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Traducción y/o representación

Joseph Rykwert
Traducción Ana Useros

Joseph Rykwert nació en Varsovia (Polonia) en 1926 y emigró a Inglaterra en 1939. Es uno de los historiadores más destacados y lúcidos de la arquitectura. Discípulo de Le Corbusier, uno de sus principales intereses ha sido el papel que juega el arquitecto en la solución de los problemas de la ciudad. Con una dilatada labor docente a sus espaldas, en diferentes universidades de Inglaterra y Estados Unidos, en la actualidad es catedrático de Arquitectura en la Universidad de Pennsylvania.

En esta era de la oficina sin papeles que ha traído el ordenador, creo que el lugar del dibujo en la creación de edificios requiere un examen atento y renovado. Porque dibujar no es una actividad meramente expresiva, sino también un proceso cognitivo. Lo que me trae a la cabeza las palabras del escultor inglés Eric Gill, que citaba a un niño que hacía unos dibujos muy bonitos. Cuando le preguntó cómo se le ocurrían, el niño dijo: «Primero pienso y después dibujo mi pensamiento». Gill oponía esa respuesta al método de los estudiantes de arte: «Primero miro y después dibujo lo que veo»Eric Gill, Autobiography, Londres, Jonathan Cape, 1940, p. 162..

Considero artificial esta oposición, puesto que lo que se piensa nunca habría llegado al pensamiento si no se hubiera visto primero. La mirada y el pensamiento mantienen una fuerte codependencia. Pero el aforismo de Gill tiene su utilidad si se desea entender por qué dibujar es un proceso esencial, que ha dado su nombre a una inmensa parcela de la actividad humana, las «arti del disegno», «les arts du dessein», desafortunadamente denominadas «artes visuales» en inglés, divorciando así el dibujo de la intención. El idioma francés hizo lo mismo en el siglo XIX: el sustantivo dessin, para referirse a un dibujo, se derivó del verbo dessiner y se separó así de dessein, definido por el diccionario de la Academia como «intention de faire quelque chose, projet, resolution».

En lo que sigue, trataré de reflexionar sobre esta intencionalidad del dibujo, sobre el modo en que el artista lo utiliza con un fin diferente: un cuadro, una escultura, un edificio. Me ocupo, por tanto, del dibujo en tanto declaración de intenciones hacia un artefacto distinto de sí mismo. Tal intención implica la captura de un pensamiento o de una visión dibujando «alrededor», por así decirlo, una línea o varias líneas, para trasponerlo a los manejos más corpóreos de las otras técnicas mediante una especie de traducción.

Esto puede implicar, en su nivel más sencillo, el paso desde el boceto o el dibujo preparatorio a la pintura, o del bozzetto de terracota o escayola a la figura plenamente formada de piedra o de bronce; o, de manera más indirecta, desde los bocetos del proyecto a los modelos y a los planos de un edificio. Sabemos que cada paso de un estadio al siguiente conlleva inevitablemente una pérdida de espontaneidad. No obstante, durante un siglo o más, muchos críticos han sostenido que esa espontaneidad es la mismísima garantía de autenticidad, y la han valorado mucho más que la monumental, o completamente lograda o finamente acabada, obra definitiva, la mayor y más grande res ipsa.

De este modo, el paso de la obra de arte a través de las diferentes etapas, desde la concepción hasta la completitud, es análogo al filtrado que la concepción encarnada en los sonidos y formas de una lengua experimenta en su paso a otra lengua. Yo escribo en inglés y mis pensamientos se fabrican con palabras inglesas. Algunos de mis lectores recibirán estas palabras directamente, mientras que otros necesitarán los servicios del traductor para que las transforme en palabras de su lengua y, en esa transición, la palabra inglesa sufrirá un cambio inevitable, puesto que las palabras de una lengua nunca coincidirán del todo con las de la otra. Sólo hay que pensar en la media docena de versiones inglesas de esa frase francesa tan sencilla y de apariencia inocente: «Longtemps, je me suis couché de bonne heure».

Esta analogía se suele invocar para la escultura y la pintura, en cambio, pocas veces se menciona la arquitectura en este contexto, aunque el paso del proyecto abocetado al edificio terminado es considerablemente más laborioso en su caso, con todos sus peajes y contaminaciones inevitables.

