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Harry Potter y los hermanos peleados

Luis Magrinyà
Ilustración Ana Reguera

Me gustaría contarles aquí, si me lo permiten, una historia protagonizada por ese amigo algo tonto que todos tenemos. Como todos lo tenemos, creo, y, como a veces el amigo tonto somos nosotros mismos, he dudado a la hora de ponerle nombre y, para no ofender a nadie, diremos que se llama Harry Potter. Pues bien, Harry Potter lleva ya un par de años fuera del colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, donde ha aprendido a hacer sutiles distinciones –por ejemplo, entre magia y hechicería– que a los demás, prosaicos muggles, nos están vedadas; pero el chico ya está empezando a darse cuenta de que ahí fuera se requieren distinciones de un orden muy distinto y el pobre a veces tiene la sensación de que los horrendos e incomprensibles muggles quieren tomarse la revancha.

En el momento en que lo encontramos, Harry Potter acaba de pasar un fin de semana en la campiña inglesa y ahora vuelve a Londres, en coche, en el asiento de atrás, con dos de sus nuevos amigos del mundo exterior. Bueno, seamos exactos: se trata de un amigo y del hermano de un amigo. Al hermano Harry Potter no lo conoce mucho, y además, desde que un día lo vio con una camiseta negra con unas letras que decían I Hate People y un manual de gestión de cobros bajo el brazo, no le cae muy bien. El tipo apenas le ha dirigido la palabra en todo el fin de semana, que se ha pasado como malhumorado, con la cabeza muy alta, incluso cuando jugaba al tenis; y mientras veía por la tele, con poca luz y en chándal, las noticias de la BBC soltaba unos resoplidos de novela. El amigo de Harry, que es bastante amable, le ha dicho que no debía preocuparse, que su hermano era «así». «Así», está descubriendo Harry Potter, es toda una definición, y él se asombra un poco de que una palabra tan escueta abarque tanto y sea tan indiscutible.

Pues bien, ahora está en el coche con los dos hermanos y los dos hermanos van discutiendo de una ciencia sobre la que él, en Hogwarts, ha recibido poca formación. Les oye hablar cada vez más acaloradamente de materia oscura y de energía oscura, por lo visto unos conceptos que no tienen nada que ver con el nítido universo del mal que él conoce, sino con el cosmos y las galaxias. Escucha, sin embargo, con atención. Cuando el hermano dice: «¡Tienen que ser los neutralinos!», se sobresalta un poco, porque lo ha dicho con mucha agresividad. Luego hay un pequeño cambio de tema, que la situación parece exigir. El amigo de Harry destaca que el hecho de que la temperatura de la luz sea constante y uniforme en todo el universo (2,275º kelvin sobre cero) no cuadra con la teoría del Big Bang, pues, dice textualmente, «la temperatura no se ha podido transmitir de una parte a otra del universo que esté separada de la primera por una distancia mayor que la distancia que la luz pueda haber recorrido desde el Big Bang (el principio del tiempo)»; es más, insiste en que «estas regiones tan separadas, que en el presente tienen la misma temperatura, nunca estuvieron comunicadas, es decir, no hay forma posible de que alguna vez alcanzaran una temperatura común».

–En mi vida he oído mayor barbaridad –dice el hermano–. No tienes ni idea.

–El que no tiene ni idea eres tú.

–¡El universo es inflacionario, idiota! ¿De qué hablas? ¿No has leído a Alan Guth?

–Estoy perfectamente al tanto de la teoría de Alan Guth y la idea de que en un pequeño momento todas las regiones del universo estaban próximas no basta para explicar la uniformidad de la temperatura de la luz.

–Como tú digas, premio Nobel –replica el hermano con mucho desprecio.

