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Sobre plumas y sombreros

Paolo Fabbri
Traducción Esther Ramón   /   Imagen Minerva

El semiólogo Paolo Fabbri estudia en estos interesantes y desenfadados ensayos dos objetos de uso cotidiano en los que no solemos detenernos: la pluma estilográfica y el sombrero.

plumas

Existen buenas razones para ocuparse de las plumas estilográficas. En la actualidad, los medios técnicos se han convertido en vectores de sentido, al menos desde que McLuhan afirmara que «el medio es el mensaje» y pusiera como ejemplo la escritura y las transformaciones que provocó la máquina de escribir portátil. Por otra parte, la pluma es el instrumento de sentido por excelencia, casi por antonomasia. Su mismo nombre lo dice. «Pluma» viene del latín pinna [pluma y ala], e indica la dirección, es decir, el sentido. Una raíz antigua del vocablo es PETE –«tender hacia una meta» (de donde viene pedir, como en «petición» o «competición»). Un movimiento espacial es, por lo tanto, «plumado». No debe confundirse con el lápiz (del latín lapis, piedra), que por su consistencia y peso es justo lo contrario. Los resultados de una investigación sobre la pluma entreverarían datos muy diversos. En primer lugar la connotación social, es decir, los excedentes de sentido que atribuyen a la estilográfica distintas categorías según la profesión, el sexo y la edad. Algunas de las respuestas que parecen predecibles, si no obvias, son sin embargo esenciales para la comprensión del sentido común, que no siempre es el recto sentido. En el caso de la pluma estilográfica, por ejemplo, predomina no su aspecto instrumental sino el estético: el prestigio (atributo del joven jefe, o el hecho de que los jóvenes la consideren como un objeto de colección). Emergen o se filtran también parámetros adicionales que se organizan de otras formas: la instrumentalidad, la comunicabilidad y la especificidad de las inversiones perceptivas y emotivas. Es preferible poner algo de orden utilizando el esquema comunicativo: 1. Emisor / 2. Mensaje / 3. Receptor.

Desde el punto de vista de la emisión, la pluma es un instrumento amanuense. Se escribe, por así decirlo, a manos llenas. Está entre los medios de escritura más inmediatos: toca la mano y el soporte de la inscripción (papel o cualquier otro); implica un roce íntimo, un circuito entre el cuerpo y el mundo. Derrida, el célebre escritor y filósofo, escribía al despertar, en la oscuridad, como un ciego.

La máquina de escribir es completamente diferente, no implica el roce sino el tacto, la digitalidad. La diversidad del contacto de la pluma provoca la diferencia de su trazo. Escribir es gesticular y, como la voz, el gesto posee su propio tono.

Como emisor, la pluma es un medio de «expresión». Los caracteres que traza son «pruebas de carácter». Escribir con pluma proporciona información sobre quien escribe, sobre lo que siente y piensa de sí mismo, del motivo que le lleva a escribir y de la persona a la que se dirige.

Parece, más que otros medios, cercana al pensamiento (sirve para «detener el pensamiento»), pero también al trazo de la propia intimidad. Por ello es espontánea («arrojar la pluma») y veloz; sirve para apuntes rápidos y notas al margen, pero también para tachones y garabatos.

Comunica en primera instancia con uno mismo; la pluma puede ser el instrumento vívido e irregular no sólo del pensamiento sino también del subconsciente. Para llegar a ser comunicativa, la escritura con pluma presupone una identidad singular, una personalización preliminar. Cuando media entre un yo y un tú, se vuelve más impersonal, sirve para embellecer y se convierte en caligrafía. Pero incluso en este caso es sensible al destinatario: la caligrafía cambia en función del receptor, por ejemplo, ¿con qué caracteres se escribe una carta de despedida?

La pluma estilográfica se encuentra todavía muy cercana a la materia de la expresión: al estilo y a la tinta. La estilográfica sigue siendo un medio de incisión y no sólo de trazo: el gesto posee su propio carácter, la fuerza varía y el instrumento se asemeja a la mano, así como el hilo de tinta que deja salir. Calvino decía que este hilo anuda y desenlaza el relato: proponía, por tanto, viajar por los mapas con una pluma a modo de timón.

