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Una historia tan afilada como un cuchillo

Entrevista con Robert Bringhurst

Nacho Fernández R.
Imagen Minerva

Robert Bringhurst (Los Ángeles, California, 1946) es un escritor ampliamente conocido como estudioso de las culturas nativas de la costa del Pacífico en Norteamérica, y en particular de la poesía oral y el arte totémico de la comunidad haida. Además, Bringhurst goza de enorme prestigio en dos ramas profesionales emparentadas: la creación literaria y el trabajo editorial. Ha publicado más de una docena de poemarios, ensayos y traducciones. También es uno de los historiadores de la tipografía más conocidos del mundo, y su volumen Los elementos del estilo tipográfico ha sido traducido a una decena de idiomas.

La cultura haida está geográficamente situada en una zona –la costa noroeste del continente americano– donde confluyen diferentes comunidades nativas: tlingit, tsimshian, kwakiutl... ¿Qué le llevó a interesarse particularmente por los narradores orales de esta colectividad, frente a los de otras culturas cercanas?

Transcribir una literatura oral es una tarea descomunal que se ha hecho con acierto en varias ocasiones, pero cualquier trascripción efectiva es un suceso extraordinario. Se necesita como mínimo a un poeta oral de primer orden –o preferiblemente varios– que esté dispuesto a poner en práctica su arte frente a un desconocido. Se necesita un lingüista de formación sólida con inteligencia literaria, enorme paciencia y determinación, y algo de calado humano y respeto por las personas con las que está trabajando. También, una situación y una ubicación hospitalaria, donde el arte pueda florecer, lo que puede significar una audiencia nativa dispuesta a tolerar al desconocido entre ellos. Puede que se requiera además un intérprete que medie entre el lingüista y el narrador del mito, y como todos los implicados tienen que dedicar mucho tiempo, también se necesita algo de dinero para respaldar el proyecto.

Ese tipo de lingüistas escasea, quizás incluso más que los buenos narradores de mitos, ya que la profesión atrae a muchos que quieren preservar la lengua en formol. Hay más de un centenar de lenguas norteamericanas nativas en las que existe un corpus bastante sustancial de literatura oral transcrita. He leído casi todas esas transcripciones, o todas las accesibles, ya estén impresas o en manuscritos (hay muchas que nunca han sido publicadas). También he leído una buena muestra de ese tipo de textos de otros lugares del mundo. En mi opinión, las historias haida dictadas a John Swanton en 1900 y 1901 incluyen parte de la mejor poesía oral que se haya trasladado jamás a las escritura.

Durante su intervención, usted leyó brevemente en lengua haida, pese a que casi con toda seguridad la totalidad del auditorio la desconocía. Fue un momento sorprendente, un encuentro original con un idioma ajeno a los referentes lingüísticos de los que le escuchábamos. ¿Cuándo y dónde la aprendió?

La aprendí en papel, no a través de un intercambio personal, así que en cierto sentido no conozco la lengua en absoluto. Me acerqué a ella de la misma manera en que uno lo haría a una lengua antigua, por ejemplo el griego clásico o el sánscrito. La única diferencia es que las herramientas para estudiar lenguas clásicas –las gramáticas y los diccionarios– son prácticamente inexistentes para el haida. Swanton había escrito un pequeño esbozo gramatical, y existía un pequeño y tosco diccionario en ciclostil de haida coloquial de Alaska. Se ha publicado un gran diccionario y una gramática haida hace cinco o seis años, pero yo estaba haciendo esto hace veinticinco. Me sentaba en una pequeña casa de madera, en una isla cerca de Vancouver, con una copia del manuscrito de Swanton en haida meridional, y comencé a aprender la lengua leyendo cientos de páginas de texto en haida, una y mil veces, comparándolas con las propias traducciones de Swanton. Compuse mi propio diccionario y gramática a medida que avanzaba.

