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El fuego del desencanto

Palabras recogidas de José-Miguel Ullán

Manuel Ferro

A comienzos del año 2008, con motivo de la publicación de su libro Ondulaciones. Poesía reunida y de la exposición de sus Agrafismos, José-Miguel Ullán aceptó responder a los cuestionarios de diferentes medios de comunicación, tanto escritos como audiovisuales. Sus respuestas, a veces por escrito y otras de viva voz, fueron recogidas por Manuel Ferro y, en ocasiones, no fueron difundidas en su totalidad. Lo que aquí sigue es una ordenación de estas palabras inéditas en respuesta a un variopinto cuestionario.

Lo primero que uno se encuentra al consultar su biografía es Villarino de los Aires. ¿Es el lugar del que surge o en el que se asienta su poesía?

Tengo la sensación de que así ha sido desde el principio y el deseo de que así siga siendo hasta el término. A fin de cuentas, en el primer aparecer de los nombres y de las cosas importa sobremanera la naturaleza de ese lugar forzado, el que nos impone el destino, pues desde él vamos a tener que elegir las múltiples y contradictorias maneras de delirar, de presentirnos en relación con lo otro, con lo que no tardamos en querer, en echarlo allí en falta. A veces con los cinco sentidos y otras, en cambio, sin ninguno, a modo de barrunto. Hay un lugar importante en mi mitología particular: Ambasaguas, ese hondón de Los Arribes donde el Tormes y el Duero se encuentran. Desde allí no se ve el pueblo, hay que recordarlo. Y es un rincón propicio para darle salida a la pertenencia o dejarla en suspenso para siempre. Allí los límites son de dos aguas que, al juntarse, renuncian a su identidad, se despiden de sí mismas. Al otro lado del río, la comarca de Zamora. Más allá del otro, Portugal. En cada pueblo se hablaba un castellano distinto y esa es mi remota idea de patria chica: la raya, una línea cordial que une, sin dejar de fluir, lo uno de aquí con el ahí de los otros, de lo plural. Mi infancia fue un aprendizaje en la captación de voces y tonalidades muy precisas. Ese lenguaje, mezcla de diversos acentos y tonalidades, ayuda a complicar las cosas que ves y tiene constancia en mi escritura.

¿Cuándo se produce su abandono del pueblo?

El maestro del pueblo aconsejó a mis padres, campesinos, que me posibilitaran estudiar y, a los nueve años, entré en un internado, en Salamanca, para hacer el bachillerato. Yo había aprendido a leer antes de ir a la escuela. Desde muy niño sentía una fascinación extraordinaria por el papel escrito, por la sorpresa de un trozo de periódico atrapado al azar o un papel encontrado en la calle. En el pueblo, los libros eran escasísimos y yo estaba poseído por el espíritu de leer. Leía con la misma voracidad Currito de la Cruz, Jeromín, Los viajes de Gulliver, Corazón, o a Gabriel y Galán, que me dio la primera idea de poesía. Tampoco quisiera olvidarme de mis primeras lecturas fascinantes; devoraba la revista cubana Bohemia, con su sección «La farándula pasa», y El Diario de la Marina, con su tira cómica de «El reyecito».

¿Cómo surge en usted el impulso de escribir?

Mi primer contacto con la poesía eran las visitas al pueblo de algún ciego que cantara romances como los de «La mujer soldado» o «El crimen de Tardáguila»: «Ramona le dijo a Lino: / Lo tenemos que matar...»
Yo me pegaba literalmente a su sombra, lo seguía, solana tras solana, para escuchar las más veces posibles los versos del suceso terrible o divertido, reproducidos, además, en papeles de colores, coplas de ciego que por allí quedaban de recuerdo a cambio de una perra gorda. De hecho, cuando leí El Lazarillo por vez primera, en segundo de bachillerato, me decepcionaron un tanto las andanzas del ciego, porque yo no podía concebir a un ciego que no se pasara la vida cantando. Era un ciego imperfecto.

¿De Salamanca a Madrid?

En 1959 me trasladé a Madrid, para estudiar Ciencias Políticas, Sociales y Filosofía y Letras. Al poco de llegar ingresé en la FUDE (Federación Universitaria Democrática Española), que era clandestina y opuesta al SEU franquista. Milité muy brevemente en el PCE, y posteriormente en otros grupos de orientación marxista, más a la izquierda del ortodoxo PCE. Paralelamente seguí manteniendo una actividad literario-periodística, que venía desarrollando ya desde la época escolar, con colaboraciones en diversas revistas literarias que me permitían mantener correspondencia y saber lo que se estaba escribiendo, tanto en España como en el ámbito latinoamericano o europeo.