Lo que viene a continuación es un cataclismo de resentimientos fraternales. No dejan el tema del universo inflacionario ni de la temperatura constante de la luz, pero está claro que ya no hablan de eso. Hasta Harry percibe que hondas motivaciones personales pueden elegir, para expresarse, el lenguaje remoto de las estrellas. Pero está el tono. Ese tono ofensivo. Y los insultos, que acompañan ciertamente la inflación del universo como si ellos mismos la impulsaran. Todo se precipita violentamente: el amigo de Harry entra en una vía de servicio, detiene el coche, le grita a su hermano que se baje, éste se niega, el amigo sale del coche, abre la puerta del hermano, y con una decisión tremenda le quita el cinturón de seguridad, tira de él y lo saca a golpes. El hermano, arrojado a la intemperie, empieza a dar patadas al coche. El amigo vuelve al volante y arranca.

Harry no sabe qué hacer. Su amigo está furioso y se desahoga con nuevas o repetidas maldiciones que, sin embargo, si uno se fija bien, no dicen nada. Es imposible deducir a partir de ellas qué diablos pasa entre esos dos hermanos, cuándo empezaron sus rencores, de dónde vienen, cómo se han prolongado, por qué no se han calmado. Harry, por simpatía y solidaridad, se esfuerza en que su amigo sepa que está de su parte. Intenta tranquilizarlo y le da la razón en todo. De hecho, le alegra haberse librado del hermano horrible. Se complace en imaginarlo tirado en la carretera, pataleando y profiriendo amenazas al aire. Se lo merecía. Su amigo sigue tronando, vaya si se lo merecía. Harry, seducido por el ambiente propicio, se siente autorizado a hacer lo que su amigo no hace: un retrato del expulsado con palabras que no sean sólo malsonantes, sino que digan cosas. Así que lo dice: que sí, que el hermano es un engreído, un tipo violento, feo, frustrado, amargado, con problemas de empatía, seguramente con un déficit neuronal, y que ya era hora de que alguien le diera una lección, al muy hijo de puta. Esto último se le ha escapado, pero, bueno, es algo que su amigo lleva veinte minutos diciendo, así que se le puede disculpar. Y seguramente no es esto lo que produce la inesperada respuesta de su amigo:

–Vale ya –dice–. Es mi hermano.

Harry piensa por un momento que quizá se haya arrepentido de haberlo dejado abandonado en la vía de servicio. Pero no es eso. Su amigo no está arrepentido. Le parece muy bien que su hermano esté ahora donde está y no piensa dar media vuelta para ir a buscarlo. Pero esa clase de justicia la imparte él. No otro. Harry, que no entiende nada, insiste en que lo único que está haciendo es secundarle, estar de su lado. Pero el amigo replica nuevamente: «Ya lo sé, pero es mi hermano, así que mejor no te metas donde no te llaman», y desde ese momento hasta que llegan a la ciudad apenas intercambian una palabra.

Una semana después de tanta tensión, Harry Potter está en su apartamento leyendo This Time Together, el segundo libro de memorias de Carol Burnett, y de pronto recibe la visita de Tracy, que es una de sus mejores amigas –o eso cree él– desde que vive en el mundo exterior. Tracy está destrozada, acaba de romper con su novio, al que ha sorprendido en flagrante infidelidad. Harry también conocía a ese sujeto, aunque menos, y ya se había percatado de sus tendencias oscuras; de hecho, hace unos días lo había visto en un Starbucks haciendo manitas con otra chica, pero, escarmentado por su reciente experiencia con los dos hermanos, prefirió ser discreto y no decir nada. Ahora piensa que tal vez tendría que haber avisado. Tracy llora y llora, llevaba tanto tiempo con su novio, ella creía que eran tan felices, iban a casarse… ¡y ahora se da cuenta de que se había enamorado de una mentira! No hay acritud en sus palabras, ni énfasis de bolero: vale, dice alguna vez «ese cabrón», pero su discurso es ante todo sobre la decepción y la confianza, y bastante razonable. En fin, no dice ni una sola vez: «¿Qué va a ser de mí?» mientras enumera certeramente todos y cada uno de los defectos del caradura que la ha engañado. Harry nuevamente no duda en prestar todo su apoyo moral y en ofrecer todo lo que la amistad puede ofrecer. Y, viendo que las lágrimas no parecen provenir de torrentes demasiado soterrados, se atreve a sugerirle a su amiga que el novio no valía la pena, que ella está muy por encima de él, y que él no la merecía. Además de infiel y sinvergüenza, es todo lo que ella dice que es: lerdo, inseguro, inmaduro, retorcido y cobarde; y, por añadidura, tacaño. Tracy, que ha ido asintiendo con la cabeza a todo ese rosario de cualidades, de pronto levanta la vista y dice: «¿Tacaño?». «Vamos, Tracy –contesta Harry–, ¿no te has dado cuenta de que siempre pagas tú?» Desprevenida, Tracy no dice ni que sí ni que no, pero se nota en su mirada que acaba de concebir una sospecha.

