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El remolino de la palabra

Genealogía de Visión desde el fondo del mar

Rafael Argullol • Camilo Hoyos Gómez

El escritor, filósofo y poeta Rafael Argullol (Barcelona, 1949) cuenta en su haber con más de veinticinco libros entre novelas, ensayos y libros de poesía. Ganador del Premio Nadal en 1993 con la novela La razón del mal y del Premio de Ensayo Casa de América con Una educación sensorial, es un autor difícilmente clasificable. Su último libro, Visión desde el fondo del mar, representa de manera especial dicha singularidad. Fue escrito a mano y casi diariamente a lo largo de siete años, y su versión editada tiene más de 1.200 páginas. En este coloquio, el autor dialoga con el transcriptor de la obra, Camilo Hoyos Gómez, y narra su viaje, su esfuerzo, su insistencia muscular sobre el manuscrito.

Camilo Hoyos Gómez: Ya han pasado casi dos años, Rafael, y creo que no estaría de más volver sobre la escritura a mano de Visión desde el fondo del mar, con tu caligrafía y mi transcripción. Es difícil imaginar, detrás de un libro impreso de 1.296 páginas, los mares de papel que produjiste en los casi siete años de escritura. Un manuscrito de casi setenta centímetros de altura, y unos 15 kilos de papel.

Rafael Argullol: Hay un momento, en el capítulo «Interludio sobre los tiempos», en que explico que me encuentro en una situación prácticamente paralela a la del navegante solitario que se ve en la mitad del Atlántico, y viéndose allí, teniendo tanta agua delante como detrás, no sabe si tiene que adelantar o retroceder. Al estar en esa situación, naturalmente, prefiere avanzar que retroceder. Me sucedió igual: me vi rodeado de páginas, no solamente del manuscrito, que se iban acumulando. Mi casa, por la propia índole organizativa del libro, estaba llena de planos, de mapas que me llevaban de un territorio y escenario a otro, y de hecho guardo en armarios toda una serie de mapas que difícilmente hubieran podido ser incluidos en la pantalla de un ordenador. Como si navegara con los mapas de navegación delante, orientándome en medio del mar de papel.

CHG: También haces alusión a ello en el capítulo «El arco iris atrapado en la telaraña», donde te refieres por primera vez a tu escritura a mano, sobre la que dices: «El trabajo se hace físico, sucio e incluso doloroso». En la edición final, esta alusión se encuentra en la página 524, mientras que en el manuscrito se trataba nada menos que de la página 835.

RA: Así es. En el «Interludio» al cual hacía referencia me planteo el propio método físico de la escritura: independientemente de que hubiera escrito la mayoría de mis cosas de la misma manera, en este caso concreto la escritura a mano me llevaba a una circularidad fisiológica entre el papel, la tinta y la mano, que en cierto modo suponía una compañía, una complicidad en medio de la propia soledad de ese mar de papel, de ese Atlántico. Al mismo tiempo, la escritura a mano significaba una metodología en sí misma; por ejemplo, me di cuenta con el paso de los días, a lo largo de estos seis o siete años, que yo escribía fundamentalmente en la cama, a la romana, pero a veces para ir variando por la tensión física del cuerpo también pasaba a una butaca, a un sillón, o de pie: iba variando la anatomía que se enfrentaba al papel. Con el tiempo tomé conciencia de que en realidad yo mismo me había marcado una especie de reloj diario, que era la muñeca: en el momento en que me dolía, quería decir que todo lo que escribiera a partir de ese momento sería superfluo, forzado, sería intentar ir más allá de lo que mi cabeza estaba en condiciones de hacer. El dolor era un aviso.

CHG: Recuerdo que me contabas cómo escribías prácticamente acostado en la cama, con un cojín triangular en la espalda y una especie de tabla sobre las piernas. Ibas pasando página por página, las dejabas sobre la cama, y la revisión llegaría meses después. Además, recuerdo tus propios cálculos: tardabas una hora por página.

RA: Así es. El conjunto del manuscrito tenía dos mil hojas, así que invertí en su escritura unas dos mil horas. Y durante el año de revisión del manuscrito eliminé casi una cuarta parte, es decir, tiré por la borda quinientas horas.