El manuscrito de Swanton estaba escrito en trascripción fonética, así que sabía algo sobre cómo debían sonar las palabras, pero no lo suficiente como para suplantar a un hablante nativo. Ninguno de los haida que conocí cuando empecé hablaba la lengua con fluidez. Había todavía vivos sólo alrededor de media docena de hablantes que lo hacían. Me puse en marcha para conocer a varios, y eran gente encantadora, pero asiduos a la iglesia, no narradores de mitos; ni siquiera eran oyentes de mitos en la vieja tradición haida. Su lengua era diferente a la que escuchó Swanton, porque la utilizaban de diferente manera y vivían en un mundo distinto; así que los dejé en paz y empecé a frecuentar mucho al artista haida Bill Reid, que sólo sabía unas cuantas palabras en haida, pero que se había pasado la vida aprendiendo a reconstruir la visión precolonial haida del mundo a través de la escultura, un arte fuertemente vinculado, como la pintura renacentista, a la tradición narrativa. Reid se convirtió en mi maestro de arte y metafísica haida y me solucionó el problema de aprender a leer de viva voz los textos escritos, entregándome cintas grabadas de un hombre llamado Henry Young –que tenía entonces ochenta años y había conocido a los narradores de mitos que le dictaron historias a Swanton– contando historias y cantando en haida hacia 1960.

En el contexto de la recolección de mitos orales impulsado en Norteamérica por el antropólogo Franz Boas, ¿qué diferencia el trabajo de Swanton, que fue uno de sus discípulos?

Swanton tenía más paciencia con los narradores que Boas, y era más sereno, más relajado. No era mejor lingüista que Boas, pero sí mejor oyente. También entendió que estaba escuchando literatura, no sólo tomando muestras lingüísticas para analizar en un laboratorio. Durante cuarenta años de docencia, Boas tuvo unos pocos estudiantes con esta destreza –Edward Sapir, Ruth Bunzel, Melville Jacobs–, pero Swanton fue el primero.

Usted es el antólogo y el traductor de una trilogía, The Classical Haida Mythtellers and Their World [Los narradores clásicos haida y su mundo], y el autor del primer volumen, una introducción detallada a la poesía oral de esta comunidad, mientras que los dos siguientes aparecen firmados por dos poetas orales haida, Skaay en un caso y Ghandl en otro. ¿Qué le llevo a organizar y acreditar la obra de esta forma?

Para serte sincero, me enfurece que la gente trate a los grandes narradores de mitos nativos de América como irreconocibles, indiferenciados y anónimos portadores de la cultura tribal. ¡Cada uno es tan diferente, tan singular! Algunos, en ciertas comunidades, son tan modestos que no quieren ser mencionados, pero los haida que hablaron con Swanton raramente eran tan tímidos. Merecen ser reconocidos como seres humanos reales, como verdaderos artistas. También es cabal para el resto de nosotros estar familiarizados con su particular maestría. Cuando es así no los puedes confundir, del mismo modo que no confundes a Machado con García Lorca, o a Tiziano con Mantegna.

¿Qué hace a estos autores haida, Skaay y Ghandl, particularmente importantes dentro del contexto de la transmisión oral de mitos nativos de la costa noroeste?

Ambos tenían un gran talento, y los dos lo cultivaban. Uno de ellos, Ghandl, era ciego. El otro, Skaay, fue un hombre sano durante su juventud, pero en 1900 era un anciano y estaba lisiado. Ni Skaay ni Ghandl podían hacer cosas que otros hombres haida sí –cazar en el mar, pescar o dedicarse a la carpintería– , pero podían contribuir a la vida de la aldea con su habilidad para contar historias y en su comunidad eran famosos por ello. Por eso llevaron a Swanton a conocerles. También eran muy diferentes el uno del otro.

En el primer volumen de la trilogía, usted argumenta que la literatura del continente norteamericano está condicionada por una interpretación eurocéntrica, que data sus comienzos en la época colonial, y que permanecerá incompleta sin el reconocimiento de éstos y otros autores nativos. ¿Qué aportan estos autores al conjunto de esa literatura?

