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Sobre el arte y el método dramático

Edward Bond
Traducción Araceli Maira   /   Imágenes Eamonn McCabe, Julián Villanueva y Minerva

En diciembre, la compañía Teatro en Tránsito en colaboración con Grumelot presentó en el CBA Otro no tengo, una obra de Edward Bond dirigida por Carlos Aladro. Aunque la crítica internacional lo reconoce unánimemente como uno de los dramaturgos más importantes e influyentes de la segunda mitad del siglo XX, Edward Bond es paradójicamente poco conocido en nuestro país. Es el autor de una extensa obra política y estéticamente radical emparentada con el teatro de Brecht o Artaud. Pero, además, Bond es responsable de una enjundiosa producción teórica que ha quedado reflejada en los prólogos a sus obras, en distintos artículos y, tal vez sobre todo, en sus cuadernos de notas. A continuación reproducimos algunos fragmentos de estos cuadernos fechados en la década de los años setenta, en los que Bond reflexiona sobre distintos aspectos de la naturaleza de la experiencia artística y la metodología teatral.

18 de julio de 1973

¿Tendría algún sentido componer música como la de Beethoven si supieses que sólo se iba a interpretar en una acerería, donde no se oiría ni una sola nota? ¿O si no sólo Beethoven fuese sordo, sino que todo el mundo hubiese sido ensordecido por el Estado y sólo tú supieses repentizar música?

Da igual lo excelente que sea un artista, su arte no tiene ningún significado hasta que se sitúa en un contexto social. ¿Acaso tenía significado sólo para Beethoven? La diferencia entre el agua pura y el agua potable. Necesitamos agua pura para volverla impura bebiendo. Necesitamos ideales para volverlos impuros en nuestra vida. Pero los principios morales deben conservar su pureza o carecen de sentido y de utilidad. El arte ha de conservar su pureza moral, identificarse con ella, pero será utilizado en situaciones de concesión. El arte no debe hacer concesiones sobre el uso que de él se vaya a hacer.

El arte es una tarea ideal a la que hay que dar usos prácticos. Pero no ha de convertirse en meramente práctico –perseguir un objetivo práctico como la propaganda para un propósito limitado; o, para evitar malentendidos, un propósito que se escoja fuera de la actividad del arte–. Y, sin embargo, hay que tomar en cuenta el contexto. El arte siempre es socialmente objetivo. No subestimo la importancia que tienen los sueños en la vida de las personas. Pero tienen que incorporar las experiencias y lecciones de sus sueños en su vida, o caer bajo un tren.

El arte tiene valor político. La política es el empeño inacabable en afrontar la crisis humana. La solución se vuelve cada vez más imperativa a medida que creamos los medios para producir la solución pero carecemos de voluntad y, en verdad, de conocimiento para llegar a la solución. El arte gravita siempre hacia la crisis humana. El punto donde las personas se desesperan y donde su felicidad y su fuerza más se revelan. En cierto sentido es entonces cuando más vulnerables son; cuando el pájaro de plumaje colorido abandona su cobijo, le disparan. No lo digo por pesimismo. Sólo es que nos recuerda la vulnerabilidad. Pero hay una contradicción en esto. Se nos recuerda la fragilidad y transitoriedad de los hombres y mujeres individuales. Lo cual no significa que a su sociedad le agrade ser transitoria, frágil e inhumana. Toda vida es, en parte, una tragedia, y es probable que necesitemos experimentar esa tragedia, tomárnosla como lección para volvernos más hondamente humanos. Cuando tenemos sentido de la tragedia somos menos vulnerables, nos desesperamos con menos facilidad –o ciertamente no nos tornamos reaccionarios–. Es el sentido de la tragedia lo que nos impide ser triviales o reaccionarios.

Pero el objetivo de la política es impedir la tragedia. Debe serlo, es obvio. De lo contrario, la política es reaccionaria. Los políticos reaccionarios confían en la tragedia inherente de la vida en este sentido: la vida es cruel y competitiva, y esto sirve a un propósito más elevado, la eliminación del débil, etc. Su tragedia está en la fuerza de las personas y no (como debería) en su vulnerabilidad y «debilidad». La política reaccionaria utiliza la tragedia con fines políticos. Dado que la reacción política es inherentemente trágica, siempre se vincula a sí misma con una redención divina. Finalmente, su política será incapaz de crear una sociedad feliz.

