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La belleza de un puente

Una conversación con Javier Manterola

Miguel Aguiló
Imagen Minerva

Javier Manterola es uno de los ingenieros más innovadores y respetados de nuestro tiempo. Ha participado en más de doscientos proyectos en Europa y América en el ámbito de la construcción civil y ha colaborado con los más prestigiosos arquitectos españoles, como Francisco Javier Sáenz de Oiza o Rafael Moneo. Destaca especialmente por su labor como diseñador de puentes y viaductos, que le ha valido un unánime reconocimiento dentro y fuera de nuestras fronteras, y posee una mirada atenta a otras disciplinas, como la arquitectura y las artes plásticas, que han influido enormemente en su obra. Entre la extensa lista de galardones que ha recibido, cabe destacar el Premio Príncipe de Viana de la Cultura o el Premio Nacional de Ingeniería del Ministerio de Fomento. Con motivo de la entrega de la Medalla de Oro del CBA, Javier Manterola sostuvo un diálogo con el también ingeniero y economista Miguel Aguiló. Los comentarios de las imágenes que acompañan el texto son del propio Manterola.

Remontándonos a los orígenes de tu trayectoria profesional, declarabas, en una entrevista con Javier Rui-Wamba, que tu primer trabajo, la estructura de Torres Blancas de Sáenz de Oiza, resultó imposible de realizar, aunque fue muy satisfactorio: «Las líneas de nivel de espesores de losa a las que habíamos llegado como desiderátum de una estructura eran preciosas, pero inconstruibles. Vino el constructor y se las cargó en un minuto, y con razón. Yo era jovencísimo y Sáenz de Oiza no era el arquitecto con mayúsculas que fue después».

Lo cierto es que empecé Torres Blancas antes de terminar la carrera; me llamaron de Huarte y Cía. y conocí a Sáenz de Oiza. Fueron tres o cuatro años fantásticos, en los cuales Juan Huarte, Sáenz de Oiza y yo nos reuníamos casi todas las tardes. En aquel momento yo era un ingeniero jovencísimo y empezaba a querer configurar la forma en que se manifiesta la ingeniería, concretando qué es lo resistente, los materiales, lo constructivo... Aprendí mucho de Sáenz de Oiza, que sabía bastante de estructuras, con ese conocimiento –un tanto intuitivo– que da el haber trabajo mucho en un asunto. Me acordaré siempre de nuestras discusiones sobre el entrante de los núcleos laterales con los discos de arriba, yo quería que fuese articulado. Recuerdo con mucho cariño esa etapa de formación, y a Sáenz Oiza, a Juan Huarte y a Carlos Fernández Casado.

En cambio, uno de tus primeros puentes, el de Cuatro Caminos, ha tenido una larga vida y ha sido una de las obras más reconocibles del paisaje urbano de Madrid, aunque fuera finalmente demolido...

Se trata del primer puente que realicé en Madrid, y lo ganamos en un concurso complicado, por la enorme calidad de los participantes. Constituyó, además, mi primera oportunidad de pensar una obra dentro de la ciudad, ya que los puentes normalmente se construyen en el campo. Su ubicación era difícil: Cuatro Caminos se sitúa sobre una ladera –mientras que lo más sencillo es construir un puente sobre una vaguada–, y recuerdo que pensé muy claramente: «si tuviese dos cuchillas enormes, haría dos cortes longitudinales, cogería el pavimento y lo levantaría para que pudiesen pasar los coches». Y ejecuté dicho pensamiento, aunque evidentemente no levanté el pavimento, sino que lo construí de hormigón, realizando una especie de transición suave, una cinta que se despegaba del terreno.

Es un puente al que estoy muy agradecido; ha tenido éxito y me ha gustado siempre, hasta cuando fue demolido. En el Ayuntamiento me dijeron que iban a conservar una sección transversal como monumento en la Glorieta, pero finalmente cambió la Administración y el puente desapareció por completo. He sentido un gran afecto por esta obra, porque a los puentes –como a las personas– se los quiere más o menos, y hay momentos en la vida en que emprender un proyecto determinado –no por el valor intrínseco del resultado final, sino por todo un conjunto de factores– genera una serie de interrogantes que se van concretando, y son justamente esas respuestas las que hacen que quedes más o menos satisfecho con la obra. Eso es lo que sucedió con Cuatro Caminos, y por ello es para mí especialmente importante.

