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La velocidad de los cambios urbanos

Entrevista con Joseph Rykwert

Alfonso García del Rey
Imagen Minerva

La vitalidad de la arquitectura como terreno de experimentación estética y política explica que la discusión en torno a sus fundamentos teóricos e históricos resulte igualmente vigorosa. Por eso la obra de Joseph Rykwert (Varsovia, 1926), uno de los historiadores de la arquitectura más importantes de todos los tiempos, ha dejado una impronta imborrable en el ámbito académico, pero también ha influido notablemente en debates arquitectónicos candentes. En la actualidad, Rykwert es profesor emérito en la Universidad de Pennsylvania.

Se le considera un historiador de la arquitectura sumamente influyente, sus investigaciones se han comparado incluso con las de los tratadistas del Renacimiento...

En primer lugar, no me considero un historiador de la arquitectura sino un arquitecto que construye y escribe a partir de materiales históricos. Cuando me planteo un libro trabajo de un modo similar al de proyectar y construir un edificio. En el fondo no es tan diferente. Siempre hay mucha gente implicada en el proceso de desarrollo de un libro de arquitectura. Es imposible hacerlo solo, es un trabajo de equipo que requiere muchísima elaboración y colaboración.

Por otro lado, los días para hacer teoría y establecer reglas o principios para la arquitectura han quedado atrás, y nunca fue ésa la intención de mi trabajo. Es cierto que he participado en algunos intentos serios de revisar los orígenes de la disciplina, pero no he sido el único. De hecho, me asombra que hayan caído en el olvido ciertos trabajos que considero imprescindibles, como los de Kevin Lynch. La verdad es que no me interesa tanto el pasado como el presente, me ocupo de la historia con cierta frecuencia precisamente para comprenderlo con más rigor. Lo que de verdad me preocupa es el aquí y el ahora.

¿Y qué análisis hace, entonces, del presente?

Me parece que estamos viviendo un momento realmente interesante: el fin del capitalismo y el colapso del libre mercado. No sabemos a dónde nos conducirá esto, pero resulta emocionante imaginar el nuevo panorama que se avecina. El caso de Dubai, por ejemplo, es fascinante y muy representativo, con todos esos proyectos megalómanos para una ciudad casi espontánea que se construye en tiempo récord y cuya finalización está ahora en entredicho. Abu Dabhi ha inyectado capital dos veces para que los planes de Dubai sigan adelante, pero cuesta creer que pueda hacerlo una tercera vez o indefinidamente, por lo que siento una enorme curiosidad por ver cómo se resuelve esta cuestión. Como arquitecto, no obstante, reconozco que me parece una lástima que esta oportunidad insólita de poder crear una nueva metrópolis de la nada no se haya aprovechado para replantearnos ciertas cuestiones. Quizá un urbanismo más acorde a nuestros nuevos retos de hoy, algo más ambicioso, comprometido y responsable. Todo apunta a que apenas se trata de una nueva y mera reproducción de ciertas actitudes urbanizadoras del siglo XX muy cuestionables. Aún así, me resulta asombroso en detalles como las nuevas urbanizaciones sobre islas artificiales: la que tiene forma de palmera o esa otra que representa un mapamundi. Se dice que esos proyectos podrían quedar inacabados, con lo que se convertirían en algo sin precedentes: lujosísimos archipiélagos de islas desiertas –ruinas contemporáneas–, a los que sólo se puede acceder desde veleros o yates privados para hacer picnic.

Ha insistido en la necesidad de dejar de hablar de las ciudades como si fueran organismos vivos. Prefiere entenderlas como paisajes habitados cuyos cambios no son casuales ni automáticos, sino el resultado de múltiples fuerzas y decisiones individuales.

