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Un discurso de agradecimiento

Harold Pinter
Traducción Ana Useros

No puedo decir que en mi familia hubiera una robusta tradición literaria. Mi madre disfrutaba leyendo las novelas de A. J. Cronin y Arnold Bennett y a mi padre (que salía de casa a las siete de la mañana y regresaba a las siete de la noche de su trabajo como sastre a destajo) le gustaban las novelas del oeste, pero en la casa había pocos libros. Esto se debía, por supuesto, a que dependíamos por completo de las bibliotecas. Nadie podía permitirse el comprar libros.

No puedo decir que en mi familia hubiera una robusta tradición literaria. Mi madre disfrutaba leyendo las novelas de A. J. Cronin y Arnold Bennett y a mi padre (que salía de casa a las siete de la mañana y regresaba a las siete de la noche de su trabajo como sastre a destajo) le gustaban las novelas del oeste, pero en la casa había pocos libros. Esto se debía, por supuesto, a que dependíamos por completo de las bibliotecas. Nadie podía permitirse el comprar libros.

Sin embargo, cuando me publicaron mi primer poema en una revista llamada Poetry London, mis padres se alegraron mucho. Publiqué el poema con mi nombre escrito como PINTA, porque una de mis tías estaba convencida de que procedíamos de una distinguida familia portuguesa, los Da Pinta. Esto no se ha confirmado nunca ni tengo noticias de que alguna vez haya existido dicha familia. Todo el asunto parecía entrar violentamente en conflicto con la noción que yo tenía de que mis cuatro abuelos procedían de Odessa o, al menos, de Hungría o incluso de Polonia.

Se especulaba tentativamente con que Pinta se habría convertido en Pinter en el curso de la huida de la Inquisición Española pero, al menos en Hackney, donde vivíamos, nadie parecía saber con certeza si hubo o no una Inquisición Española en Portugal.

Sólo un miembro de mi familia parecía tener bastante dinero, mi tío abuelo, Tío Coleman, que se dedicaba a «sus negocios». En su casa llevaba siempre pantuflas y un gorro y era un hombre muy cortés. Mi padre propuso que le enseñara a Tío Coleman el poema de Poetry London la próxima vez que fuéramos a tomar el té. Yo acepté con algunas reservas. Mi poema se titulaba «Año Nuevo en las Midlands» y trataba de la vida vagabunda de un joven actor de repertorio. Estaba poderosamente influido por Dylan Thomas. Incluía el verso siguiente:

Éste es el brillo, el talco y la sangre y aquí estoy yo,
a horcajadas, desterrado por siempre en una ciudad de Whitbread Ale,
o similar.

Mi padre y yo estábamos sentados en silencio mientras Tío Coleman leía el poema. Cuando llegó a esos versos se detuvo, nos miró por encima de la revista y nos dijo: «Las acciones de Whitbread están en alza en este momento. Seguid mi consejo.»

Aquello fue en 1950 y yo tenía veinte años.

Mis primeras lecturas fueron algo informes y descoyuntadas, principalmente, supongo, debido al desarraigo de una infancia en tiempos de guerra. Fui evacuado dos veces (una a Cornualles, donde más o menos vi el mar por primera vez), asistí a unas cuantas escuelas y de tanto en tanto regresaba a Londres a por más bombas, bombarderos y metralla. No era la atmósfera más propicia para leer. Pero finalmente me asenté en el Instituto de Hackney Downs a finales de 1944 y recuperé el tiempo perdido. Hackney tenía también una gran biblioteca pública y allí descubrí a Joyce, a Lawrence, a Dostoievski, a Hemingway, a Virginia Woolf, a Rimbaud, a Yeats, etc.

Unos años más tarde, creo que en 1951, tras leer un extracto de Watt, de Beckett, en una revista llamada Irish Writing, busqué libros de Beckett biblioteca tras biblioteca, sin éxito ninguno. Con el tiempo acabé por desenterrar uno, su primera novela, Murphy, que dormitaba desde 1938 en la Biblioteca Pública de Berdmondsey. Consideré que el interés por Beckett era escaso y decidí quedarme el libro, en calidad de préstamo indefinido, por así decirlo. Aún lo conservo.

En 1944 conocí a Joseph Brearley, que vino al colegio a enseñarnos lengua. Joe Brearley era un oriundo de Yorkshire de gran estatura, padecía de malaria, lo habían torpedeado en alta mar durante la guerra y poseía un entusiasmo apasionado por la poesía inglesa y por la literatura dramática. Hasta que él llegó, en 1945, en la escuela no se hacía teatro pero, antes de que supiéramos dónde estábamos, anunció que iba a montar una producción de Macbeth y, apuntándome con el dedo en medio de la clase, dijo: «Y tú, Pinter, vas a interpretar a Macbeth». «¿Yo, señor?», pregunté. «Sí. Tú», respondió él. Tenía quince años e interpreté a Macbeth, en una producción con vestuario moderno, vistiendo el uniforme de un general. Me gustaba tanto el uniforme que después del ensayo general me lo dejé puesto al volver a casa en el autobús 38. Las ancianas sonreían. El conductor del autobús me miró y me dijo: «¡Pues no sabría cuánto cobrarte!» Mis padres me regalaron las obras escogidas de Shakespeare para señalar la ocasión. Incluso me las apañé para ahorrar y comprar una copia de Ulises que coloqué en la estantería del comedor. Mi padre me dijo que la quitara del estante. Dijo que no tendría un libro así en la misma habitación en la que mi madre servía la cena.