Al principio del primer tratado moderno sobre arquitectura, Leon Battista Alberti cree necesario definir la naturaleza de la operación arquitectónica que se encuentra (eso quiere que sus lectores entiendan) entre los más altos logros humanos. Su definición es polémica. Comienza refutando una visión vulgar del arquitecto: «A quien quiero que comparen con los más grandes exponentes de otras disciplinas no es un carpintero (tignarum fabrum): el carpintero no es sino un instrumento en las manos del arquitecto»«Non enim tignarum adducam fabrum, quem tu summis caeterum disciplinarum viris compares: fabri enim manus architecto pro instrumento est. Architectum ego hunc fore constituam, qui certa admirabilique ratione et via tum mente animoque diffinire tum et opere absolvere didicerit, quaecunque ex ponderum motu corporumque compactione et coagmentatione dignissimis hominum usibus belissime commondentur». Leon Battista Alberti, De Re Aedificatoria, «Prologus». La expresión se hace eco de Cicerón, De Claris Oratoribus, 73: «Ego me Phidiam esse mallem, quam vel optimum fabrum tignarum»..

El lugar común que Alberti rechaza se debe, al menos en parte, al estatus ambiguo del maestro albañil medieval, pero también a la equívoca homología que afecta a la palabra latina tectum, que significa «techo» o «cubierta» y que forma la segunda parte de la palabra arquitecto. Ignora, por tanto, el sentido primitivo griego de architekton: «artesano jefe»La palabra latina tectum se relaciona con el vocablo griego *steg, que se vincula con cubrir. Ergo el architector es aquel que se ocupa de la cubierta superior o, como lo expresa Du Cange, faber qui facit tecta. El empleo moderno del término es una trasliteración de architekton, el artesano o fabricante jefe, el maestro constructor; tekton procede del griego tekein, siendo su raíz indoeuropea *tek, fabricar, engendrar.. En el siglo XV, el sustantivo architectura adoptó de hecho como significado «el techo», «techar», la cubierta más alta. Ese ofensivo lugar común estaba refrendado por la autoridad del Catholicon de Johannes Balbi, probablemente la lista de palabras o diccionario más popular del medievo. Su propio autor lo fecha en 1286, pero el libro se copió e imprimió muy a menudo durante los siguientes 250 añosVéase Joseph Rykwert, «On the Oral Transmission of Architectural Theory», Anthropology and Aesthetics 5, 1983. Tignarum fabrum significa literalmente «el que hace vigas», pero es un término habitual para referirse al carpintero de obra..

Decidido a dar a la arquitectura sus cartas de nobleza, Alberti se entrega a su propia definición enfática: «Considero arquitecto a aquel que, con seguridad, admirable razonamiento y método, sabe tanto crear en su propia mente y mediante su propia energía como realizar en construcción lo que se adecue más limpiamente y mejor para albergar las nobles acciones de los hombres, ingeniándolo tanto en términos de movimientos de masas como por la unión y amalgamado de cuerpos sólidos».

La operación arquitectónica primaria es, pues, el trabajo de la razón estable y del orden admirable del método, y ésta es una operación de la mente, puesto que es en la mente donde se imagina por primera vez el proyecto de construcción; sólo entonces puede trasladarse mediante habilidades compositivas (la unión y amalgama de cuerpos sólidos) y operaciones mecánicas (movimientos de masas) a lo que sea que pueda alojar de la manera más hermosa las nobles acciones de los hombres. Obviamente, una traducción directa desde una operación mental al tejido sólido es imposible. De hecho, el desairado carpintero sólo puede convertirse en el instrumento en la mano del arquitecto después de que el constructo mental se haya formulado en una secuencia de instrucciones. Éstas pueden limitarse a unas sencillas indicaciones verbales cuando el proyecto es fácil y los artesanos son independientes y están muy preparados. Pero la instrucción habitual tendrá (como había tenido habitualmente en el pasado) la forma de un dibujo.