Precisamente, es en la manera de resolver determinados interrogantes, planteados en función de las necesidades de un proyecto en concreto, donde reside el acierto y la singularidad de una obra. Para ello es necesaria una atención redoblada, una escucha que resulta esencial para ti: «En el cálculo antiguo de puentes –dices– resultaba necesario establecer una serie de simplificaciones y particularidades para poder abordar los problemas reales de una manera aproximada. Hoy en día todas esas simplificaciones y particularidades empiezan a sobrar y en el futuro sobrarán del todo. Sin embargo toda simplificación encierra una gran propiedad. Simplificar bien es extremadamente difícil y supone una penetración muy intensa en el comportamiento resistente de las estructuras. Sentir la estructura, a la que tantas veces se refería Eduardo Torroja, no es sino esa comprensión profunda del hecho resistente, que es fruto únicamente de una observación intensa».

Lo cierto es que ingenieros muy notables como Eduardo Torroja o Fernández Casado, al final de su vida profesional, decían que lo importante era el conocimiento de lo resistente, la expresión de dicha resistencia como si fuera una intuición.

Los ingenieros nos han planteado durante mucho tiempo el hecho de que tenemos que determinar la cuantía de los esfuerzos que son necesarios para que las cosas se sostengan y no se caigan. Es algo que requiere una educación larga y compleja, que te va configurando como alguien que sabe cuantificar los esfuerzos y las deformaciones de cualquier estructura, lo que supone una enorme cantidad de trabajo. Chillida solía decir que las cosas que hay que hacer son las que no se saben hacer, y tenía mucha razón. La cuestión es que yo me dediqué durante muchos años a trabajar intensamente sobre el hecho de resistir. Echaba la vista atrás y recordaba que Torroja se había ocupado durante mucho tiempo del cálculo de las estructuras, al igual que Carlos Fernández Casado, quien escribió ampliamente sobre el tema. Yo llegué realmente a la penetración en las estructuras, con el fin de comprenderlas, a través de un duro y prolongado trabajo a lo largo de los años. Hoy en día los ordenadores han simplificado las cosas, dando respuestas más precisas, que en mi época debíamos calcular nosotros mismos. Pero lo que espero es que los ingenieros jóvenes empiecen a producir esa interiorización de lo que es resistir a través de los resultados obtenidos por el ordenador. Porque para configurar dentro de una persona lo que es el sentimiento de lo resistente –que después se manifiesta, por ejemplo y en mi caso, en la construcción de puentes– es necesario penetrar en su esencia.

Esa capacidad de observación, tan característica de tu trabajo, la ejerces no sólo con respecto a las estructuras, sino también en el diálogo que estableces entre la ingeniería y otras artes. «Hay que conocer –afirmas– el mundo de cada una de las artes para comenzar a apreciarlas. Estamos trabajando para que la gente empiece a mirar y a saber ver la ingeniería, para entenderla mejor. En este ámbito se debe entrenar la mirada, al igual que se enseña a apreciar la escultura, la pintura, la arquitectura, la música... Enseñamos la ingeniería pensando que no sólo mostramos una cosa funcional, sino que, además, se trata de algo bello».

Puede pensarse que es una cuestión de gusto, aunque el gusto también se cultiva. A mí me gustan los puentes, algunos en particular, y también reflexionar sobre dicha afinidad. Asimismo, se puede pensar qué es lo que nos atrae especialmente de un cuadro, de una escultura o de una obra arquitectónica. Siento una especial atracción, por ejemplo, por Los fusilamientos del tres de mayo de Goya, las pinturas de Manet o Picasso, y sé lo que me gusta de ellas, pero no sé si es lo que me debería gustar. Reflexiono del mismo modo acerca de la ingeniería, veo mis puentes y las obras de los demás, y algunos me gustan especialmente. Pero las obras de los ingenieros de caminos, equivocadamente, no se suelen asociar con el arte. Nos ocupamos de la gestión de las infraestructuras, de la ordenación del territorio con sus puentes, presas, carreteras, puertos, produciendo muchas veces obras muy hermosas que no alcanzan la calificación de artísticas, pues no hemos sabido trasladar a la sociedad civil esa manera de ver, de mirar, que descubre la belleza creada por muchas de las obras de los ingenieros.

