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La flauta mágica, el día después

Mortier • González Lapuente • Barja
Fotografía Javier Del Real   /   Traducción Marisa Pérez Colina

En julio de 2005 el Teatro Real de Madrid estrenó una asombrosa versión de La flauta mágica, coproducida con la Trienal del Ruhr y la Ópera de París, en la que destacaba la puesta en escena a cargo de La Fura dels Baus y Jaume Plensa. El principal impulsor de este proyecto, Gérard Mortier (Gante, 1943) –actual director de la Ópera de París y un personaje imprescindible de la escena contemporánea– visitó el CBA al día siguiente del estreno para tomar parte en una mesa redonda que Minerva recupera con motivo del 250 aniversario del nacimiento de Mozart. Alberto González Lapuente, Juan Barja y Juan Ángel Vela del Campo acompañaron a Mortier en esta sesión del ciclo de Encuentros con la Ópera organizado por el CBA, el Teatro Real y la Residencia de Estudiantes.

GÉRARD MORTIER

UNA RELACIÓN ESPECIAL

La flauta mágica es, sin duda, una las grandes obras de mi vida y una de las obras magistrales del repertorio de la ópera. Generalmente se olvida que La flauta mágica se compuso en un momento crucial de nuestra cultura occidental: la Revolución Francesa había comenzado y hacía poco que había fallecido el mayor emperador y el primero verdaderamente democrático. Me refiero, por supuesto, a José II quien, a pesar de ser católico, respaldó la nueva ley de matrimonio que abría la puerta a la posibilidad del divorcio –una auténtica revolución en el año 1791– y que, frente a los matrimonios por dinero, que era la costumbre de la época –según se refleja en el primer acto de Las bodas de Fígaro: «el dinero lo puede todo»–, defendía las nupcias por amor. Se trata, por lo tanto, de un momento histórico muy relevante.

Por lo que respecta a mi relación con La flauta mágica, es una pieza que he producido ya en tres ocasiones. La primera vez fue en Bruselas, al término de mis diez años al frente del teatro de La Monnaie. Recuerdo aquella producción con cierta angustia, ya que, a mi juicio, se trata de una de las piezas más difíciles de llevar a cabo. La puesta en escena corrió a cargo de Karl-Ernst Herrmann –con quien ya había montado varias obras de Mozart–, y contó con unos decorados magníficos. La segunda vez que produje La flauta fue en el Festival de Salzburgo, bajo la dirección de Christoph von Dohnányi y con una puesta en escena de Achim Freyer. Y esta es mi tercera producción, con La Fura. ¿Por qué La Fura? Y, ¿por qué tantas Flautas? En mi opinión, la pieza es tan sumamente rica que cada vez que se aborda una Flauta mágica sólo se consigue una aproximación parcial a la verdad que esta ópera contiene.

MOZART Y LA FLAUTA MÁGICA

Mozart, que siempre había compuesto para los grandes teatros aristocráticos –los de Milán, por ejemplo, o el Teatro de José II, o el de la gran aristocracia de Praga–, decidió hacia el final de su vida hacer por primera vez una ópera para el pueblo. El encargo consistía en componer una pieza para un teatro que dirigía un gran amigo suyo, Emmanuel Schikaneder, que había conocido a Mozart cuando éste tenía catorce años. Por cierto, que la diferencia de edad entre Schikaneder y Mozart era la misma que entre Tamino y Papageno, pues Tamino tiene dieciocho años y Papageno veintiséis. Schikaneder, cuya compañía interpretaba Hamlet en Salzburgo cuando Mozart y él se conocieron, fue muy importante en la vida del compositor austriaco, ya que fue quien le descubrió a Shakespeare traduciéndole sus tragedias al alemán. Así, pues, Mozart escribió La flauta mágica por encargo de su amigo Schikaneder, que acababa de ponerse al frente del teatro popular de Viena –en donde había dos grandes teatros: el Teatro Karntnertor, el oficial, y el Teatro auf der Wieden, el popular– y a quien urgía programar una ópera de éxito para superar las dificultades financieras que atravesaba. Las circunstancias de este encargo determinan tres de los elementos más importantes a la hora de analizar esta obra: su tono popular, la urgencia con la que se compuso y su relación con la francmasonería.

