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Buscar vida entre las ruinas

Entrevista con Pascal Comelade

Víctor Lenore
Fotografía Eva Sala

Nació en Montpellier en 1955. Lleva más de tres décadas haciendo música instrumental de raíz popular. Se define como oyente compulsivo, que llega a «rozar lo patológico». Siempre ha sentido más necesidad de escuchar discos ajenos que de ampliar sus conocimientos técnicos. «Estuve quince años sin utilizar las teclas negras del piano. ¡Demasiado difícil! Un día hice un sol menor sostenido y me pareció interesante». Se considera un artista marginal, aunque su trabajo despierta gran interés en países como Francia y Japón, donde incluso existe un grupo de versiones llamado The Pascals. Desde muy temprano estuvo relacionado con la bohemia barcelonesa, ciudad que ha sido clave en su trayectoria. Ha colaborado con el poeta Enric Casasses, el dibujante Max y músicos emblemáticos de la ciudad como Sisa y Albert Pla, entre otros. También ha trabajado con artistas anglosajones de renombre internacional como PJ Harvey y Robert Wyatt.

Pascal Comelade y Albert Pla, Somiatruites, 2011

¿Cómo empiezas a interesarte por la música?

De pequeño me encantaba escuchar la radio. Soy un tipo de los años setenta, una época en la que apenas había conciertos y muy pocos discos. Mi primera cultura sonora es la música de las fiestas populares, la música de la calle, el cine y la radio. Mis gustos son un plato combinado: jazz, pop, rock, música de películas, música tradicional, música para bailar... un poco de todo. Después el azar, la época y las elecciones personales me llevaron a centrarme en el rock and roll, pero el rock and roll clásico.

¿Cómo te decides a ser músico?

Uno de mis primeros descubrimientos fue Captain Beefheart. Yo tenía once años y estaba acostumbrado a una forma de producción estándar de la música que incluye el rock and roll. Escuchar a alguien tocar un instrumento de una manera no académica atrajo inmediatamente mi atención, porque encontré en el guitarrista del grupo algo que viene del blues básico, no del conservatorio. Soy un músico analfabeto: no sé ni leer ni escribir música, por eso desde muy joven empecé a ir en esta dirección. Captain Beefheart y el free jazz fueron fundamentales para mí. Los primeros conciertos que me impactaron fueron los de artistas como la orquesta de Sun Ra y el Art Ensemble of Chicago. También me engancharon los discos de Albert Ayler. Puede sonar paradójico, porque la música que hago no tiene nada que ver con ellos, aunque no estoy tan alejado en cuanto a la manera de tocar los instrumentos, producir música o posicionarme dentro de este mundo. Hablamos de una época en la que la radio y la televisión sólo te ofrecía varietés –el equivalente a Manolo Escobar en España– y, si acaso, algo de The Beatles y un poco de The Rolling Stones.

¿Cómo fueron tus primeros pasos?

Empecé como guitarrista rítmico en un grupo de rock and roll que hacía versiones de la Creedence Clearwater Revival. Después, abandoné la guitarra para tocar un órgano eléctrico italiano. Gracias al órgano me interesé por la música electrónica, el sonido continuo, sobre todo La Monte Young, durante casi toda una década, desde 1974. Luego comencé a tener contactos en España, Italia o Alemania con gente que producía, como yo, de una manera autónoma. Tocaba solo hasta el día en que conocí a un músico francés de free jazz que se llama Jac Berrocal y a su amigo Pierre Bastien, que fabrica máquinas musicales. Hacia 1981, intentamos montar una gran orquesta, una big band solamente con instrumentos de juguete. No era algo tan extraño. Todo existe en miniatura o en forma de juguete: la batería, el saxofón, las trompetas... Te hablo de la Bel Canto Orchestra.

¿Qué buscabas con ese proyecto?

Se trata de música muy repetitiva porque los instrumentos de plástico tienen posibilidades limitadas. Tocamos por toda Europa y estuve muy en contacto con un músico de Barcelona que se llama Víctor Nubla y su grupo Marcomassa. Comencé a trabajar con Víctor y a ir cada vez más a menudo a Barcelona, acabé prácticamente instalado allí. Hasta este momento, existía una orquesta, pero no una formación fija, pues esta se decidía en cada concierto. Un día éramos diez, otro treinta... A partir de Barcelona se reduce la orquesta. Durante los ochenta éramos cuatro o cinco músicos mezclando instrumentos tradicionales y de juguete. Luego abandoné casi todos los instrumentos de juguete, menos el piano. Hasta hoy, la formación cambia cada tres años. Jamás hay ensayos. Tenemos un repertorio de un centenar de piezas posibles y las elegimos el mismo día del concierto.

En las críticas de tu trabajo es habitual encontrar adjetivos como «minimalista» y «postmoderno». ¿Hasta qué punto te identificas con esas definiciones?

Postmoderno es un concepto estúpido. No quiere decir nada. Es un adjetivo esnob de los años ochenta. ¿Minimalista? La inmensa mayoría de la música del mundo es minimalista. De acuerdo, he hecho discos con un solo instrumento y piezas con apenas nada que duran diez segundos. Eso puede llamarse minimalismo, pero yo hago música instrumental y ya está. También reconozco que soy incapaz de definir cualquier música, sobre todo la mía. Pier Paolo Passolini te explicaba en una entrevista todo su discurso y el de sus películas. Yo no puedo.

Últimamente has estado grabando canciones del Norte de Cataluña y del Rosellón.¿Qué te atrae de ese repertorio?