Podríamos trasladar el mismo problema a otras artes, que a veces funcionan como compartimentos estancos, de manera muy endogámica. Recuerdo al respecto un chascarrillo de pintores: «Una escultura es aquello con lo que te tropiezas cuando das un paso atrás para ver un cuadro». En el mundo del arte hay muchos buenos artistas, excelentes pintores que no saben nada, por ejemplo, de arquitectura. La manera de mirar es diferente en cada una de las artes. En ingeniería creemos que, para poder apreciarla, hay que aprender a verla. No sé si todo es arte –como decía Duchamp–, aunque sí es cierto que determinados quehaceres están empezando a ser considerados como tal, ya que son depositarios de la génesis del mundo, de las formas de la actualidad.

Últimamente he estado hablando de estos temas con Luis de Pablo, compañero de la Academia, al que en un coloquio le preguntaron por la dificultad que evidentemente presenta la música contemporánea para todo el mundo, incluidas las personas que disfrutan, no sólo de las demás artes, sino de la música en sí. Luis de Pablo contestó que para entender de música contemporánea no hay que hacer más que una cosa: escucharla de verdad. Lo mismo ocurre con la ingeniería: hay que mirarla, empezar a compararla, distinguir una cosa de otra, y así se empieza a entender. En eso estamos: en una concienciación algo más amplia de lo que es la ingeniería en sí en la sociedad actual.

Según tus propias afirmaciones, debería además realizarse un esfuerzo mutuo, no sólo por parte de la ingeniería, sino también por parte del ámbito artístico: «El que la ingeniería sea considerada una obra de arte no es necesariamente importante para la ingeniería, es importante para el propio arte».

Sí, creo en eso. Y observo además que las cosas empiezan a cambiar. La historia de la ingeniería y la de la arquitectura corren paralelas hasta el siglo XIX, cuando un conjunto de profesionales que construyen empiezan a considerar la ciencia como algo fundamental en su trabajo. Es en ese contexto donde aparece el ingeniero, y donde se desarrolla el mundo formal al que antes he aludido: cómo, a través de lo resistente, de lo material, de la manera de construir, se pueden decantar una serie de formas nuevas y específicas que los ingenieros lograron y encontraron a lo largo del siglo XIX; pero con una particularidad: sin observar lo que por su parte hacía la arquitectura.

El universo formal que produjo la ingeniería a lo largo del siglo XIX ha transformado el mundo. Los ingenieros realmente han construido su propio destino y han hecho una aportación fundamental al mundo de las formas. Todo esto lo tenía muy claro, y así lo expresé en el discurso que hice al ingresar en la Academia de Bellas Artes. Pero ahora empiezo a dudar un poco, ya que creo que sería conveniente que los ingenieros empezaran a sentir que lo que hacen es importante también desde el punto de vista estético. Pienso que hay que concienciarles del hecho incontestable de que su actuación en la ordenación del territorio, que es enorme, empieza a ser consistente.

Vamos a abordar ahora algunos tipos de obra, para empezar a cultivar esa mirada atenta sobre la ingeniería. Con respecto a la carretera, por ejemplo, has afirmado: «La pregunta de si lo hermoso es la carretera o el entorno debe reformularse. Una carretera es tanto mejor cuanto más partido saca del entorno, cuanto más consigue mejorarlo, sabemos cómo es una montaña por la huella que una pequeña carretera deja al escalarla».

La verdad es que he dedicado toda mi vida a hacer estructuras y puentes, no he proyectado nunca una carretera, y de mayor lo he lamentado, ya que me hubiera permitido descubrir cómo se acopla al terreno y a una geometría que se deriva de las leyes del tráfico, de la aceleración, de la velocidad, de la fuerza centrífuga, produciendo en ocasiones unos contrastes bellísimos, absolutamente impresionantes. Además de que, en la actualidad, cuando se diseña una carretera, se puede controlar lo que va a ir viendo quien circule por ella. Cuando indagué en torno a la relación de la obra con el terreno, lo hice en el ámbito de la arquitectura, pero la escala es distinta. Los ingenieros construimos unas obras enormes, que plantean problemas nunca vistos. Una carretera va dibujando el monte a lo largo de kilómetros, creando líneas de gran belleza. El problema es que no se puede contemplar todo su desarrollo, únicamente desde sitios destacados que den la perspectiva suficiente. Los cineastas lo han descubierto y lo están aprovechando con planos aéreos. Hay cosas realmente impresionantes: ver cómo la falda de una montaña es recorrida por una carretera –si es pequeña, mejor–, cómo la va dibujando, cómo se perciben las formas que tiene y que va adquiriendo... La huella que deja la carretera en una montaña, vista así, produce una enorme impresión.