Al igual que el carpintero, el cantero o el albañil, el herrero, y (aún más exigentes) el enyesador y el puntilloso carpintero de obra usaban procedimientos que eran rutinarios y que adquirían sin más y como parte de su oficio. Por ejemplo, antes de mediados del siglo XIX, no hubiera sido necesaria ninguna especificación o instrucción (y por supuesto ningún dibujo) para encargarle a un albañil que colocara los ladrillos en aparejo inglés o flamenco, o para pedirle a un mampostero que hiciera un ensamble recortado en un muro de sillería. Sólo cuando se les exigía a los artesanos que se apartaran de estos procedimientos típicos, y cuando se necesitaba una dirección específica, se volvía esencial una indicación gráfica.

El paso de la concepción mental a la forma construida implica por tanto una traducción doble: primero, de la mente del arquitecto a la presentación gráfica (habitualmente realizada por él mismo) y, después, del dibujo al edificio, mediante la colaboración de esos artesanos que, como el carpintero de Alberti, actuarían como sus «manos». Sin embargo, su relación con el arquitecto se parece más a la de los cantantes e instrumentistas con un compositor y su partitura, que a la de los ayudantes de taller que trabajan en un lienzo a partir de los bocetos del maestro.

Las indicaciones gráficas no necesitan dibujarse materialmente a escala, sino que pueden fijarse directamente en el lugar, dibujarse (o, por decirlo de manera más exacta, tirarse) mediante trozos de cuerda. Pero, desde épocas muy tempranas, las instrucciones se condensaban mediante una reducción de escala en una superficie que podía manipularse. El cliché «en el tablero de dibujo» ha adquirido recientemente el sentido de «práctico y sensato», en oposición a lo «teórico», casi como si no fuera necesario que lo mental, la parte estrictamente teórica, precediera al dibujo. Y, sin embargo, cuando en el siglo XVI aparecieron las figuras alegóricas de la arquitectura –a veces bajo la forma de estatuas femeninas, otras como putti–, normalmente exhibían compases, escuadras, transportadores y reglas (los instrumentos del dibujo) y no cinceles, paletas o plomadas (los instrumentos del constructor). En el frontispicio de los tratados de Palladio o Vignola (figuras 1 y 2), por ejemplo, el título está flanqueado por dos damas que representan la teoría y la práctica, portando instrumentos de dibujo: para la teoría un cuadrante y una escuadra y para la práctica una escala y compases. Claramente el diseño se entendía como un proceso que se hace también «en el tablero», era el resultado inmediato de una cadena de razonamientos. El trabajo en la mesa de dibujo se consideraba como el paso esencial del pensamiento a la materialidad.

Más aún, el dibujo se hacía comúnmente en alguna forma ortogonal: plano, sección, alzado o incluso proyección. Este ha sido el caso al menos desde los tiempos de Gudea, el patesi o príncipe gobernador de Lagash, en Mesopotamia del Sur hacia finales del tercer milenio a. C., a quien una estatua que se encuentra hoy en el Louvre muestra sosteniendo un tablero de dibujo sobre sus rodillasConcretamente, esa estatua de diorita de Gudea de Lagash no tiene cabeza, pero hay otras estatuas suyas en el Louvre con la cabeza intacta.. Ese tablero tiene dibujado el plano de un templo y a un lado se aprecian la regla y el punzón con el que ha sido elaborado. El creador de la estatua parece aludir a una práctica ya familiar, no a una innovación; cabe suponer que el proceso de representación a escala sobre un tablero de dibujo estaba ya bien establecido en los tiempos de Gudea. Desde entonces estos dibujos ortogonales y relativamente abstractos han sido el método más habitual para que, desde el propio arquitecto hasta los constructores que tienen que actuar como sus manos, representen el proyecto.