Lo primero de todo, curan el espejismo de que Norteamérica no tiene nada que contarse a sí misma excepto lo que ha conseguido expresar en inglés, español o francés. La literatura colonial se escribía en granjas y pueblos construidos sobre modelos europeos, pensados para permitir a sus habitantes seguir viviendo vidas europeas. En aquellos días, el sermón era el género colonial más importante, y algunos de los colonos –como Cotton Mather– los podían escribir de cientos de páginas. A medida que se encontraron un poco más cómodos y el ardor religioso perdió fuelle, los americanos desviaron su fidelidad al sermón hacia la novela y así han seguido desde entonces (verás que muchas novelas americanas, incluyendo la mejor, Moby Dick, tienen un pie en cada lado, y pertenecen a los dos géneros a la vez).

La novela es una invención espléndida y muy versátil, pero su interés se centra en los seres humanos. Por lo general no tiene espacio para los árboles, las rocas, los accidentes del terreno u otras especies de animales, salvo como decorado o espectáculo, ni tampoco para espíritus o dioses excepto como una fuerza extraña, desposeída de voz y casi siempre malévola.

En la literatura oral nativa hay oraciones, historias y discursos, pero el género más importante es el mito. En el mundo mítico todo está vivo, y todo lo vivo puede hablar. Los árboles y las rocas, las montañas y los bosques, los osos y las ballenas pueden interactuar con los seres humanos cara a cara y mirándose a los ojos. Estas literaturas ponen a los humanos en el sitio justo, como una especie entre muchas, en vez de pretender que somos la única especie de importancia.

Sabemos que una de las cualidades de la oralidad es la ausencia de una versión única: en la transmisión oral las narraciones, las canciones, los poemas, acomodan variaciones que dependen en muchos casos del estilo individual del narrador, de la memoria o incluso del azar. El concepto de autoría gana importancia con la cultura escrita. Skaay y Ghandl eran narradores orales cuyo estilo quedó fijado por las transcripciones de John Swanton. Imaginemos una situación de continuidad histórica en la que su cultura hubiera permanecido al margen de la escritura. ¿Cree que serían recordados?

La literatura oral se transcribe en periodos de colisión o transformación cultural. Los poemas haida son un ejemplo de lo primero, el Cantar de mío Cid de lo segundo. El problema que tenemos es que no sabemos qué pasó cuando se transcribió el mío Cid. ¿Fue Per Abbat, cuyo nombre figura en el manuscrito, el amanuense que recogió el dictado de un excelso poeta oral cuyo nombre se ha perdido, junto con la primera página? ¿O fue el recopilador y compilador que recogió fragmentos aquí y allá y los unificó, rellenando los huecos con su propia escritura, al igual que Elias Lönnrot hizo con el Kalevala? No lo sabemos. Pero sí sabemos mucho sobre cómo Swanton tomaba dictado: él especifica claramente en su manuscrito quién dicta qué; no censuraba lo que escuchaba, como hicieron otros etnolingüistas; no rellenó huecos, ni cosió la historia de una persona con otra utilizando su propia escritura. Por tanto, tenemos un cuadro bastante completo del repertorio, el estilo y las habilidades del artista al que escuchaba.

Si la literatura haida hubiera permanecido ininterrumpida por los europeos, el trabajo de Skaay y de Ghandl se habría fundido en la continuidad de la tradición oral, y sus nombres se habrían olvidado. Eso fue lo que pasó con sus predecesores, al igual que con todos los poetas épicos griegos hasta el momento en que la Ilíada y la Odisea se escribieron. Todos esos poetas griegos –cientos de ellos– están ahora enlazados en un solo nombre: Homero. Pero Homero no podría haber existido sin la tradición anterior a él.

¿Cuál sería el caso si la escritura hubiera sido introducida a los haida por sí sola, sin la compañía de la viruela y otras enfermedades coloniales, que exterminaron al noventa por ciento de su población, o sin ninguna interferencia gubernamental o misional? No está claro que los haida hubieran considerado la escritura como algo útil en esas condiciones. No hay cultura, hasta donde yo sé, que haya cambiado de oral a alfabetizada sin haber sido forzada a aceptar también muchos otros cambios.