CHG: Hay una imagen recurrente: la del escritor frente a la pantalla en blanco. Sin embargo, tú no conoces de pantallas en blanco. Un escritor que escribe en ordenador tardará en hacer una primera impresión para llevar a cabo una primera revisión. Lo material –las hojas, la tinta, las palabras– está de alguna manera escondido de la luz, aún en la oscuridad del disco duro, porque es virtual. Sólo él sabe dónde está el archivo que alberga la novela. Tú, en cambio, producías cada hora material físico.

RA: Había mucha carnalidad del papel. Dadas las características del libro, sus muchos y distintos escenarios espaciales y temporales, que no están expuestos de manera lineal, necesitaba imprescindiblemente, de entrada, a medida que fue avanzando el manuscrito, un doble mapamundi geográfico; aparte del objetivo, que tengo en un extremo de la casa, el subjetivo, que era el mío, que iba saliendo de los escenarios espaciales del libro. Junto con esto, también los escenarios temporales en los cuales se compartía mi propia experiencia vital con la experiencia de la época, y a veces incluso escenarios temporales muy anteriores a mi nacimiento, como se plantea en el primer capítulo con el genoma, o escenarios temporales posteriores a mi muerte, cuando se reflexiona sobre la luz de las estrellas. Aparte de que el acto de escribir era muy físico y de que estaba rodeado continuamente de una materialidad que crecía como si fuera un puente o un edificio, al mismo tiempo era muy importante tener todos estos proyectos, maquetas, planos, que me iban orientando.

CHG: Algo me hace pensar que incluso en tu propia metodología física de escritura, de lo material, no te libras de la experiencia y de su huella. Es diferente una página en ordenador a una escrita a mano, con su presencia, tu letra, tu margen. Yo mismo me daba cuenta en la transcripción de cómo variaban los ángulos, las inclinaciones de las letras, dependiendo del momento en que estabas escribiendo. Podría decir que si mi transcripción se hacía ágilmente se debía a que tu ritmo de escritura había sido medianamente más ágil.

RA: Es evidente que, por un lado, al escribir a mano me hacía más directamente responsable de lo que estaba escribiendo. De entrada claro que puedes tachar, lo que supone un acto de agresión al propio manuscrito que estás escribiendo, mientras que en el ordenador el hecho de intercalar, suprimir y demás es un acto prácticamente natural. En un manuscrito, tachar es contranatural, es una herida. Por lo tanto, la escritura a mano es más parsimoniosa, pero implica también una mayor responsabilidad sobre cada una de las palabras.

CHG: Si escribes casa a mano, la manera caligráfica de esas cuatro letras unidas, te remite a cómo estás visualizando ese instante de escritura; mientras que si escribes casa en un ordenador, esa casa no se diferencia de ninguna otra casa que hayas escrito o vivido en tu vida.

RA: Está muy bien visto. Por ejemplo, en el libro se habla de muchas casas, pero como casas propias se habla fundamentalmente de tres: la Casa Antigua, la Casa Nueva y la Casa Genovesa. Es cierto que en el momento en que escribes casa y piensas en la Antigua, en la Nueva o en la Genovesa, escribes casa con un énfasis y casi te diría con una forma distinta, porque estás pensando en la casa que estás describiendo con la palabra casa. Entonces la ortografía y la caligrafía se convierten en cierto modo no en un apéndice, sino en el otro lado: si el contenido semántico es el haz, el otro es el envés de la hoja. Si tú te refieres a un tren, y escribes tren, si estás pensando en el Transiberiano o en el de los Pirineos, estás pensando en dos trenes distintos, y en el fondo escribes la palabra de una manera distinta. En el caso del Transiberiano la tendencia era escribirlo con mayúsculas porque todo era grande y estaba rodeado de un espacio inmenso; un trencito que va por paisajes familiares íntimos de la infancia es algo completamente distinto y sin embargo la palabra sigue siendo tren.

CHG: Me gusta mucho la idea de que tachar el texto es contranatural porque queda la evidencia del crimen, de que hay algo que se suprime y que cambias. En la transcripción recuerdo dos tipos de tachaduras: nombres propios (ya que el autor decide, en última instancia, quién quiere que aparezca bajo la ficción), y otras, que mostraban la revisión de un texto que había sido escrito hacía mucho tiempo, como el caso de «Noche Transfigurada», cuyo color del papel era diferente a los demás. Eso muestra que estás enfrentándote a un texto que ya tiene muchos años de haber sido escrito, como explicas en Visión. Lo mismo sucede con «Noche de Otulum», por ejemplo.