La representación ortogonal y no el dibujo en perspectiva parece, por tanto, haber sido el método preferido de visualización arquitectónica. Aunque las reglas de la construcción en perspectiva ya se habían formulado teóricamente –también por Alberti–, en la década de los años treinta del siglo XV, hubo que esperar hasta finales del siglo XVII para que algunos arquitectos empezaran a diseñar mediante bocetos en perspectiva. En el corpus de unos mil dibujos que se conservan de Andrea Palladio (algunos de ellos espléndidos y muy elaborados) no hay ni un solo dibujo en perspectivaVéase por ejemplo, la página de Palladio con dibujos del Templo de Rómulo y del Templo de Vesta publicada en H. Burns, L. Fairbairn y B. Boucher, Andrea Palladio 1508-1580: The Portico and the Farmyard, Londres, Arts Council of Britain, 1975, p. 103, nº. 194, y su alzado del proyecto del Palazzo Ducale, publicado en L. Puppi (ed.), Andrea Palladio e Venezia, Florencia, Sansoni, 1982, portada y plano 31.. No existe prácticamente ninguno de Miguel Ángel, las «visiones» de Leonardo de sus iglesias de planta central son proyecciones ortogonales, aunque sus dibujos de la nueva ciudad, en algunas ocasiones, se detallan en perspectiva; pero estos no son, por supuesto, dibujos de «diseñador» sino más bien ilustraciones teóricas, imágenes de presentación (figuras 3 y 4), al igual que los dibujos proyectados que aparecen en los libros de Filarete y Francesco di GiorgioUna de las excepciones más fascinantes es el muy elaborado dibujo del Tempietto de San Pietro in Montorio de Donato Bramante (un dibujo del edificio circular con perspectiva central) que se ha atribuido a diversos artistas, incluyendo, inevitablemente, al propio Bramante. Hoy se adscribe al pintor de finales del siglo XVI Federico Barocci. Entre los dibujos de Miguel Ángel, el estudio para la escalera de la Biblioteca Laurentina (Casa Buonarotti, Florencia, 92a) tiene algunos bocetos de la disposición de las rampas con un punto de fuga central. Pero claramente son excepciones que contrastan con la inmensa cantidad de dibujos ortogonales y de detalle, alguno de ellos sombreado y perfilado con mucho detalle..

He recurrido a Alberti porque me parece que es uno de los individuos más perspicaces y lúcidos que hayan escrito nunca sobre estos temas. Alberti es especialmente instructivo, incluso psicológicamente instructivo, sobre el modo en que el arquitecto concibe un proyecto que modifica necesariamente en el paso de esta primera noción a su representación. Alberti confiesa que él mismo concebía proyectos de construcción con los que se sentía muy satisfecho siempre que se quedaran en la mente. Después de dibujarlos hallaba errores en los mismos elementos que le habían satisfecho particularmente mientras el proyecto no era más que un pensamiento, y la medición exacta y el escalado del dibujo revelaría a menudo (quizás inevitablemente) otras tantas inexactitudes. En la traducción del dibujo al modelo tridimensional aparecerían más errores, incluso en lo que concierne a las cantidades y las dimensionesAlberti, De Re Aedificatoria, IX.10..

Alberti consideraba ese modelo tridimensional como un instrumento esencial para el diseñador, y por ello se oponía tenazmente a los modelos muy adornados o a los demasiado realistas. Quería que fueran instrumentos casi inmateriales para la completa plasmación del concepto. Por supuesto, la versión completa, el paso final, es la traducción de la representación (a partir de cualquiera de las formas que el modelo pueda adoptar, mental-noética o a escala y presente físicamente) a la cosa propiamente dicha, al objeto arquitectónico en su total materialidad, algo que no puede lograr su inventor o diseñador en solitario, sino que requiere la colaboración de los artesanos con él y entre sí.

Uno de los sucesores más eruditos de Alberti, Vincenzo Scamozzi, siendo como era un aristotélico bastante dogmático, tuvo que categorizar todas las variedades tanto de formas como de materiales. Inevitablemente afirmó que las formas eran excelentes en sí mismas, mientras que los materiales (que son confusos e informes por su misma naturaleza) pueden sólo aspirar a una excelencia potencial. Por ello, desaconseja al arquitecto (cuyo trabajo es, después de todo, dar forma a la materia bruta) forzar de cualquier modo esos elementos humildes: «No hay razón para halagar al arquitecto que diseña como si violentara el material, como si quisiera doblegar las cosas que ha hecho la naturaleza por su propia voluntad y darles la forma que él desea»Vincenzo Scamozzi, L’idea della architettura universale, vol. 2, Venecia, 1615, p. 173. Como en los casos de Palladio y Vignola, el frontispicio del libro de Scamozzi lo flanquean dos damas, a las que llama Theorica y Experientia, pero él incluye también unas cuantas figuras más.. Sospecho que Alberti no lo habría considerado una mala advertencia.