Usted emplea una terminología filológica extremadamente cuidadosa y define estas obras como poemas narrativos. ¿Qué les confiere, a su juicio, su cualidad poética?

Los llamo «poemas» por su densidad e integridad estructural, y también porque creo que es el mejor término genérico que tenemos para describir «una obra literaria de enormes cualidades». No están compuestos en verso métrico ni estrofas, y soy consciente de que mucha gente piensa que toda la poesía premoderna debe ser métrica, pero esa conclusión es sencillamente equivocada. El verso métrico es lenguaje cultivado, llega con el neolítico. No he sido capaz de encontrar una sola sociedad preagrícola en la que los poemas narrativos fueran métricos. Lo que sin embargo sí tienen es una suerte de estructura fractal, como un copo de nieve o un árbol, que denomino prosa noética, una estructura narrativa que parece ser universalmente humana. Aparece en historias contadas por niños a lo largo y ancho del mundo, lo que no implica que tenga que ser pueril. Cuando Skaay concibe una estructura de ese tipo en un poema narrativo que dura cuatro horas, la sofisticación y la madurez de esa técnica es a todas luces obvia.

¿Cómo afecta esta consideración a su puesta en página?

La estructura fractal de la narrativa oral paleolítica fue descubierta en primera instancia por un lingüista llamado Dell Hymes. No llamó fractales a estas estructuras; en realidad, no se dio cuenta de que lo eran, pero tampoco se le ocurrió a nadie más. Benoît Mandelbrot, el matemático que descubrió los patrones fractales, lo hizo a comienzos de la década de 1970. En 1975 publicó su descubrimiento y acuñó el término «fractal». Hymes había comenzado a encontrar patrones de este tipo en la narrativa oral nativa de América quince años antes. Pero Hymes no leía demasiadas matemáticas francesas, al igual que Mandelbrot no leía etnolingüística nativa. Sus percepciones no convergieron hasta final de siglo. Cuando era joven, Hymes fue amigo y compañero de habitación en la universidad del poeta Gary Snyder, así que estuvo muy expuesto a la poesía americana moderna: William Carlos Williams, Ezra Pound, Charles Olson y, por su puesto, el propio Snyder. Cuando Hymes empezó a encontrar patrones fractales en la narrativa nativa de América y buscaba maneras de hacerlos visibles, la poesía moderna vino en su ayuda. Dividió las historias en actos y escenas, las escenas en estrofas y éstas en frases, utilizando diferentes sangrados para resaltar los estratos. Todo el que se dedica a esto tiene su propio método, pero estamos todos en la senda de Hymes. La notación que utilizamos debe algo a Williams, a Pound, a Whitman...

Menciona usted en uno de sus ensayos: «generalmente la organización acústica alcanza mayor relevancia en las sociedades agrícolas. La gente que planta vides, campos y huertas, imponiendo un orden numérico en sus ecosistemas, a menudo también lo asigna al lenguaje de sus canciones e historias». Asumiendo que una determinada relación con el entorno determina también el carácter del mito, ¿cuál es para usted el elemento o los elementos comunes a la poesía oral haida? ¿Qué es reconocible de una narración a otra?

Se me ocurren inicialmente tres o cuatro cosas: primero, la mayor parte de las narraciones clásicas haida son mitos. Su principal preocupación no es la especie humana, sino un mundo más amplio del que los humanos dependen, y en el que éstos tienen un papel modesto. Por tanto, en los poemas narrativos haida habrá personajes no humanos, y serán importantes. Cualquier cosa significativa para la historia estará personificada: representada como un ser vivo inteligente.

Segundo: si se trata de un narrador de mitos competente, no se desperdiciará palabra alguna. La historia puede durar varias horas, pero el lenguaje será tan económico como un poema imaginista de doce palabras. No se desperdiciará ni una sílaba en lo pintoresco. Si se nos cuenta que un personaje tiene el pelo o las uñas largas, o incluso que un padre ama a su hija, descubriremos una hora más tarde que ello es significativo.