La evolución de las ciudades es bastante similar a las oscilaciones del mercado. Algo impredecible y asombroso, pero también en un permanente equilibrio inestable, al borde siempre de la crisis y el colapso. La mayoría de las ciudades son lo suficientemente fuertes para soportar estos vaivenes, mientras que ni siquiera los fondos de inversión supuestamente más seguros resultan fiables. El reciente crash económico ha puesto de manifiesto que las oscilaciones del mercado no son un baile abstracto de cifras, sino que hay grandes inversores, especuladores, gestores y muchos otros personajes detrás de esos números. El movimiento del parqué es el reflejo de decisiones que finalmente afectan a la vida de todos y cada uno de nosotros. Con la ciudad pasa lo mismo. Todos tenemos nuestra parte de responsabilidad aunque, claro, hay individuos –no sólo arquitectos y urbanistas– cuyas acciones ejercen un mayor impacto y dejan una huella más profunda.

En los años veinte del siglo pasado la ciudad se construía rellenando solares y huecos, un procedimiento que hoy resulta claramente insuficiente. El tráfico rodado, por ejemplo, es un aspecto que rara vez se consideró en profundidad. A muy pocos les preocupó su impacto a medio plazo. Hay proyectos interesantísimos en planes de aquellos años basados en la predicción de provisiones de espacio de aparcamiento, pero sus resultados, muy reveladores, fueron ignorados a fin de no asumir la distorsión sobre el plan que hubieran introducido, en forma de enormes nodos o torres de aparcamiento en intercambiadores de transporte. Así que el problema no se resolvió y sobra hablar acerca de las consecuencias, que todos padecemos.

Tengo entendido que no conduce y sospecho que no es partidario del tráfico rodado en el centro de las ciudades.

Sí, puedo preservar mi privilegiado estatus de peatón gracias a que mi mujer conduce y me lleva a todas partes. Más en serio, es un problema grave en el centro de casi cualquier ciudad, sobre todo las más antiguas. Me temo que los políticos no están esforzándose demasiado por resolverlo, quién sabe si presionados por intereses económicos muy poderosos. Pero existen excepciones destacables, como Nueva York, donde el coche no es en absoluto necesario salvo que uno tenga que desplazarse a la periferia. Lo que demuestra que una densidad de población elevada, como ocurre en Manhattan, no está en absoluto relacionada con un eventual colapso de la circulación.

Ha subrayado la función de los mitos y los rituales en los orígenes de la ciudad. ¿Persisten esos rituales en la actualidad? ¿Contribuyen al control social y a la restricción del uso del espacio público?

Siempre necesitaremos rituales. Hay muchísimos, están por todas partes. Los políticos estrechando manos, los deportes de masas, todas esas entregas de premios... El ser humano siente la necesidad de pertenecer a un colectivo y ése es el germen de la sociedad, una de cuyas máximas expresiones es, evidentemente, la ciudad. Tal vez los rituales estén relacionados con el control social. No obstante, me temo que, por lo que toca a las restricciones de uso del espacio público, el problema es sencillamente que hemos ido delegando en los políticos más poder sobre él del que deberían tener, como se puede comprobar con sólo fijarse en toda esta publicidad que invade las calles.

No es ya sólo que los aparatos de televisión infiltren constantemente mensajes comerciales en los hogares, lo que no deja de ser una opción personal de cada ciudadano, sino que ni siquiera en la calle resulta fácil escapar de ellos. Nada más salir de la estación de tren de Venecia, donde antes te recibía el pórtico de San Marcos, ahora te encuentras un diminuto mapa turístico de la ciudad bajo un enorme anuncio de gafas de sol. Ésa es la primera impresión que ofrece la ciudad. El caso de São Paulo también es revelador. Una normativa reciente restringe allí el uso de la publicidad a los espacios privados y comerciales, prohibiendo las vallas publicitarias, los luminosos y los neones en el espacio público. Esta ley –cuya aprobación fue complicada y muy polémica– lleva dos años vigente y todavía no se han conseguido resultados significativos.

La contrapartida es la reciente proliferación de espacios semipúblicos. Mientras que el auténtico espacio público está cada vez más amenazado por intereses privados, el espacio comercial tiende a imitar y recrear cada vez más los modelos del espacio público clásico. La mayoría de las veces los resultados son vulgares y anodinos, pero es importante destacar su importancia como referente de cierta actitud contemporánea. Aunque a mí, personalmente, estas perversiones de la arquitectura no me aportan mucho más que Disneylandia.