RA: Tú has tenido una intimidad única con Visión. Primero, un conocimiento completamente cierto de lo que podría ser falsario o no en el texto. Si digo «Todo este texto está escrito en los últimos cinco años», sabes que la excepción sería, por ejemplo, esos dos capítulos que has citado: «Noche Transfigurada», que, como digo en el mismo texto, fue escrita hace treinta y pico años y es una novelita intercalada en un papel ya amarillento, con una textura de papel que ya ni se fabrica actualmente, y mi propia caligrafía está, diríamos, más cercana a la infancia de lo que es ahora, menos estilizada, menos nerviosa. Luego «La noche de Otulum», que también era un texto anterior. Pero también hay algo más de fondo. Si comparáramos la escritura de este manuscrito con una enorme carta de amor de unas mil doscientas doce páginas, podemos darnos cuenta de que se escribían evidentemente con tachaduras, pero una práctica habitual a lo largo de los siglos es volver a copiar aquello que habías escrito para enviarle a tu amante una carta sin tachaduras. En cambio, tú lo que has visto es una carta de amor con las tachaduras, con las vacilaciones, con las dudas en la pasión, en la estrategia. Ése es el tema. Lo que ha quedado como manuscrito es la primera carta de amor antes de que tú hagas la copia para enviarla.

CHG: Hay algo que me llamó la atención desde el principio: la ausencia de edición en el texto que estabas escribiendo (con la excepción de los textos que recuperaste). En las páginas que yo recibía, que acababan de ser escritas, no había ninguna edición. Eso me impactó desde el principio, tengo una imagen clara de tu escritura física, caligráfica en una hoja en blanco –sin líneas sobre las cuales escribir, casi un lienzo– con márgenes, sin apenas tachones, y casi con el mismo número de líneas por página. Siempre pensé en lo que es la meditación de la escritura a mano.

RA: Hay dos cosas que aquí se podrían argumentar. Una, que la escritura a mano, tal como lo describo en esa necesidad de cambiar de posición, es un proceso físicamente doloroso, ya que sometes al cuerpo a una gran inmovilidad durante horas. Tenía la costumbre de sentarme o concentrarme, y ya no salir de esa concentración; si empezaba a las cuatro, permanecía absorto hasta las diez, por ejemplo. Eso hace que la escritura sea lenta y que además procures no equivocarte en vano para no prolongar ese proceso doloroso, por lo que se da una especie de búsqueda muy cristalina de las palabras adecuadas para las ideas, en principio intentando evitar toda rectificación. Y luego a mí siempre en la escritura me ha venido en mente algo muy plástico, que es cuando los escultores se enfrentaban a las piezas de mármol de Carrara, iban esculpiendo, y un gran error destrozaba para siempre la costosísima pieza de mármol. Con lo cual, escultores como el mismo Miguel Ángel no podían permitirse cometer errores. De la misma manera, yo he tenido la conciencia de tener mucho cuidado en el momento de escribir la palabra. Por eso, mi escritura es lenta; no es la más lenta que conozco, porque escribir una página en una hora es lento pero hay escritores más lentos todavía, pero sí tiene en cuenta que el cincel y el martillazo hay que darlos de manera acertada. Además, yo no he sido desde el principio un escritor que confiara demasiado en la bondad de las rectificaciones. No es que sea un espontaneísta, o un automatista, pero sí creo mucho en el amor a primera vista con la palabra, con el texto. Quizá influye también que hay gente que me dice que yo escribo y hablo de una manera más semejante a la de la mayoría de los seres humanos, que tienen un lenguaje verbal y un lenguaje escrito completamente separado. Tengo un lenguaje verbal relativamente próximo al escrito, y alguno de mis libros, como Davalú, es el resultado de una autograbación, aunque, desde el punto de vista del lector, apenas se nota.

CHG: ¿Qué te parece si volvemos a la idea del mapamundi que tenías en casa? Por lo que me comentaste y por lo que veía en los últimos meses de revisión antes del documento final, recuerdo muy bien que me decías que empezabas a ver cómo el texto tomaba forma, y que ya estabas viendo en lo que habías venido estando en los últimos siete años: trazabas con los brazos la figura de un remolino.