Es una parte de mi cultura geográfica y de mi paisaje musical. Cuando hago cosas como estas no estoy para nada en el papel de un músico tradicional o folclórico. Ese no es mi discurso. La sardana es parte de mi cultura sonora al mismo nivel que The Kinks. Un andaluz te dirá que son los Sex Pistols y Camarón.

En una entrevista de hace un par de años explicabas que empezabas a sentirte como un anacronismo. ¿Por qué?

Toda mi vida he tenido la pseudopolítica de producir música instrumental que no sirve de base para una película, ni está destinada a la imagen o a hacer un espectáculo. No es jazz, ni clásica, ni folk, ni vanguardia. Por tanto, me encuentro en una situación muy complicada con respecto al mercado. No soy un producto de los ochenta. No soy un artista que, cuando tiene una necesidad o una idea, va en busca de las ayudas oficiales. Mi cultura es el rock and roll directo. Hoy día, los artistas están sistemáticamente relacionados con la cultura oficial. Yo mismo toco en el Círculo de Bellas Artes, pero procedo de una cultura que no tiene nada que ver con esto. Soy un tipo marginal. Estoy en el underground, pero he tenido cierta notoriedad en algunos circuitos musicales distintos. Sin embargo, no me preocupa nada adecuarme a las formas actuales o de un momento determinado. Sigo produciendo y practicando música de la misma manera. Exactamente igual que The Cramps con respecto al rock and roll. Sin teorías y sin dogmas. No soy el único así. A un nivel superior, Tom Waits es parecido. Él sigue su camino sin preocuparse ni del pasado ni del futuro. Actualmente hay miles de músicos que suenan idénticos. Utilizan el mismo ordenador, las mismas secuencias, la misma textura sonora. La música se ha vuelto demasiado uniforme.

¿Cómo crees que se ha llegado a este punto?

Estamos en la peor época que recuerdo. Hoy las modas dominantes acaparan demasiado espacio. En Francia, por ejemplo, la chanson, el rap y el electro son los tres géneros que acaparan casi todo el espectro. Si haces algo diferente te encuentras fuera de juego. Hemos vuelto a formas de dominación cultural parecidas a las de los sesenta, cuando las varietés lo copaban todo impidiendo vivir a cualquier otra forma de música. La diferencia es que hoy la dominación la genera cierta ideología libertaria de izquierdas. La gente de mi generación, verdaderos obsesos de la música, se preguntan «¿para qué ha servido la revolución de los sesenta y setenta?» Parece que para nada. No es algo que me preocupe, pero a cualquier chico de dieciocho años mi música le sonará reaccionaria.

Has expresado tu afinidad por «un mundo que está desapareciendo, el de los cabarets y los travestis». ¿De qué manera te marcó?

Los dos compositores más importantes para mí son Kurt Weill y Nino Rota. Es algo relacionado con cosas muy populares, las fiestas de pueblo, los cabarets, los viejos musicales, la ciudad por la noche. Cuando voy a una ciudad siempre busco lugares que puedan asemejarse aún a ese lado de la vida cotidiana que se ve en los filmes de Fellini. Los hoteles de hoy, por ejemplo, están deshumanizados. Tienen una política de «diseño total», lo mismo que los restaurantes. Todo está ordenado, todo es prefabricado, moderno o postmoderno. No tiene alma. Todo es igual en Hong Kong y en Madrid. Soy alguien que busca los viejos restos. Sólo me siento bien en sitios que son un poco ruinosos. Los restaurantes y los cafés de toda la vida. Es todo un bloque, una cultura, una manera de estar en la vida. Todo lo que tiene un aspecto frío, uniforme, deshumanizado no me interesa. Me hacen falta las ruinas. Necesito subrayar que esto no es ningún acto de nostalgia. Simplemente me siento mejor si me llevas a un restaurante de siempre. Hoy en Madrid fui a comer callos a un viejo café que no se parece a ningún otro. Sólo había viejos. Donde sólo hay viejos se come bien.

Escuchando tus discos, da la impresión de que para hacer música prefieres mirar hacia atrás. Uno de tus álbumes más celebrados se titula El primitivismo (1988). ¿Te interesa más lo antiguo que lo moderno?

Siempre me han fascinado las formas primitivas de cualquier género, ya sea el tango, el blues o el country. Pienso que, en la música llamada popular, las dos formas más humanas, en cuanto a la práctica, la poesía, la intensidad y el lado físico, son el blues y el flamenco. También algunas cosas del mundo del rock and roll y del jazz, pero después del flamenco y el blues. Son dos tradiciones en las que encuentro una mezcla de primitivismo, intensidad e individualismo. No se preocupan ni del pasado ni del futuro. Eso no importa para quien interpreta. Y para el oyente tampoco. Hoy puedo escuchar a Son House y no me interesa nada saber cuándo se ha grabado. No cambia el nivel de emoción. Con el flamenco pasa algo parecido. El rock and roll me parece la última aventura de la civilización. La producción artística más intensa de Occidente desde el Renacimiento. Si observas la música clásica occidental, entre Bach y Stravinski hay dos siglos de diferencia. Entre el blues y los Sex Pistols, apenas treinta años. Ahora esa energía se ha perdido, es algo muy triste porque las producciones ya no son tan distintas y frenéticas. Hay demasiada música de ambiente o de discoteca. Yo estoy saturado de tanta canción francesa y me entristece ir a un país fronterizo como España y comprobar que las nuevas propuestas de los cantantes se parecen demasiado a las cosas penosas que se hacen en Francia, a esa especie de folk anémico.

CONCIERTO ALBERT PLA, PASCAL COMELADE & LA PETITA ORCHESTRA.
SOMIATRUITES
09.11.11 > 10.11.11

ORGANIZA CBA
COLABORA INSTITUT RAMON LLULL