Tercero: sin importar si la historia es larga o corta, tendrá una estructura fractal, una geometría orgánica, similar a la estructura de un animal o una planta, donde el número cinco tendrá una importancia capital y, generalmente, los números dos y tres jugarán un papel secundario. Si una sucesión de eventos o un grupo de personajes pasa del número cinco, generalmente llegará al diez. Las cosas rara vez ocurren en cuartetos, como lo harían en una historia navajo.

Cuarto: la historia se desarrollará en el lenguaje escalonado de la narrativa oral nativa de América, que no es ni verso ni prosa. Tendrá la densidad de la poesía y la estructura fractal que he mencionado, pero no será verso métrico, ni tendrá el fluir lógico de la prosa. Sé que mucha gente estará de acuerdo con el profesor de filosofía de Molière, que dice que todo es o verso o prosa. Mucha gente también afirma que la literatura canadiense es o bien francesa o inglesa; pues sintiéndolo mucho están equivocados, en ambos casos.

Para un lector europeo, o por lo menos para mí, el elemento común más llamativo es la presencia constante de los animales en interacción con los humanos. Recogiendo una frase de John Berger en relación a los moradores de la cueva de Chauvet, en Francia, «en el mundo no había animales, el mundo eran los animales». ¿Cuál es el papel de los animales en estos mitos, y en concreto de los animales que pueden sumergirse en el mar?

La reflexión de Berger es esencialmente acertada. En la literatura del neolítico, los humanos están en un rango situado aproximadamente sobre los otros animales y por debajo de los dioses. En la literatura de las sociedades industrializadas los dioses han desaparecido en su mayoría, y el resto de los animales han sido relegados a un estatus menor que el de las máquinas. En el mundo haida –y en general en el de las narraciones míticas de los nativos americanos– los otros animales son por lo menos tan poderosos como los humanos y pueden casarse con ellos. El mundo está también lleno de seres-espíritus, o digamos, siguiendo a Berger, que el mundo consiste en esos seres, que son claramente más poderosos que los humanos. A esos seres se les llama sghaana en haida. Sghaana significa «orca», pero a cualquier ser-espíritu se le llama así, y estos sghaana pueden adoptar la forma de montañas, acantilados, promontorios, ríos, árboles, moluscos, garzas, lenguados y prácticamente cualquier otra cosa, incluyendo casas o canoas, no sólo la forma de una orca.

Desde la perspectiva oriental y europea el mundo haida está al revés: los seres más poderosos no viven en el cielo, sino bajo el mar. La comida y otros obsequios emergen del mar, no caen del cielo. Los chamanes haida raramente vuelan, sino que a menudo se sumergen. En las historias de Skaay, los seres-espíritus llaman a los humanos xhaaydla xhitiit, «inútiles aves de superficie». Bajo sus parámetros somos impotentes porque no podemos cruzar la frontera al mundo bajo el agua. Tampoco podemos volar, pero volar no parece contar tanto como sumergirse.

Por otro lado, no se supone que los humanos acaben bajo el mar cuando se mueren, de la manera en que cristianos y judíos imaginan ir al cielo. Los mitos dejan claro que el único lugar donde los humanos pueden ser felices es en la superficie, justo por encima de la playa, que es el único emplazamiento en el que los haida han construido poblados. En sus historias, los humanos a menudo se afanan terriblemente en evitar ser convertidos en sghaana. Lo que un haida clásico desea y espera tras su muerte es la reencarnación en el ámbito humano.

Hasta sus biografías oficiales mencionan que su labor como traductor y antólogo de mitos orales haida no ha estado exenta de controversia, acusándosele incluso de apropiación. Pero más que desentrañar esa polémica, le pediría una opinión para un público ajeno a los conflictos con las comunidades nativas en sociedades postcoloniales. ¿Qué herida continúa abierta? ¿Qué puede hacerse para que deje de sangrar?