Pasemos a otro tipo de obra pública, las presas, que, según has declarado, son para ti verdaderas obras de arte: «Las presas bien podrían considerarse como obras de arte, y estas obras magníficas están con nosotros en todos los tiempos, desde los romanos hasta la actualidad, pero interesa fijarse en las características que las explican. En primer lugar, se trata de una obra encajada en el terreno en la que el problema resistente surge de la interacción suelo-estructura, y además existe la relación entre el espacio a un lado y a otro de la presa».

Siempre que se habla de la relación de la obra con el terreno, uno quiere entender cómo es esa relación, que, en términos arquitectónicos, plantea problemas diferentes. La arquitectura de una casa se posa en un lugar, no se diseña pensando que el terreno pueda ceder, porque se sabe que se va a cimentar. Con una presa no ocurre lo mismo; si cede el terreno, la presa también se cae. De la interacción entre el diseño resistente de la presa, el suelo donde reside y la gigantesca carga lateral que va a tener por la presión del agua resulta una conjunción de fuerzas tan enormes que han de ordenarse en un solo punto: la propia presa.

Richard Serra, en su exposición del Guggenheim de Bilbao, con sus planchas gigantescas de acero, ha reflejado este problema. Y lo único que ha hecho es observarlo porque, al construir sus planchas, de un grosor considerable, tiene en cuenta la gravedad, el peso de la plancha, cómo se deforma... Pero si alguien acude, por ejemplo, a la presa de Atazar, no verá una chapa de cinco metros de altura y quince de anchura, sino 150 metros de altura y 400 de anchura, y unas superficies alabeadas que configuran espacios nunca vividos, de una gran hermosura. Ésa es la belleza que empieza a descubrirse en el mundo de la ingeniería; la escala que trabaja y las formas que utiliza configuran espacios que son de una perfección y de una potencia enormes.

Una de las más logradas en España es sin duda la presa de Aldeávila, a la que te has referido frecuentemente: «Cuando uno ve la famosa foto de Aldeadávila con su curva en planta, sus enormes aliviaderos que estructuran y configuran su superficie y los montes en que se estriba, se encuentra otra respuesta sublime que es capaz de configurar la ingeniería».

Una vez me preguntaron en una revista de ingeniería cuál era la obra que más me gustaba, y yo, que soy diseñador de puentes, respondí que la presa de Aldeadávila. Es absolutamente maravillosa, «la perla del Duero». Contemplar una geometría y una geografía tan extraordinariamente potentes como son las rocas del Duero, insertar ahí una curva tan enorme en un río como ése, con la cantidad de agua que arrastra, y encontrar de repente –y digo encontrar en el sentido picassiano– una forma bellísima que no ha sido originada con una intención estética previa. Eso es lo que me maravilla de Aldeadávila.

Y llegamos, por fin, al tipo de obra a la que has dedicado más tiempo y más trabajo, y por la que eres reconocido internacionalmente: el puente. En una ocasión afirmaste que «entre el conjunto de obras de fábrica, quizás los puentes sean los primeros reconocidos como obras de arte por la cultura general. Están ahí, junto a nosotros, en ciudades y campos. Son estructuras que siempre hemos visto y gozado. Tienen una historia larga y reconocible y hasta el siglo XIX sus artífices eran los arquitectos. Herrera hizo El Escorial y multitud de puentes y lo mismo hicieron Ribera y otros arquitectos. Pero desde que aparece la figura del ingeniero como síntesis del trabajo constructivo conseguido a través de los tiempos y la ciencia, las cosas cambian bastante radicalmente».