RA: La imagen del remolino no es únicamente la idea esencial que late en el libro y que vinculo al consejo del viejo pescador que ya he citado muchas veces –dejarte atrapar por el remolino ya que éste mismo te expulsa cuando llegas al fondo, encontrando así una posibilidad de salvación– sino que, en un momento determinado del texto, cuando llevas escritas 800 o 900 páginas, te sientes como el nadador que ha nadado ochocientas páginas y ya no sabe por dónde se mueve. Está la idea de que quedas atrapado en una corriente, primero, y luego te das cuenta de que es un remolino que puede ser muy peligroso. Aquí había dos posibilidades: un ataque de pánico, o en efecto confiar en que el propio ritmo del remolino del texto, de las páginas, estaba dando forma a eso. Recuerdo muy bien el momento que me dices, en que empecé a ver algo más de luz en la oscuridad, porque debo reconocer, ahora que parece que las cosas salieron bien, que hubo un momento, hacia el tercer año de la escritura del libro, en que estaba perdido dentro de mi propio libro, de la masa enorme de páginas, y sólo al seguir avanzando y adquirir toda la lógica del remolino, empecé a ver esa posibilidad de ir escapando para poder salir y ver la luz, la forma final del libro. Si lo imaginamos en términos horizontales, era como un rompecabezas de piezas diseminadas que se iban ordenando, y si visualizamos en cambio una imagen vertical, ha de ser la del remolino que va tragando y tragando, y que va dando esa forma triangular, que es la morfología misma del libro.

CHG: En esta expulsión y morfología hay un elemento clave. Estoy pensando en esta cuarta parte del texto que fue desechada. Recuerdo aquel capítulo del tiovivo, «Carrusel con caballitos», que era un capítulo largo, complejo, denso, muy autobiográfico. Y éstas son olas que en algún momento te llevaron, corrientes físicas traducidas en páginas y en tinta, que quedaron después como tormentas aisladas.

RA: El capítulo que recuerdo como más doloroso en el momento del sacrificio de esta cuarta parte del manuscrito, en el año entero dedicado a la revisión, es el que mencionas tú, «Carrusel con caballitos», un capítulo larguísimo en el cual iba haciendo entrar y salir, montarse y desmontarse del tiovivo a los amigos que había conocido en mi vida, y que me ocupó prácticamente todo un verano. El día que decidí eliminarlo, miré por el balcón y fue como si viera vertiginosamente todas las maravillosas tardes de verano que me había perdido escribiendo ese capítulo que ahora estaba desechando, y salí a pasear. No deja de ser algo doloroso, aunque necesario para soltar lastre, porque el libro, por su extensión, corría el peligro de estar demasiado afectado por la fuerza de gravedad. Tuve que expulsar todas estas páginas que habían sido la contrapartida de tanta luz y condenarlas al infierno, un infierno provisional, porque en efecto existen, pero al infierno desde el punto de vista del libro.

CHG: Navegabas de una manera distinta en tu propio texto. Ibas en una barca, únicamente con tu barca, sin posibilidad de mirar atrás: había un horizonte al cual llegar, a veces protegido con una nube por Atenea, como ésta lo hacía con Odiseo, a veces con Polifemo al frente.

RA: El hecho es que nunca pude mirar atrás. Si miraba atrás encallaba. Fui avanzando, sabiendo que al final algunos elementos serían revisados muy a fondo. Al tener tantos saltos espaciales y temporales era necesario que todos encajaran al final dentro del conjunto. Pero eso no era algo que pudiera hacer sobre la marcha, porque entonces estaba la imagen del Atlántico, tenías que ir avanzando independientemente de que las olas vinieran por la izquierda o por la derecha.

CHG: En Visión desde el fondo del mar el tiempo es un presente continuo, prácticamente ensamblado a partir de todos estos pasados que no hacen más que reforzar la idea de la multiplicidad de identidades que tenemos.