En 1960 conocí a Vicente Aleixandre. Su poesía había caído en mis manos un año antes, y su mundo me fascinó. Era un mundo lleno de palabras bulliciosas y nuevas para mí. Aleixandre era un personaje cariñoso, de enorme generosidad, pero al mismo tiempo alimentaba un cierto chismorreo entre la gente que entraba en su círculo y un deseo de manipulación. Allí estaban Dámaso Alonso, Gerardo Diego... Se preparaban revistas, nos llegaban noticias del exilio, poemas de Cernuda. Su casa era una ventana abierta al mundo de los escritores exiliados.

El exilio...

Yo había sufrido diversas detenciones policiales, a causa de mi militancia política; por repartir propaganda, por lecturas prohibidas, cosas menores, pero que me originaron un proceso disciplinario en el que querían obligarme a cumplir el servicio militar en el Sahara. Por aquellos años había allí verdaderos enfrentamientos militares, con muertos y heridos, y empecé a pensar en marcharme a París. Logré conseguir un pasaporte alegando una invitación a participar en un Congreso de Poesía Joven, que se celebraba en Francia. El gobernador de Salamanca me recibió en su despacho y, tras hacerme prometer que regresaría y me portaría bien, me entregó un pasaporte para un único viaje. En julio de 1966 atravesé la frontera en dirección a París.

¿Qué recuerda del Mayo del 68 francés, que usted vivió en París?

Tal como yo lo viví, nada tuvo que ver con esos balances culpabilizadores que se hacen desde el presente y donde mayo del 68 parece ser el germen de todos los desastres actuales. Fue un momento casi irreal de participación desorganizada, un cúmulo de situaciones contradictorias, una especie de sainete jovial de la revolución. Las paredes se llenaron de escritura. Y todo no era eso tan repetido de la playa bajo los adoquines o la imaginación al poder; también podía leerse «La libertad es el derecho al silencio» o incluso una cita de Santayana: «Lo difícil es lo que puede hacerse enseguida; lo imposible es lo que necesita un poco más de tiempo». Y, a la vez, se percibía desde el principio que eso no iba encaminado a una victoria, como los sindicatos y partidos tradicionales llegaron a creer y temer, sino que era un estado emocional fugaz y, por fugaz, intenso. Recuerdo que Roland Barthes, a quien tuve de profesor en la École, era muy tímido, sensible, muy inteligente y, cuando estalló el mayo del 68, nadie quiso escucharle, decía: «Esto no cuaja, esto se corta», como si hablara de una salsa mayonesa. Yo, además, vivía en el Barrio Latino, y asistía a los acontecimientos con mudo escepticismo; allí se había creado una comunidad extranjera efímera. Fue un momento muy fértil. Como le decía, las paredes habían tomado la palabra, con citas de Spinoza, Char o Unamuno. Recuerdo una de Unamuno en el Odéon: «Yo no vendo pan, sino la levadura». Y, sí, entre aquella muchachada había futuros arribistas, por supuesto, ¿y dónde no? Pero también un candor entusiasta, convivencia festiva entre individuos de muy diverso pelaje (prochinos, trotskos, situacionistas, ácratas, hippies, gamberros, semidelincuentes y cabreados sin más), a los que se unían jóvenes extranjeros de procedencias tan opuestas como Cuba o Bulgaria, escaldados de revolución, y Bolivia o Perú, éstos en busca ardiente de algún sendero luminoso. De buenas a primeras, las ocurrencias activas que llegaban como exóticas noticias de los provos holandeses toman cuerpo y continuidad en París con una participación desusada. Y con proclamas tan extrañas como ésta: «Vuelve Heráclito. ¡Abajo Parménides!»

Su libro Ondulaciones. Poesía reunida, comienza en el año 1968.

Es un azar asumido. Son los poemas finales del libro Mortaja, publicado en México dos años más tarde; unos textos sacados directamente de las notas necrológicas de los periódicos españoles de la época. Fue un intento de desprenderse del lenguaje entonces imperante en la bienintencionada poesía española y que yo mismo, con mejor o peor fortuna, había practicado. Me pareció una forma válida de comenzar, un poco en el espíritu sesentayochista del détournement tal como lo entendiera el pintor Asger Jorn, del grupo Cobra, pero no reinvirtiendo al apropiarse de lo clásico, sino de algo muy actual y desvalorizado al máximo incluso dentro del periodismo.