De hecho, Celebration, la urbanización privada de lujo en Florida de la compañía Disney parece un ejemplo claro de esos espacios semipúblicos.

Sí, aunque también es cierto que Celebration se ha ido rodeando progresivamente de guetos en los que vive el personal de servicio y mantenimiento de las viviendas, las calles y los espacios públicos. Visité la urbanización una vez a principios de diciembre. No puedo olvidar la música ambiental que se escuchaba de fondo constantemente. En la plaza, en el centro comercial, en las calles, hasta en los lavabos... era imposible escapar de aquellas canciones que sonaban una y otra vez en bucle. Una pesadilla. Y es también un ejercicio significativo de espacio semipúblico, que reproduce –imita– el espacio público para disfrute privado. Tiene una plaza central con dos edificios principales: el Ayuntamiento –que es la construcción literal de unos planos rescatados de 1910– y, enfrente, las oficinas de la inmobiliaria. Efectivamente, este segundo edificio es mucho mayor y más visible que el otro, con una gran torre que domina todo el espacio.

A propósito de edificios visibles o hitos urbanos, usted afirma que la imagen de la ciudad no se basa tanto en su presencia física o su skyline, como en aspectos sociales más profundos que se revelan en su funcionamiento cotidiano. ¿Deberían preocuparse los ciudadanos de Madrid porque su ciudad carezca de una imagen clara, una «postal» reconocible?

¡Por supuesto que no! Supongo que el ánimo de visibilidad es irresistible y atractivo, pero este afán se convierte en algo muy delicado cuando afecta a la toma de decisiones políticas. Eventos como los Juegos Olímpicos están en la agenda de muchos alcaldes y representantes. Pero cuando Londres resultó elegida como próxima sede de los Juegos, yo no me alegré en absoluto. Mas bien al contrario, significa que la ciudad entera se verá colapsada por el tráfico durante siete años con los preparativos. Por no hablar de cómo se transformará durante las competiciones, invadida por tantos visitantes. A mí me parece que Londres ya tiene suficientes problemas pendientes de resolver, en especial en algunas de las áreas donde se emplazarán las olimpiadas, como para añadir otros nuevos. Hay ciudades que han sabido aprovechar muy bien estas oportunidades, haciendo un esfuerzo de planeamiento responsable y pensando en su futuro a largo plazo. Veremos qué hace Londres. En cualquier caso, este tipo de eventos son siempre una alteración perturbadora de la función real de la ciudad que los acoge.

En general, la imagen de la ciudad está muy influenciada últimamente por un afán publicitario como de agencia de turismo. Así, hemos pasado de la postal de la Torre Eiffel a la del London Eye, la noria de Londres. Aún no puedo entender que hayan construido esa noria carísima para turistas y menos aún que siga en pie todavía. La noria en sí, como atracción, es una tipología que proviene de la reutilización de las antiguas instalaciones mineras de los siglos XVII y XVIII. Algo atractivo entonces, pero que ahora cuesta comprender excepto porque, claro, ésta en particular presume de ser la mayor del mundo, lo que ha supuesto una desproporcionada inversión en cimientos. Toneladas de hormigón sobre el lecho del río Támesis para algo que se suponía temporal. No se ha desmantelado a los cuatro años, como se dijo, sino que ya lleva ahí más de diez y seguramente le queden algunos más, al menos mientras siga dando dinero. Pero lo peor no es eso, sino la pésima localización de su emplazamiento. Sobresale sobre el County Hall, que solía ser la escena de importantes debates sobre las cuestiones del Reino, y también sobre el nuevo edificio de Foster, que resulta prácticamente invisible. ¿Qué dice esto en favor de la ciudad?

La velocidad de los cambios, que muchos consideran una de las claves de nuestra época, es un tema que parece interesarle.

