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Bruno Taut

El barón rampante

Delfín Rodríguez Ruiz

Hace pocos años que Bruno Taut (1880-1938) existe de nuevo. Hubo un tiempo en el que la historia lo expulsó de sus narraciones. No importaba que su contribución al urbanismo contemporáneo hubiera sido decisiva durante los años veinte, sus miles de viviendas y siedlungen construidas sólo parecían un problema de repetición de errores, pero lo imperdonable, en la historia triunfal del racionalismo y del Movimiento Moderno, parecía ser la intensidad de sus sueños arquitectónicos, sus imposibles (?) arquitecturas expresionistas, sus inatendibles propuestas sobre La disolución de las ciudades (1920), su afán por colorear la arquitectura, por hacerla transparente, una arquitectura de cristal convertida en arco iris permanente.

Y una voz me dice: «El arte que sueñas está muerto. Los palacios no tienen vida. Viven los árboles –los animales– pero los palacios no viven ¡El palacio muerto temblaba, temblaba!»
P. Scheerbart, El palacio muerto. Sueño de un arquitecto

Hace pocos años que Bruno Taut (1880-1938) existe de nuevo. Hubo un tiempo en el que la historia lo expulsó de sus narraciones. No importaba que su contribución al urbanismo contemporáneo hubiera sido decisiva durante los años veinte, sus miles de viviendas y siedlungen construidas sólo parecían un problema de repetición de errores, pero lo imperdonable, en la historia triunfal del racionalismo y del Movimiento Moderno, parecía ser la intensidad de sus sueños arquitectónicos, sus imposibles (?) arquitecturas expresionistas, sus inatendibles propuestas sobre La disolución de las ciudades (1920), su afán por colorear la arquitectura, por hacerla transparente, una arquitectura de cristal convertida en arco iris permanente.

Aún más sorprendente resulta el hecho de que los venerables y admirados historiadores de la arquitectura contemporánea no se percataran de que Bruno Taut podía constituir un magnífico personaje literario, el protagonista ideal de una novela de aventuras, tan acostumbrados como estaban a inventar héroes y pioneros. Es cierto, sin embargo, que su biografía no podía ser coronada por el éxito ni su arquitectura, al menos la solamente dibujada, se podía proponer como modelo o como meditación tipológica. Tan atada estaba a su vida que en los años sesenta Giovanni Klaus Koenig sólo podía cambiar simbólicamente una edición de Serlio por su Alpine Architektur (1919), algo que, sin duda, no le hubiera gustado a Taut, tan intransigente con los clasicismos italianos. Y es que él, que antes que arquitecto era un viajero, nunca hubiera partido hacia Italia: por eso se detuvo en los Alpes. Le interesaban más el azul de Lituania, la transparencia de Japón, las luces del gótico, los azules bizantinos del Bósforo o las montañas sagradas orientales. Le seducían más los viajes literarios o los colores de Goethe, unos colores vividos y pensados: no parece casual que en una de las pocas imágenes conservadas que representan a Taut, el arquitecto aparezca de espaldas mirando y describiendo colores pintados en una fachada, como Goethe miraba y pensaba, de espaldas, apoyado en el alféizar de la ventana de su casa en la Via del Corso en Roma, tal como lo dibujó Tischbein en 1787. Ni lo es tampoco el hecho de que uno de los dibujos de Taut para la Cadena de Cristal (Die Gláserne Ketté) representase un piramidal y cristalino Monumento de la nueva ley (1919) cuyo contenido legislativo no son sino siete paneles en los que se describen los siete colores. La firma del dibujo vuelve a ser elocuente: el arquitecto que no figuraba en la historia o lo hacía dando la espalda firmaba sus proyectos expresionistas con el seudónimo de Namenlose, el sin nombre. Y, sin embargo, de él existían varias huellas. Entre otras muchas, la que representa la «herradura» central de las viviendas, también coloreadas, del barrio en Berlín-Britz (1925-1931), otra el sello en forma de pie que para Taut ideó un artista japonés con el ánimo de que firmara así sus dibujos durante su estancia en Japón: una huella que, al final, preside la lápida de su tumba en Estambul, donde murió en 1938. Sobre huellas, sobre zapatos, trata además el guión escrito por Taut en 1920: Los zuecos de la suerte. Una película no realizada en la que los zapatos, sus huellas, constituyen tanto una forma de hacer historia como de abrir el futuro de la felicidad. Zuecos y calzados que, por otra parte, podían consultarse en una suerte de inusitada zapatoteca activa y caminar así hacia adelante o hacia atrás en un momento en el que el tiempo no sólo es cronología sino, sobre todo, la forma misma del drama, su lenguaje.