Con la estilográfica estamos todavía próximos a la tinta, a su densidad y a su color –¡hay quien firma con el color de la tinta!–. Aún puede transformarse en mancha, indispensable en ese negro espejo de Narciso que es el test de Rorschach. En La edad de la inocencia, de Martin Scorsese, el enamorado decimonónico ofrece a su amada la primera estilográfica; al sacudir la pluma amenaza el irreprochable tocador.

El mensaje privilegiado de la pluma es la forma breve, que reúne pensamiento y emoción, aúna dispersión y precisión. Pero es sobre todo la firma, autocertificante y estetizada: verdadero caligrama en torno al cual todos se ejercitan a sí mismos. Yo escribo: me y yo.

Hasta que lleguen las firmas vocales estandarizadas, sigue siendo necesario el reconocimiento escrito a través de la rúbrica como medio de certificación. Como hacen los gobernantes –el tratado se firma con pluma estilográfica– y los analfabetos funcionales.

Por lo que respecta al receptor, la pluma estilográfica es esencialmente interpretable. La escritura, como también ocurre con la voz por teléfono, nos permite establecer las identidades explícitas e incluso las secretas. La grafía revela y esconde pero es, sobre todo, un marcador emotivo, una fisonomía por su uniformidad y sus irregularidades. A diferencia del tacto, el trazo nos hace a todos detectives de la emoción, nos invita a eso que Eco llama «paseos inferenciales». Como suele decirse, ¡sobre esto hay toda una literatura!

La pluma no es solo un medio, sino también un objeto dotado de significado, independientemente de su uso. Como tal incorpora ciertos valores evidentes (prestigio, practicidad, etc.) ligados a su materia, a menudo preciosa, y a su forma. Pero es también un material portátil (como el libro) y una de las pocas joyas masculinas, un producto «firmado». ¿Dónde se llevan las plumas estilográficas? ¿En maletines, bolsillos, agendas? Por supuesto, no detrás de la oreja, como el lápiz.

Puede entonces convertirse en una firma en sí misma. Hay quien se resiste a prestarla con el temor (o el pretexto) de que se deteriore el plumín, que con el tiempo se va adaptando al usuario; pero también para manifestar un saber hacer personalizado. Hay quien la deja en casa para no ponerla inadvertidamente en circulación.

Como cualquier objeto, la estilográfica tiene su propio circuito de intercambio: regalos, pérdidas, hurtos. Sería interesante entrevistar a personas que acaban de perder, o a quienes han robado, su pluma estilográfica: sería un test para los problemas de apego. No parece, por el contrario, objeto de préstamo ni tampoco de intercambio (si exceptuamos a los coleccionistas). En suma, la estilográfica es irremplazable, a diferencia de otros productos como, por ejemplo, el bolígrafo.

La pluma, más que un sustantivo, es un adjetivo. Valdría la pena aplicarle incluso los criterios que separan a los adjetivos de los sustantivos:

-el uso del comparativo y del superlativo («más o menos pluma», «plumísima»)

-el adverbio, con el sufijo -mente («plumamente», pero también «plumísimamente»)

-la conjugación tras el verbo ser («será pluma»), o la combinación con el sustantivo («el niño es pluma», o «el niño pluma»).

A la vista de lo que antecede, resultan evidentes sus características diferenciales frente a otros medios de escritura en el límite entre la pintura y la escritura: el lápiz –incluyendo el de ojos y el de labios– afilado y modificado a placer, la máquina de escribir, el rotulador, o el pincel del ordenador.

En especial, resulta sugerente la comparación con el medio electrónico, que parece relegar la estilográfica al ámbito de las antigüedades o de las colecciones, reserva india de las cosas en una sociedad de frenética obsolescencia objetual. Hay que dudar, sin embargo. En primer lugar, el ordenador no supone la muerte de la escritura, y el paso macluhaniano de lo visual a lo oral es también el triunfo de Gutenberg. Incluso se podría considerar que el avance vertical de la pantalla reproduce el antiguo pergamino enrollado anterior al libro. Además, el ordenador no se limita a sustituir con su clara digitalidad la escritura analógica del amanuense. Al contrario, trata de introducir en su forma de escritura elementos que le están vedados. La imposibilidad de las marcas expresivas en la trama ordenada de los caracteres lleva a la invención de emoticones, iconos emotivos que expresan sentimientos e interjecciones, la dimensión afectiva del lenguaje.

