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Retrato del artista en el ring

Jordi Doce

Bazar Arroyo es fruto de una voluntad cuando menos paradójica, que es asomarnos al taller de un artista que ha confesado que nunca «fui muy afortunado que digamos […] con mis lugares de trabajo», y para quien las visitas de colegas, críticos o presuntos compradores al dominio donde se cuece la pintura (y el verbo, conociendo su pasión por cocinas y fogones, resulta pertinente) son poco menos que un suplicio. El paseo entre bambalinas que plantea esta exposición es, pues, menos un itinerario físico, un intento de reproducir por medios teatrales o escenográficos el taller real del pintor, que un viaje por los escenarios de la memoria y la conciencia, una invitación a estudiar los bastidores biográficos y argumentales que ayudan a sostener la obra.

Que para Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) el taller es cosa muy seria lo demuestra, precisamente, su renuencia a mostrarlo. «Mis talleres son espacios íntimos», escribe en Minuta de un testamento (Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, 2009), y lo son porque allí tiene lugar una pelea con la materia y con uno mismo –ese duelo exclusivo y compulsivo con las obsesiones que nos informan– que no se aviene con el mercadeo de las relaciones sociales, ya sean los elogios no pedidos de críticos y colegas o el tira y afloja especulador de posibles clientes. Por el camino, el taller se vuelve algo más que un espacio físico para convertirse en un emblema de la condición vital del artista. El taller, podríamos decir parafraseando a Eliot, «es lo de menos». Lo que importa, más bien, es defender la soledad en que se está, mantener a raya las trampas incontables que se nos tienden para mermar nuestra libertad, nuestra independencia. Libertad e independencia incluso para equivocarse o fracasar (y quizá, justamente, para equivocarse y fracasar en los términos que uno mismo ha dispuesto). Asoma aquí la tensión moral –que no moralista ni moralizante– de Arroyo, su certeza de que la indagación estética es también una exigencia de ejemplaridad, que cualquier intento de saber ser pasa forzosamente por saber estar. Una de las citas más significativas de Minuta… es de Adrienne Monnier, directora de la mítica Maison des amis des livres durante la primera mitad del siglo pasado, y lo es porque expone un deseo de orden y claridad que es clave para cualquier proyecto de buen vivir:

El espacio vital… ¡otro mito! El espacio no falta mientras no falte el espíritu, mientras permanezca alerta. Las cantidades no sumergen (o si lo hacen es por poco tiempo) aquellos lugares dedicados a las cualidades y donde los combates se libran totalmente dentro de la inteligencia y lo menos posible en el ámbito de la materia, donde el hombre sólo le da cuerpo y lugar a lo que merece cuerpo y lugar, donde las decisiones se toman sin demasiada complacencia hacia uno mismo, porque esta complacencia es fuente de los peores desórdenes. Lo que digo aquí concierne a la librería, obviamente.

Pero Monnier sabe, y Arroyo sabe con ella, que estas palabras conciernen a mucho más que una librería. Tienen que ver con una actitud vital, una forma de encarar el mundo, y pueden relacionarse con el reconocimiento de Arroyo de que sus talleres han sido casi siempre lugares ásperos, sin buena luz ni rincones para descansar, llenos de cuadros no vendidos y bultos arrumbados, pero que esta falta de un buen espacio, esta disposición quizá instintiva a rodearse de condiciones difíciles, incómodas, le «ha favorecido», haciéndole capaz de «pintar sobre los lomos de un mulo». En otras palabras, Arroyo aprendió a llevar el taller en su cabeza y a establecer en cada ocasión las condiciones propicias para la pintura. Lo hizo fijando muy pronto un pequeño grupo de obsesiones, de motivos y figuras recurrentes, que ha ido prosperando con el tiempo hasta conformar uno de los imaginarios más ricos, montaraces y singulares del arte europeo contemporáneo: Faustos y Fantomas, moscas y deshollinadores, Don Juanes y vanitas, cabezas de toro y desconocidos con sombrero, canguros y camellos… Un elenco que hunde sus raíces tanto en la iconografía pop como en el folklore europeo (el deshollinador), los cuentos infantiles (Caperucita, la madrastra de Blancanieves), la tradición culta y ciertas regiones escogidas del barroco español.