Joe Brearley y yo nos hicimos amigos íntimos. Nos embarcábamos en una serie de largos paseos, que se prolongaron durante años, empezando en Hackney Downs, hasta Springfield Park, a lo largo del río Lea, por Lea Bridge Road, pasando por Clapton Pond, a través de Mare Street hasta Bethnal Green. En aquella época Shakespeare dominaba nuestras vidas (me refiero a las vidas de mis amigos y a la mía), pero la revelación que Joe Brearley trajo consigo fue John Webster. En nuestras excursiones declamábamos al viento, a los trolebuses que pasaban o incluso a los otros paseantes, perlas de Webster como:

¿Me complacería que mi garganta se cortara
con diamantes? ¿O se ablandara
con casia? ¿O que me dispararan con perlas hasta morir?
Yo sé que la muerte tiene diez mil puertas
para que los hombres busquen su salida: y se sabe que
funcionan con bisagras geométricas tan extrañas
que se pueden abrir hacia los dos lados; en cualquier caso, gracias a Dios,
para alejarme de vuestras murmuraciones.
(La duquesa de Amalfi)

o:

¡Oh! Apesto a hollín,
al más hediondo hollín, la chimenea tira,
mi hígado está sancochado como un pan escocés,
un fontanero sopla tubos en mis tripas.
(El diablo blanco)

o:

Mi alma, como un barco en una negra tormenta,
es arrastrada yo no sé adonde.
(El diablo blanco)

o:

He cogido
un resfriado eterno. He perdido mi voz
del todo irrecuperablemente.
(El diablo blanco)

o:

Cubre su rostro; mis ojos se deslumbran; ella murió joven.
(La duquesa de Amalfi)

Ese lenguaje me daba vértigo.

Joe Brearley encendió mi imaginación. Nunca podré olvidarlo.

Empecé a escribir obras en 1957 y cuando en 1958 The Birthday Party se estrenó en el Lyric, en Hammersmith, los críticos (con la excepción de Harold Hobson) la masacraron y se suspendió tras ocho representaciones. Decidí pasarme por la matiné del jueves. Llegué unos minutos tarde y ya se había alzado el telón. Subí corriendo las escaleras en dirección a la platea. Una ujier me detuvo. «¿Dónde vas?», me dijo. «A la platea», le dije. «Soy el autor». Sus ojos, así lo recuerdo, se nublaron. «Oh, ¿eres tú?», dijo. «Pobrecito... Mira, la platea está cerrada pero, ¿por qué no entras? Entra y siéntate si quieres, cariño, vamos.» Entré en la platea desierta y miré hacia el patio de butacas. Seis personas estaban allí, contemplando la representación que, debo decir, no parecía generar mucha electricidad. Aún tengo los informes de taquilla de aquella semana. La matiné del jueves reportó dos libras y seis chelines.

En una carrera a la que se le ha dedicado mucha atención crítica, una de las preguntas más interesantes (y agudas) que se me han hecho nunca ocurrió cuando me presentaron a una mujer joven y a su hijo de seis años. La mujer miró a su hijo y le dijo: «Este hombre es un escritor muy bueno». El chiquillo me miró y después miró a su madre y dijo: «¿Sabe hacer la W?»

Soy muy consciente de que he sido descrito en algunos cuarteles como un ser «enigmático, taciturno, lacónico, picajoso, colérico y adusto». En fin, tengo mis humores, como todo el mundo, no lo voy a negar. Pero mi vida literaria, que se ha desarrollado durante unos cuarenta y cinco años y que aún no ha terminado, se ha empapado de una serie de características muy distintas, que no tienen nada que ver en absoluto con esas descripciones. Sencillamente, mi vida literaria ha sido una vida de deleite, desafío y entusiasmo. Son palabras que quizá sean tópicos. Pero son también una verdad. Ya sea en un poema, en una obra o en un guión, si no hay deleite, desafío y entusiasmo por el lenguaje y, a través del lenguaje, por el personaje, entonces ahí no hay nada y nada puede existir.

Así que, aunque seguro que soy «enigmático, taciturno, lacónico, picajoso, colérico y adusto», también he disfrutado de cabo a rabo mi vida literaria, mi vida, de hecho.

Discurso de agradecimiento de Harold Pinter pronunciado en 1995 con motivo de la entrega del Premio David Cohen de Literatura Británica, que se concede cada dos años a un escritor británico vivo como reconocimiento de los logros a lo largo de su carrera. Publicado en Harold, Pinter, Various voices. Prose, poetry, politics, Nueva York, Grove Presss, 2005.