Julio de 1973

¿Cabría decir que la naturaleza humana está compartimentada? ¿Que los diversos compartimentos –como la relación del capitalismo con el mundo físico, el uso del mundo físico para obtener el sustento o la creación artística– están aislados? ¿Que los seres humanos son una colección de facultades dispares, autónomas? En ese caso el arte se vincularía con el hombre completo –como inspiración o relajación– pero se conservaría puro, sería algo a lo que los hombres podrían recurrir cuando lo precisasen. Pero entonces, ¿cuál sería su historia privada? ¿Por qué y cómo se creó? ¿Sería compatible con una explicación biológica, fisiológica del mundo y su origen? ¿Podría representar alguna energía o ritmo anterior, quizá inicial: la energía que impulsa al hombre, que lo empuja hacia el desarrollo? ¿Acaso el arte refleja o encarna esto, y no una relación entre un hombre y su sociedad?

Quizá. Pero eso no tendría una significación o importancia especial. ¡Lo contrario sería idolatría! No importa que Dios haya creado el mundo, no tengo que guardarle respeto a menos que concuerde con mi sentido moral. Y nada cambia que él me haya dado mi sentido moral. El sentido moral debe ser autónomo. Una cosa es buena porque es moral, no porque Dios diga que lo es. Y lo mismo en el caso del arte. Si tengo sentido artístico, ha de ser autónomo. Una cosa no es una obra de arte buena porque un artista o un político diga que lo es. Puede haber confusiones y dificultades de orden práctico en la comprensión del arte, al igual que hay dificultades prácticas en la elección de la acción buena, pero no destruyen la concepción de lo bueno, aunque lo «bueno» deba ser una guía para la actividad práctica.

Ahora bien, si el arte es un compartimento discreto, autónomo en la naturaleza humana (me refiero a la capacidad de crear y reconocer el arte), eso no significa que el arte deba existir por sí solo, como una piscina de agua clara a la que saltamos cuando hace calor. Obviamente los problemas de la vida humana son tan apremiantes que uno utiliza toda su experiencia y capacidad para lidiar con ellos. El arte no es sólo un espejo que se refleja a sí mismo. Reflejará la totalidad de nuestros intereses. La moralidad tiene un sentido de apremio. ¡La piscina se encuentra en un bosque en llamas! La empleamos, desde luego, para apagar el fuego, pues, en la naturaleza aislada que estamos adscribiendo al arte en esta argumentación, no es posible vivir en el arte, es un compartimento enrarecido que no está vinculado con la vida práctica ni influido por ella. Es algo que usamos en oposición o contradicción con la vida diaria. Un arte de este género no tendría un elemento moral. Estaría por encima de la moralidad, o sería indiferente a ella. Pero, ¿cómo podríamos aplacar, o aliviar, o escapar de nuestro dolor moral en el mundo («tu dolor es mi dolor») en un retiro no-moral? En el mejor de los casos, no sería lo que se suele calificar de escapismo. Se asemejaría más a un retiro que necesitamos de vez en cuando para confirmar nuestra cordura en un mundo destructivo y doloroso. ¿Nos fortalecería para poder regresar a los moldes (imaginamos que para tratar de cambiarlos)? Entonces, tendrá un elemento moral. ¿Un elemento moral que en sí no es práctico? Pero, ¿cómo puede ser? ¿Dónde conseguiríamos la sabiduría moral para hacerlo práctico, para usarlo de maneras prácticas? Y, de no ser así, ¿qué utilidad tendría para nosotros?