Entre 1917 y 1921 se suceden las propuestas de Taut para una arquitectura expresionista: arquitecturas pintadas y dibujadas, arquitecturas escritas, cuyo fin último es concebir la felicidad, construirla, como señala en la última lámina de La disolución de las ciudades (1920). La guerra y la revolución habían conmocionado al mundo y Taut, junto con otros artistas y arquitectos, se aprestaba a soñar lo nuevo, a darle forma renunciando a las cenizas. Es sintomático que esa nueva construcción de arquitectura y de pensamiento arquitectónico la proponga Taut mirando casi siempre desde lo alto, como quien necesariamente quiere tomar distancia para ver la totalidad y, también, con ágiles movimientos de aproximación, el detalle. No es una mirada desde la huida, sino que se construye a través de incesantes aproximaciones y alejamientos, como si el sueño del arquitecto residiera en vivir sobrevolando, pensando, a la vez, el objeto y el territorio, aspirando así a construir el mundo. Un mundo que Taut deseaba cobijado bajo las alas de una gran catedral de cristal.

Vivir sobrevolando, mirar desde lo alto... Lejos de constituir sencillos problemas de representación arquitectónica, pueden presentarse como una forma de concebir, de pensar, de vivir. Y, en este último sentido, no puede sorprender que la última casa de Taut fuera una especie de jaula de cristal, una casa de arquitecto transparente levantada sobre un tronco de árbol de hormigón. En efecto, si en su casa de Dahlewitz (1926) vivía rodeado de colores, o en Japón de luces coloreadas, en su casa del Bósforo lo hacía, son sus palabras, en un «palomar» próximo al «azul oscuro» del mar. De forma octogonal y transparente por todos sus lados, su última casa, que conocemos gracias a un dibujo de F. Hillinger publicado por Junghanns, parece un recuerdo de los diamantes y piedras preciosas arquitectónicas que según sus sueños y los de Scheerbart deberían cubrir una tierra transformada y feliz, armónica y pacífica. La misma tierra que quería ordenar con La disolución de las ciudades. Y qué mejor forma de negar la metrópoli, de afirmar una ideología antiurbana, que vivir en los árboles.

La casa del arquitecto, la casa, entendida como un palomar puede ser también analizada desde otros pun-tos de vista. Baste recordar que, en 1946, un arquitecto español, Rafael Aburto, pensó y dibujó algo seme-jante, un refugio también octogonal, preguntándose «¿Para qué sirve un árbol?»: para «huir de este mundo –responde– sin dejar de existir... para que la ausencia sea una reali-dad a voluntad y objetiva. Huir sin ir lejos ni encerrarse». Y, entre otras posibilidades, cómo no recordar la fascinante vida de Cósimo de Rondó, el barón rampante ideado por Italo Calvino, separado, elevado, voluntariamente de la realidad y permanentemente confundido con ella, incluso mirándola como arquitecto ya que, como nos recuerda su hermana, solía repetir: «¡Si construyes un muro, piensa en lo que queda fuera!». Frase que bien pudiera haberla hecho suya Bruno Taut, ya que siempre proyectó, escribió y construyó pensando en lo exterior al muro, unas veces para hacerlo de cristal transparente, otras construido con vidrios de colores, con el fin de que la arquitectura iluminase el entorno, el paisaje, o simplemente coloreando el muro, dotando a lo privado, al interior, de una dimensión pública. Y esto constituyó una de sus obsesiones más tempranas: el color de la arquitectura.

