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Un cerdo se condena a sí mismo por irracionalidad

El argumento implícito del Grilo de Plutarco

David Konstan
Traducción Pura Nieto Hernández

El Curso de Ciencia y Filosofía de la cuarta edición de la Escuela de las Artes –el programa de verano que organizan la Universidad Carlos III y el Círculo de Bellas Artes– analizó las relaciones entre mito, arte y tecnología desde la perspectiva de la literatura, la cultura visual o las prácticas sociales. El curso, dirigido por Fernando Broncano y David Hernández, se centró en la línea mitológica vinculada con la metamorfosis. En efecto, la hibridación, la cultura de la frontera, la transformación y la máscara son hilos conductores de muchas de las producciones simbólicas contemporáneas, cuyas raíces se hunden en nuestro pasado cultural más remoto. A continuación, reproducimos la intervención de David Konstan, profesor de la New York University, en torno a las metamorfosis en el mundo clásico.

El Grilo de Plutarco, también conocido con el título paradójico «Sobre el hecho de que las criaturas irracionales [aloga] emplean la razón [logos]», es un diálogo entre Odiseo y un griego que ha sido metamorfoseado por Circe en cerdo. Odiseo ha conseguido el consentimiento de Circe para devolver a estos hombres la forma humana, con la condición de que realmente ellos lo deseen. Para determinar su preferencia, Circe los dota de conciencia y habla o, más bien, concede estas cualidades sólo a uno de ellos, quien, en representación de todos los demás, llevará a cabo la argumentación (logos). Es fácil ver el problema que esto plantea y las posibilidades que presenta para la ironía. Los cerdos no son racionales en su estado porcino: hay que darles la capacidad de hablar, es decir, de entender un argumento o logos, y esto es justamente lo que significa usar la razón (de nuevo, logos). Plutarco, obviamente, juega con el doble sentido de logos como racionalidad y lenguaje. Así que Grilo, que es como Circe ordena a Odiseo que se dirija al cerdo en cuestión, ya no es una criatura irracional o alogon cuando empieza su conversación con Odiseo, y es difícil juzgar en qué medida puede representar con exactitud el punto de vista de sus aún mudos compañeros o su propio yo porcino.

En parte, la gracia del asunto depende del hecho de que Grilo es o bien un simple cerdo, como lo es aparentemente antes de que Circe lo dote de habla y razón, o bien, efectivamente, un ser humano con forma de cerdo: no hay punto medio. Esta polarización conceptual, creo, no es un accidente, algo que Plutarco se inventa para la ocasión, sino un rasgo característico del pensamiento griego en general con respecto a las metamorfosis animales. Podemos apreciar con más claridad la naturaleza del ausente punto medio con el ejemplo de un caso moderno, concretamente el de Larry Talbot. Los aficionados a las películas de miedo reconocerán inmediatamente la referencia al hombre lobo representado por Lon Chaney Jr. en la película original que produjeron los estudios Universal en 1941: la dirigió George Waggner y tenía un reparto de estrellas entre las cuales estaban Claude Rains, Ralph Bellamy y Béla Lugosi (Chaney desempeñó el mismo papel en cuatro remedos subsiguientes; en 2010 se estrenó uno más con cambios sustanciales de la trama). La criatura en que Larry Talbot se convierte cuando hay luna llena es un híbrido: no es, estrictamente hablando, un lobo, pero tampoco es Larry Talbot vestido de lobo. La entrada de Wikipedia en inglés sobre «El Hombre-lobo (película de 1941)» lo expresa bien, aunque sin documentación: «A diferencia de los hombres-lobo de la leyenda, que se parecen a verdaderos lobos, el hombre Lobo de la Universal era una extensión de los Hombres-lobo de Londres [una película anterior de la Universal producida en 1935], una criatura híbrida muy distinta de la interpretación tradicional. El Hombre-lobo se mantenía erguido como un humano, pero tenía el pelo, los dientes, las garras y los impulsos salvajes que el folklore atribuye a los lobos». Lo que yo propongo es, precisamente, que una metamorfosis del tipo «hombre-lobo» no existía en la antigüedad clásica. Un ser humano, o bien se convertía en un animal pura y simplemente, como Licaón en lobo en el primer libro de las Metamorfosis de Ovidio, o bien retiene plenamente su identidad humana, a pesar de la transformación física: Ío, quien, de nuevo en el libro I de las Metamorfosis ovidianas, es capaz incluso de escribir escarbando su nombre en el suelo, es un buen ejemplo, como también lo es el caso de Lucio en El asno de oro de Apuleyo. Aunque no me sería posible refrendar esta afirmación aquí con una revisión completa de todos los ejemplos antiguos no he encontrado hasta ahora ningún caso en el que una persona, como resultado de tal transmutación, acabe participando de una doble conciencia, humana tanto como animal.