No debemos pensar en él como en un «descanso», como los soldados son enviados a «campos de descanso» durante una guerra, para que se refresquen y fortalezcan. No puede ser un mero reposo. Tiene que ser la sensación de dar orden a nuestra experiencia, dando al caos un patrón para poder mirarlo coherentemente. Debe, por tanto, predicar significado. No crea un aletargamiento sereno. En ese caso el arte no podría enseñarnos nada, sólo crearía las condiciones de posibilidad del aprendizaje. La noción de «posibilidad» se vuelve entonces una problemática adicional. Si el arte enseña, es de suponer que no pueda mentir. Pero si la «posibilidad» nos es devuelta tenemos que identificar una capacidad más, otra función de la percepción, aparte de cualquier necesidad moral de seguirlo o retenerlo. Porque el arte no nos «convierte» –¡ahora vemos, ahora comprendemos!–. No es como una conversión religiosa. Pero lo retenemos en nuestras vidas. Se convierte en una suerte de regla de cristal mediante la cual medimos nuestra borrosa existencia y que guía nuestras reacciones.

Julio de 1973

En una obra de arte se permite a los contenidos existir por sí mismos. Una mancha de pintura roja es una mancha de pintura roja. Se le hace justicia plena. Pero resultaría banal decir que una obra de arte sencillamente te hace mirar todas las cosas como si fuesen nuevas y verlas claramente, como si las estuvieses viendo por primera vez. No hay ninguna virtud particular en mirar todo de ese modo. Es la experiencia habitual de los que están perdidos.

Y, sin embargo, el arte nos recuerda lo que las cosas son: no sólo para qué las usamos. La uña de mi dedo existe en sí misma y también para mí. Mi clase y mi trabajo pueden determinar si está corta, larga, sucia, pintada o mordida hasta la raíz. Pero sigue siendo una uña que se me ha dado para usar: la «oferta» trasciende el «uso» que hago o que me veo forzado a hacer de ella. Puede que el «uso» se transforme en su realidad para mí. El arte puede recordarme su «oferta» y, así, quizá me describa el modo en que la uso. Es posible que veamos tantas heridas rojas que no las comprendamos hasta verlas como una marca de pintura roja sobre un lienzo. (Pero esto es muy improbable. De hecho, si no has visto heridas, ¡a duras penas te conmoverá el arte!). Al «ver a través» de algo podemos entender nuestro papel en su creación. Pero debemos esperar que la obra de arte llame la atención hacia sus contenidos. ¿Es esto, ciertamente, lo que hace Rembrandt con las líneas de un rostro viejo? Al reducirlas a pintura, lienzo y textura, comprendemos lo que de verdad son. El arte accidental y surrealista hace lo mismo. Existe en relación a otro arte. Cuando un urinario se exhibe en una exposición comenta otras obras de arte. Ataca el sentimentalismo en el arte, ya sea el sentimentalismo de un observador que malinterpreta un cuadro de Rembrandt, o de un artista que incorpora lo sentimental en su cuadro. No es una gran obra de arte, como el retrato de Rembrandt, pero puede funcionar como un efecto artístico de gran importancia. El arte existe también para el ermitaño, pero es importante pensar en el arte en su contexto social. Es en este contexto donde el urinario-arte funciona. Tanto el urinario como el retrato de Rembrandt aluden a la injusticia en la sociedad. El urinario es de índole más polémica, constituye un ataque. No es una descripción humanista de ciertos valores del modo en que un retrato de Rembrandt lo es. Es más una pieza de propaganda, un acto político. Por supuesto, la exposición del urinario (incluso su ocultamiento) llama la atención sobre la cosa en sí. La intención del artista está implícita, no manifiesta. El arte de Rembrandt manifiesta su intención. De forma que el urinario, extrañamente, nos permite una libertad que Rembrandt no nos da. No conocemos la intención del artista del urinario. Quizá sea un idiota arrogante y sectario. Quizá, claro, haya hecho público un manifiesto, y sepamos por éste y por diversos actos políticos del artista cuál es su intención. Aun así, sólo estamos obligados a confiar en él tanto como confiamos en cualquier otro político, y sólo podemos conocerlo tan bien como conocemos a cualquier otro político. Puede que nos mienta –y, de alguna manera, que se mienta a sí mismo–. Rembrandt no miente; de hecho, el arte no puede mentir. Siempre tiene que decir una verdad. Los artistas como Rembrandt dicen numerosas verdades complejas.

