Cine de Historia» (?) –¿recuerdan Alba de América?, ¿recuerdan Locura de amor?, ¿recuerdan Raza?, ¿recuerdan aún tantos otros horrores y mistificaciones?–. Pero es que la historia, nuestra historia, ni era ni podía ser aquélla. Y así, como mazazos visuales de una nitidez nunca antes vista en la planificación de nuestro cine, se fueron sucediendo unos a otros los rostros, los encuadres, las escenas de una vida callada y elocuente que iba plan(o) a plan(o) rescatando una posible forma de verdad, verdad inmanente de una posible forma. Pues, ¿qué otra cosa puede ser el arte?

[Pero he escrito: el autor como productor; uno que –insistiendo en Walter Benjamin– no produce su obra solamente, sino que pro-duce la obra ajena, trayéndola a la luz, re-produciendo. En un trabajo siempre transitivo (doble-faz reversible) que propicia el venir de su obra: como Obra].

De modo que hablar hoy de Querejeta es –ahora sí– hablar de Historia, pero una que no teme la más dura confrontación con el horror y el dolor de la vida cotidiana. La amargura diaria de los hombres que quedan segregados del trabajo –del comercio feroz– (Los lunes al sol), de viejas formas de organización y convivencia (Familia), el destino fatal de los que tienen que vivir protegidos, escondiéndose, para no caer asesinados,
(Perseguidos, Asesinato en febrero), las crueldades de la emigración (Las cartas de Alou), los letales efectos de una guerra tan asesina como destructora, tan criminal como irresponsable (Invierno en Bagdad)…

Más allá de los temas –pero nunca más allá de las obras, del trabajo de la luz incesante de esas obras– es justo y necesario subrayar la tenaz unidad que se desprende del conjunto de sus producciones: unidad estilística y formal, como unidad de espíritu y de tempo. Unidad impagable de una Obra que nos impulsa a ver en Querejeta –en el cine llamado «Querejeta»– la figura que es y será siempre: por decirlo de nuevo, de otro modo, la del productor ya como autor.