Tres semanas después, Tracy y su novio se han reconciliado y salen a cenar con unos amigos, entre ellos Harry Potter. A la hora de pagar, Harry advierte cómo Tracy le pasa literalmente por las narices el platillo donde su novio acaba de depositar su parte de la cuenta y la de ella. Por si el gesto no fuera suficiente, le dice al oído: «¿De dónde sacaste tú que mi novio es un tacaño?». Tal como son las cosas, es probable que dentro de poco Tracy ya no llame a Harry para salir a cenar.

Estas didácticas desventuras de nuestro amigo Harry en el mundo exterior supongo que a todos nos recuerdan experiencias conocidas. Harry ha tenido que aprender, después de salir de ese fácil aunque trompetero universo del bien y del mal en el que se ha formado, que en el mundo exterior se forman unidades sociales, por afinidad o por nacimiento, o por un montón de vínculos más, y que una de sus mayores características es el hermetismo. Ha conocido su implacable resistencia a la presencia activa de extraños, y ha tenido que ver, primero, cómo absurdamente uno no podía repetir desde fuera los mismos juicios que se enuncian desde dentro, y, luego, cómo cualquier observación externa no percibida anteriormente en el seno de la unidad –y que por tanto no ha tenido tiempo de ser procesada– era objeto de suspicacias y refutación. Los nombres que el grupo pronuncia, con los que el grupo se define, sólo puede pronunciarlos, al parecer, el propio grupo. No deja de ser curioso que a este hermetismo también pueda llamársele, e imagino que con toda justicia, solidaridad.

Viene al caso ahora un pasaje de las memorias del filólogo Victor Kemplerer, el cual, destituido de su cátedra universitaria por su origen judío, sobrevivió increíblemente a los años del poder nazi en Dresde hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. En 1943, obligado a trabajar en una fábrica, comenta en una ocasión cómo sus compañeros soltaban «a gritos, bromeando y en plan de burla, también en presencia de arios, la palabra judío: ‘¡Viejo judío!’ – ‘¡Judío Bergmann!’ – ‘¡Judío de lavabo!’»; y recuerda con un amigo de la fábrica a los llamados Geusen, literalmente «mendigos», nombre que adoptaron los hugonotes de Flandes en el siglo XVII cuando, al negarse a aceptar la Inquisición y los dictados del Concilio de Trento, supieron que la gobernadora de los Países Bajos, Margarita de Parma, había dicho de ellos que eran unos «mendigos» y que no le daban «miedo». Los hugonotes le habían tomado, pues, literalmente la palabra al opresor y empezaron ellos mismos a llamarse «mendigos»; y, según leemos en las memorias de Kemplerer, el caso se había repetido entre los judíos de la fábrica. Sin embargo, Kemplerer observa al mismo tiempo que «a muchos no les había gustado nada la rudeza de Müller, el [guardia de la] SA [que los vigilaba], que les gritaba a muchos: ‘¡Judío!’». No les gustaba que fuera otro quien los llamara judío, a pesar de que seguramente si no hubiera otros que los llamaran ofensivamente judíos ellos tampoco se llamarían judíos a sí mismos. Así que Kemplerer al final concluía: «Yo propuse que se evitara esa palabra, al menos en presencia de arios».