22 septiembre de 1973

Vivo en una época de tensión creciente. Las decisiones ya no están aisladas. Las preguntas no conciernen al estilo, la actitud, ni siquiera al temperamento –en la medida en que el temperamento es una elección–. Ya no alisamos nuestras pequeñas arrugas en la tela. Hemos de afrontar las consecuencias de nuestras decisiones; probablemente ahora podemos ser juzgados por nuestra eficacia inmediata. A menos que seamos eficaces quizá no haya tiempos posteriores que nos juzguen, ni una cultura ininterrumpida que sea capaz de usarnos.

Me siento viejo. Aún no he cumplido cuarenta, pero las personas con veinte, quince años menos que yo pertenecen a una cultura diferente. Supongo que a medida que envejecemos siempre nos sentimos separados de los más jóvenes. Pero yo siento algo más extraño. He vivido los últimos segundos de una antigua cultura moribunda: el caballo y el herrero. Lo cual me convierte en contemporáneo de los griegos y los persas. No sientes a Homero a menos que hayas visto trabajar a un herrero. En su trabajo, no en un museo sino cuando echabas un vistazo de camino a casa. Ver los caballos que esperaban en el arroyo fuera de la herrería. Ver las chispas cuando oscurecía, y oír a los «vecinos» hablar: a menudo se reunían en la herrería. También recuerdo los caballos que iban a los campos a trabajar. Recuerdo los caballos que trabajaban en las grandes ciudades, repartiendo leche, carbón, pan. Grandes fantasmas vivientes, siempre respirando con fuerza, plantados como rocas, siempre prisioneros, siempre pacientes. Esto te da un sentido de pertenencia al pasado. Uno no estaba completamente rendido a la novedad y la innovación.

Las personas, entonces, tenían que programarse para el futuro. Tenían una cultura que les permitía conservar la tierra, las casas, sus relaciones, en buenas condiciones. Tenían una idea del futuro y, por tanto, responsabilidad por él. Cuidaban (tengo que usar esta palabra) los detalles del futuro. Identificaban el tiempo con el crecimiento –también con la destrucción, pero ése era el aspecto melancólico o trágico del tiempo– en la medida en que ellos eran los responsables, en la medida en que las cosas estaban en sus manos. Aprendían a ayudar a crecer a las cosas. Todo esto se heredaba antes de la explotación, de la especulación. La mayor parte de la cultura no es historia documentada. No se construían iglesias; se pintaban utensilios que se usaban y se destruían, se usaba paja y flores y danzas; no había literatura sino tradición oral; quizás hubo diez mil Chaucers y sólo uno sobrevivió a su educación y escribió.

Yo toqué la orilla de aquella cultura antes de que desapareciese; y así es como aprendí la responsabilidad por el futuro. Ahora las decisiones sobre el futuro las toman los especialistas. Su educación se limita al lapso de su propia vida. Ni siquiera tienen un siglo de experiencias y compañeros. La vida se ha convertido en un experimento, no para producir un resultado moralmente deliberado, sino para ver qué ocurre.

Vivimos en una época con menos seguridad que cualquier otra en la historia humana.

Debemos devolverle a la gente la responsabilidad por el futuro. De lo contrario sólo tendrán una suerte de humanidad instantánea, que pueda ser usada por especialistas. Todo lo que usamos sale de una ranura misteriosa. La vida y la muerte vienen empaquetadas, ya ensambladas. Nuestras acciones ya no nos enseñan, sólo son repeticiones recompensadas. Tenemos una sociedad consumista; yo quiero una sociedad creativa.

Para que una vida tenga cordura los detalles de la creatividad deben tener un sentido objetivo, deben formar parte de un patrón general. Se da esta paradoja: todo se vuelve más tenso excepto en nuestra vida personal, marcada por una indolencia sin sentido. Para la gente el error del feudalismo es que los imperativos políticos interferían con su significado privado y lo perturbaban; en una «sociedad total» (producida por la tecnología y sus instituciones políticas) el significado privado es abolido, y lo personal deviene trivial. Yo veo que en una sociedad cuerda los detalles están íntimamente entrelazados con lo universal, esos detalles tienen el ritmo de lo universal.

