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Sergio Pitol la elegancia y el disparate

Jorge Herralde
Fotografía Luis Asín

El pasado 21 de abril el escritor Sergio Pitol (México, 1933), galardonado con el Premio Cervantes 2005, inauguraba la décima edición de la Lectura Continuada del Quijote con la que el CBA celebra el Día del Libro. El director y fundador de la editorial Anagrama, Jorge Herralde –que visitó el CBA la víspera de la Lectura para participar en La Noche de los Libros–, nos habla sobre su relación personal y profesional con Pitol, cuya obra descubrió para el gran público y a quien lo une una especial amistad.

Para cualquiera que conozca bien a Sergio Pitol, el título de este artículo no precisa mayor aclaración. No obstante, otros títulos posibles podrían haber sido «Sergio Pitol, nuestro cónsul en Xalapa» o, mejor aún, «Sergio Pitol, nuestro cónsul en México», ya que esa actividad suya, digamos de embajador de la editorial Anagrama, no se limita a esta última etapa en Xalapa, donde reside desde que la contaminación feroz del DF, que tanto afectaba a su adorado perro Sacho, le obligó a dejar su hermosa casa en la plaza de la Conchita en pleno barrio de Coyoacán. En uno de mis textos sobre Sergio (mi «Pitoliana» particular), le endosé el uniforme de aristócrata ruso y en otro el de andaluz adoptivo y ahora le toca el de cónsul anagramático.

Pero antes quisiera comenzar hablando del tercer tomo de sus Obras reunidas, dedicado a Cuentos y relatos, sólida y solemnemente publicado por Fondo de Cultura Económica en 2005. Su muy interesante prólogo en forma de diario, del 12 al 27 de mayo de 2004, tiene dos vetas narrativas: por una parte, su estancia en el Centro Internacional de Salud de la Rocadera, a media hora de La Habana, para el diagnóstico y tratamiento, con final feliz, de ciertos desperfectos menores, y por otra, una serie de reveladoras reflexiones sobre el género literario y la génesis, escritura y edición de toda su obra cuentística.

De su estancia dice: «Eludo las charlas con las que casi todos tratan de matar un tiempo que a ellos les parece vacío y que yo disfruto intensamente en mi habitación. Esta anchura de tiempo me permite hacer ejercicios, descansar voluptuosamente en mi cuarto donde leo horas y horas y horas como hacía tiempo que no podía hacerlo». Cuando lo leía, pensé de inmediato en la misma sensación que tengo tantos fines de semana, en los que, cuidadosamente desembarazado de compromisos, cuento también con horas y horas de gozosa lectura por delante.

Sergio recapitula sobre cómo encara su escritura: «He tratado de manejar una realidad siempre visible, pero cada vez más dúctil y más enmascarada; la parodia me ha permitido dinamitar los muros más recios […]. El lenguaje, la Forma, la trama aparecen al mismo tiempo y desde el inicio; cada entidad va dirigiendo a las otras, y las pulsiones, crispaciones, fisuras y reconciliaciones que se producen en ellas me permiten construir una visión oblicua, onírica, delirante del relato, y lograr un final abierto y felizmente conjetural». Y más adelante añade: «Después empieza el trabajo verdaderamente difícil, el que a mí más me gusta, darle forma a todo lo que ha llegado como un flujo: añadir, mutilar, ordenar». Una síntesis luminosa de sus persistentes reflexiones sobre el proceso de escribir.