Las observaciones de Kemplerer no dejan de seguir siendo aplicables. Vemos hoy, en Estados Unidos, en los grupos marginales o radicalizados de población afroamericana, que es frecuente llamarse unos a otros con el término nigger, herencia de la esclavitud y el racismo. Entre homosexuales no es raro oír el insulto «maricón» como apelativo… iba a decir cariñoso, dejémoslo en interno. Y en todos estos casos, que, fijémonos bien, corresponden a grupos históricamente perseguidos, se ha postulado que se trata de una estrategia de reapropiación y resignificación, con la que, al parecer, mediante el acto político de quitarle la palabra al opresor, ésta pierde su sentido disciplinario y adquiere, como un boomerang, un movimiento contraofensivo. No sé si estas estrategias son del todo eficaces: es posible que el boomerang vuelva dándole en la cara a quien lo ha lanzado, pero también es posible que de camino haya tumbado a unos cuantos. En todo caso, se han popularizado mucho en los últimos cuarenta años; de la misma forma que, en el bando agresor, se ha popularizado la impresión de que, si los miembros de estos grupos se llaman escandalosamente entre sí «negros» o «maricones», esto no prueba sino lo abyectos y degenerados que son. Y todas estas complicaciones han coexistido sin duda con la propuesta de Kemplerer de que los judíos no se llamaran judíos delante de los arios.

Sin embargo, la convicción de que sólo el grupo tiene legitimidad para darse nombre, que está, por cierto, en el germen de la genuina corrección política antes de que esta cayera en manos de los cursis y los gobiernos, no es un invento de los grupos históricamente perseguidos. Es una estrategia grupal, a secas. Siempre el intento de nombrar desde fuera se ha visto como una intrusión. Toda pareja, toda familia, todo clan, toda agrupación, toda sociedad, toda empresa, toda nación está convencida de que se conoce mejor que nadie, y no duda en convertir ese preciado conocimiento en un secreto blindado contra forasteros. Construye así una peculiar caja fuerte, manipulada por un saber arcano y defendida con arrojo militar. El amigo de Harry Potter tenía un conocimiento secreto de su hermano al que Harry Potter nunca podría acceder; tenía algo que custodiar, y por ello la pretensión del joven mago de «conocer» simplemente porque repetía desde fuera palabras oídas dentro era algo semejante a una profanación. Las había oído, pero no las había entendido.

La observación de estos conflictos entre formas de conocimiento, entre certezas privilegiadas y asunciones por lo visto insuficientes, no sólo ha inquietado a nuestro amigo Harry, sino que ha dado por supuesto mucho juego a la literatura. Teniendo en cuenta, además, que el conflicto se establece comúnmente entre una fortaleza amurallada y un forastero solitario, siempre con un acusado carácter territorial, no es extraño que muchas veces haya adquirido dimensiones épicas. Es la historia del héroe intentando entrar en el castillo, una historia que va desde la Ilíada hasta El castillo de Franz Kafka, por lo menos. Sin embargo, en nuestra historia de Harry con los hermanos y la pareja de novios, no parece que tengamos un héroe épico. Harry no intentaba «entrar», ni mucho menos violar, un espacio prohibido; no tenía ni idea de que estuviera prohibido; ni tenía ni idea, de hecho, de que estuviera intentando «entrar» en alguna parte: no se entera, precisamente, hasta que le niegan la entrada. Y otra diferencia con respecto al héroe épico que no hemos podido desarrollar en nuestro Harry, pero que quizá hayamos adivinado por algún detalle incidental, es que la conflictividad no le interesa. Después de su fracaso en el recinto sagrado de la hermandad, no lo hemos visto remorderse, ni reprocharse nada, ni maldecir a nadie, ni pedir explicaciones ni buscar nuevos caminos de acceso, directos o sinuosos; lo hemos visto, sencillamente, fracasar de nuevo en otro intento de aproximación a los secretos de una pareja; o, más significativamente, lo hemos visto, poco traumatizado, leyendo en su casa la segunda parte de las memorias de Carol Burnett.

