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Sombras de celuloide sobre un paisaje desierto

Tres personajes de Peter Handke y Wim Wenders

Sandra Santana

La primera colaboración entre Wim Wenders y Peter Handke se remonta a 1969. Consistió en un corto de 12 minutos rodado en 16mm en el que ambos conversaban acerca de la influencia de la música rock americana en Europa. Esta película, 3 american LP´s, nunca llegó a exhibirse, sin embargo, el diálogo entre estos dos autores se ha prolongado a lo largo del tiempo. Tres fueron, a partir de aquella temprana colaboración, los proyectos en los que Wenders y Handke trabajaron juntos: El miedo del portero ante el penalti (1972), Falso movimiento (1975) y El cielo sobre Berlín (1987).

Joseph Bloch

El portero se prepara para recibir el penalti, mira al jugador e intenta imaginar hacia dónde dirigirá su tiro. Imposible deducir lo que piensa el jugador. Para el portero sólo existen él mismo y el balón que debe detener, un acto mudo, una figura en movimiento impredecible. Así parece transcurrir la vida de Joseph Bloch, el protagonista de la segunda película dirigida por Wenders y su primer largometraje en colaboración con el escritor Peter Handke. Tras ser expulsado de un partido de fútbol, vaga sin ocupación, desposeído de un motivo que pueda imprimir sentido a la cadena de actos que hacen transcurrir las horas del día. Con indiferencia vemos a Bloch caminar por las calles de Viena, comprar un periódico o entrar en un motel con una desconocida. Y con la misma impasibilidad transcurre la escena culminante de la película, el acto que justifica el tiempo de la ficción cinematográfica.

Bloch sube a un autobús siguiendo a una taquillera con la que apenas había intercambiado antes unas palabras y, tras la noche, comparten un desayuno en el que ambos mantienen una conversación trivial antes del desenlace. También en El curso del tiempo encontramos un despertar parecido, el protagonizado por un reparador de proyectores de cine –encarnado por Rüdiger Vogler– y la taquillera de una sala de cine porno. Al igual que Bloch, Bruno Winter es incapaz de soportar el peso de la mañana. Se marcha en silencio, mientras en un primer plano del rostro de Lisa Kreuzer vemos caer una lágrima. La ternura no le impide despedirse de la intimidad que comenzaba a gestarse. Nostalgia, miedo a perder la propia identidad, precariedad de dos individuos cuya cercanía les hace sentirse extrañamente solos.

Handke lo definía en términos de cansancio. El cansancio de dos cuerpos que siguen juntos, pero que por dentro están escindidos. La resaca del deseo agotado. De pronto se desprecia lo que tan repentina e incomprensiblemente se amó, con la misma fuerza. Precisamente porque la irresistible mudez del cuerpo nos hizo desear algo que a la luz del día ya no queremos: el misterio de la noche se vuelve por la mañana ante nuestros ojos la constatación de una existencia vulgar. De pronto, junto al otro, se siente que nos han dejado solos, como animales abandonados. Una sensación sobre la que el propio Handke afirma, en el Ensayo sobre el cansancio, que puede provocar cierta inclinación a la violencia: «De un momento a otro era posible que entre los dos seres humanos se hubiera acabado todo; y lo más espantoso era que, debido a esto, también en uno mismo parecía que se había acabado todo». Uno se encuentra tan feo e insignificante como el otro, de tal modo que incluso querría desaparecer y hacer desaparecer al ser que tiene ahora ante sí. Bloch mira a la taquillera del cine que se ha tumbado en la cama queriendo prolongar el juego de la seducción y, sin que el espectador perciba un mínimo cambio de ánimo, la elimina apretando su garganta con las manos. Tras un fundido en negro encontramos al hombre en el suelo, acurrucado junto a la cama.

El penalti es, a un tiempo, la imagen de lo impredecible y la de una penalización pendiente de castigo. A pesar de haberse convertido en asesino, la vida de Bloch transcurre ante la cámara como si nada la hubiese modificado de modo sustancial. El personaje espera a que la vida le lance un nuevo penalti que no llega.

Willhem Meister

Reencarnación actualizada del personaje goethiano, este Willhem Meister creado por Handke se nos presenta rompiendo el cristal de la ventana de su habitación mientras en el tocadiscos suenan la música de los Troggs. Un intento, tal vez, de salir de su aislamiento creativo. Un escritor necesita observar su entorno, hacerse en el exterior con estímulos para su escritura. En busca de una historia, en un tren en dirección a Bonn, Willhem Meister encuentra en su camino una troupe de extraños individuos compuesta por el viejo Laertes, un escritor sin carisma y dos penetrantes personajes femeninos: la actriz Therese Farne (interpretada por la versátil musa de Fassbinder, Hanna Schygulla) y una adolescente muda llamada Mignon (primera aparición en la pantalla de una perturbadora Nastassja Kinski). Pero las historias y la compañía no bastan. Sólo cuando la observación despierta en él un sentimiento dice el joven Willhem poder escribir sobre ello. Como el protagonista del relato de La tarde de un escritor, es posible imaginarle anotando en uno de sus cuadernos de viaje: «No tenía la sensación de haber dejado atrás su trabajo, sino de que éste le acompañaba, como si estando tan lejos de su escritorio siguiera aún manos a la obra». Más que hombres y mujeres reales, todos estos personajes parecen álter egos parciales sacados de la conciencia del protagonista. Individuos con los que convive sólo en apariencia, tan sólo un recurso para su escritura.