Pero Alberti habría formulado esta cuestión de forma bastante diferente, interesado como estaba en la naturaleza de los materiales y de los métodos de construcción. Para él no se trataba de un asunto de distinciones categoriales, sino más bien del problema de traducir una operación de un tipo en una operación de otro tipo. Para Alberti la parte completamente tangible y fenoménica de la construcción no se inscribía en el ámbito de la invención y de la belleza, sino en el de la realización, de la sensibilia y, por tanto, del ornamento. No se trataba de imponer una categoría sobre otra, sino más bien de proporcionar un cuerpo perceptible a lo conceptual, de corporeizarlo o encarnarlo, de absorber la materia tangible y visible en un modelo mental o de añadir la cualidad de la perceptibilidad a la belleza inherente del constructo mental.

Y aún así, el paso del concepto a lo gráfico, de lo gráfico al modelo a escala, nunca puede ser literal. Al igual que muchas buenas traducciones, cada etapa puede revelar insospechadas inconsistencias y tachas en el original. Puesto que el proyecto ha de reformularse en la traducción de las dos a las tres dimensiones, el autor puede corregir en esta etapa sus errores o eliminar los borrones de su esquema original. Se dice que Alfred Tennyson nunca corregía un poema en su propio manuscrito, sino que encargaba una copia tipografiada en alguna imprenta local de Freschwater o de la Isla de Wight, no para publicarla, sino para poder trabajar sobre esa versión como si el poema no fuera suyo, para proporcionarse una especie de alienación del texto que la prueba de imprenta, o más tarde la máquina de escribir, permitían y de la que hoy en día nos ha privado el ordenador. La ayuda de dicha traducción gráfica, de la que han dependido muchos escritores, ha desaparecido, del mismo modo que se han desdibujado los límites que necesitamos franquear para pasar de la imagen mental a la representación gráfica, y esto afecta a todas las fases siguientes de la corrección que mencionaba Alberti.

Para volver a la arquitectura: una vez que el artesano empieza a ejecutar el proyecto a partir del modelo (habitualmente homogéneo y de madera) y el concepto ha de plasmarse en albañilería y carpintería a través de las manos de varios artesanos que pertenecen a distintos oficios y que trabajan con materiales muy diferentes, el proceso de traducción de la representación a la ipsa res implicará otro paquete de correcciones y pentimenti, que pueden en ocasiones ser de mucho mayor alcance que los que puede hacer un pintor o un escultor.

Podemos seguir el proceso mediante algunos ejemplos glamourosos: imaginemos a Miguel Ángel en el momento en el que el papa Clemente VII le encarga pintar las dos «fachadas» de la Capilla Sixtina (los dos muros opuestos de ambos extremos, de los que sólo el primero llego a ser ejecutado. El término facciata lo emplean tanto Consivi como Vasari para referirse a la pared del altar). La primera conversación sobre el encargo transcurrió cerca de Florencia, en 1633, pero muy probablemente el Papa y el pintor se habrían situado mentalmente en la Capilla Sixtina, el Papa presumiblemente pensando en el muro tal y como era entonces y el pintor despojándolo mentalmente de las obras de Perugino y Fra Angelico que estaban allí previamente (y quizá también de sus propios lunetos).

Miguel Ángel seguramente proyectó una imagen (como si fuera una diapositiva) desde su mente, a través del ojo, sobre el yeso bruto. Conocemos bastante bien los detalles del problemático regreso de Miguel Ángel a Roma, no mucho tiempo después, la preparación de la pared real, las interferencias de Sebastiano del Piombo –que sugería que el inmenso cuadro debería pintarse en óleo (un tipo de trabajo que Miguel Ángel consideraba propio únicamente de mujeres y de vagos como Sebastiano)– y la vuelta de Miguel Ángel a la pintura en fresco. Él podría haber tenido la certeza ya entonces (como sabemos también nosotros ahora, pero retrospectivamente) de que entre la imagen que se formó primero en Florencia y la cosa finalmente lograda en Roma pasarían muchos meses en los que dudaría de sí mismo mientras imaginaba la composición con todos sus detalles, y de que después vendrían los años pasados en el andamio, durante los cuales, junto con sus ayudantes, traduciría dolorosamente aquella proyección original, primitiva, en pinceladas sobre la muy amplia y material, sobre la muy vacía y expectante superficie.