En fin, digo todo esto porque me gustan los héroes poco conflictivos, lo que supongo que es una contradicción con el mismo concepto de héroe. Un héroe poco conflictivo es, a mi entender, aquel al que no le preocupa demasiado ser excluido; y, por otro lado, también aquel al que no le preocupa demasiado ser integrado. Este es otro aspecto del pathos social muy interesante: del mismo modo que los relatos de nuestra tradición están llenos de individuos que traspasan los límites del conocimiento secreto y de los territorios ajenos, abundan también en ellos los que, pertenecientes a un orden territorial de conocimiento secreto, ansían escapar de él. Es Romeo queriendo dejar de ser un Montesco y Julieta queriendo dejar de ser una Capuleto; es el joven criado en una familia mafiosa que se rebela contra el destino. Es el germen de las historias de traición. La integración, en fin, se puede vivir y narrar trágicamente del mismo modo que la exclusión.

Yo me he dado cuenta de que estas historias, que por supuesto me fascinan, realmente no me interesan. El hermetismo del grupo social es desde luego un hecho, pero tengo la impresión de que dedicarle mucha literatura no hace sino sancionarlo, consagrarlo. A mí me interesa más el héroe que, ante las puertas cerradas del castillo, sencillamente se va; el que, viviendo en el interior del castillo, y entendiendo a la perfección que está encerrado, sencillamente se queda. La historia de la narrativa occidental nos dirá que aquí no hay historia; yo creo que sí la hay. Pero también, y quizá más, me interesa qué pasa si los de dentro del castillo y los de fuera se comunican, qué pasa si uno de fuera entra dentro sin intención de conquistar nada, qué pasa si uno de dentro sale fuera sin traicionar nada, qué pasa si se ponen en marcha las leyes de la hospitalidad y qué pasa, en fin, si Romeo y Julieta, en vez de cadáveres, terminan casados… y ahí empieza la historia. No quiero decir con este último ejemplo que me interesen mucho las historias de esfuerzo recompensado: creo que en la vida real el esfuerzo no siempre se recompensa y que la ficción ha ido demasiado lejos a la hora de premiar el ingenio, el coraje, la capacidad de sacrificio, la intensidad de las emociones y todas esas virtudes que, después de luchar contra tantos vicios, garantizan un final feliz. A mí me interesan en todo caso esas historias de virtudes pero sin el final, ni feliz ni desgraciado. O, sobre todo, las historias, como decía, que empiezan donde terminan éstas: no el largo despliegue de cualidades y vicisitudes heroicas que podrían haber conseguido reunir finalmente a Romeo y Julieta en el altar, sino los pormenores, tras ese pasado, de su aburrida –o retozona– vida conyugal.

Creo poder decir que este tipo de situaciones son las que me inspiran y las que dan pie a mis libros. Más de una vez, sin embargo, me he visto obligado a disuadir a ciertos escépticos que, enfundándose las vestiduras del realismo, aseguran que basta con echar una mirada alrededor para saber que este tipo de historias adramáticas no ocurren en la realidad. Una vez escribí una novela sobre un joven introducido a la fuerza en un ámbito de poder y vi con cierto estupor cómo de esta premisa tan clara algunos olvidaban la expresión clave, «a la fuerza». De la conjunción joven más ámbito de poder parecen deducirse, no sólo en la ficción sino –lo que es mucho más preocupante– en la realidad, únicamente dos historias: joven se introduce en ámbito de poder, es tentado y se corrompe; o joven se introduce en ámbito de poder, es tentado y, tras largas, complejas y abigarradas luchas consigo mismo y con los demás, vence la tentación. La tradición del relato –que condiciona escandalosamente la tradición de la realidad– nos dice que el mundo es así. Yo escribí una tercera modalidad: joven que no quiere introducirse en un ámbito de poder, es introducido a la fuerza en él; como está en el ámbito de poder, le pasan todas las cosas que a un joven le pueden pasar en un ámbito de poder, incluida la tentación, pero, como él ha sido introducido a la fuerza y nunca ha querido estar ahí, para él no tiene ningún valor de tentación y, al resistirse a ella, lo hace como si nada, sin el menor patetismo. Intentaba, en fin, mostrar la posibilidad de que, porque uno no sea un héroe, no necesariamente tiene que ser un desgraciado.