¿Qué ha sentido al ver reunidos sus libros, tan distintos, en un solo volumen?

Algo muy parecido a un desconcierto, aunque todavía no he pasado de mirar el volumen de reojo y, además, a prudente distancia. Porque la verdad es que me había acostumbrado a la fragmentación de cada aventura, a ese modo insistente de manifestarse los poemas por entregas aisladas, como sucesión discontinua de aerolitos, de órganos dispersos... Hay, pues, perplejidad de entrada. Pero, en fin, supongo que acabaré por asomarme a esa reunión para observar cómo dialogan entre sí todos esos puntos de escucha, cómo se rozan o se repelen. De momento, lo que me tranquiliza es que el libro al completo esté al amparo de estos versos románticos: «Desolación. No es lámpara ni estrella / la luz que hemos seguido: es un candil». Después de todo, interiorizar la expresión ajena, acompañarla hasta las últimas consecuencias, es impulso del que no pueden prescindir ni el escritor ni el lector.

Usted se ha atrevido con todo: poesía visual, prosa discursiva, lírica con ecos populares, haikus... ¿Se ha sentido más cómodo en algún registro?

Cuando me he sentido demasiado cómodo, he cambiado enseguida de registro. No con la voluntad de fabricar un muestrario, sino con el propósito de asumir la complejidad desde las más variadas perspectivas. De hecho, el registro no es lo predeterminado, sino la consecuencia de un nuevo enfoque.

Una de las cualidades de sus poemas es la capacidad para sacar frases hechas de su contexto y conceptualizarlas. ¿Es esa la función de la poesía?

Puede formar parte de su enigma. Porque el lenguaje no es un bien más del ser humano: es el bien esencial. De ahí mi atención obsesiva a todos los lenguajes: no como prótesis programadas para alcanzar la percepción, sino como materia oscura y esencial de ésta. Remover las palabras, jugar con ellas o sacarlas de sus casillas es darles y, por consiguiente, darnos otra oportunidad, otro enfoque. En consecuencia, escuchar debería ser la tarea cimental de todo escritor. Retener lo dicho, desplazarlo a nuestro interior, otorgarle distinto contexto, conservar su tonalidad y enfrentarlo a otros decires desinteresados son funciones naturales, a la vez que misteriosas, de la escritura.

¿Le preocupa o le ha tentado la idea de unidad en su obra?

Nunca me ha preocupado. Y mis tentaciones son de otra naturaleza. Yo he procurado asomarme a las palabras desde todas las perspectivas a mi alcance, a sabiendas de que el lenguaje no es un medio para obtener esto o lo otro, sino que es lo que nos hace ser. Y ser desde todos los ángulos posibles, fluctuar, dudar, decir y maldecir no sé si lleva a la unidad de todos los propósitos, pero sí se parece a una vida de la que, gracias a las palabras, algo sé. O por lo menos sé la pregunta que se merece y que en un verso de un poema titulado, precisamente, «Unidad», reza así: «¿Qué es esto que yo no he sido?»

¿No tiene el propósito de la reinvención de su obra en cada libro?

No hay un propósito como punto de partida, pero es verdad que el desenlace de cada uno de mis libros suele emparentarse con un adiós a un determinado punto de vista. Tiendo a no insistir, a desplazarme hacia otra orilla, a procurar que lo monocorde no haga las veces de ligazón. No creo que exista el menor deseo de generar un muestrario, pero sí de probar nuevas perspectivas, de recorrer parajes desconocidos, de desdecirme incluso o moverme en la contradicción. Es un juego sin reglas previas, aunque después se impongan, y es, al mismo tiempo, una actitud que me resulta natural. Yo sé que hay escrituras más «reconocibles» y persistentes, sujetas a un estilo concreto (sea éste metafísico, confesional, elegíaco o ejemplo de eso tan en boga que llaman «la difícil sencillez»), donde siempre las variaciones son controladas, no alteran la identidad de una expresión que sin cesar se imita a sí misma. De hecho, conforman el tejido de lo predominante, que suele configurarse por rachas contagiosas de seguidismo: primero Cernuda, luego Pessoa, a continuación Celan... Epígonos en tropel, que tienden a despojar a esos poetas mayores de su advertencia básica: «No tocar». Pero lo manoseado tiene buen acomodo, al igual que la coherencia epidérmica y las muecas de gravedad. Ya lo decía Reverdy: «Hay gentes que pasan su vida engañándose no con lo que tienen que hacer sino con el lugar que deben ocupar». A mí, sin que a esto propio deba otorgársele mayor valor que a lo ajeno –de hecho, nada que yo haya escrito deja de suscitarme dudas–, me atraen los altibajos, las ondulaciones, lo indeterminado, la imperfección, lo inestable, lo propicio a la metamorfosis. Un lugar accidentado: para dar rodeos, sin prisas, entre esa maraña de palabras que cada accidente genera.