El Juicio Final de la Capilla Sixtina ha tenido muchos enemigos: algunos lascivos y dominantes, como Pietro Aretino o Galileo Galilei; otros, más marginales, teológicos, como Pablo IV o los Padres del Concilio de TrentoVéase Romeo De Maio, Michelangelo e la Controriforma, Laterza, Roma y Bari, 1978, pp. 17, 31 y 253.; D. Redig de Campos, Il giudizio universale di Michelangelo, Fermo, Andrea Livi, 1964, p. 64.. Pero también fue una obra enormemente admirada desde el primer momento, de la que con frecuencia se hicieron copias y grabados. Y, en opinión de muchos, no tiene parangón en la historia del arte occidental.

Cualquier pintor, por muy humilde que sea, cuando empieza una obra sobre una superficie de yeso o sobre un lienzo, tendrá una intuición semejante a la que Miguel Ángel debió tener en Florencia, sin la que es imposible trazar la primera línea sobre una superficie. Algunos llegarán a ese momento mediante muchos, detallados y diferentes trabajos preliminares, mientras que otros tendrán la idea lista en la mente antes de empezar el primer dibujo. Mucho antes de emprender El Juicio Final, Miguel Ángel había pasado muchos y terribles años pintando la cúpula de la Capilla Sixtina; seguro que sabía, desde el momento inicial del encargo del papa Clemente, qué cuadros de los que ya existían sobre y junto al muro, incluyendo algunos propios, habría que quitar para dejar paso a su visión. Había meditado durante mucho tiempo sobre la figura del Cristo resucitado, a la que alude en alguno de los dibujos preparatorios que hizo justo después de que el Papa lo tanteara (figura 5). Entre el primer encargo del fresco, realizado por Clemente VII en 1533, y su finalización bajo Pablo III, ocho años después, la visión original de la Resurrección se había convertido en El Juicio Final que hoy conocemos (figura 6)Existen series de dibujos tempranos, por ejemplo en Casa Buonarotti, Florencia, p. 65. Otros, ligeramente más tardíos, están en el Museo de Bayona y en Windsor (12776). Miguel Ángel, por más que apreciara el concetto instantáneo, no tenía ningún respeto por la ejecución apresurada, como se deduce claramente de sus comentarios recogidos por Francisco de Hollanda. Pero véase David Summers, Michelangelo and the Language of Art, Princeton University Press, Princeton, 1981, p. 64..

Podemos pasar de ese logro sublime a mi primitivo problema de la construcción sin dejar de apelar a Miguel Ángel. ¿Tuvo una visión análoga cuando contemplaba las heroicas bóvedas de la inacabada iglesia de San Pedro de Bramante, ésas que él transformaría y remodelaría para que pudieran soportar la cúpula que diseñó (figura 7)? La historia de esa reforma y de la cúpula es central en la historia de la arquitectura occidental y se ha narrado muchas vecesVéase Christoph Luitpold Frommel, «St. Peter’s: The Early History», en The Renaissance from Brunelleschi to Michelangelo: The Representation of Architecture, Henry A. Millon y Vittorio Magnago Lampugnani (eds.), Milán, Bompiani, 1994; Henry A. Millon y Craig Hugh Smythe, Michelangelo Architect: The Facade of San Lorenzo and the Drum and Dome of St. Peter’s, Milán, Olivetti, 1988; y James S. Ackerman, The Architecture of Michelangelo, University of Chicago Press, 1986.. Lo que me interesa en este contexto, sin embargo, es que el primer movimiento de Miguel Ángel fue rechazar todos los proyectos que se habían propuesto o incluso construido parcialmente entre el momento de su encargo y el primer boceto de Bramante, cincuenta años antes. Decidió devolver a la iglesia su planta centralizada, de cruz griega, que los arquitectos que estuvieron a cargo de la estructura entre él y Bramante habían expandido y convertido en una planta de cruz latina con una larga nave.