En 1981 publicó Nocturno de Bujara, que albergó cuatro cuentos, «El relato veneciano de Billie Upward», «Mefisto-Waltzer», «Asimetría» y «Nocturno de Bujara», de los que (junto con «El oscuro hermano gemelo») afirma Pitol, «son indudablemente los mejores, los que mayor felicidad me han proporcionado al escribirlos. A veces pienso que no he intentado hacer otros porque serían inferiores a estos cinco preferidos, y por eso sólo me he interesado en la novela y el ensayo». Yo me quedé deslumbrado al leerlos. Le sugerí que se llamara Vals de Mefisto en nuestra edición (¿por razones eufónicas?, muy posible; ¿por un guiño a presuntos lectores de sectas satánicas?, más improbable), sugerencia que Sergio amablemente aceptó, y publiqué el libro hace veinte años, a principios de 1984. Fue el segundo título de nuestra colección «Narrativas hispánicas», inaugurada con El héroe de las mansardas de Mansard de Álvaro Pombo, ganador de nuestro primer premio de novela, en noviembre de 1983, que Sergio obtuvo en su segunda convocatoria con El desfile del amor. Por cierto que entre los finalistas de aquel primer premio figuraba el joven Vila-Matas con Impostura, a quien logré convencer, muchos años después, de que se presentara con El mal de Montano, galardonado en 2002. Bien, al final de este rodeo se llega a fijar, con la publicación de esos dos títulos de Sergio Pitol, los inicios de su carrera consular anagramática.

Pero permítanme otro rodeo, aún más largo, por la etapa preconsular de Sergio Pitol, para rememorar el momento del conocimiento verdadero, el reconocimiento del espíritu, la epifanía (y perdonen la expresión) de Sergio Pitol. Fue en la Nochevieja de 1970, en la fiesta que glosó magníficamente José Donoso en el capítulo séptimo de Historia personal del boom, famosa entre los estudiosos y aficionados a la literatura latinoamericana.

Pepe Donoso dictamina: «Para mí el boom termina como unidad, si es que alguna vez la tuvo más allá de la imaginación y si en realidad ha terminado, la Noche Vieja de 1970 en casa de Luis Goytisolo en Barcelona, presidida por María Antonia […]. Cortázar, aderezado con su flamante barba de matices rojizos, bailó algo muy movido con Ugné, los Vargas Llosa, ante los invitados que les hicieron rueda, bailaron un valsecito peruano, y luego, a la misma rueda que los premió con aplausos, entraron los García Márquez para bailar un merengue tropical. Mientras tanto, nuestra agente literaria, Carmen Balcells, reclinada sobre los pulposos cojines de un diván, se relamía revolviendo los ingredientes de este sabroso guiso literario, alimentando, con la ayuda de Fernando Tola, Jorge Herralde y Sergio Pitol, a los hambrientos peces fantásticos que en sus peceras iluminadas devoraban los muros de la habitación: Carmen Balcells parecía tener en sus manos las cuerdas que nos hacían bailar a todos como a marionetas, quizás con admiración, quizás con hambre, quizás con una mezcla de ambas cosas, como contemplaba a los peces danzantes en sus peceras».
Me permito unas precisiones algo aburridas al relato, espléndido y eficaz, de Donoso: yo entonces, en los inicios de Anagrama, no tenía estatura ni de marioneta para los fogosos intereses de mi amiga Carmen Balcells, ni tampoco apenas Pitol. En cuanto a Tola, entonces mano derecha (o lo que fuera) de Barral, su presencia se me ha borrado de la memoria: quizás un olvido selectivo después de las trastadas que nos gastó en México a los editores de Enlace, pocos años después. Y, desde luego, María Antonia jamás hubiera permitido que los invitados interfirieran imprudentemente en los hábitos alimenticios de sus queridos pececitos.