Por otra parte, la pluma estilográfica conserva la idea de un instrumento al servicio de un sujeto al que no sustituye, como corre el riesgo de hacer la herramienta electrónica. Basta pensar en los niños norteamericanos que, respondiendo a una encuesta acerca de sus expectativas (formulada por Bill Gates y publicada en The Times), delegaban en el ordenador la realización de sus sueños. O en Baudrillard, para quien la transferencia total del pensamiento a la máquina abre, irónicamente, un espacio humano (¿?) de despreocupada libertad… Se decía que ciertos pensamientos se quedaban en la pluma, pero a partir de las respuestas del cuestionario resulta evidente que la pluma es una herramienta para la realización de la fantasía, no un arcón negro para contenerla. (Una analogía con las muñecas. Las más informes son las más animadas; las más articuladas parecen las más mecánicas. Pero esto sucede porque somos nosotros los que las animan: cuanto más articuladas sean, menor será la posibilidad de cargarlas de fantasía).

En cualquier caso, la estilográfica y el ordenador tienen temporalidades diferentes. Mientras éste se mueve en el presente, la pluma está dotada de profundidad temporal. De la encuesta parece derivarse que su uso se conserva inalterado desde los años escolares y que su futuro está en manos de los coleccionistas y de la reinvención moderna de modelos antiguos. ¿Por qué? ¿Es por su manejabilidad y/o por el hecho de que en la pluma no hay competencia entre el tiempo de la rutina y la extemporaneidad de la fantasía? La generación electrónica lo compensa escribiendo con aerosoles, con grafías imaginativas, una identidad ficticia de grupo sobre las paredes de una ciudad cada vez más indiferenciada. En todo caso, del mismo modo que el CD-Rom no sustituirá al libro sino que coexistirá con él, la pluma y el ordenador mantendrán durante un largo tiempo un juego recíproco.

Para concluir, la pluma estilográfica es todavía un medium inmediato y el menos mediato de los media. Suya es la forma breve –el apunte en el cuaderno y la extensión articulada del pensamiento–, irregular y caligráfica, genérica y singular, elegante y emotiva, pero siempre estilizada. Auto-comunicación antes de convertirse en comunicación, conserva el gesto y el ritmo, el placer propioceptivo y la estetización.

¿Sobrevive a la nostalgia el valor de saber sostener una pluma? ¿Conservará el objeto mismo un valor como refugio irreemplazable? En cualquier caso, el hombre de pluma no es un dinosaurio. En una época en la que todo es contemporáneo y se extrema la valoración del acto comunicativo, no cabe esperar superaciones definitivas sino la coexistencia polifuncional de los medios.

¿Valdrá la pena decir todavía, como Alfred de Vigny, «he puesto sobre mi cimera de gentilhombre una pluma que me honra»?

sombreros

Hoy, que nadie (o casi nadie) lleva sombrero, el cubrecabezas es un signo cero. Significa mediante su inexistencia, en calco, como un lugar vacío. Pero hay que poner el acento más en «lugar» que en «vacío». La prueba es que cuando debemos honrar a alguien o a algo nos tocamos un punto preciso e imaginario sobre la cabeza (un invisible sombrerazo), y podemos añadir: «me quito el sombrero». Querría abordar este significado «vacío» desde tres perspectivas: 1) la retórica y la fisiognómica; 2) los carnavales y las saturnales; 3) la ética y la etiqueta.

El icono sombrero

No es casual que PanofskyE. Panofsky, «Iconografía e Iconología: introducción al estudio del arte del Renacimiento», en El significado en las artes visuales, Madrid, Alianza, 2008. proponga como modelo iconológico precisamente el análisis del acto de quitarse el sombrero. Después de describir los diferentes niveles de significado que caracterizan el sombrerazo –primario o natural, secundario o convencional, intrínseco o de contenido– los transfiere «de la vida cotidiana a una obra de arte». Existe similitud tanto de objeto –el sombrero es una pieza esencial de ese arte decorativa que es el savoir-faire y el savoir-vivre (el dandy, reflejado en su espejo con corbata y sombrero no tenía necesidad alguna de pintar)– como de método: del sombrero se deriva una iconografía y una iconología (en cualquier caso, una semántica).

Si esto es así, no debemos pensar en esta prenda por sí sola, sino en relación con otros elementos presentes y ausentes, paradigmática y sintácticamente, con los que se empareja o a los que se opone –la peluca, supremo objeto barrocoJ. Huizinga, Homo ludens, Madrid, Alianza, 1984., la coletaSobre las coletas como metáfora artística, cf. E. Gombrich Meditaciones sobre un caballo de juguete, Barcelona, Debate, 2003., la gola, la corbata…–, o a los que sirve de apoyo –joyas y penachos, flecos, cintas, galones o grados–.