Es ya un tópico referirse a la doble vocación literaria y plástica de Arroyo, a su condición de artista que escribe o de escritor que descubrió de manera más o menos tardía la pintura. Escribir en español en París no dejaba de ser una osadía y la pintura, por su inmediatez y universalidad, era una opción mucho más atrayente para un joven exiliado sin nada que perder. El tópico, sin embargo, responde a una realidad. Lejos de ser un adorno o una anécdota, la literatura está en la raíz misma de una obra cuya potencia iconográfica se basa justamente en su capacidad para esbozar todo un abanico de posibilidades narrativas a partir de la imagen que propone al espectador; o para revitalizar la ficción asociada a determinados motivos. Como ha escrito hace poco el crítico Juan Carlos Gea, «esa confluencia de lo urgentemente icónico y lo urgentemente narrativo se genera en toda su obra, no importa cuán abierta, variada y multiforme y cambiante haya podido llegar a ser». Arroyo toma de los fotógrafos la idea del «instante significativo» y la trae a su terreno para decantar en una sola imagen el antes y el después, el qué y el cómo y el cuándo que llevan hasta ella. Este ejercicio de decantación pone de manifiesto su indudable compromiso con ciertas vetas del surrealismo: lo mismo en sus lienzos que en sus objetos y esculturas, se trata de combinar elementos incongruentes (La africana o la maleta del Doctor Schweitzer, 1972), de poner en contigüidad objetos que sólo por un sutil ejercicio de la visión analógica pueden dialogar y alumbrarse mutuamente. Es claro que este gusto por lo disímil y lo disparejo aleja al «instante significativo» de toda tentación epifánica –y mucho menos trascendente– y lo conduce, más bien, al terreno de la humorada, de la glosa burlona y astuta. Estos emparejamientos, por lo demás, no dejan de ser «puestas en escena» que conectan con la dimensión más teatral de su personalidad y muy particularmente con las escenografías que ha ido realizando desde comienzos de los años setenta (Don Giovanni, Dr. Faustus, Boris Godunov, La vida es sueño…); un trabajo que le ha servido para descansar en ocasiones de la pintura –tiránica y absorbente, causa de incertidumbre y soledad– sin dejar de volver, desde otro ángulo, sobre esa unión de lo icónico y lo narrativo que tanto le fascina.

Arroyo ha sido rotundo en su rechazo de la herencia duchampiana y su crítica mordaz del arte conceptual, genuina damnación (a su juicio, y por emplear una palabra que le es querida) de nuestro tiempo. Su trabajo reivindica las formas, la materia, la importancia del color y los volúmenes, pero quizá tras esta querencia lo que de veras se defiende –se celebra– es la lucha que el artista entabla con la obra, una relación física, hondamente corporal, cuyo correlato más evidente es el boxeo. Artista y obra traban un combate que es condición forzosa de existencia, sin el cual ninguno de ellos sería lo que es. El combate suele arrancar con un poco de shadowboxing (que es como se llama, en inglés, a esa simulación que consiste en boxear en el vacío), como si el artista provocara la aparición de la obra a fuerza de golpear a la nada, de insistir en sus ganchos y asedios. Algo hay de invocación o conjuro en esa espera. A medida que la obra cobra forma y comienza a responder, a ofrecer resistencia, el artista se ve obligado a moverse. Hay que desplazar los puntos de apoyo, buscar nuevos ángulos de entrada, evitar un intercambio atolondrado de golpes. El buen artista crea un adversario a la medida de sus fuerzas, contra el que quizá pierda, pero que accede de buena gana a entablar una pelea de la que ambos salen beneficiados, más enteros, llenos de esa rara dureza que da la reiteración. Arroyo sabe bien –lo aprendió de sus maestros: Giacometti, Calder, Paz, de Quirós– que quien no hace estará siempre a medio hacer.

Y todo queda más claro, además, cuando recordamos que la psicología llama shadowboxing al proceso por el cual nos sobreponemos a las imágenes negativas que nos hemos hecho de nosotros mismos; imágenes que nos agobian o nos anulan y que debemos combatir si queremos ser dignos de nuestras fuerzas. Lo dice Arroyo de otro modo: «La pintura es un oficio de vida y muerte […]: una cuestión de fuerza, de convicción, de firmeza». Se pinta –se esculpe, se escribe– porque sólo entonces se reúne y activa lo mejor de uno mismo. Somos, por fin, más que la suma de nuestras partes.