Si a esto añado, sin extenderme, que el ámbito de poder donde se desenvolvía este personaje era el ámbito de la cultura, la cosa se acaba de complicar. Porque a ninguna personalidad cultural, a ningún escritor, pongamos por caso, le gusta que se le recuerde que pertenece a un ámbito de poder, y que está sujeto a la tentación, y que su intensa ansiedad de influir se encuentra por fin en condiciones de ejercerse, de instalarse, de manipular, de dirigir. Lo más curioso es que esto no sólo es al escritor a quien le disgusta que se lo recuerden; tampoco el público quiere oírlo: seguimos viviendo en un mundo en que el escritor –o cualquier representante de la cultura– es visto como una especie de ser superior que transmite verdades reveladas o heredadas, vedadas a la inspiración de la masa, siempre con una incapacidad endémica de verbalizar. Por eso le seguimos y por eso le respetamos. ¿Quién quiere saber que es un político?

Como soy optimista, incluso a una personalidad de la cultura le concedo la posibilidad de ser política sin ser además patética. Es posible, entonces, que mis preferencias se decanten por tramas y personajes excepcionales que habiten en un sitio raro de la realidad. No lo niego, adoro a la gente que se sale de lo imprevisto, a la que no se adapta, a la que se maravilla de haberse adaptado, y a la que es capaz de mantener relaciones imposibles. No veo su cabeza necesariamente inclinada bajo la espada de Damocles de la tragedia, e insisto en que esa asociación es ideológicamente interesada: una forma de convencernos de que no es posible ser así. Pero en todo caso insisto igualmente en que este cultivo de la excepción no es una inclinación utópica ni una fantasía literaria, sino algo ciertamente anclado en la observación del mundo que me rodea. Pondré un último ejemplo para terminar: en mi último libro sale un narrador que es camello de cocaína y, en una frase incidental, aunque debo admitir que muy intencionada, lo vemos leyendo David Copperfield. Siempre me preguntan por este incidente: ¿un camello culto, universitario, con una conciencia no especialmente dramática de ser un talento desperdiciado, y leyendo David Copperfield? ¿Dónde se ha visto eso? Siempre me fastidia tener que acabar diciendo, para que me crean, que yo a este camello lo conozco. Me fastidia tener que decir eso porque el testimonio personal no es para mí garantía de nada, sobre todo si es la respuesta a una demanda. A mí me gustan los testimonios porque sí, no en el contexto de un interrogatorio. Y, por otro lado, es muy difícil hoy en día prestar testimonio libremente, sin satisfacer las exigencias de un oculto interrogatorio social. En buena parte, la publicación de testimonios no obedece a criterios muy distintos a la publicación de ficciones: se publican sólo aquellos que se cree que representan o responden al interés general; son respuestas a preguntas ya hechas y sancionadas. Así que para mí realmente lo pertinente en este caso no es que yo conozca a ese camello, sino que ese camello no aparezca en las crónicas periodísticas, ni siquiera –qué curioso– en la mayoría de las novelas. Tanto la narración de lo real como de lo ficticio parece operar con criterios selectivos; pues bien, si esto es cierto, lo significativo no es el acto de elegir, sino qué cosas, y dónde, se eligen. Elegir a un camello que lee David Copperfield no es apartarse de la realidad: es fijarse en un rincón de ella, nada más. Y tal vez una manera de llamar la atención sobre esas crónicas «reales» o esas ficciones «realistas» en las que aparece un camello desdentado y patibulario y en las que la mayoría social reconoce, sin lugar a dudas y sin interrogarse nada, la realidad.