El sombrero, por su morfología (la variedad de copas, la exhaustiva combinatoria de los pliegues del ala, etcétera), modo de aplicación (el ala del sombrero floja y echada hacia atrás para mayor comodidad, inclinado a un lado con desenvoltura, ajustado sobre los ojos con determinación …) y color es un deformador de la forma y el sentido de la cabeza. Le son aplicables todas las figuras retóricas de desplazamiento, en particular el énfasis y la litotes (recuérdese el gorro frigio y la chistera simultáneamente à la page en las revoluciones francesas). Estos tropos son los significantes cuyos significados son el rostro y la silueta del cuerpo.

El sombrero es un dispositivo fisiognómico: hay retratos que no podríamos imaginar sin este honor de la frente (así como la barba es un «honor del mentón»). El sombrero es una prótesis (separable y manipulable, ¿dónde posarlo?) del cuerpo en su lugar más significativo (la parte superior, la frente, de la parte superior, la cabeza), marco del rostro visto y de la mirada que ve. Si hay una Weltanschauung, entonces hay una visera (o celada) del mundo y de los sujetos, que caracteriza los rasgos del cuerpo social y las connotaciones de carácter. Existen, por supuesto, tantos tipos de sombreros como estatus y roles sociales, en particular si se trata de una comunidad aislada con una jerarquía interna particularmente acusada (instituciones totales como el ejército, la escuela, la fábrica, etc.). Por lo que toca a la lectura de las formas, Balzac es insuperable, basta recordar la descripción inicial del primo Pons que, en 1844, insiste en llevar vestimentas de la antigua moda imperial, entre los incroyables del Directorio y las redingotes del Imperio (horresco referens: una casaca color avellana sobre un hábito verdusco con botones de metal blanco)H. Balzac, Le cousin Pons, 1848.. Pons está elocuentemente pasado de moda, sobre todo a causa de «un horrible sombrero de seda de 14 francos, en cuyos bordes internos las enormes orejas habían dejado marcas blanquecinas que ningún cepillo podía eliminar. El tejido de seda mal aplicado, como siempre, sobre el cartón de la forma, se arrugaba en más puntos y parecía enfermo de lepra, a despecho de la mano que lo alisaba cada mañana». Aunque al empezar la novela casi no sabemos nada de este hombre, la historia jeroglífica de su sombrero –a condición, decía Balzac, de que lo sepamos descifrar–, nos lo dirá todo alegóricamente.

Esta capacidad de textualizar la identidad y comunicar parabólicamente, a menudo convierte el (cómico) sombrero en el soporte semiótico de la excentricidad. En su texto sobre los eremitas ornamentales –personas a las que los caballeros ingleses contrataban para decorar las grutas de sus jardines–, E. Sitwell cita a un ermitaño aficionado –estamos en 1863– que «padecía un interés inagotable por los símbolos y llevaba su afición hasta el punto de que poseía veinte sombreros y doce trajes, a fin de que cada uno pudiera llevar una divisa peculiar (…). Las formas de los sombreros intentaban reflejar, expresar, simbolizar no sólo sus nombres, sino las verdades eternas contenidas en los emblemas o lemas». Había, por ejemplo, un traje «tipos raros» con «un sombrero casi blanco cuya forma real no suscitaba mayor interés, pues era preciso dirigir la atención a los lemas, que no era uno, sino cuatro, ribeteados de cinta negra. La primera divisa decía ‘bien alimentado’, la segunda ‘bien pagado’, la tercera ‘bien vestido’ y la última ‘trabajo para todos’»E. Sitwell, Ingleses excéntricos, Barcelona, Tusquets, 1989..

Las posibilidades de extravagancia eran tales que prevenían a algunos de la afición al sombrero. El poeta parisino Edouard Garnier escribe, por ejemplo, que cuando conoció al editor Hoetzel, éste «lucía un nudo de corbata y un sombrero de forma inusitada, ¡qué penalidades pasamos para librarlo de aquel sombrero!»