Los haida sufrieron enormemente a consecuencia de la invasión europea, como todas las naciones nativas de las Américas. Algunos lo han superado, pero muchos otros están todavía heridos y desorientados, son profundamente desconfiados y siguen violentamente enfadados. Tienen todo el derecho a estarlo durante el tiempo que puedan aguantar sentirse así. Pero las personas heridas y enfadadas hacen insensateces a menudo: por ejemplo beber demasiado, insultar a sus amigos o maltratar a sus mujeres e hijos.

La nación haida es hoy un éxito político. Sus líderes son inteligentes, tienen confianza en sí mismos, están preparados para la diplomacia y están ocupados en asuntos de importancia: reivindicaciones territoriales y reparaciones o grandes negocios y juicios, donde hay mucho dinero en juego. Si aparece un asunto menor –un nuevo libro de arte haida o mis traducciones de literatura haida–, en ocasiones los líderes pasan el tema a una persona más joven que está aprendiendo, o un hombre o mujer joven se lo apropian sin que nadie se lo pida, para tratar de hacerse un nombre. Ahí es donde se generan los problemas. Una persona joven que no entiende su propio enfado y que quiere desesperadamente ganar relevancia como defensor de su gente necesita encontrar un enemigo.

Si una cosa así salta a la prensa, se añade un ingrediente más de confusión a la escena. En casos como éste, el periodista generalmente echará mano del cliché que tenga más a mano. A menudo habrá indios y vaqueros, al estilo postcolonial, por lo que sólo cabe decir que estoy robando y malinterpretando la herencia haida. Los hechos pueden ser que estoy colmando de alabanzas la literatura haida, mostrándome enormemente respetuoso con ella, dilucidando sus propiedades y demostrando mi punto de vista a través de una recopilación de documentos a los que los propios haida habían perdido la pista. Muchos de los haida saben que los hechos son así, pero el periodista necesita el ritual del combate y ésto sólo arruinaría su crónica.

No preveo que los haida olviden alguna vez lo que les han hecho, y no veo por qué deban hacerlo. Pero las viejas heridas están sanando y la sangre no fluye. La pregunta más difícil es, ¿qué tenemos que hacer para dar a la trágica historia de la interacción entre nativos y colonizadores una oportunidad de un final más feliz? A mí me parece que Canadá debe abandonar su vieja imagen de sí mismo como un imperio colonial bilingüe y aceptar su verdadera identidad como una mixtura de experiencias e ideas indígenas e importadas. Debe convertirse, como dice John Ralston Saul, en una nación métis [etnia canadiense fruto de matrimonios mixtos entre indígenas y europeos, que se constituyó como colectivo independiente durante el siglo XVIII]. Pero ésa es una historia que, de nuevo, los periodistas canadienses no han aprendido a contar y que muchos canadienses no han aprendido a escuchar. Ése es el verdadero problema, y a mí no me parece que se esté avanzando hacia una solución o se está avanzando demasiado despacio. No es una herida, es una enfermedad. Y no necesitamos parar el flujo de la sangre. Necesitamos hacerla correr por arterias y venas.

Selected poems, Kentville, Gaspereau Press, 2009

Everywhere being is dancing: twenty pieces of thinking, Berkeley, Counterpoint, 2007

The tree of meaning: thirteen talks, Berkeley, Counterpoint, 2006

The solid form of language: an essay on writing and meaning, Kentville, Gaspereau Press, 2004

Ursa major, Kentville, Gaspereau Press, 2003

Being in being: the collected works of skaay of the qquuna qiighawaay (editor y traductor), Vancouver, Douglas & McIntyre, 2001

Ghandl of the qayahl llaanas. Nine visits to the mythworld (editor y traductor), Vancouver, Douglas & McIntyre, 2000

A story as sharp as a knife: the classical haida mythtellers and their world, Vancouver, Douglas & McIntyre, 1999

Cuentos del cuervo. Mitos y leyendas de los indios haida, Madrid, Hiperión, 1998 [con Bill Reid]

The elements of typographic style, Vancouver, Hartley and Marks Publishers, 1992