Con respecto al primer elemento es preciso decir que en aquel momento el teatro popular de Viena no era un teatro an der Wien, sino auf der Wieden, es decir, un teatro fuera de Viena, en el campo, a donde a Mozart le encantaba ir con sus hijos. Era un lugar realmente popular, al que la gente acudía como de picnic, con sus cestas de comida, sus panes y sus frutas. Y a este público que iba al teatro auf der Wieden lo que más le atraía era lo espectacular; cuantas más cosas sucedieran sobre el escenario, mejor.

El segundo elemento importante para analizar La flauta es, como decía, la premura con la que se compuso. Schikaneder iba enviando el texto a Mozart a medida que lo escribía y éste iba componiendo la música según le llegaba. Luego, ambos lo discutían. Pero además, Schikaneder no era la única persona que estaba escribiendo ese texto, sino que lo hacía junto a una segunda persona cuyo nombre apenas se recuerda –al menos yo lo he olvidado–, y que pertenecía a la misma logia francmasónica que Mozart. Este hombre, tremendamente misógino, es el responsable de los fragmentos más antifeministas del libreto que no proceden, pues, de Schikaneder quien, a diferencia de su colega, amaba profundamente a las mujeres. En cualquier caso, la urgencia con la que se escribió el libreto explica algunos de sus problemas. Por ejemplo, a la famosa aria «Ach, ich fühl’s» –en la que Pamina le canta a Tamino y, ante su falta de respuesta, dice «ahora voy a morir»–, le sucede el conocido trío entre Tamino, Sarastro y Pamina –en el que Pamina parece haber recuperado la esperanza de sobrevivir con Tamino–, y sólo después viene el intento de suicidio de Pamina, al comienzo del final. Lo normal habría sido que el suicidio hubiera venido justo después del aria de Pamina, más tarde el trío y luego el final. A mi juicio, este desorden revela la prisa con la que se escribió el libreto, que fue fruto de una suerte de bricolaje.

El tercer factor fundamental a la hora de estudiar La flauta mágica es la relación entre su imaginería egipcia y la francmasonería. No obstante, lo cierto es que la imaginería de muchas de sus puestas en escena procede fundamentalmente del montaje de 1815 –veinticinco años posterior a la composición de la obra–, en el que la decoración corrió a cargo del famoso pintor alemán Friedrich Schinkel. De hecho, en 1791, cuando se estrena La flauta, Napoleón aún no había realizado su famosa campaña de Egipto, en la que le acompañaría el director del Louvre de París quien, más tarde, en 1797, dibujaría los templos egipcios que inspirarían a Schinkel.

EL NUEVO MONTAJE

A partir de todas estas reflexiones sobre La flauta mágica, tras haber escrito dos ensayos sobre esta ópera, y con el firme propósito de hacer algo realmente nuevo, me pregunté: ¿qué autores están realizando ahora las puestas en escena más populares? Yo había descubierto a La Fura gracias a la famosísima ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Barcelona, el espectáculo popular por excelencia, en el que cabía encontrar el mismo tipo de público que acudía al teatro de las afueras de Viena a ver La flauta mágica. Más tarde, trabajé con ellos en La condenación de Fausto, en el Festival de Salzburgo, y tuve la ocasión de comprobar la fuerza de su directo. Así que ésta es la historia de cómo llegamos a producir esta Flauta mágica con La Fura dels Baus. Estuvimos discutiendo juntos el texto durante casi un año, dudando entre conservar los diálogos o sustituirlos por los poemas, hablando de las ventajas y desventajas de introducir un texto nuevo, comprensible para aquellos públicos que, como el parisino y el madrileño, no comprenden, en general, el texto en alemán y se ven obligados a estar constantemente leyendo mientras la acción transcurre en el escenario. Qué duda cabe de que, con un texto traducido, algunos elementos de la obra se pierden; no obstante, a mi juicio esta «pérdida» no menoscaba en absoluto el grandísimo interés de un experimento de estas características, que también realicé con el Fidelio de Beethoven. Así pues, al incluir el nuevo texto, también hemos pretendido sacar a la luz esta reflexión. En cualquier caso, este texto no es un dogma para mí y sé que se pueden escribir otros diferentes.
En definitiva, llevo ya unas cuantas Flautas mágicas, y seguro que aún me queda alguna pendiente porque, como decía, es imposible abarcar todas las posibilidades de la pieza. Lo que en esta ocasión pretendíamos –con Carlos Padrissa y Alex Ollé de la Fura y con Jaume Plensa– era crear un teatro dinámico y muy popular, un objetivo que se ha revelado francamente difícil de lograr. Tanto en Madrid como en París estuvimos ensayando durante períodos muy largos, durante los cuales, todo sea dicho, he disfrutado muchísimo.