Debido a su potencia como blasón social y marca psicológica, referente y delator de sentido, el sombrero puede llegar a ser en las locuciones comunes del idioma un afecto del cuerpo que somatiza la diversidad de las pasiones, los afectos del ánimo (ponerse el mundo por montera, decisión; ir de gorra, egoísmo, etc.).

Y, dada la obvia conexión entre la pasión y la evaluación, todo cubrecabezas es un valor: no sólo un tropo sino una figura privilegiada para expresar lo que vale el valor de un sujeto, la estima en que le tienen los demás, y su relación con ellos, lo mismo que su propia autoestima (o falta de ella).

De ahí el puesto eminente que ocupa entre las insignias del poder. El emperador cristiano (desde Otón I hasta la Austria de 1918) llevaba sobre la cabeza una mitra, un «gorrito puntiagudo y más tarde con dos puntas», rodeada de una corona que supuestamente tenía la forma de los muros de JerusalénP. E. Schramm, Herrschaftszeichen und Staatsymbolik, Stuttgart, 1954-57.. También el Inca del pueblo azteca era portador de sombreros insignes: «El símbolo de la dignidad imperial era el llautu, trenza de diferentes colores que daba cinco o seis vueltas a la cabeza y sujetaba sobre la frente, la mascapaicha, una borla de lana con incrustaciones de oro. Sobre ella se erguía una varilla con una especie de lazo y tres plumas de un pájaro raro»A. Metraux, Los Incas, México, FCE, 1973..

Por las mismas razones, y pasiones, el sombrero, signo de la naturaleza y diversidad de los portes y comportamientos, forma parte del atrezo escénico de los ritos de paso: promociones y degradaciones como matrimonios, cambios de clase y estado, suplicios y elevaciones de categoría.

Si al estudiante medieval o al cardenal se le imponía el sombrero (recuerdo los sombreros que penden del techo de la catedral de Toledo para localizar los cuerpos de los prelados, «retornados al polvo» en la anónima fosa común bajo el pavimento), al deudor insolvente se le colocaba una gorra verde mientras sufría, desnudo, la ceremonia de la acculattata (se golpeaba el trasero contra las piedras de la plaza mayor al tiempo que decía: «cedo mis bienes»). Mientras los ilotas espartanos estaban obligados a cubrirse la cabeza rapada –por oposición a las melenas de los guerreros– con un casco de piel de perro (la kuné)J. P. Vernant, «L’identité du jeune Spartiate», en L’individu, la mort, l’amour, París, Gallimard, 1989.–, el liberto romano llevaba un sombrero frigio promisorio de un mejor porvenir. El hereje llevado a la hoguera debía cubrirse con un sombrero cónico similar a las orejas de asno con las que hasta hace cuatro días se castigaba al torpe en la escuela (no se debe menospreciar la reacción del pequeño Sigmund Freud que, en una atestada acera de Viena, ve como su padre recoge sin reaccionar el sombrero de copa que un paseante le ha arrancado de la cabeza. ¡Quien ha empleado la guillotina sabe bien que el sombrero es una metonimia de la cabeza!).

El sombrero de Saturno

Volvamos a Panofsky: para el iconólogo el sombrero es un formante de la personalidad. Levantarlo sería un gesto filosófico, es decir, un síntoma cultural (valor-símbolo para Cassirer) «además de constituir una acción natural en el espacio y en el tiempo, además de indicar naturalmente estados de ánimo o sentimientos, además de transmitir el saludo (…) puede revelar (…) todo lo que contribuye a formar la ‘personalidad’. (…) Se distingue por una forma personal de ver las cosas y de reaccionar ante un mundo; forma que, si se racionalizara, tendría que ser llamada filosofía».

Y prosigue: «Podríamos construir un retrato mental de una persona sobre la base de una acción única (…). Sin embargo, todas las cualidades que este retrato mental mostraría de forma explícita están implícitamente inherentes a cada acción aislada, de manera que, inversamente, cualquier acción aislada puede ser interpretada a la luz de esas cualidades». Para Panofsky, éste sería el significado intrínseco y esencial, situado más allá de la esfera de la volición, de la intencionalidad, de la voluntad«Se puede definir como un principio unificador que sustenta y explica a la vez la manifestación visible y su significado inteligible, y determina incluso la forma en que el hecho visible toma forma».. Quizás merece la pena recordar que si el sombrero puede significar, entonces también puede esconder: entre los raros sombreros de la iconografía de Cesare Ripa sólo la ESPÍA, con su túnica constelada de lenguas y ojos, lleva el ala bajada para esconder la mirada.