Siempre ha existido ese ansia por avanzar vertiginosamente a bordo de alguna deslumbrante máquina flamígera, destruyendo el pasado y su recuerdo. Todos aquellos manifiestos de las vanguardias de principios del siglo XX eran rabiosamente atractivos. Hoy estamos viviendo ese futuro ultraveloz que muchos anhelaban y reclamaban urgentemente. Bien, si se trataba de esto, ¿de verdad merecía la pena?

Durante los últimos veinte o treinta años se ha acelerado exponencialmente la velocidad de los cambios. Las personas de mi edad hemos vivido momentos como la eclosión de la telefonía privada en la década de los cuarenta, la irrupción de los ordenadores personales desde finales de los setenta o, más recientemente, la difusión de Internet y la telefonía móvil. No son invenciones recientes, sino que nacieron en un formato muy exclusivo y sólo en la última década se han popularizado. Ni siquiera Marshall McLuhan pudo prever algo así. Aunque, claro, por obvio que pueda parecer, es importante advertir el hecho de que el éxito de los dispositivos móviles ha supuesto la desaparición paulatina de las cabinas telefónicas de uso público.

Cada uno de estos cambios tiene siempre un reverso negativo. En el fondo, no es una situación completamente nueva, ni tan diferente de aquella época, a mediados del siglo XIX, en la que el servicio de correos británico alcanzó tal grado de eficacia –disponía de quince repartos diarios–, que podías escribir a alguien por la mañana para invitarle a cenar.

¿Y cuál ha sido la recepción de estos cambios en el discurso arquitectónico?

Si tuviéramos que sintetizar lo que está ocurriendo en arquitectura, deberíamos remontarnos a los funcionalistas, el movimiento moderno y los expresionistas de las primeras décadas del siglo XX. En cierto modo, el high-tech supone una reivindicación de esta herencia para llevarla aún más lejos. Las estructuras o las instalaciones pasaron a un primer plano, imponiendo su propio discurso sobre el espacio, y renovando así las leyes del lenguaje ornamental y la estética de nuestros días. El usuario queda sobrecogido ante este exhibicionismo tecnológico de las entrañas mecánicas del edificio que, para reforzar este efecto, incluso se sobredimensionan. Pero, sobre todo, lo que sucedió es que se empezó a prestar una atención minuciosa al refinamiento de los detalles y las juntas: ésas son las nuevas claves de la arquitectura de nuestra época. El apogeo de esta tendencia se produjo en los años ochenta, pero todavía sigue siendo muy influyente. Representa un buen compromiso con la realidad de la técnica y la sociedad. Pero después ha surgido con enorme fuerza un gusto por las formas irracionales que casi ha sepultado los logros anteriores. Hoy son ubicuos esos castillitos de cuento de hadas, rascacielos cuya forma es la misma dondequiera que vayas y en los que ni siquiera se puede encontrar ya una mala metáfora del momento actual. Representan literalmente ciertos deseos, impulsos u obsesiones muy particulares. Lo que ocurre es que nos cuesta afrontar las grandes verdades y mirar más allá del pensamiento homogeneizante que se nos impone. No me refiero ya sólo a la arquitectura, aunque también, sino a todos los aspectos de la vida contemporánea. Resulta mas cómodo ignorar el modo real en el que funcionan nuestros gobiernos, o el enorme poder de las compañías multinacionales. Vivimos rodeados de tabúes y verdades incómodas que conviene no mirar fijamente, a riesgo de quedarnos ciegos.

La casa de Adán en el Paraíso, Barcelona, Gustavo Gili, 1999

La idea de ciudad: antropología de la forma urbana en el mundo antiguo, Madrid, Blume, 1985

Los primeros modernos: los arquitectos del siglo XVIII, Barcelona, Gustavo Gili, 1982

MEDALLA DE ORO JOSEPH RYKWERT


14.12.09

PARTICIPANTES JOSEPH RYKWERT • JUAN MIGUEL HERNÁNDEZ LEÓN
ORGANIZA CBA