Tamaño de fuente grande
Tamaño de fuente normal
Tamaño de fuente pequeña
Anterior
Pequeña
Normal
Grande
Siguiente

WB – Una(s) lectura(s)

Juan Barja

Juan Barja es cofundador de Abada Editores y actualmente ocupa el cargo de director del Círculo de Bellas Artes. Poeta y ensayista, entre sus últimas publicaciones hay que destacar Viaje de invierno (1997), La cuchilla en el ojo y otros poemas teóricos (2001), Contemplación de la caída (2001) y Fin de fuga (2004). En el siguiente artículo se acerca a la figura de Walter Benjamin a través de una atenta lectura de su obra que se prolonga a través del tiempo.

Para José Ángel González Sáinz

Una serie ininterrumpida e infinita de signos,
una malla efímera y mudable, mas sin duda legible.
Todo estaba aún por descifrar.

Walter Benjamin

...cuando se pregunta –te preguntan– qué ha significado para ti, cuál ha sido el modo y la experiencia de una muy temprana iniciación a la lectura –constante desde entonces, constante pero también intermitente, continuidad disuelta, dis-continua en el seno de su constelación– de los textos de Benjamin, temprana quizá sí, aunque, no tanto, hace cuarenta años que compraste (quizá no lo leíste de inmediato) el volumen publicado por Nadeau en los años sesenta, primera traducción de sus escritos, unos cuantos tan sólo (incluyendo entre ellos, desde luego, la vieja traducción de Pierre Klossowski hecha en los años treinta por la petición del propio autor y bajo su control casi maníaco –traducción que es, por tanto, en alguna medida, original, y que aún hoy se incluye en los volúmenes de los Gesammelte Schriften preparados por Tiedemann–), un volumen aquel que, en todo caso, casi no se vendió, tú debiste de estar entre los pocos, muy pocos, en comprarlo, quizá en La Joie de Lire –la desaparecida librería de François Maspero–, o, muy cerca de ella, en Guibert Jeune, o puede que en el Globe –la librería vinculada al viejo PCF, que en todo caso era bastante buena–, o hasta en alguno de los vendedores de los puestos del Sena (no recuerdas), crees que ése fue uno de los libros que observaba en Hendaya desconfiado aquel carabinero preguntando «¿política?», pero el libro pasó, junto con otros que se colaron desapercibidos en el fondo del saco que llevabas, uno de lona a rayas rojinegras, muy alto y grueso, como de marinero, lleno de ropa sucia y arrugada, con los libros al fondo [libros que, por supuesto, eran ‘políticos’ de manera evidente y declarada –mientras que aquel lo era, desde luego, mas sin duda en un modo diferente: penetrando en el tiempo, como indagación más duradera, escritura-proyecto (proyectada en tanto que ‘proyecto-de-escritura’) también, pero no sólo, en lo inmediato, en la urgencia que a todos perseguía, pero lo era de un modo imperceptible para el que lo volvía entre sus manos: ni la imagen, sin más inexistente, ni el autor ni el título, ni su escaso francés, si es que entendía algo aquel idioma, le informaban de nada en absoluto, y él no advirtió nada en cualquier caso, o, quizá, simplemente, no se quiso enterar y se olvidó por fin de la sospecha –o quizás aquel hombre, casi un chico, es decir, lo que tú eras por entonces, más bien, sencillamente, estaría cansado, preocupado por algo, o desatento, y decidió ignorarlo, no insistir–], así que pasó el libro, recobrado y ahora sujeto entre tus manos (quizá lo empezarías a leer, aunque eso lo dudas, no lo sabes, en el viaje infinito hasta Madrid, en un tren que esperaba varias horas, o así lo recuerdas todavía, en un ramal aparte, segregado, detenido en medio de los campos, en mitad de la nada, a cada cambio de agujas –era aquel el billete más barato que pudiste encontrar, para el regreso, y aun ese dinero te lo habían prestado: ‘gastas mucho en