Esta riqueza de significado ha hecho que quitarse el sombrero haya sido, en ciertas ocasiones, un acto de rebeldía, un modo de cambiar el «retrato»: recuerdo el grupo de sinsombreristas, con Dalí y Buñuel, que en el Madrid de los años veinte marchó a cabeza descubierta hasta la Puerta del Sol. Suprimir colectivamente el sombrero era, entonces, infringir la convención, una afirmación performativa de modernidad.

Uno se descubre ante el amigo, mientras que al enemigo, si se puede, se le quita el sombrero. Esta relación con el valor y el carácter binario y jerarquizado de los valores explica como, en muchas ocasiones, no han sido las camisas (rojas, azules, negras, los descamisados, etc.) las que han enfrentado a los hombres, sino los colores y la forma de sus sombreros (en la Inglaterra puritana, en la Suecia del siglo XVIII).

Por otra parte, sucede a menudo que uno se lleva el sombrero ajeno. Y no sólo por pura distracción o codicia disfrazada de lapsus freudiano. Los sombreros tienen sus propias saturnales, participan en un proceso de dones, permutaciones y trueques de prendas que no han suscitado como merecen la atención de los investigadores, historiadores y etnógrafos, de las costumbres y la moda.

Durante los ritos carnavalescos los hombres y mujeres, adultos y jóvenes, ricos y pobres cambiaban y cambian vestimentas y sombreros. Si Carlyle en Sartor Resartus oponía al sombrero de las fábulas, que hacía viajar en el espacio, la hipótesis de un sombrero que aniquilase el tiempoT. Carlyle, Sartor Resartus, Madrid, Fundamentos, 1976., siempre han existido sombreros que practican la alquimia de la identidad. Con diversos fines: desde el cambio que Van GennepA. Van Gennep, Los ritos de paso, Madrid, Taurus, 1986. llamaba de «imprecación condicional» –para evitar el mal de ojo– a los saludos y ceremonias de integración con el extranjero (las prostitutas aztecas integraron el sombrero español en el futuro traje mexicano). Y con resultados imprevisibles: todos tenemos ante los ojos indios (norte y sud) americanos con sombreros de copa y bombines y decorosos señores yankis con la cabeza erizada de plumas en las fiestas de disfraces (¡cambiarse el sombrero –y esconder los ojos– es suficiente para disfrazarse!). Los payasos y los travestidos llevan un sombrero de carnaval, como los vulgares impostores (recordemos el sombrero al estilo de los mosqueteros que Giuseppe Balsamo lucía en la triunfal acogida que la ciudad de Estrasburgo brinda al conde Cagliostro); un objeto privilegiado para suscitar la risa, como el rabelesiano mito esquimal, recogido por R. SavardR. Savard, Le rire precolombien, Montréal, L’Exagone, 1977., en el que los hombres usan un sombrero femenino que lucen, por antífrasis, en las partes bajas del cuerpo como metáfora fecal y sexual.

Hay un uso irónico del sombrero que va más allá del gag de la vanidad humillada (hay infinitas bromas en torno a alguien que se sienta sobre el sombrero o lo emplea como recipiente de cocina) y que tiene que ver con la circulación de las pretensiones de identidad. Con el sombrero cambian las cabezas. Como la chistera del prestidigitador, el sombrero puede convertirse en una cornucopia de variaciones imaginarias en torno a la identidad.

Pequeña ética del sombrero

Llevar sombrero no es sólo un acontecimiento sígnico y expresivo sino también performativo. Descubrirse en público (curiosamente, un acto masculino) es una expresión de urbanidad y respeto («reconocimiento de un valor –dicen los diccionarios – libremente aceptado y acompañado de la decisión de comportarse en conformidad»); pero también, en el contacto intersubjetivo, un modo de protección de uno mismo y de los demás. Aquí los sombreros, como los utensilios de cocina, el aseo y otras modalidades de la cultura material, son –como señaló claramente Frazer– aislantes y mediadores; es necesario preparar tácticas de protección frente a las posibles impurezas a las que nos expone el trato con el prójimo (dar la mano, ofrecerse a la vista) y el trasiego con el mundo (con la comida, por ejemplo). La interacción es al mismo tiempo un recurso y una vulnerabilidad y todo exponerse es la raíz de una responsabilidad. Se requiere tacto y estilo (forma y ritmo) en los juegos lingüísticos y sociales.