¿Poesía y pensamiento?

Últimamente también se da el poeta que se olvida de que la poesía tiene su propio pensamiento y, temeroso de ser tomado por un intuitivo ignaro, se pone a trenzar filosofía y poesía. Es una lástima que ambas tengan que rebajarse tanto para acabar coincidiendo. De tener la poesía un territorio, sería el de la duda. No podemos desentendernos de lo mucho que nunca acaba de dejarse decir.

Para usted, genuino experimentador de la poesía española, ¿qué ha ocurrido con la vanguardia?

Lo que cada cual haya logrado hacer con ella. Por regla general, sus historiadores suelen ser personas retrógradas, que acumulan fichas y cronologías con el alivio de sentir que manejan una materia clausurada y que, por fortuna, los creadores de la misma desaparecieron hace mucho del mapa y ya no pueden escupirles a la cara. La vanguardia, al igual que la tradición, que a veces es vanguardia asimilada, es un instante más. Piense en los años veinte del pasado siglo, en el furor de movimientos tales como el dadaísmo, el surrealismo, el futurismo, el vorticismo... ¿Qué ha sido de ellos? Han fermentado en otras escrituras, han dado pie a la reflexión, han modificado nuestra percepción del arte; por otro lado, siguen también cosechando insultos y desconfianza a raudales, al tiempo que se ha ido popularizando de manera grotesca su dudoso existir. La vanguardia, en definitiva, es un hormiguero de diversidades: comunistas, fascistas, bohemios, caraduras, locos, vitalistas, suicidas, prepotentes e indefensos. Sólo la hacen uniforme sus detractores y los especialistas.

Su poesía parece reclamar una importancia para el humor. ¿Qué cualidades tiene el humor?

Entre otras, la de ser un antídoto contra el patetismo, la solemnidad, la cursilería, la humildad destinada a ser rentable, la morralla de lo inefable... Hasta el trance místico, cuando no es la impostura del presente, necesita sus gotas de ironía. Hablamos de humor, claro, no de graciosería. Del que tuvieron Kafka, Swift, Edward Lear, Valle-Inclán... Esos que tejieron, como diría Reverdy, una inmensa tela de araña sobre toda la extensión del inmenso horizonte y, sin embargo, supieron que ellos no eran la araña, sino la mosca. Hablábamos antes de vanguardia. Volviendo a ella, conviene recordar con cuánta insistencia pedía Tzara «un gran trabajo negativo». Pero hay que estar dispuestos a ser las víctimas sonrientes de esa negación.

Hay muchas referencias a la música popular en su obra y, por otro lado, colaboraciones con músicos como Luis de Pablo. ¿Cómo se compagina?

Sé que lo que en este apartado choca es la intromisión de tonadas populares, coplas, boleros... Pues sí, uno puede ser sensible a Mozart, Schubert, Debussy o Schoenberg, pero también prestar atención a ese torbellino de sentimientos elementales que mueve a las masas a través de tantas canciones depositadas en el basurero de la subcultura. Manuel Vázquez Montalbán fue un buen observador entre nosotros, como lo han sido Carlos Monsiváis en México, Guillermo Cabrera Infante y Orlando González Esteva lejos de Cuba o Luis Rafael Sánchez en Puerto Rico. No voy a escudarme en excesivos ejemplos de fascinación por ese tipo de fenómeno, pero permítame que tampoco me olvide de Wittgenstein o Kafka. Y hasta resulta revelador que una poética como la del modernismo solamente cale de verdad cuando es incorporada al repertorio de los compositores populares; pienso, desde luego, en Agustín Lara. Y es apasionante el manejo de la prosodia en un intérprete como Daniel Santos. O el murmullo quietista de Elvira Ríos. O el descaro cabaretero de Rolando Laserie. O el desenfreno de Olga Guillot con tan sólo afirmar: «Por acariciar tus ropas modernas, / me muero, me muero...» Yo sigo pendiente de lo que se canta por ahí: de Jaume Sisa o Mala Rodríguez. Con zambullidas frecuentes en el flamenco: de Bernardo de los Lobitos a Camarón, pasando por y deteniéndome en La Paquera de Jerez. Y sin privarme de John Cage o Luis de Pablo.