Bien, en apoyo de su tesis, Donoso cuenta cómo la discrepancia política con respecto a Cuba, a raíz del caso Padilla, «rompió esa amplia unidad». También es posible que los éxitos respectivos literarios y comerciales, de tonelajes diversos, hubieran contribuido a instaurar, por utilizar un verso de Gil de Biedma, «una cierta tendencia retráctil»

Mientras, en la casa abierta de los Goytisolo iban desembocando grupos de amigos procedentes de otras fiestas. Y en uno de ellos, el capitaneado por Margarita Obiols y Albert Broggi (que eran ya, y son ahora más que nunca, del círculo íntimo de Pasqual Maragall), iba, felizmente achispado, Sergio Pitol. Y Sergio y yo nos encontramos en un momento de la velada en un observatorio privilegiado, junto a la entrada del salón, y empezamos a comentar la sabrosa jugada y a competir en un torneo cada vez más disparatado, cada vez más carcajadas, rivalizando en maldades, en pérfidos comentarios respecto a las reacciones de los Grandes Protagonistas de la velada, pero just for fun, para vacilar, para pasarlo bien: es decir, perfecto. No sé si, como sugiere Donoso, allí se terminó el boom (me parece una voluntad de geometría discutible en un fenómeno tan poco manejable), pero sí fue para mí el inicio de mi gran amistad con nuestro futuro cónsul. Desde aquella madrugada, mi nuevo amigo no fue sólo un prometedor escritor latinoamericano, un colaborador de las mejores editoriales barcelonesas, un lector voraz y un amigo de tantos amigos. Para mí, Pitol ya fue Pitol.

Sergio me contó mucho después que su primer recuerdo conjunto, nuestra primera conversación literaria, fue a propósito de los Diarios de Gombrowicz que yo quería publicar, pero en el camino de la minúscula Anagrama se cruzó la poderosa Alianza Editorial.

Por cierto, y llegamos al momento científico, ambos somos Piscis (también lo es nuestro común amigo Luis Goytisolo), con lo que conlleva, en mayor o menor medida, nuestro poco envidiable signo zodiacal: por ejemplo, hipersensibilidad nada manifestada, silencios abisales, entusiasmos locuazmente inesperados, súbitas carcajadas y otras peculiaridades quizá no muy adecuadas para una comunicación fluida. Y, desde luego, no para llevar la voz cantante en un diálogo; nuestro registro y nuestra posible brillantez reside más bien en la acotación, en las notas como a pie de página (pertinentes o desaforadas, como las del chiflado profesor Kinbote en Pálido fuego de Nabokov). Y entre los nativos del signo (aunque durante el diálogo pueda haber la angustia subyacente de a quién le toca el fardo de la voz cantante) se produce a menudo (como, creo, entre Sergio, Luis y yo) una singular sintonía: conocemos los sobreentendidos, somos expertos en ellos (aunque a veces nos pasemos de la raya sobrevalorando indicios y no nos enteremos de nada). Otras peculiaridades de nuestro signo incluyen el reticente pudor de lo privado, rectificado a veces (aunque poco a menudo) con súbitas y embarazosas confesiones. Por ejemplo, Sergio es muy pudoroso (y sin rectificaciones). No sólo no habla de su casi inaccesible vida sentimental, sino que hasta ahora mismo, leyendo su prólogo al mencionado tercer tomo de sus Obras reunidas, no me había enterado de que su primera vocación fue la de editor. Aunque hemos tenido innumerables charlas sobre el mundo editorial, con el que ha colaborado durante años y que tan bien conoce (le dediqué un artículo llamado precisamente «Pitol, editor», por sus merodeos en el oficio), y aunque observa el paisaje con minuciosos ojos como de director literario (no son muchos los escritores con su visión panorámica y certera de la edición), ignoraba su fortísimo impulso juvenil. Así, escribe: «En esos años no tenía la menor idea de convertirme en escritor. En cambio, apostaba a ser editor, por eso mismo me preparaba con la corrección de manuscritos, de galeradas y planas, traducía artículos y libros y escribía notas de lectura para varias editoriales. Estaba convencido de que después de algunos años de aprendizaje literario dirigiría mi propia editorial, donde intentaría publicar a quienes se esforzaban por transformar la literatura mexicana».
Después de que Sergio dejara Barcelona, fui siguiendo más o menos sus andanzas, como consejero cultural en las Embajadas de México en Varsovia, París, Budapest y Moscú, hasta visitarlo en Praga, donde se instaló como embajador y escribió El desfile del amor. A partir de ahí, nuestra relación se hace muy frecuente, ya sin interrupción: publico sus libros, viene a Barcelona para las presentaciones, nos vemos aquí y allá, me ha ido sugiriendo y traduciendo títulos, de Borís Pilniak o Ronald Firbank, me ha escrito algún prólogo, hemos mantenido charlas enormemente nutritivas literariamente, pero es cuando regresa a México cuando empieza su etapa de cónsul anagramático, en su doble faceta import-export.