Cabría pensar que el tiempo trabaja a favor del artista, dándole mayor destreza, calmando sus temores e inseguridades, pero en realidad sucede todo lo contrario. Es como si la materia guardara memoria de todas sus peleas y se hiciera más sabia, más esquiva. Como si hubiera que lidiar siempre el mismo toro. Ya no es posible mostrarle el camino, llevarlo a donde queremos. Arroyo tiene una conciencia extrema de esta dificultad añadida, y su respuesta táctica ha consistido en desplegarse en varios frentes a la vez: pintura, escultura, cerámica, escenografía, ilustración de libros… De paso, ha respaldado con su propia vida la divisa con que Rodin respondió a uno de sus alumnos: «Maestro, ¿qué debo hacer cuando no trabajo? / Trabaja en otra cosa». Omnívoro, movido por una curiosidad insaciable y una energía no menos extraordinaria, Arroyo ha levantado una obra que une lo culto y lo popular, lo aristocrático y lo callejero, lo kitsch y lo castizo, bajo una sensibilidad que, sin ocultar su vinculación inicial a la estética pop, hunde sus raíces en el barroco y su fascinación por la muerte, la decadencia del cuerpo, el «tiempo y su desgaste». Es una paradoja, otra más, de un artista que parece crecer por y para ellas.

Recordemos las palabras con que Italo Calvino comentaba la obra de Lucrecio: «La poesía de lo invisible, la poesía de las infinitas potencialidades imprevisibles, así como la poesía de la nada, nacen de un poeta que no tiene dudas sobre la fisicidad del mundo» (Seis propuestas para el próximo milenio). Así también la pintura de Arroyo, centrada en las superficies y los colores del mundo a la vez que incorpora los elementos más lóbregos del imaginario barroco: vanitas, calaveras, motivos que nos conducen hasta esa melancolía o bilis negra que nuestro artista conoce tan bien (vestida con las ropas de Robinson Crusoe) y cuyas causas y síntomas trajeron de cabeza a los tratadistas del diecisiete. Podríamos incluir en esa lista a San Jerónimo, santo patrón de los traductores, símbolo del escritor que se aparta del mundo para mejor estar en él, y cuya figura –confiesa Arroyo– «le obsesiona» como posible emblema de su vocación literaria. No en vano, la recargada sencillez de su estudio en el célebre grabado de Durero tiene algo de ensayo general de la escenografía barroca.

Este gusto de Arroyo por las vanitas (y más: por las danzas macabras y los esqueletos vivientes de Paul Delvaux, por la triste leyenda del pintor jerezano Carlos González Ragel, alias «Skeletoff») hace pensar en aquellos viejos alquimistas para quienes el negro era un paso intermedio en la búsqueda de la piedra filosofal. El negro, siempre el negro. Negro de los humores melancólicos, negro de la noche zumbona y sus espectros de alcohol y juerga, negro de los trajes oscuros y los zapatos charolados de hombres que bajan las escaleras de cabeza. Pero también el rojo, ese rojo espeso de la sangre en los cuadros de Caravaggio, rojo de las narices de payaso y de San Jenarín, rojo burdeos del que emergen, como restos dispersos de un naufragio, los objetos del estudio de San Jerónimo. En Arroyo el color es la estación término de un viaje que empieza en la oscuridad –no podría ser de otra forma– y que arrastra consigo los rastros y vestigios de su lucha con la materia. Como él mismo escribe en Minuta…:

A veces adivinamos, escrutando el mármol níveo, un discurrir de sangre en el interior de las estatuas. Esto es lo que pinta Caravaggio. La sangre está allí, presente entre los pliegues de las vestiduras, y pronto asomará a la luz y nos salpicará.

Quizá la paradoja más visible del arte de Arroyo sea su manera de reactivar el tópico de la España negra, esa España «de cerrado y sacristía» de la que hablaba Machado, haciendo uso de una paleta viva en la que abundan los contrastes y los colores primarios. Bien es verdad que tales contrastes no suelen ser luminosos, sino que se destacan sobre fondos agrisados que evocan una atmósfera plomiza, opresiva, como si la España de Solana y de Saura se hubiera convertido en una triste oficina de los años del desarrollismo. La gracia pop se trueca en sonrisa amarga, y las caricaturas dejan paso a viñetas bufas y algo sórdidas en las que no es difícil advertir el eco lejano de Grosz y del Eliot más satírico (el autor de «El hipopótamo» o de la serie de Sweeney). Una figuración arisca, nada indulgente, que no siempre sabe mantener la distancia con sus personajes.

Sin embargo, la vitalidad misma de Arroyo impugna de antemano cualquier intento de descripción. No hay rótulos ni etiquetas capaces de contener la riqueza y diversidad de su mundo plástico, uno de los más incitantes del arte español contemporáneo. Sólo una frase, escondida en las páginas de Minuta…, puede aspirar a la condición de divisa: «Melancolía y alegría. Escepticismo y esperanza». Esperanza, sí, porque sólo asumiendo cabalmente y sin sensiblería esa promesa de futuro puede una obra fecundar la realidad, hacerla más real, que es, en última instancia, de lo que se trata.