Se observa, a través de su obra, una vinculación muy estrecha entre su poesía y las artes plásticas.

Siempre he reconocido que las conversaciones con amigos pintores despiertan en mí mayor curiosidad que las mantenidas con escritores; no por desdén hacia estos últimos, sino porque es normal que con ellos se hable de cosas que pertenecen a lo que uno mismo rumia a diario. Para mí fue muy importante la frecuentación, en París, del pintor Luis Fernández, amigo de René Char y María Zambrano. Y entre mis mejores amigos están pintores como Antoni Tàpies y Vicente Rojo, para no hacer la relación más copiosa. En París tuve la suerte de empezar a colaborar con ellos y con otros muchos (Miró, Chillida, Saura, Sempere, Palazuelo...) en unos libros maravillosos de artista. La imagen plástica –una imagen ya cribada– me atrae sobremanera, ahorra distracciones a la hora de escribir bajo su influencia: no sobre ella estrictamente, que no lo necesita, sino a partir de ella. Porque los poemas dedicados a la pintura deben también poder ser leídos con independencia del punto de partida. En fin, el mismo proceso de creación de esos libros, tan laborioso y prolongado, establecía un animado ritual: el papel hecho a mano en un molino, la búsqueda de tipografías adecuadas, la estampación elegida, la estructuración de un objeto que iba a ser cobijo de algo tan inapresable como el poema. Y he vuelto a esa colaboración a menudo, siempre sobresaltado por ver qué surge de ese diálogo entre la imagen y la palabra.

¿También usted ha tomado el sendero de la práctica de la pintura, con sus Agrafismos?

No pinto nada. Lo que yo hago es manchar y manchar papeles mientras no llegan las palabras; y así surgen los agrafismos, en medio de ese ritual de la espera. Es como si el sonido y el silencio, al chocar cada dos por tres el uno con el otro, produjesen un elemento nuevo, una dicción obsesiva pero de naturaleza sólo visible y palpable.

Usted ha hecho compatible la práctica de la escritura poética con el desarrollo del periodismo cultural.

A mí me daría muchísimo bochorno enfrascarme en cualquier tipo de autodefensa incluso solicitada. Sí reconozco, en cambio, haber trabajado –mérito básico, dicho quede al paso, en alguien como yo, tan perezoso por naturaleza como por ganas– en un sinfín de medios periodísticos y, desde luego, haber asumido diversos grados de responsabilidad dentro de ellos. ¿Qué cabe deducir de esos trajines? Lo que a cada cual se le antoje. Personalmente, al sentirme interesado al máximo por todos los lenguajes, no he tenido reparos en reunir en un estudio radiofónico a Luis Gordillo y a Rocío Jurado; en televisión, a pasar de un programa dedicado a Octavio Paz a otro con Los Chunguitos; en el periódico, a obtener colaboración tanto de Pedro Almodóvar como de Maurice Blanchot. Y hasta me he atrevido a retransmitir el festival de Eurovisión, algo verdaderamente suicida en un escritor que se precie de serlo. ¿Se imagina usted a Pedro Salinas o a Jorge Guillén en semejante trance? Aunque, la verdad sea dicha, me tranquiliza pensar que a lo mejor sí a Tristan Tzara o a Villamediana.

En fin, he podido y querido abordar de cerca la diversidad, escuchar rumores diferentes, curar a veces lo melancólico con lo gamberro y, sobre todo, hacerme una idea aproximada de la ambigüedad que les es común, a poco que retengas sus expresiones, a todas esas cosas que tomamos por opuestas; y que lo son, tampoco vamos a engañarnos. No reniego de ese barullo no sustentado por el eclecticismo, sino por una sed de escucha plural, ilimitada, aunque reconozco que a veces, como compensación forzosa frente a la rigidez del contexto, me he pasado de raya, se me ha ido la mano. Toda expresión –con su tonalidad, su prosodia y sus matices– deja huella en nosotros. El problema es cómo conseguimos, una vez ya borrada, reconstruirla en otro ámbito, relacionarla con otros balbuceos interiores.

Dentro de ese ejercicio profesional, ha ostentado puestos de responsabilidad con las consiguientes cotas de poder.