29 de julio de 1979

La teoría del alemán [Brecht] dice que debemos desechar como irrelevante todo aquello que no demuestre inmediatamente el análisis. Pero no hay un esquema de la historia que pueda alcanzarse de ese modo directo. El análisis ha de ser claro, pero su encarnación también debe ser clara, porque debe llegar a la realidad a través de la vida de las personas. Es la diferencia entre un plano y un edificio, o un diagrama y un cuadro. El plano debe mostrarse convertido en edificio, de lo contrario la verdad que transmite es incompleta: esto se debe a que el método con que se construye el edificio es importante. El plano sin el método está muerto. El método supone gente que vive, trabaja y coopera junta. Aprenden y se organizan de ciertas maneras y por ello se convierten en tipos determinados de personas. Lo que hacen es lo que son. No puedes mostrar lo que son a menos que muestres lo que hacen. Hay que dar al plano esas dimensiones que son específicamente humanas, que tienen que ver con los sentimientos, la sensibilidad, el gusto, el discernimiento, el juicio, etc. A menos que muestres a las personas convirtiéndose en personas no puedes mostrar la realidad: no puedes mostrarla a menos que muestres a las personas convirtiéndose en constructores. El general traza el plan de la batalla: los soldados la libran en las trincheras y los aeroplanos. El plan debe pasar por el molde humano. Debe ser traducido a una dimensión diferente: la ontología se hace humana, mundana, íntima, heroica, trivial, etc. Los seres humanos están siempre ligados a esas dos cosas: lo trivial, el pan sobre la mesa, y lo filosófico y ontológico, el estado de su ciudad y de su era. Ambas, juntas, conforman el carácter humano y «leen», como en un ordenador, la suma de los hechos.

El escritor dramatiza la acción. En consecuencia, no dramatiza el análisis. Dramatiza el problema. El problema surge de los mundos diferentes. El escritor dramatiza la abrasión entre los mundos diversos. En este ámbito, mostrar qué es lo mismo es mostrar por qué lo es. El porqué radica en lo que los seres humanos son: la conciencia, la sensibilidad, la responsabilidad de los unos para con los otros, etc. (de la clase obrera). Esta es la fuerza de la historia. Las máquinas cambian a los hombres, pero los hombres hacen las máquinas, y los hombres que las hacen son caracteres plenos que buscan el cambio. Si se intenta dramatizar el análisis directamente no se puede decir «por qué» (darle a la historia una fuerza y no convertirla meramente en una lógica encarnada como si la lógica pudiese desearse a sí misma). El móvil de la historia es la conciencia de su gente: la historia es su (a menudo) inconsciente. Se vuelve consciente cuando la gente pretende comprenderla y actuar según su comprensión.