Muy al principio de su implicación se hicieron dos modelos de la cúpula. Parece que él mismo hizo el primero, de terracota, que se ha perdido. Después encargó a unos carpinteros hacer uno más grande, de cuatro metros y medio de altura, un modelo modular en madera de tilo que ha sobrevivido, aunque tras la muerte de Miguel Ángel fue modificado, primero por el arquitecto que lo sucedió, Giacomo della Porta y, nuevamente, casi doscientos años después, en la década de los cuarenta del siglo XVIII por Luigi Vanvitelli, que se encargó entonces de las reparaciones de las grietas de la estructura (figuras 8 y 9)Véase Millon y Lampugnani, The Renaissance from Brunelleschi to Michelangelo, pp. 44-45, 663-665, nº. 396..

La idea inicial de Miguel Ángel sufrió pues una doble transformación plástica: de un modelo elaborado a mano, pasó a la versión construida. Él había rechazado el proyecto de su antecesor inmediato, Antonio da Sangallo, con un desprecio indisimulado. Del proyecto de Sangallo se había hecho un enorme modelo, de unos siete metros y medio de largo y cuatro y medio de alto, con la intención de que sirviera como la afirmación definitiva, como el perfecto documento de trabajo contractual del proyecto. Vasari lo consideraba la obra maestra de Sangallo (figuras 10 y 11)Para las fotografías del modelo de Sangallo, véase Millon y Lampugnani, The Renaissance from Brunelleschi to Michelangelo, pp. 35, 41, 632, nº. 346.. Pero Miguel Ángel llevó tan lejos su rechazo que incluso mutiló el modelo de Sangallo, adaptando partes del interior para probar allí sus propuestas. Este tipo de recuperación, que manipula la representación en interés de otra concepción diferente, ya no es una forma de traducción, puesto que implica la distorsión de la traducción para corregir las faltas del texto original. Aquí es donde mi analogía entre la traducción linguística y la construcción ya no resulta de mucha ayuda.

Las analogías, en cualquier caso, tienen un uso limitado y no han de forzarse. Ya he sugerido antes un límite, cuando mencioné la idea de Alberti de que el proyecto conceptual se encuentra en una esfera distinta a la de la materialidad de la construcción, que pertenece al ámbito de los sensibilia, junto con, por ejemplo, el clima o la calidad del suelo y el agua y la localización del edificio o incluso el nombre del lugar donde se encuentra. Y aún así, hasta ese último desplazamiento categorial, la analogía de la traducción ha sido tan útil para evaluar la descripción que hace Alberti del proceso de diseño como lo había sido para los arquitectos de épocas anteriores, y como lo será también para muchos de sus sucesores, quizá no tan lúcidos como él.

Sin embargo, en el curso del último siglo y medio, al proceso le ocurrió algo bastante más radical: el lugar de la construcción y después las técnicas de dibujo y representación se industrializaron y mecanizaron cada vez más. Aquí de nuevo la traducción proporciona una analogía cercana y útil. Tal vez la forma más sencilla de desenmarañar esta hebra concreta de los desarrollos en los que se ha mezclado sea mediante un debate sobre la profesionalización del diseño. No me interesa tanto su enseñanza o sus «cualificaciones» como el papel del modelo y el dibujo.

En lo que respecta a los modelos, Alberti nos había propuesto una doctrina austera, como ya sugerí antes: los modelos no están ahí para exhibirse ante el cliente como un miniedificio mono, todo embadurnado de colores y con arbolitos en miniatura. Eso sería un mero despliegue de lo que Alberti denominaba ornamento. Por el contrario, contribuyen a la elaboración del proyecto del arquitecto, constituyen el método para traducir la idea mental o incluso el resumen gráfico bidimensional en la solidez propia de la edificaciónAlberti, De Re Aedificatoria, bk. 2, sec. 1. Por supuesto, este modelo también le permitía juzgar muchas cuestiones ornamentales, como la cantidad de materiales o incluso los costes..