Las implicaciones de la diferencia entre los tratamientos antiguos y modernos de la metamorfosis –suponiendo que yo tenga razón– son considerables. Primero, sugiere que en la antigüedad clásica se concebía el «yo» como algo más consistente o coherente de lo que lo suponemos hoy. Naturalmente, se entendía que el alma estaba compuesta de partes racionales y no racionales o, si se la consideraba sin partes en sentido estricto, se le atribuía una estructura de tal forma que cabía esa diferenciación. Los apetitos, por ejemplo, eran generalmente considerados como pertenecientes a la parte no racional, aunque estaban sujetos al control de la razón. En el tira y afloja entre los apetitos y la razón, uno u otro podían acabar imponiéndose. Lo que no existía, este es mi argumento, era una división interna de la propia función racional que tomara la forma de una doble identidad. El ejemplo paradigmático de este tipo de división interna es Dr. Jekyll y Mr. Hyde, donde las dos personalidades son plenamente racionales y, sin embargo, opuestas moralmente. De nuevo, esto es una estructuración que no se encuentra, si mis datos son correctos, en la literatura clásica. El modelo del «hombre-lobo» presupone una ruptura de este tipo, en la que el «yo» vicioso, identificado con la naturaleza animal pero más semejante a una versión psicótica de la mente humana, emerge en la criatura metamorfoseada; cuando el hombre-lobo retoma su forma humana, se encuentra lleno de repugnancia y remordimiento por su comportamiento anterior.

Esta clase de transformación es de lo más común hoy día. Por citar sólo un par de ejemplos: en la película de 1958 titulada La Mosca, distribuida por 20th Century Fox y en la que intervenía Vincent Price (basada en un relato breve con el mismo título de George Langelaan), un hombre accidentalmente adquiere la cabeza y el brazo de un insecto y se va gradualmente contagiando de sus características físicas y psicológicas. De nuevo, la película Hulk (2003; nueva versión estrenada en 2008) se basaba en un personaje de los cómics Marvel creado por Stan Lee y Jack Kirby (véase El increíble Hulk 1, publicado en Mayo de 1962); el personaje del título se presenta como el alter ego emocional e impulsivo del huraño y reservado Bruce Banner, doctor en físicas (del artículo de Wikipedia, «Hulk (cómics)»). Tras sufrir accidentalmente una exposición a la radiación, Banner «se transforma involuntariamente en Hulk, pintado como un monstruo gigante, furioso, humanoide, lo que produce complicaciones extremas en la vida de Banner» (como uno puede imaginarse sin dificultades). Una cita de Lee afirma que su inspiración para Hulk fue una combinación de Dr. Jekyll y Mr. Hyde y Frankenstein.

En segundo lugar, que las metamorfosis clásicas no toman la forma de una mezcla entre lo animal y lo humano sugiere que las dos naturalezas se conciben como distintas y en principio incompatibles: eres lo uno o lo otro, pero no ambas cosas a la vez. Esto es lo que uno esperaría, dado que los antiguos entendían el logos como específico de los seres humanos y, de hecho, como el rasgo constitutivo diferenciador entre estos y los demás animales. Todos los seres vivos comparten la función vegetativa; los animales y los humanos se distinguen de las plantas por poseer aisthêsis o percepción; pero sólo los humanos poseen razón (logos) en el sentido pleno del término, mientras que otros animales son aloga o «sin razón». Se sigue de esto que si uno se transforma en otro animal, entonces se convierte en una criatura sin logos; si, por el contrario, uno mantiene su logos, entonces sigue siendo un ser humano, cualquiera que sea la forma externa adoptada (Zeus en la forma de un toro o de un cisne sigue siendo Zeus). Todas las escuelas filosóficas muestran acuerdo en este punto, y eso se refleja en el lenguaje popular en el uso del término alogon para indicar «animal», que es, como hemos visto, la base del agudo y gracioso título alternativo del ensayo de Plutarco. Un cerdo que habla y emplea la razón es un ser humano en un cuerpo diferente. No hay cabida para una identidad híbrida.