libros’, te decían, ‘no te va a quedar para comer’, pero tú atesorabas esa hambre, y además era una que jamás se saciaba, –como tampoco el hambre, sobre todo la sed, en ese tren, que no llevaba ni un vagón-cantina y se paraba en los descampados, al final del verano, cuando el agua que aún salía del lavabo, eso si es que salía todavía después de tanto tiempo, no se podía casi ya beber–), justo al contrario que no pasó su autor retenido en la última frontera que se le hizo allí «infranqueable» (esta cita, es sabido, es la de Brecht, en un breve poema dedicado –uno de dos, aún escribió otro– a su amigo suicida), luego irían llegando poco a poco los delgados volúmenes de Taurus junto con tus primeras lecturas alemanas, en Reclam, los textos de teoría del lenguaje, y en seguida, ya en Suhrkamp, la edición ya citada de las Obras donde reconociste, interesado, imagino, otros nombres, Baudelaire, por supuesto, y Valéry –que te deslumbró desde el principio entre L’ idée fixe y Monsieur Teste, y el extraordinario Cementerio (esos primeros versos asombrosos que has comentado una y otra vez porque adviertes que son inagotables) y también Gide, y Proust, que tú habías leído de un tirón unos cinco años antes (La recherche, en la edición en ocho tomos –porque uno era doble– hecha por «Livre de poche», con las cubiertas con muestras de escritura de los originales de la ‘odisea’ proustiana acompañados por algunas fotos –a aquel otro libro, a la Odisea, puede que también vengamos luego, otro para ti definitivo, aunque siempre con otros, porque la lectura es infinita, es definitiva en lo infinito o, por lo menos, siempre indefinida, impredecible y siempre inagotable en tu im-propia forma de leer–), tras haberlos salvado de la quema –de las exigencias de aquel cura de la residencia donde estabas estudiando, en Freiburg, que pretendía que los devolvieras amenazando con decírselo a tu padre (denunciar que compraras todo ‘aquello’ que él no quería ni ‘calificar’ –¿cómo podría hacerlo si concedía no haberlo leído nunca?–), claro que no le hiciste el menor caso, quizá porque ahora era sólo un cura y no había un barbero junto a él–, y además, junto a ésos, otros que te eran menos conocidos, que él te hizo leer, como Karl Kraus –con Goethe y Hölderlin, y con Brecht y Kafka ya habías comenzado hacía tiempo, pero ahora, a partir de sus ensayos –como de los de Löwental y Adorno– los leerías quizá de otra manera –una ya más atenta, más maníaca, asumida ya al modo de un destino–, por lo demás él no venía sólo sino, a su vez, en compañía, con las lecturas de Kierkegaard y Nietzsche, de Gottfried Keller y de Robert Walser, y el surrealismo, y Julien Green –de quien nunca lograste llegar a comprender qué le gustaba, qué veía Benjamin en él– ..., ¿era su experiencia de lector la que se volcaba en tu experiencia o más bien sus lecturas, ahora tuyas, eran sin cesar el alimento que te servía para rodearlo y acercarte hasta él como el ladrón, al interior del texto, de su texto que era ya un hipertexto, aunque ese término no se utilizara todavía: no se utilizaba y, sin embargo, pre-existía desde hacía siglos –como relación y comentario, en calidad de glosas y de notas y de reescrituras incesantes de unos y otros textos, siempre revisitados y tejidos entre nuevas versiones y debates–, pero unos textos además (esos textos de Benjamin que empezaste a leer tempranamente, y con esto volvemos al principio, hasta el quinto renglón de este con-texto) que venían ya en sí hechos de citas –es decir, en sí como en los otros, constelado en sí mismo desde otros en su (concreto?) campo de tensiones–, pero unas citas no marcadas y evolucionando sobre sí como fragmentos vivos en el tiempo (éste era el caso, por ejemplo, de la cita de Jochmann: «nada en la Historia ha de darse por perdido», reconfigurada finalmente tras un extenso tren de variaciones en la famosa ‘tesis’: «nada del pasado se ha perdido»; o la caída aureola –en Baudelaire, en el poema en prosa de su «pérdida»–, que vendría luego a transmutarse en la idea de un ‘aura’ de-caída...), unas citas, por tanto, que se constituyen en el texto al mismo tiempo que lo destituyen, pero así fue de siempre para ti, esa obsesión constante por la cita (como cita de citas, en abismo) que se construye sobre el subrayado y por la clave de su anotación entre los blancos márgenes del texto, porque así fue ya antes tu lectura como un deshacer y un conservar (al igual que en las viejas marginalia y en la práctica de los comentarios, las cuestiones, las glosas y las distintas cifras ‘personales’: eso es toda lectura, y no sólo la tuya, en realidad, la lectura cifrada de unos textos –leer no es descifrar, o lo es tan sólo como cifra continua, renovada sobre su re-misión inagotable– que ya eran lectura al ofrecerse en su aparente novum –siempre ya anteriormente ‘re-novado’–), y quizá tu sorpresa, ahí, haya sido que cada problema y cada clave empleada en el curso de los años (¿no será su re-curso su secreto traicionado en la propia recurrencia de una re-aparición ‘interminable’?) se mantuvieran firmes en el tiempo, como si obsesiones e intereses, o, por mejor decir, perplejidades, fueran siempre los mismos –modulados por la variación de los sucesos– y eso les otorgara validez a las más viejas notas, a tus antiguas claves (olvidadas), convirtiendo con ello toda ‘nueva lectura’, toda revisión de un viejo texto precisamente en eso, en re-visión, en consulta de archivo (y ello incluso cuando el leer ‘segundo’ se hacía sobre un texto sin marcar, sobre cuyo cuerpo –lo pudiste comprobar, sorprendido, en períodos bien diferenciados, como a leguas de tiempo de distancia– ahora aparecían ‘nuevas’ marcas que ‘nuevamente’ eran las antiguas, es decir, las de siempre, inevitables, como ya preexistentes por decirlo así desde el ‘principio’), re-utilización de una memoria que se daba en la forma de un depósito en el cual la salida alimentara de manera incesante la(s) reserva(s), como si la extracción de mineral supusiera, de siempre y para siempre, su acumulación en ese pozo donde extraer es siempre conservar, donde el agua que surge es ese manantial que se renueva sin agotarse nunca, a cada vez, donde cada regreso –re-lectura– se da siempre sin merma de su fundamento y su tensión, espesor invisible ajeno a cualquier clase de ‘consumo’, materialidad inagotable que reaparece siempre en el umbral –entre ausencia y re-torno, entre ‘lo que no está’ y ‘lo que nos llega’–: así irían surgiendo las palabras, las señales, los signos, sobre el sentido de su contra-dicción, su collage, su montaje, siempre inquieto, constelación de forma cuya forma –su densidad, su peso, su localización ‘sobre el espacio’– la mantenía siempre en movimiento gravitando en el aire, figurando nuevas constelaciones incontables: las palabras, su juego –‘muñeco’, ‘tiempo’, ‘red’, ‘aura’, ‘muerte’, ‘memoria’, ‘construcción’, ‘subterráneo’, ‘progreso’, ‘héroe’, ‘ley’, ‘reloj’, ‘revolución’, ‘marco’, ‘destino’...– sobre el espejo abierto de su fuga –o quizá su reflejo: la huella inevitable de una historia que aún, siempre, está ahí, en el instante, el incesante alud de su irrupción, cuando se mostró entera frente a ti (y pudiste leerla o, mejor dicho, tuviste que leerla, horrorizado) la ruina infinita que se te vino encima a contra-tiempo..., y por eso quizá (pero hasta cuándo, en qué texto-sin-fin, sobre qué hueco) cuando se te pregunta –y te preguntan– qué ha significado para ti, cuáles fueron el modo y la dimensión de la experiencia...