Con la industrialización de la construcción un nuevo factor (y otra etapa) aparece en el proceso de traducción: el boceto de trabajo ya no son las instrucciones del arquitecto al constructor, sino que se convierte en un documento legal y vinculante, un contrato a tres bandas entre el cliente, el contratista y el arquitecto. Esto no significa, por supuesto, que los clientes y los constructores no litigaran en el pasado: el código de Hammurabi, recopilado en Babilonia tres siglos antes de los tiempos de Gudea de Lagash, imponía duras penas por fallos en las edificaciones, incluyendo la pena de muerte para el constructor en el caso de que el cliente falleciera por el derrumbe de su casaJ. Bottéro, Mésopotamie: L’Écriture, la Raison et les Dieux, Gallimard, París,1987, p. 191; G. R. Driver y John C. Miles (eds.) The Babylonian Laws, Oxford, Clarendon Press, 1952, vol. 1, p. 425.. Los griegos colgaban los contratos y las especificaciones de la construcción, grabados en tabletas de piedra, junto a los edificios a los que se referían. Vitrubio consideraba el Derecho como una de las disciplinas esenciales para el arquitecto.

Mi generación vio cómo el proceso de construcción se iba encerrando en una apretada maraña de contratos y regulaciones que son producto de una economía de inversiones controlada por corporaciones, de métodos diferentes de producción y de montaje, y de una tecnología de la construcción mucho más organizada, dado que mueve mucho más capital. Esto ha otorgado un mayor peso al dibujo: el modelo tridimensional es ahora un aspecto relativamente insignificante del proceso de representación. Parecería que la mecanización del proceso de dibujo en el ordenador, que es algo muy reciente (de hace apenas veinte años), se puede convertir en un factor acelerante adicional de este proceso.

Lo que es cada vez más obvio, sin embargo, es que el paso de la representación gráfica al modelo tridimensional a escala puede hacerse ahora en la pantalla mediante una operación relativamente sencilla y mecánicaJean-Paul Saint-Aubin en Le Relevé et la Représentation de l’architecture, París, L’Inventaire, 1992, proporciona una buena guía de las técnicas contemporáneas del dibujo., y que desde el software de un ordenador se puede plotear o recortar directamente un modelo de madera, de plástico o incluso de piedraSobre el proceso de recortar dichos modelos directamente desde el software, véase Felice Ragazzo, «I modelli lignei delle opere di Leon Battista Alberti alla mostra di Palazzo Te», en Joseph Rykwert y Anne Engel (eds.), Leon Battista Alberti, Milán, Electa, 1994.. Y debido a la gran facilidad con la que se pueden alterar las representaciones por ordenador, tanto las bidimensionales como las tridimensionales, éstas ya no se considerarán «documentos» fiables.

Este problema ya ha surgido agudamente en el mundo financiero, donde el registro online o la transmisión de información por este medio no se considera vinculante. Siempre se requiere la copia «en papel» como documentación y la importancia contractual de los dibujos y de los modelos –quizás, paradójicamente debido a la propia facilidad de las operaciones informáticas– aumenta el peso de la calidad gráfica de los dibujos y el poder comunicativo y la precisión de los modelos tangibles y tridimensionales.

Yo supongo que la calidad y el valor de una traducción de un lenguaje a otro depende mucho más de la maestría del traductor en el lenguaje al que está traduciendo, de su juicio y su talento, que de su conocimiento del lenguaje del texto original. Por eso el espejismo de una traducción asistida por ordenador se ha desvanecido. No será muy distinto, si mi analogía se sostiene, en el caso de la construcción. La idea de un proyecto enteramente generado por ordenador a partir de una serie de especificaciones me parece un espejismo aún más endeble, al igual que la idea de un diseño sin conceptualización.

No hay escapatoria del ciclo traductivo «concepto-representación-realización». En cada etapa de ese ciclo han de ejercitarse la elección y el juicio, así como la habilidad mecánica. Por tanto, si mi paradoja es correcta, parecería casi como si la mecanización y ahora la digitalización de los medios hubiera contribuido a centrar la atención en la elaboración y la precisión, en la calidad misma de las representaciones.