Quienes entendieron en toda su amplitud la dimensión pública del color, su valor arquitectónico y político, tal como era planteado por Taut, fueron los habitantes de Fal-kenberg, la pequeña ciudad-jardín comenzada a construir en 1913, en Berlín-Grünau, por nuestro arquitecto para una cooperativa obrera. Las polémicas y debates originados por el gesto de Taut de pintar de colores las pequeñas viviendas proletarias, con el ánimo de «hablar al sentimiento», determinaron que los propios habitantes hicieran de su criticada diferencia el emblema de su vida. Así, no sólo interiorizaron los colores externos que Taut había dispuesto en las fachadas de las viviendas, coloreando el interior, sino que incluso elaboraron, en 1919, una bandera-estandarte, utilizada en fiestas y manifestaciones políticas, compuesta de fragmentos de telas de colores. Bandera artística y política a la vez, la de Falkenberg sintonizaba bien con las ideas de la vanguardia radical alemana de esos años y, en general, con las utopías y aporías de las vanguardias históricas. Porque liberarse del gris era un objetivo común del movimiento obrero y de la vanguardia. Para Taut, además, suponía una forma de negar la tradición arquitectónica, de protestar contra las condiciones de vida en la ciudad y establecer el inicio de una nueva arquitectura. No puede ser sólo fruto del azar o de la cortesía que el lugar en el que Theo van Doesburg comenzara a inocular el «veneno del nuevo espíritu» constructivista y neoplástico en la primera Bauhaus expresionista fuera la casa de Bruno Taut, en 1921.

Si los artistas expresionistas quisieron pintar la ciudad, Taut, dando un paso hacia adelante, pretendió construir arquitecturas de colores, haciendo disciplinar y simbólico el uso de los mismos. Aún más, su aspiración durante los apasionantes y dramáticos años de utopía expresionista era construir el mundo y, así, a la vez que disolvía las ciudades, derramando arquitecturas en la naturaleza siguiendo «su mandato», representaba el acontecimiento de la nueva construcción del mundo en Der Weltbaumeister (1920). Al abrirse el telón y entre campanadas surgiría una catedral destinada a desaparecer, a morir, pero, después, todo temblaría, como el palacio descrito por Scheerbart y que abre esta breve presentación, dando paso al mandato arquitectónico de la naturaleza, simbolizado en una emblemática «casa de cristal». Una casa que no abandona ni separa al otro lado, un cristal que no tiene huellas, ni las de la memoria, tan central y vacío había sido pensado ese nuevo espacio.

El sueño de una arquitectura expresionista nace en Taut antes de concebirla, es decir, construyendo. Los dibujos y publicaciones realizados por Taut entre 1917 y 1921 no son el inicio de un proyecto destinado a pen-sar en el ámbito del papel, ya fuera por medio de arquitecturas escritas o de arquitecturas dibujadas, la nueva arquitectura, sino la consecuencia de algunos ensayos decisivos realizados antes de la guerra. Si en Falkenberg había construido con colores, enfrentándose de ese modo con hábitos tradicionales que pretendían, desde Ruskin a sus maestros B. Móhring o T. Fischer, que el color de la arquitectura fuera el de los materiales utilizados, materiales imposibles de usar en construcciones populares, sobre todo cuando de construir en la metrópoli se trataba, en dos edificios singulares, dos pabellones para exponer productos industriales, uno en Leipzig (1913) y otro, el más célebre, en la exposición del Werkbund celebrada en Colonia en 1914, la arquitectura de cristal se convierte en protagonista de una alternativa cuyo espacio verosímil había sido, hasta entonces, el de la literatura. Y, en efecto, las novelas y cuentos de P. Scheerbart constituyeron para Taut y los arquitectos expresionistas una fuente imprescindible de ideas y figuras, de arquitecturas escritas cuya vocación visual parecía más poderosa que cualquier imagen. Precisamente el Pabellón del vidrio de 1914 estaba dedicado a Scheerbart, mientras que el mismo año el escritor publicaba su célebre Glasarcbitektur, dedicándosela a Taut.