En la génesis de la forma producida por los ingenieros hay unas variables muy específicas: el peso de los materiales, el tipo de material, cómo se construye, la resistencia... Estamos hablando de dimensiones muy grandes, los puentes no se fabrican en una prensa y luego se emplazan en un lugar específico. Las variables que se utilizan para configurar las obra de ingeniería no tienen nada que ver con las de la arquitectura, y éste es un tema muy controvertido. La arquitectura funciona con una complejidad enorme que ni de lejos tenemos los ingenieros. El hecho de hacer funcionar un edificio es un acto realmente complejo y muchas veces me admira la capacidad de penetración de la arquitectura para traducir la función en espacio. En cambio, lo nuestro es mucho más simple; pasar de un lado a otro un puente es fácil, pero nuestro problema es la escala.

No es lo mismo que una habitación tenga diez metros de luz, cien o mil. Si tiene diez, se resuelve fácilmente, la viga se soportará sin problema; si tiene cien, la viga ocupará media habitación, por lo que el constructor debe ingeniárselas para configurar una forma con las dimensiones adecuadas y que resista. En esta cuestión reside la hermosura de la materialización de la forma en ingeniería.
He dedicado a esa cuestión toda mi vida, junto con la gente que trabaja conmigo. Hemos encontrado soluciones que espero que estén bien y que ayuden a los demás, lo que para mí es el mejor de los premios. Creo firmemente que la mayor recompensa que puedo tener es que un ingeniero joven, que se haga preguntas, vea en algún puente mío alguna respuesta.

La ingeniería tiene una dimensión heroica, es decir, supone un reto. Desde siempre, ha consistido en conseguir saltar un poco más, en atravesar de un lado a otro sin tener que dar la vuelta a toda la bahía. Ese concepto de reto y de riesgo supone una gran dedicación y eso es lo que viví muy expresamente, por ejemplo, con el Puente de Barrios de Luna. Había 440 metros de luz hasta la otra orilla, no imaginaba que éramos capaces de llegar hasta allí, pero lo conseguimos. Lo que te va configurando como ingeniero es esa sensación de vencer, pero también el vértigo que produce un esfuerzo que en principio crees que no vas a ser capaz de llevar a buen término.

Quisiera finalizar con una interesante reflexión que has planteado, en torno a «un problema importante y difícil: ¿el diseño del puente tiene que reflejar el espacio en que se encaja?»

Es lo más difícil que existe, pero se pueden encontrar ejemplos a la inversa, con la obra ya terminada. Si contemplas el Salginatobel –un puente clásico en Suiza, entre las montañas, con un arco precioso–, piensas efectivamente que la relación de la obra con la montaña tiene que tener esa configuración. Ocurre lo mismo con el Tajo de Ronda, que fue construido en el siglo XVIII y es una obra de ingeniería pobre, pero está ya integrada en el paisaje. No existe una relación unívoca, cada paisaje no tiene un puente, aunque el paisaje está presente en el puente que diseñas, sin ninguna duda.

Pensemos este problema con respecto a un puente en concreto: el Viaducto de Millau, y podremos preguntarnos si la disposición continua de puente atirantado es la correcta en un terreno como ése, en el que existe un salto de profundidad considerable entre el centro y los laterales. Se trata de un puente espléndido, el más importante de Francia en el siglo XX, aunque, al contemplarlo, me suscita algunos interrogantes: la zona donde se sitúa es un valle gigantesco que tiene una depresión monstruosa en un punto, que el puente salta con un vano de 300 metros, y ese vano se repite en el resto del puente sin ser necesario. Por eso se suele atribuir el puente a Norman Foster, aunque él no posee capacidad ni conocimientos para poder configurarlo, por lo que tal vez los ingenieros habrían dado la solución de saltar ese vano gigantesco, y Foster intervino para que se uniformizase el asunto, consiguiendo un puente de gran belleza.

Otro puente mítico es el de San Francisco, que hemos contemplado innumerables veces en el cine; la fotografía aérea del puente sobre la bahía de San Francisco, como una línea recta trazada, es de tal belleza que causa un impacto emocional. A mí me lo causa.

MEDALLA DE ORO DEL CBA A JAVIER MANTEROLA


01.12.10
PARTICIPANTES MIGUEL AGUILÓ • JUAN MIGUEL HERNÁNDEZ LEÓN • JAVIER MANTEROLA
ORGANIZA CBA