Parece como si existiera entre las culturales denominadas «primitivas» y las llamadas «avanzadas» una singular inversión por lo que toca a la etiqueta del sombrero. Las primeras, según Lévi-Strauss, presentan una «filosofía indígena de impresionante unanimidad». El sombrero se lleva para proteger a los demás y a la naturaleza de la propia impureza, del riesgo que corren al relacionarse con una interioridad peligrosamente «cargada». Los Tlingit de Alaska, por ejemplo, explican la necesidad de que las mujeres usen sombreros de ala ancha durante el periodo menstrual para impedir que dirijan los ojos al cielo y provoquen así fenómenos celestes negativosC. Lévi-Strauss, El origen de las maneras en la mesa, Madrid, Siglo XXI, 2003.; la tribu de los Carrier hace lo propio con capuchas y viseras de plumas. El sombrero es, por tanto, un pequeño «mitograma» que, además de aislar y transformar las energías, dicta los criterios de medida y duración (¿durante cuánto tiempo y cómo de fijamente es legítimo mirar? ¿Son las alas –y los abanicos– una manera de regular los movimientos vulnerables y agresivos de la mirada?).

Está claro que estos «usos» constituyen una inversión punto por punto de los nuestros. Para nosotros el sombrero –como los guantes y la ropa, los cubiertos y los objetos de aseo– defiende nuestra pureza de la impureza ajena. Para nosotros, sociedad de la alergia, l’enfer c’est les autres mientras que para el «salvaje» el infierno está en él mismo. De eso trata de protegernos su sombrero.

Es algo más que un exotismo etnográfico, se trata de una referencia antropológica que desde la etiqueta nos lleva a la ética. ¿Acaso el verdadero tacto consiste en la salvaguarda del derecho ajeno y la discreción debería ejercitarse también ante uno mismo? ¿El yo discreto (Gracián) debería bajar el ala de su sombrero ante sí mismo?

¿Qué ocurre, entonces, cuando las culturas «primitivas» y las que nos pretendemos civilizadas confunden sus sombreros? Con una inversión irónica, nosotros aceptamos de los otros los sombreros que nos ofrecen para protegerlos, pero sólo para salvaguardarnos a nosotros mismos. En cambio, ofrecemos los nuestros con el temor de exponernos a la impureza a la que ellos están convencidos de exponerse.

Tal vez el frágil encanto de las buenas maneras, los refinados juegos de espejos de la cortesía –tan faltos de finalidad y llenos de sentido– nos plantean una pregunta, amortiguada por la metáfora «salvaje», en torno a la moral de todo encuentro entre los hombres y las cosas. La consideración del otro no puede no venir antes de nosotros mismos. ¿Debemos ser el otro de nosotros mismos para merecernos nuestra propia estima y cortesía?G. Simmel, Forme e giochi di società, Milán, Feltrinelli, 1983. ¿Acaso la humanidad, en la gramática de la interacciónE. Goffman, Relaciones en público, Madrid, Alianza, 1979., consiste en descubrirse ante los valores humildes de la naturaleza, los animales y los hombres y en calarse el sombrero ante los iguales y los superiores? ¿Se trata de cuestiones superfluas en una sociedad que se pretende sin diferencias (con igualdad de oportunidades) y sin sombreros?

Cedo la palabra, la penúltima, a Panofsky. Al principio del texto que incluye el artículo ya citado, el historiador del arte recuerda el encuentro entre Kant y su médico, poco antes de la muerte del filósofo. «Viejo, enfermo y casi ciego, se levantó de su asiento y se quedó de pie, temblando de debilidad y musitando palabras ininteligibles. Al fin su fiel compañero se dio cuenta de que no se sentaría nuevamente hasta que no lo hiciera el visitante. Éste así lo hizo y entonces Kant permitió que lo ayudaran a sentarse y, después de haber recuperado algo sus fuerzas, dijo: ‘El sentido de la humanidad todavía no me ha abandonado’. Los dos hombres se conmovieron casi hasta las lágrimas».

Estoy casi seguro de que el médico de Kant tenía –¿en la cabeza?, ¿en la mano?– un sombrero.

Publicado originalmente en Dario Mangano e Alvise Mattozzi (eds.), Il discorso del design. Pratiche del progetto e saper-fare semiotico, E|C, III, nº 3/4, 2009.