Ya de nuevo en su país, después de décadas de exilio, la gente lo considera nuestro hombre en México, al igual que Carmen Martín Gaite fue nuestra persona en Madrid para varios jóvenes escritores o yo mismo he ostentado, involuntariamente, demasiados puestos consulares en España: de Enzensberger, Kapuscisnki, Tabucchi, Magris, el British Dream Team, etc.

Sergio, por una parte, me indica posibles autores interesantes: por ejemplo, tras un encuentro con César Aira en la Mérida venezolana, hace muchos años, quedó entusiasmado con su novelita Cómo me hice monja, que por desdicha no llegué a leer, perdiendo así la ocasión de publicarla (aunque reencontré a Aira en el manuscrito Varamo). O, por ejemplo, me remite, muy recomendado, a un Juan Villoro casi de pantalón corto, o de bombachos, que está estudiando en Alemania y que traduce para Anagrama las espléndidas Memorias de un antisemita de Gregor Von Rezzori o Un árbol de noche de Truman Capote, y empezamos así una ininterrumpida amistad. Otro ejemplo: Selma Ancira, la «rusa», a quien Sergio había conocido en sus años de Moscú y sus noches blancas que tanto rememoraba. Selma tenía una Misión autoimpuesta, propagar la obra de Marina Tsvietáieva, a la que dedicaba todas sus dotes de persuasión que no son precisamente escasas ni esporádicas. Publiqué dos libros de dicha gran autora, El poeta y el tiempo y El diablo, y luego pasé el relevo a otras editoriales; mi misión con minúsculas quedaba ya cumplida. Ahora Selma, agotado o casi el filón Tsvietáieva, se ha apasionado con el conde Tolstói y sus monumentales Diarios. Y a Sergio debo el fichaje de su gran amigo Mario Bellatin. Empecé a leerlo y me fascinó, claro. También fue un firme impulsor (junto con Tono Masoliver) del fichaje de Marguito, es decir Margo Glantz, con quien tiene una relación estrechamente amistosa, aunque a veces algo puntiaguda. Y pienso que el apoyo de Sergio fue muy importante para que su gran amigo Carlos Monsiváis se decidiera finalmente, sólo con dos décadas de retraso, a presentarse al Premio Anagrama de Ensayo, que ganó con Aires de familia.

Además, cada vez que vamos a México, Sergio, muy impuesto en su papel, nos recoge la primera mañana después de la llegada, desayunamos juntos en el hotel y, montados en su coche que conduce eficazmente Guillermo, hacemos durante todo el día la tournée de librerías del DF y, de paso, el sabroso recuento de chismes y novedades. Y se encarga de organizar comidas y encuentros con nuestros amigos comunes, así como también de atender a los autores españoles de Anagrama cuando viajan a México.

Y para terminar, mis grandes amigos Sergio Pitol y Juan Villoro han seguido con interés, e incluso con agrado, mis artículos y conferencias que se iban publicando esporádicamente aquí y allá, en periódicos y revistas. Un día, en verano de 2000, me persuadieron de que ordenara una serie de textos para publicarlos en otoño durante la Feria de Guadalajara y bajo el sello de la editorial mexicana Aldus apareció la primera versión de mis Opiniones mohicanas. Lo cual alentó este proceso de grafomanía progresiva que ahora mismo están ustedes padeciendo y que tanto me complace. Gracias también por eso, querido cónsul.