La experiencia dramática del público: si el público se mantiene objetivo de una manera similar a la objetividad que puede tener cuando lee un informe, utiliza el escenario y a los actores como sustituto de un libro o periódico. Está bien hacerlo. Pero hay una experiencia teatral distinta. Vemos a los actores comentar –todo el tiempo– lo que están haciendo. No me refiero, ahora, primordialmente a su comentario intencional: estoy interpretando a un personaje malo. Están usando el sublenguaje del gesto, la expresión y el tono. Tales sublenguajes constituyen una forma de contacto y de comentario humanos. Son las concreciones de lo que significa hacer y comprender un juicio de valor. Sin este sublenguaje los seres humanos no podrían poseer valores. Y es que un valor no es una mera cosa intelectual expresada verbalmente –y no tiene posibilidad alguna de serlo–. Los juicios se relacionan con las personas: lo que el sublenguaje expresa es que las personas se relacionan con el valor. El sublenguaje es un contacto (más directo que el lenguaje) con la persona innata –no meramente en cuanto individuo sino en cuanto miembro de la especie y de la sociedad–. El sublenguaje se suele (más o menos) expresar inconscientemente y (también, más o menos) recibir inconscientemente. Nos enfrentamos a la diferencia entre las palabras y el tono, la fuerza, el ritmo con que se expresan; a la postura, a la expresión; al movimiento de todo el cuerpo o de partes del mismo y de grupos de cuerpos, etc. El análisis es el supralenguaje. Es analíticamente claro. Pero la representación del mismo implica el uso de supralenguaje y sublenguaje. No hay, o no debería haber, un subtexto: un secreto detrás de la apariencia que el actor hace accesible a los que son lo bastante sutiles para percibirlo. Hay, sin embargo, un sublenguaje y es éste el que da energía, vivifica, evalúa el texto. El sublenguaje es como una luz que brilla desde detrás de una vidriera. (La idea de un subtexto es la de una placa de vidrio a través de la cual se puede mirar hacia lo que antes estaba oculto en la oscuridad. Es una sensibilidad falsa). El análisis es la vidriera. También es la trama. También es el primer ámbito de la actuación del actor. El sublenguaje es importante porque es el lenguaje mediante el cual la gente en la vida cotidiana se mide y se tranquiliza y se valora entre sí. Es, en parte, el modo en que juzgan las convicciones y las afirmaciones formales. (Las texturas y modas de la ropa también integran el sublenguaje, igual que los rubores y palideces). Ya que el actor usa y comenta de manera consciente el análisis, cabe calificar el sublenguaje de comentario de un comentario. No verifica el análisis totalmente, que debe ser verdadero desde el punto de vista intelectual y factual. Se acerca más a la naturaleza del valor. Trataré de aclararlo con un ejemplo, el análisis dice: «y después de esto todos seremos felices». El sublenguaje muestra lo que es desear la felicidad, o quizá la actriz nos muestre lo que es la felicidad, anticipándola con su sonrisa. Ella puede sonreír en condiciones que normalmente producirían desesperación. El actor no puede escoger presentar al público un sublenguaje cuando está sobre el escenario. Él tiene su propio sublenguaje (que es la personalidad que trae de la calle). ¿Puede modelarlo para convertirlo en un sublenguaje para su personaje-papel? ¿Puede el actor dividir su propio sublenguaje? Así lo creo: el sublenguaje no es un yo esencial, místico –de forma que si el actor penetrase en su propio sublenguaje sería poseído: por ejemplo, se convierte en sus palabras y gestos, etc. –. Es un espejo de dos direcciones. El actor que de forma inconsciente siempre da un pequeño paso atrás antes de avanzar, tiene una subunidad que nos muestra algo de su propia naturaleza, cauta o insegura o hasta tímida. Pero quizá sea más consciente de la manera en que nos sonríe o gesticula para ganarse nuestro reconocimiento y convicción. El sublenguaje no es el yo sino parte de las relaciones con el mundo –pero a menudo es más directo que el supralenguaje porque nos permite ver más allá en el interior de una persona–. Nótese que igual que el actor quizá no sea consciente del paso atrás, es posible que nosotros lo registremos sólo inconscientemente en vez de (como sería muy posible) conscientemente. Si uno está representando a Yago, entonces el análisis de Yago de sí mismo es claramente inadecuado. No es el mal puro de Verdi. El sublenguaje del actor nos permitiría ver más directamente dentro de Yago y de esa forma vincularlo a un análisis. Así, cabría decir que Otelo representa a un burgués negro y que Yago es un tipo primitivo de actitud de la clase obrera hacia las clases superiores. Podríamos entonces llevar a la actuación el ingenio rápido de Yago, su persistencia, sus tretas –y hasta la paciencia con que deja que la olla hierva antes de revolver–. En vez de utilizar un sublenguaje del mal empleamos un sublenguaje creativo, vital y alegre. No hay por qué mostrar a Otelo como un negro-blanco o un Tío Tom. Es una víctima de Venecia más que de Yago.

Texto publicado originalmente en Selections from the Notebooks of Edward Bond. Volume One 1959-1980, Ian Stuart ed., Londres, Methuen, 2000. © Edward Bond, 2000.

TEATRO OTRO NO TENGO, DE EDWARD BOND


05.12.09 > 07.12.09

ORGANIZA CBA
DIRECTOR CARLOS ALADRO
REPARTO CARLOTA GAVIÑO • JAVIER LARA • ÍÑIGO RODRÍGUEZ • ÁNGEL GALÁN
COMPAÑÍAS TEATRO EN TRÁNSITO • GRUMELOT