Recuerdo que, cuando tenía once años, interpreté La flauta mágica con mis amigos: yo era, naturalmente, Tamino; mi compañero de pupitre era Papageno; mi amigo más querido era Pamina y el más temido, la Reina de la Noche. En aquell época no teníamos ordenadores, así que jugábamos con esas cajas llenas de piezas de madera con las que se construían castillos. Yo le había contado esta anécdota a Carlos y esto le sirvió de punto de partida para esta escenografía de la Flauta, construida con todo ese material hinchable, con todo ese despliegue de imaginación que habéis visto y, naturalmente, con el espíritu del vídeo, que es algo que me encanta.

LA MÚSICA

Aunque Mozart compuso La flauta con mucha prisa, en aquel momento su genio musical era de tal calibre y sus conocimientos musicales de tal envergadura, que realmente no necesitaba dedicarle más tiempo. Es, a mi juicio, la primera vez en la historia de la música que se saca tanto provecho de una célula musical. Podríamos pasar días enteros hablando exclusivamente de los aspectos musicales de La flauta mágica, analizando su utilización del trío y la precisa estructura de sus tonalidades, dedicándonos a descubrir la enorme riqueza y complejidad de esta música que, sin embargo, Mozart escribió con la rapidez de quien está realizando un ejercicio sencillo. Esta es la única pieza en la que no se puede desplazar un aria de lugar porque la tonalidad de cada aria deriva una de la otra. Resulta particularmente interesante que la tonalidad del principio de la Reina de la Noche cuando encuentra a Tamino –Zum Leiden bin ich…– es exactamente la misma que la de Pamina –Ach, ichh fühl’s, es ist verschwunden…–. Sería magnífico que un día pudiéramos dedicarnos a hacer este análisis aunque, debido a su complejidad –una complejidad que sólo se hace patente después de un largo estudio–, temo que nuestra aproximación a esta partitura sólo podría ser parcial. La flauta mágica contiene las leyes más profundas y definitivas de la música. En todas las grandes obras lo que nos fascina siempre es esa complejidad de la que, sin embargo, no somos conscientes a no ser que nos dediquemos a analizarla exhaustivamente. Así que otra opción, igualmente válida, es escuchar la música como si fuéramos niños y quedarnos maravillados de esta complejidad fascinante sin ser conscientes de ella.

EL PÚBLICO

En definitiva, todos los elementos presentes en este montaje de La flauta no son más que un intento de aproximarnos a esta obra espléndida de la que puede disfrutar tanto un niño como un gran filósofo de la talla de Hegel. Aunque tengo la impresión de que quizá sean los niños los que más cerca están de esta ópera y a quienes más cautiva, tal vez porque ellos son los que mejor pueden captar su aspecto naíf.

En París, por ejemplo, la obra fue un gran éxito, aunque muy controvertido. El teatro se llenaba cada noche de suerte que 30.000 espectadores pudieron contemplar el montaje. Sin embargo, también cada noche, se producían enormes altercados. Cada vez que un actor hablaba, una persona abucheaba, de suerte que se oían murmullos durante toda la obra, yo recibía cientos de llamadas telefónicas, los colchones inflables se movían haciendo ruido… Pero esto son disquisiciones que no tienen ninguna relevancia frente a la belleza de esta música.