Las dificultades para escribir de este personaje nos hacen pensar en la caja llena de polaroids que, en lugar de un artículo, entrega a su editor el periodista de Alicia en las ciudades tras cuatro semanas recorriendo los Estados Unidos. Testigos no verbales de su paso por el paisaje. De cómo el recorrido físico se ha convertido en un viaje por la conciencia del autor. Retrato de una temporalidad que Handke ha sabido llevar al ensayo y Wenders a su correlato cinematográfico, el documental. Dos géneros de la objetividad que ambos han logrado convertir en crónica de un estado interior: Tokio-Ga o Relámpago sobre el agua tienen el espíritu del Ensayo sobre el Juke-box o el mencionado Ensayo sobre el cansancio. Viajes que nos obliga a rendirnos a la lenta temporalidad de la existencia, al tiempo interno del creador en el que las acciones escapan al orden narrativo.

Marianne

Difícilmente algún espectador habrá olvidado a Marianne, el falso ángel de El cielo sobre Berlín, balancearse sobre el trapecio en su frustrado intento por elevarse por encima de lo terrenal. La acróbata «con alas de pollo» encarnada por la tempranamente fallecida actriz Solveig Dommartin, por aquel entonces pareja sentimental de Wenders, baja del trapecio sabiendo que el circo se ha arruinado. Unos ocho minutos dura la escena del monólogo interior en la que este ángel que quiere liberarse de sus deseos para ganar altura comparte su soledad en el carromato circense con el ángel Damiel, el verdadero ángel que quiere ganar peso para aprender a desear. Al igual que el ángel, incapaz de hacerle saber a Marianne que está presente junto a ella, los espectadores se convierten a su vez en testigos mudos, incapaces de consolar a la mujer o alterar una escena que pertenece a otro orden distinto de realidad.

Un paralelismo estructural se percibe entre la escena del carromato donde se muestra la relación imposible entre esos dos seres alados que están juntos sin poder tocarse, y aquella otra secuencia de París, Texas en la que Travis y Jane pueden conversar al fin gracias a la cabina privada de un prostíbulo. Después de cuatro años sin verse, después de que su incapacidad para decirse la verdad imprimiese un giro brutal en sus vidas, a Travis no le basta con la pared de espejo que les separa. Tiene que darse la vuelta y, de espaldas a ella, relatar su historia en tercera persona. Sólo así conocemos, y conocen los personajes, gracias a la narración que pone orden y da forma a los sentimientos, cuál fue la causa de su doble huída: ella hacia la prostitución, y él hacia un extraño destino que le llevó a aparecer caminando sin memoria por el desierto de Texas. La desgarradora confesión de Travis y Jane sólo puede tener lugar cuando dejan de mirarse, cuando cada uno habla frente a su propia imagen reflejada en la pared de la cabina.

La mano del ángel es la experiencia de la duración, la posibilidad de sentir por un momento el contacto con lo otro, con lo que no somos nosotros mismos, la posibilidad, en fin, de la comunicación. Esta Marianne nos recuerda necesariamente a otra Marianne anterior, la creada por Peter Handke en su relato La mujer zurda, publicado en 1976 y llevado al cine por el escritor un año después. Una Marianne de la que sólo sabemos que ha decidido dejar a su marido para iniciar una nueva vida junto a su hijo, dedicada a un solitario trabajo de traducción. La soledad de Marianne es, quizás, la que todos sentimos, como el vértigo de un límite, detrás de nuestra actividad diaria. Una soledad que Handke nos hace más real y más cruda si cabe mediante el circunloquio de gestos cotidianos que la enmarcan. El aislamiento, que en lo narrativo se manifiesta por esa insistencia de Handke en impedir que nos internemos en los personajes, obligándonos a ser testigos de la mera sucesión de sus acciones, tiene su correlato en las imágenes de las películas de Wenders donde las figuras humanas aparecen tan a menudo inmersas en paisajes vacíos, atravesando descampados, ciudades llenas de rostros extraños o carreteras interminables. Tan sólo en una ocasión escuchamos pensar a la mujer zurda de Handke, precisamente frente a un espejo: «Pensad lo que queráis. Cuanto más creáis decir sobre mí, tanto más libre de vosotros voy a estar.»