Nunca he ignorado que el poder no está en uno, sino en el escenario de su representación. Una pausa en lo activo y, ¡hala!, enseguida el despojo enseña la patita: dejas de recibir libros, discos, invitaciones, propuestas... Cuando muchos se hunden, algunos sienten una tranquilidad reconfortante, un auténtico desahogo. Es la independencia, una libertad felizmente escarmentada, una catarsis jubilosa: regresar a la nada, por fin con tiempo disponible para los pasatiempos que a uno se le antojen.

El poder cuaja cuando se establece una sintonía con el medio desde el cual lo ejerces. Yo, en realidad, nunca he estado demasiado seguro de ceñirme al perfil del medio; me daba por hacer lo que yo pensaba que faltaba, aunque no le faltara por casualidad. A la vez, ese poder debe ser duradero para que fructifique y llegue a ser rentable. En cambio, yo me aburro muy pronto de lo ya hecho. Por término medio, no he permanecido en ningún puesto más de tres años. Y me he ido sin más, sin explicaciones de ninguna especie y desencadenando bastantes equívocos, sólo porque me aterrorizaba que se pensara que quería renegociar las condiciones laborales o algo así. La huida no admite consideraciones: es un impulso irrefrenable.

De todas formas, el poder ha de ser juzgado por la manera de ponerlo en juego. «Tiene mucho poder» es una muletilla cojitranca si no se explica qué uso se hace de él. A mí, desde luego, me parece muy bien haber podido publicar libros de Jaime Saenz, Eielson, Celan, Francisco Pino, Olvido García Valdés o Gerardo Deniz. O hacer posible que una película de Néstor Almendros, Conducta impropia, rechazada por todas las distribuidoras, apareciese en la televisión pública de este país. O propiciar exposiciones como la de Frida Kahlo antes de su beatificación internacional. Lo curioso, aunque no tanto, es que eso de «tiene mucho poder» lo enarbolen sobre todo aquéllos a los que sus poderes les parecen insuficientes, inferiores a sus merecimientos. La avidez, ya se sabe, magnifica lo ajeno hasta el delirio.

En paralelo, no creo haberme convertido en presencia inevitable en congresos tribales, mesas redondas, programas literarios... No por una actitud de «pureza» radical, pues de cuando en cuando acudo a lo que en ese instante me apetece o pienso que se aproxima a un deber, sino por falta de interés en general y también porque las comparecencias públicas me producen un malestar físico cada vez mayor.

¿Y después de Ondulaciones qué?

El después dirá. El hastío es grande. Pero no mayor que la tentación de congelarlo con el fuego del desencanto, como signo extremo de vida o anticipo soberbio del morir. Finalmente, se escribe por amor. En justa consecuencia, todo es en ese campo imprevisible. Recuerde aquellos versos: «Es un lícito engaño la esperanza»...

A través de las dedicatorias de sus poemas, se pueden rastrear nombres de personas que han sido amigas suyas ya desaparecidas con las que ha compartido afinidades: Zambrano, Rulfo, Paz, Néstor Almendros, Sarduy, Luis Fernández, Jabès, Valente...

A todos los recuerdo de continuo, con todos ellos sigo dialogando. Cuando se borra una presencia amiga, ahora suele decirse: «La vida sigue...» Y no es verdad, porque precisamente la vida es lo que ya no sigue. Pero las huellas sí, a las que el lenguaje se aferra.

Ondulaciones (Poesía reunida 1968-2007), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2008

Amo de llaves, Madrid, Losada, 2004

Con todas las letras, Universidad de León, 2003

Órganos dispersos, Lanzarote, Fundación César Manrique, 2000

Ardicia (Antología poética, 1964-1994), Madrid, Cátedra, 1994

Razón de nadie, Madrid, Ave del Paraíso, 1994

Visto y no visto, Madrid, Ave del Paraíso, 1993

Rumor de Tánger, Madrid, Cuadernillos de Madrid, 1985

Manchas nombradas, Madrid, Editora Nacional, 1984

Alarma, Madrid, Trece de Nieve, 1976

De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado, Madrid, Visor, 1976

Frases, Madrid, Taller de Ediciones JB, 1975

Maniluvios, Barcelona, El Bardo, 1972

Mortaja, México, ERA, 1970

Un Humano Poder, Barcelona, El Bardo, 1966

Amor peninsular, Barcelona, El Bardo, 1965

El jornal, Salamanca, Vitor, 1965