Yo he sido jurista, estudié derecho y creo que es precisamente porque me gusta y respeto profundamente el derecho, por lo que amo tanto el teatro. El derecho no puede regular todos y cada uno de los problemas de la vida y de la existencia; un texto legal es siempre un enfoque parcial. El teatro, en cambio, es el lugar donde todos los elementos no regulados de la vida –las cuestiones existenciales en torno al amor, a la muerte, a la pasión, al deseo– son abordadas de una manera intuitiva. Así pues, siempre voy a defender una ópera frente a cualquier público que le lance, digamos, una OPA hostil. Yo lo que pido es que el público acuda a la ópera con ganas de ver la obra, con curiosidad, aunque ya la hayan visto cien veces, y que no vayan con una idea preconcebida de cómo tienen que ser las cosas. En la gran polémica que ha despertado este montaje en París donde, desgraciadamente, se me conoce como alguien a quien le gusta provocar, he sentido que a menudo es el público quien me provoca a mí con su expectativas cerradas acerca de la obra que van a ver. Por lo demás, la experiencia de París me resultó muy gratificante porque los niños adoraron la obra. Recibí unos doscientos dibujos de niños que la habían visto. Hubo mucha gente, en cambio, a la que no le gustó y por eso cada día se organizaban grandes discusiones. En realidad, no tengo nada en contra de la polémica. Me encantaba ver cómo cada noche, cuando ya había transcurrido más de media hora desde que terminara la función, todavía quedaba gente discutiendo en la puerta. Eso es el teatro: discutir sobre el espectáculo. Siempre me ha gustado presentar las obras y que la gente pueda aprovechar el momento para criticarme. Creo que ese diálogo forma parte del teatro, siempre y cuando la gente no se comporte de una manera malvada. Porque, como dice Sarastro en La flauta, «aquí no conocemos la venganza». Si algo ha de sacar La flauta a la luz es la humanidad de todos nosotros, ya que propone la utopía de una tierra convertida en Paraíso.

Por lo demás, no podemos olvidar que fue sólo a partir del siglo xix cuando nosotros, los burgueses, caímos en el silencio religioso que hoy reina en la ópera. Esto no pasaba en el siglo xvii cuando la gente iba a la ópera acompañada de sus perros, que ladraban en los teatros cuando les venía en gana. Por lo tanto, esta religiosidad reverente no tiene ninguna relación con Mozart, a quien, sin duda, le habría incomodado sobremanera. En mi opinión, el teatro es siempre el espejo de la sociedad y, si os fijáis en el Teatro Olímpico, el primer edificio estable y cubierto que se levantó para las representaciones teatrales, lo que se ve sobre la escena –obra del gran Vincenzo Scamozzi– son tan sólo las calles de Vicenza.

EL PAPEL DE LA ÓPERA

En mi opinión, uno de los grandes problemas del teatro en el siglo xx ha sido la psicología. La deformación de la tragedia griega, por ejemplo, por parte de la psicología ha sido enorme. Hemos necesitado a un René Girard para poder reinterpretar el Edipo Rey de Sófocles, que había quedado reducido a teatro psicológico. Tampoco La flauta mágica es una obra psicológica, y creo que, al igual que con la obra de Shakespeare, debemos evitar esa tendencia a la psicologización que, siguiendo la estela de Freud, se ha vuelto tan común desde finales del siglo xix. Es cierto que el sexo, por ejemplo, siempre ha jugado un papel importante en el teatro. Pero esto no tiene nada que ver con la psicología. A mi juicio, si el sexo en el teatro recuperara la ingenuidad que tuvo en otras épocas, ahora no habría tanta industria pornográfica. Los griegos, por ejemplo, interpretaban una farsa después de la Orestiada en la que todos los hombres llevaban unos disfraces con un pene erecto, de tal suerte que –aunque se trate de algo parecido– no necesitaban directamente de la pornografía. En el teatro de calle hay mucho sexo y, en mi opinión, intentar evitar el sexo es de una gran ingenuidad. No hay más que observar cómo lo utilizan los niños y tomar ejemplo de ellos en lugar de escandalizarse.

