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La llama azul

Gustavo Martín Garzo
Ilustraciones Emeterio Ruíz Melendreras y Ángel Ferrant

J. R. R. Tolkien pensaba que los cuentos maravillosos debían tener un final feliz. Esto no significaba que, al terminar de contarlos, todos los conflictos se hubieran resuelto, sino que hubiera quedado claro que la vida era extraordinaria. Por eso habló de la eucatástrofe, de la bella catástrofe, lo que quiere decir que, a pesar de todas las dificultades y tristezas a las que tendremos que enfrentarnos, el mensaje de los cuentos es que la vida merece la pena. Puede que cuando la miramos desde trances tan amargos como la pérdida y el fracaso nos parezca un engaño, pero, mientras dura, la vida es extraordinaria e irreal, como lo son los dulces recuerdos que ciertos cuentos maravillosos logran dejar en nosotros. Y Ana María Matute es uno de los autores de nuestra lengua en los que late de una forma más decisiva esta visión a la vez trágica y luminosa de la vida.

J. R. R. Tolkien pensaba que los cuentos maravillosos debían tener un final feliz. Esto no significaba que, al terminar de contarlos, todos los conflictos se hubieran resuelto, sino que hubiera quedado claro que la vida era extraordinaria. Por eso habló de la eucatástrofe, de la bella catástrofe, lo que quiere decir que, a pesar de todas las dificultades y tristezas a las que tendremos que enfrentarnos, el mensaje de los cuentos es que la vida merece la pena. Puede que cuando la miramos desde trances tan amargos como la pérdida y el fracaso nos parezca un engaño, pero, mientras dura, la vida es extraordinaria e irreal, como lo son los dulces recuerdos que ciertos cuentos maravillosos logran dejar en nosotros. Y Ana María Matute es uno de los autores de nuestra lengua en los que late de una forma más decisiva esta visión a la vez trágica y luminosa de la vida.

Ana María Matute escribió hace años un hermoso prólogo a un libro de Andersen. En él recordaba uno de los cuentos más famosos del escritor danés, Los cisnes salvajes. Un rey tenía once hijos y una hija. Todos eran felices hasta que un buen día el rey decide volver a casarse. Lo hace con una mujer ambiciosa y ruin, que sólo vive para quitarse de encima a sus hijastros. Tiene poderes maléficos y les transforma en cisnes. Sólo se salva la niña, que en esos momentos no está en el palacio, pero a la que luego se arregla para expulsar también del país. La niña vaga desesperada por bosques y parajes sombríos hasta que un día recibe la ayuda de un hada, que le revela el destino que han seguido sus hermanos. También lo que tiene que hacer si desea liberarles de la maldición: tejer para cada uno de ellos una camisa de ortigas, y permanecer muda durante el largo tiempo que emplee en su tarea. El cuento se complica con sucesos diversos y la princesa termina de nuevo en el castillo de la cruel reina, acusada de crímenes terribles de los que no puede defenderse para no faltar a su promesa de permanecer muda. Ya la van a llevar a la horca, cuando se presentan los cisnes. Y entonces se obra el milagro. Durante todo ese tiempo la princesa no ha dejado de tejer aquellas camisas y los príncipes pueden recuperar al ponérselas su antigua forma humana revelando a todos la verdad. Pero el cuento tiene un detalle perturbador, a la última camisa le falta por tejer una manga de forma que en el más pequeño de los príncipes la conversión no es completa y se ve condenado a tener ya para siempre en vez de brazo un ala de cisne.

En el mundo de la literatura no es infrecuente esta relación entre sufrimiento y creación. Voltaire, Hoffman, Leopardi y Verlaine se distinguían por su fealdad. Leopardi era prácticamente un tullido, Hoffman se comparaba a sí mismo con un gnomo, Conrad poseía un cuerpo hinchado y amorfo, el orgulloso Keats era un enano que apenas llegaba a cinco pies de altura, y Shakespeare, fue un hombre tullido, feo y despreciado. Kierkegaard, contemporáneo de Andersen, afirmó que la deformidad física tiene algo de demoníaco y pone al hombre terriblemente cerca del mal. Todos estos escritores para poder vivir se refugiaron en un mundo imaginario, y todos experimentaron el dolor de tener que vivir entre los hombres como desterrados. Pero, a cambio, obtuvieron algo semejante a un don. En el mundo antiguo, la enfermedad era algo natural entre los videntes y profetas. Moisés era tardo en el habla y torpe de lengua, Virgilio tuvo que renunciar a ser orador y se refugió en sus escritos, y Corneille tuvo que abandonar la carrera de abogado por sus problemas de dicción. Todos ellos, como el príncipe más pequeño del cuento Los cisnes salvajes, tuvieron un ala de cisne, un ala que era a la vez el signo de su excelencia y el de su exclusión social. Jacob, que lucha con un ángel y se lastima la cadera, es el elegido de Dios; y el canto de Orfeo nunca será más hermoso que tras la pérdida de Eurídice. Lo inconsolable de la pérdida dará a ese canto un poder desconocido que hará que quien lo escuche no pueda olvidarlo jamás.

Ana María Matute ve en ese brazo la condición del artista. Una condición extraña, terrible y hermosa a la vez. Que habla de otro cuerpo, de facultades impredecibles y remotas, pero que por pertenecer a una configuración corporal diferente a la suya los hombres sólo pueden asumir como trastorno. O dicho de otra forma, esa conversión incompleta, que hace que el último de los príncipes tenga que cargar para siempre un ala de cisne, lejos de ser una condición venturosa, es una desgracia.