RA: Por esto supe enseguida que la utilización de la memoria que quería hacer no sería nostálgica, y de ahí la decisión de ponerlo todo en presente. Cuando he muerto, estoy en presente; antes de nacer, estoy en presente; esto de alguna manera elimina toda idea de rememoración nostálgica. Opté por la opción del yo que se busca a sí mismo, que busca conocerse a sí mismo, y ahí aplicar un criterio contrario al de Narciso, que se mira en la superficie del agua y empieza a obsesionarse tanto con su imagen que llega un momento en que su tendencia es autodestructiva y suicida, no logra escapar al solipsismo de la mirada, del círculo vicioso. De allí salió la idea del fondo del mar. Era mirar la superficie del agua, pero en vez de situarse arriba, como lo hizo Narciso, la idea era situarse desde abajo, con lo cual no ves reflejada tu imagen, sino algo que al principio es muy turbulento, y luego, a medida que va pasando el tiempo, se va aclarando. En términos de conocimiento, también es claro: Narciso quiere conocerse a sí mismo a través de sí mismo. El que mira desde el fondo quiere conocerse a través de los otros y de lo otro. Narciso es una mirada masturbatoria: es el propio cuerpo que a través de su propio cuerpo quiere llegar al conocimiento de sí mismo. Lo otro creo que es más genuinamente erótico, porque es llegar al conocimiento a través del otro cuerpo, de los otros cuerpos. Son dos posicionamientos distintos. Y de hecho hay dos claves claras: el cambio del título inicial, Retornos, por Visión desde el fondo del mar. El primero evocaba demasiado concentradamente una visión nostálgica de la memoria, un poco en la estela de En busca del tiempo perdido de Proust. Pero no era el caso porque no se creó al mirarme en mi propia superficie del agua, sino al aceptar –de nuevo la metáfora del remolino– que ves el mundo primero con gran desorientación y a la deriva, pero que luego vas aclarando los matices a través de los otros. Son los otros quienes te llevan finalmente a la superficie, no eres tú mismo.

CHG: Terminas formando parte de estos otros. Y con esto podemos ver el proceso, tú gozabas de una multiplicidad única en esta construcción con la escritura a mano. Multiplicidad reflejada en cada una de las letras y de las palabras y de los párrafos y de los días y de los dolores de muñeca.

RA: Con esto completamos el ciclo de esta conversación. En el momento en que, después del año de revisión, cuando ya estaba todo acabado y prácticamente en galeradas, salió a partir del editor la propuesta de hacer la web del libro, me vi frente a un nuevo proceso muy sorprendente. De la misma manera que me había pasado siete años trasladando la imaginación y la memoria a la palabra escrita, estuve unos meses trasladando mi propia palabra escrita a imágenes, en una especie de expresión visual. En el momento de hacer esto no sólo tenía el original que habías generado tú y que yo había ido corrigiendo durante este año, sino que tenía también las galeradas impresas del libro. Curiosamente tuve que ir al manuscrito a mano, para buscar las traducciones visuales de los fragmentos, no a las galeradas o a la versión impresa. Lo cual nos lleva al principio de nuestra conversación: fue al ver escrito casa de una manera determinada, tren de una manera determinada, mar de una manera determinada lo que me llevó a una posible traducción en imágenes de aquello que estaba escrito.

CHG: Te es imposible librarte de la escritura porque atestigua tu experiencia.

RA: Así es. Cuando se me exigió o me auto-exigí ese ejercicio de traducción visual, resultó una cosa muy clara: la imagen paradigmática que contenía todas las imágenes era la imagen del propio manuscrito.

Visión desde el fondo del mar, Barcelona, El Acantilado, 2011

Cantos del naumon, Madrid, Libros del Aire, 2010

Desciende, río invisible, Barcelona, El Acantilado, 2009

Lampedusa: una historia mediterránea, Barcelona, El Acantilado, 2008

Aventura, una filosofía nómada, Barcelona, El Acantilado, 2008

El héroe y el único, Barcelona, El Acantilado, 2008

El cazador de instantes, Barcelona, El Acantilado, 2007

La atracción del abismo, Barcelona, El Acantilado, 2006

Breviario de la aurora, Barcelona, El Acantilado, 2006

El puente de fuego, Barcelona, Ediciones Destino, 2004

Davalú o el dolor, Barcelona, RBA Libros, 2001

El afilador de cuchillos, Barcelona, El Acantilado, 1999

Transeuropa, Madrid, Alfaguara, 1998

La razón del mal, Barcelona, Ediciones Destino, 1993

El asalto del cielo, Barcelona, Plaza & Janés, 1986

Duelo en el valle de la muerte, Madrid, Editorial Ayuso, 1986

Disturbios del conocimiento, Barcelona, Icaria, 1980

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