A mi juicio, la ópera, el teatro y, por encima de cualquier otra obra, La flauta mágica, plantean una reflexión sobre la sociedad. La flauta habla de la comida que nos gusta comer, de lo que nos gusta beber, de la mujer con la que nos gusta acostarnos y, al mismo tiempo, medita sobre la muerte y sobre el misterio de la vida. Por eso esta ópera es, entre todas las existentes, la que más nos aproxima al teatro en tanto que elemento esencial de la sociedad. Una sociedad sin teatro se convierte en una sociedad en la que lo político corre el riesgo de convertirse en pura representación. El teatro debe hacer política para que la política no termine convirtiéndose en teatro.

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

Quisiera explicar qué aporta, desde una perspectiva comparativa, esta Flauta mágica que pudimos contemplar ayer. Para ello me es preciso partir de una experiencia personal y retrotraerme a 1996, cuando trabajaba como comisario de una exposición sobre las obras escénicas de Manuel de Falla, que se organizó en la capilla del Palacio de Carlos V con ocasión del Festival de Granada. Ideamos toda la exposición en torno al número siete, que tiene una estrecha relación con la vida de Falla: con el año de su nacimiento, con el año de su muerte, con los siete años que permaneció en cada una de las ciudades en las que vivió y con las siete obras escénicas que escribió. Así que proyectamos una serie de siete cubos que obligaba al visitante a seguir un determinado recorrido. Cada uno de los cubos representaba una de las obras escénicas de Falla y en su interior se veían imágenes de la escenografía original, se escuchaba la música y se contemplaban algunos elementos relacionados con cada una de las obras. En los tres primeros cubos todo estaba en blanco y negro mientras que, a partir del tercero, el espectador entraba en un mundo de color con la intervención de Picasso y El Sombrero de tres picos. Teníamos el proyecto bastante claro, pero nos enfrentamos a una dificultad: ¿cómo representar, al final de la exposición, una obra tan compleja como La Atlántida? Finalmente optamos por hacer una elipsis, de manera que el cubo final no era un cubo, sino una deconstrucción de algunos de los cubos iniciales, que se convertían en una especie de tubo en cuyo interior el espectador no encontraba información sobre la obra, pero sí percibía una sensación que reflejaba de alguna forma su idiosincrasia.

Todo esto viene a colación porque aquel año, mientras montábamos la exposición, veíamos unos trabajadores que ensamblaban unos andamios gigantescos en la Plaza de las Pasiegas de Granada. Y resulta que cuando terminaron aquella construcción se estrenó allí una Atlántida fascinante cuyo montaje era, cómo no, de la Fura dels Baus. Ayer, durante el descanso del estreno de La flauta mágica, estuve hablando con Carlos Gómez Amat, que me confiaba su parecer sobre la obra. No lo tenía muy claro, pero sí sabía que aquello que estaba pasando sobre el escenario tenía, sin duda, mucho interés. Yo le contesté que no sólo se trataba de un trabajo muy bien pensado, muy bien hecho y que funcionaba perfectamente, sino que, además, La Fura siempre aporta un significado especial a todo lo que hace y, para ilustrar mi afirmación, le comenté que a mí, en 1996, me habían descubierto La Atlántida. Y Carlos me respondió que a él, sin embargo, La Atlántida no se la interpretaba ni se la resolvía La Fura dels Baus ni nadie. La frase tiene mucha sustancia porque, efectivamente, La Atlántida es una obra de extrema complejidad, una obra límite que no es posible encuadrar en los géneros que manejamos habitualmente. Y, a mi juicio, todo esto concuerda de alguna forma con el estilo de La Fura dels Baus y también con La flauta mágica, que es también una obra límite, muy difícil de clasificar.