Estamos mentando dos de los temas centrales de la obra de Ana María Matute: el del extraño, el diferente, el artista como patito feo, pero cuya diferencia oculta un secreto, algo que los demás no tienen; y el tema de la debilidad como el único valor verdadero y como la esperanza para la vida. La debilidad humana entendida como contrapartida a la expansión exterior de la persona, al comportamiento agresivo frente a otras criaturas y frente al mundo, al deseo de someter a los demás. Toda la obra de Ana María Matute está llena de seres así, incapaces de adaptarse a la realidad pragmática. Seres que, incluso cuando traspasan el comportamiento normal, permitido, no están haciendo otra cosa que cumplir obedientes la misión de su corazón. Es decir, que no son dueños, sino tan sólo servidores de su destino. ¿Cuál es ese destino? El dictado por esa conversión incompleta, por la presencia de ese ala a la vez venturosa y fatal. Un destino de enfermedad y clarividencia. «Por eso en Los niños tontos, como ha escrito José Más, la muerte se convierte en inmortalidad gozosa que premia a los niños diferentes; es decir: mejores. Y así, el niño que vive eternamente en un tiovivo que gira sin cesar; o el que se convierte en surtidor, en busca de su fuente perdida; o el niño que encuentra la dicha al ahogarse y fundirse con el mar».

Pero bien mirado, ¿esos niños no nos representan a todos? Todos sentimos dentro de nosotros algo delicado y esquivo que no logramos hacer real, todos somos torpes e incapaces de llevarlo a cabo, todos somos portadores de algo valioso a lo que no se presta la debida atención. Creo que fue Walter Benjamin quien dijo que la felicidad era poder percibirse a uno mismo sin temor, y en ese sentido en los cuentos de Ana María Matute raras veces aparece el sentimiento de la felicidad. En realidad todos sus personajes están incompletos y llenos de temores. Todos anhelan lo que no pueden tener, todos se sienten insignificantes e incomprendidos, todos padecen un desvelo eterno a consecuencia de esa naturaleza distinta que a la vez les condena y los vuelve sensibles y delicados. Puede que el tema de la exclusión sea el gran tema de la obra de Ana María Matute.

Juan Ramón definió la poesía como lo que no podemos tener de la vida, y el ala simboliza esa imposibilidad. El que aspira a reconocerse en ella se expone a riesgos imprevisibles. Debe ponerse en juego en una tarea que, como la de tejer camisas de ortigas, exige unas condiciones muy precisas para cumplirse. En el caso de la princesa de nuestro cuento, enmudecer, perder el uso de la palabra; en el caso del poeta, la materia de cuyo tejido son las palabras, que su lenguaje se llene de ortigas. No es difícil saber lo que significan las ortigas, la dificultad, el daño. No se puede hablar sin dificultad, sin estar dañado o dañarse al hacerlo. A esto se ha referido Ana María Matute siempre que ha evocado su propia infancia. Era una niña torpe, a la que un problema de tartamudez impedía prácticamente comunicarse con los demás. Gran parte de la poesía moderna surge de una dificultad expresiva semejante. El ala del cisne es un ala huesuda e inútil, y su presencia en el cuerpo del hombre una fatal anormalidad que indica no tanto lo que hemos logrado sino la imposibilidad de alcanzar ese cuerpo completo, ese lenguaje perfecto, que contendría en su interior las formas secretas del mundo. El balbuceo señala la presencia de ese miembro supernumerario, su torpeza para adaptarse a nuestra condición humana, la presencia de esa otra naturaleza y la dificultad de ganarla para el mundo. Está, por lo tanto, en el origen de la poesía, que es siempre ese más de lo necesario, ese excedente de la cosa sobre su finalidad.

Hay un cuento italiano muy hermoso, recogido por Italo Calvino, en el que se narra la historia de una reina que deseosa de tener un hija exclama un buen día «¿por qué no puedo tener hijos como el manzano da manzanas?», y entonces sucede que la reina en vez de tener una niña tiene una manzana. Una manzana a la que por supuesto no duda en reconocer como su propia hija y a la que rodea de delicados cuidados desde su nacimiento. Hay en última instancia en la obra de Ana María Matute un pensamiento semejante al de esa reina, un pensamiento que no nace para oponerse a lo extraño, a ese fondo de indeterminación y sorpresa, terrorífica o jubilosa, que constituye la razón misma del corazón del hombre, como hará en el mismo cuento la reina rival que apuñala brutalmente a la manzana porque no acierta a desvelar su misterio, sino un pensamiento nacido para rodear de cuidados a ese centro irreductible, a esa manzana, quién sabe si venenosa o no, que ningún protagonista de cuento alguno ha rechazado jamás.

Esta idea de lo mágico como expresión en nuestro cuerpo de aquello que sólo existe en lo más hondo de nuestra alma es el centro secreto de la obra de Ana María Matute. Recuerdo haber leído una entrevista en la que esta escritora contaba cómo una vez, siendo niña, le sucedió algo sorprendente. Su madre la había castigado a permanecer encerrada y ella sacó de su bolsillo un terrón de azúcar, lo partió en dos y vio surgir en la oscuridad una llamita azul. «Ese día –dijo Ana María Matute– fue trascendental en mi vida, ese día fue cuando yo empecé a ser escritora. Había descubierto la magia, había descubierto que hay otra luz, otras presencias, otra vida al margen de la vida corriente de cada día». Encerrada en aquel cuarto se sentía al fin distinta. Alguien que no se dispersaba en acciones inútiles, que acababa de descubrir una verdad esencial: que hay un poder, tal vez el más íntimo y decisivo, que sólo puede adquirirse, como hizo la princesa del cuento de Andersen, tejiendo camisas de ortigas y permaneciendo en silencio. Es decir, escribiendo.