Es durante la guerra cuando Taut comienza a trabajar en varios proyectos que se superponen y, en ocasiones, se contradicen. Entre 1917 y 1918 comienza su Alpine Architektur (1919), arquitecturas cristalinas que coronan, completan y crecen en la misma naturaleza de las grandes montañas. No se trata de tallar, de modelar, de someter a la naturaleza, como pretendiera Dinócrates en tiempos de Alejandro Magno, sino de hacerla brillar con arquitecturas de cristal, acero y hormigón, convirtiendo en redundantes sus efectos y en armónica su relación con el hombre. Incluso la materia se hacía arquitectura para viajar por el universo como ocurría en uno de los dibujos más famosos de su Arquitectura Alpina, «Domstern». Al mismo tiempo meditaba sobre la organización de la ciudad en Die Stadtkrone (1919), reduciendo la meditación urbanística a la definición de su centro, de su corona, al palacio de cristal, «pura arquitectura» y vacío absoluto.

Más próximas entre sí se hallan dos inmediatas publicaciones de Taut, como Der Weltbaumeister (1920) y La disolución de las ciudades (Die Auflósung der Stadt, 1920), porque construir el mundo no suponía urbanizarlo sino llegar a un acuerdo armónico entre arquitectura y naturaleza.

Es precisamente en este contexto, que ampara Taut con sus publicaciones, con sus dibujos, con su activismo político, en el que se formula la utopía de la arquitectura expresionista alemana. La guerra, la revolución de noviembre y los primeros años de la República de Weimar constituyen el marco crítico en el que se confrontan y naufragan dramáticamente esas arquitecturas escritas y dibujadas. Es en el frágil ámbito de soportes de papel en el que se suceden las más poderosas concepciones sobre el futuro de la arquitectura, de la ciudad y del hombre, sin que pudieran evitar el tono mesiánico de muchas de sus propuestas, incluso el sentirse miembros de una conspiración de elegidos. Y así parecen funcionar algunas de las agrupaciones de arquitectos que, liderados por Taut, comienzan una actividad incesante entre 1918 y 1921, desde la creación del Arbeitsrat für Kunsta, la esotérica Die Glaserne Kette, una cadena de cristal cuyos eslabones lo formaban arquitectos como Taut y su hermano Max, W. Gropius, H. Scharoun, Hablik, Finsterlin, los hermanos Luckhardt o P. Gósch. Textos y dibujos, palabras arquitectónicas y arquitecturas sin finalidad práctica, intuiciones orgánicas y cristalinas eran intercambiados con la idea de encontrar la figuración de la nueva arquitectura de cristal, una gran construcción colectiva que parecía responder a la pregunta de la última lámina de La disolución de las ciudades: la felicidad se puede construir. Muchos de esos dibujos y textos fueron publicados en Rtifzum Bauen (1920) y en la revista Frühlicht.

La disolución de las ciudades constituye la síntesis más ejemplar de este proceso y posiblemente se trate del discurso más politizado de Taut, oscilante entre un vago socialismo cósmico, mezclado con Marx y Lenin, con G. Landauer y, sobre todo, con P. Kropotkin, autores, entre otros, de los textos que fueron añadidos por nuestro arquitecto al final de sus dibujos antiurbanos. Dibujos que sobrevuelan el futuro, con palabras y consignas dibujadas que más que didascalias a las figuras parecen soportar el peso del pensamiento arquitectónico. Un pensamiento que toma la apariencia de una observación descriptiva, camuflado tras la mirada de un barón rampante que convirtió la vanguardia histórica en una forma de vida y es posible que por ese mismo motivo de la suya sólo quede el leve rastro de una huella.

Publicado originalmente en Creación nº 14, 1993.