Si tuviéramos que elegir la mejor obra de Mozart, la más redonda, seguramente optaríamos por Las bodas de Fígaro, que es una ópera simétrica, bien estructurada y con los personajes perfectamente delineados. Mientras que, ¿dónde situaríamos La flauta? Yo, al menos, sería incapaz de ubicarla, ya que es un compendio de un sinfín de cosas, una obra que, además de sus tropiezos en el libreto –como ha explicado Mortier–, está compuesta de músicas procedentes de diversos lugares que Mozart tuvo la habilidad de reunir y de hacer converger en una unidad absolutamente perfecta. En definitiva, se trata de una obra inclasificable, como puede serlo la Chacona de Bach. Es en este sentido, y sin entrar en demasiadas profundidades, en el que me parece que todo esto está muy vinculado con el trabajo de La Fura dels Baus, que siempre logra penetrar en ese mundo del límite en el arte que tan bien ha estudiado Eugenio Trías desde el punto de vista filosófico y estético.

La ópera mantiene una relación muy estrecha con el mundo del límite porque es un género extraño y de alguna forma exhibicionista. Hay unas personas que salen a cantar y hacen música con un instrumento que no vemos, que nos dicen que está en la garganta, pero vete tú a saber, porque cuando te empiezan a hablar de la voz de pecho, de las resonancias superiores o de la respiración abdominal, uno ya se pierde y no sabe realmente de dónde sale esa voz prodigiosa. Pero lo que verdaderamente pone todo esto en relación es que esa persona que sale al escenario a cantar sale a jugársela, porque se encuentra en todo momento en el límite y el instrumento del que se sirve para llevar a cabo su tarea se puede quebrar en cualquier momento. Esa sensación de límite que plantea la ópera en general y La flauta mágica en particular, nos la ofrece también el trabajo de La Fura dels Baus, sólo que desde un punto de vista material. Porque aunque La Fura, como el trapecista del circo, tiene muy ensayada su función y sabe caminar perfectamente por la cuerda floja, el espectador tiene la sensación de que la caída puede llegar en cualquier momento, de que puede suceder cualquier imprevisto. Un colchón se puede pinchar, Pamina puede volar por los aires, el maestro Minkowski puede recoger en sus brazos a la Reina de la Noche que ha tropezado… Y esta confluencia de límites –el de la obra con la propia realización de La Fura dels Baus–, genera un espectáculo que funciona a la perfección y que tiene interés para cualquier espectador, tenga o no tenga conocimientos de ópera.

JUAN BARJA

A mi juicio, La flauta mágica es, incluso desde un punto de vista intelectual, una obra emblemática. Curiosamente, a pesar de haberse estrenado en el circuito «off off», despertó enseguida el interés de grandes intelectuales de la época –muchos de ellos aún no reconocidos como tales–. Estoy pensando, por ejemplo, que antes de los bocetos de Schinkel hubo unos proyectos muy interesantes de Johann Wolfgang von Goethe que ahora se encuentran en Weimar. También Hegel menciona en su Estética esta obra que le fascina, si bien es cierto que habla sobre el texto en términos bastante irónicos. Se trata, por lo tanto, de una obra que muy tempranamente va revelándose como algo de mucha mayor enjundia que aquel juego de niños popular que parecía ser cuando se estrenó. La flauta es una obra que lleva dentro mucho más de lo que aparenta, un contenido oculto que tiene que ver con las referencias masónicas, el movimiento revolucionario o la cuestión femenina. Tiene un extraño tono que a mí me recuerda a otra ópera naíf y fascinante: L’enfant et les sortilèges, en la que el mundo de la infancia se encuentra de frente con un mundo en el que está presente la historia. No obstante, en el caso de Ravel, lo que está en juego es un mundo onírico relacionado con la subjetividad postfreudiana, mientras que en el caso de Mozart se trata de un momento distinto, en el que, al igual que en el himno de Schiller, se habla de un mundo en el que los hombres serán libres y vivirán en paz armonía… En mi opinión, el motivo por el cual ese texto tiene un encanto especial es la forma en que revela asuntos muy superiores a los que oficialmente cabía esperar.

En este espectáculo en el que Mortier actúa como comitente, el trabajo de Jaume Plensa es imaginativamente esplendoroso, el trabajo teatral de La Fura es magnífico y el trabajo musical del Real también funciona magistralmente. Antes de ver la obra ya pensaba que la elección de La Fura había sido muy adecuada pero, después de haberla visto, estoy aún más convencido de ello y precisamente por tratarse, como decía Mortier, de un espectáculo popular. Existen dos versiones cinematográficas muy distintas de Die Zauberflöte cuya contraposición vendría a ilustrar bien esta idea. Tenemos, de un lado, la versión de Bergman, que es bonita pero muy convencional y, del otro, algunos de los fragmentos de La flauta que aparecen en Amadeus, una película que, por lo demás, a mí no me gusta nada. En este filme de Milos Forman se ve a Mozart asistiendo al estreno de La flauta mágica y se introduce de una manera bastante apropiada ese mundo mágico, caprichoso, infantil y un tanto enloquecido que también está presente en esta versión con La Fura, Plensa y todos esos músicos que cantan y nos encantan. Porque en La flauta mágica se trata precisamente de eso, de encantarnos.

Siempre he pensado que La flauta mágica tiene un elemento circense, muy presente en la versión de Forman y en la figura de Sarastro, que es un sumo sacerdote y una especie de maestro de escena que impulsa la obra. En este sentido, esta producción me ha parecido absolutamente sugerente, ya que La flauta no es exactamente una ópera, sino un singspiel. Al igual que la ópera bufa en Italia, pertenece a una tradición distinta, mucho más lúdica, que se estrena en un cierto tipo de teatros y que bien podemos asociar al circo o al teatro onírico.

Finalmente, me gustaría plantear una cuestión siempre muy debatida en relación con la ópera, que tiene que ver con el concepto romántico por excelencia de la obra de arte total, la Gesamtkunstwerk, un concepto acuñado fundamentalmente por Wagner, sobre todo en su Das Kunstwerk der Zukunft [La obra de arte del futuro]. Evidentemente, las primeras óperas napolitanas, en las que priman absolutamente los cantantes y la relación más o menos popular con el público, están muy alejadas de la idea wagneriana de la obra de arte total y del sujeto único, casi tiránico, que da unidad al conjunto. Porque no es lo mismo que colaboren los mestiere, como dicen en Italia, unos con otros, que un sujeto único, genial, romántico, como se autoconcibe a sí mismo Wagner, controle totalmente –también desde el punto de vista escenográfico– la obra entera. A menudo se alude a la Gesamtkunstwerk cuando se habla de la relación de las vanguardias del siglo xx con la ópera. A mí, sin embargo, me parece una referencia absolutamente desatinada ya que es imposible pensar como obra de arte total –en el sentido del sujeto romántico wagneriano–, una obra en la que se combinan los trabajos de una serie de artistas con nombre, que firman cada uno su parte, que no tienen ya nada que ver con aquellos artistas que colaboraban en la elaboración de la obra de arte aportando unos trabajos más o menos artesanales. En cambio Mortier, Plensa, La Fura y demás sí que se han acercado a este concepto wagneriano porque, si bien cada uno tiene sus propias ideas, el resultado alcanza una naturaleza mucho más unitaria que en las propuestas dispersas y escindidas en las diversas genialidades singulares de los primeros acercamientos de Picasso, Stravinski, etc. Creo, pues, que hay un factor unitario fortísimo en la puesta en escena de ayer que constituye un logro extraordinario y que, quién sabe, tal vez se deba a esa asunción de la obra desde niño por parte de Mortier; tal vez fue entonces, cuando él era Tamino, cuando empezó a construir ese cerebro total y esta work in progress que es La flauta mágica que contemplamos ayer.

250 ANIVERSARIO WOLFGANG AMADEUS MOZART


27.01.06 > 01.02.06

ORGANIZA CBA Y BANCAJA
COLABORA INSTITUT VALENCIÁ DE LA MÚSICA