Hay un pasaje en el Grilo mismo que podría parecer contradecir mi propuesta de que las naturalezas animal y humana están polarizadas en el pensamiento clásico, excluyendo por tanto el tipo de criatura mixta representada por el «hombre-lobo». Cuando Grilo declara por primera vez que preferiría ser un cerdo en vez de un ser humano, al que describe como la más mísera de las criaturas, Odiseo replica: «Por mi parte, Grilo, creo que esa poción te ha arruinado no sólo tu forma, sino también tu intelecto, y que estás repleto de creencias completamente absurdas y desafortunadas; ¿o es que algún aspecto de tu estado porcino te ha hechizado a permanecer en este estado?» Las palabras de Odiseo pueden dar la impresión de que Grilo ha adquirido no sólo el cuerpo sino también la mente de un cerdo, o que su propia mente se ha contaminado de la del animal inferior, en la misma forma que el hombre-lobo es un cruce entre dos clases de conciencia, humana y animal. Pero esto, creo, sería leer una idea equivocada en el texto, y proyectar nuestra concepción moderna de la metamorfosis híbrida sobre el texto de Plutarco. Odiseo quiere decir que, además de su forma porcina, Grilo ha adquirido opiniones o ideas erróneas: dado que sólo un ser humano puede tener creencias, tanto correctas como incorrectas, la configuración mental de Grilo sigue siendo estrictamente humana. Odiseo ofrece como explicación alternativa del punto de vista de Grilo la disposición al placer que ya tenía el personaje en su estado humano, y que ha encontrado expresión en su nueva condición. Esta es una idea común en los relatos clásicos de metamorfosis: así Licaón, por tomarlo de nuevo como ejemplo, se convierte en lobo porque en vida era salvajemente violento, algo que también su nombre indica. Plutarco mismo afirma, en un pasaje platonizante (fragmento 200), que las transformaciones que Circe lleva a cabo se basan, precisamente, en el mérito moral o el carácter. Los animales pueden, desde luego, experimentar placer y dolor, que son sensaciones o aisthêseis más que creencias. La defensa que Grilo hace de la vida porcina sugiere a Odiseo que su inclinación al placer puramente físico condicionaba su pensamiento incluso cuando era humano: Grilo habría defendido tal tipo de vida también cuando era un hombre y, aunque ahora tiene la forma de un cerdo, su argumento no es diferente –y no menos humano–. Supongo que uno podría decir que, si los cerdos pudieran hablar, hablarían de esa forma. Pero la cuestión es que Grilo es como un cerdo en su pensamiento, tal como lo era antes de su transformación; no es en parte cerdo y en parte ser humano, como tampoco los animales que pueblan las Fábulas de Esopo son verdaderamente criaturas híbridas.

Este es el núcleo del diálogo de Plutarco. Pues Grilo intenta demostrar no que los cerdos obtienen más placer que los seres humanos, que podría ser o no ser el caso, pero es, al menos, debatible, sino que los cerdos tienen una vida mejor, es decir, que son más virtuosos que los humanos. Al adoptar esta línea de pensamiento, Plutarco implícitamente admite que la vida feliz depende del uso de la razón, en la medida en que la virtud presupone logos, y que no puede, por tanto, decirse que las criaturas que son estrictamente hablando aloga la logren más fácilmente que los seres humanos. Así, tiene que demostrar que de hecho los cerdos están dotados de razón, y no sólo los cerdos a los que se les ha otorgado la capacidad de hablar, es decir, el uso del logos, como él mismo en este momento, sino los auténticos cerdos de la realidad, como lo son sus compañeros y él mismo en cuanto Circe le retire su especial exención. Su argumento depende del equívoco entre dos categorías distintas: de un lado, hay comportamientos naturales, que son instintivos, no aprendidos (aunque en cierta medida pueden ser instilados con simple adiestramiento), y automáticos en el sentido de que no dependen del juicio o del contrapeso de distintas opciones, y se mantienen estables dentro de cada especie; de otra parte, hay virtudes en el sentido propio del término, que se adquieren a través de la educación y la práctica más que por ser innatas (aunque puede haber diferencias de temperamento heredadas), requieren cognición, cálculo y elección, y varían de un individuo a otro, de forma que algunos logran una virtud perfecta mientras que otros manifiestan la más baja clase de vicio. Grilo puede explotar la confusión porque no había una terminología convencional o sistemática en griego antiguo para discriminar las dos clases de disposición, más de lo que la hay en el inglés o en el español modernos. Sin embargo, la distinción entre ellas era bien clara y marcada y constituye la base de la idea que Plutarco mantiene sostenidamente a lo largo de su ensayo. Aparte del humor producido por la inteligente manipulación que Grilo hace de la ambigüedad, el diálogo es de interés filosófico porque nos ayuda a ver cómo se articulaba esa diferencia. De hecho, nos sería beneficioso, creo, desarrollar un vocabulario adecuado para diferenciar los dos tipos de comportamiento.

Grilo termina afirmando: «Uno debe empezar con las virtudes, sobre las cuales os vemos a vosotros los humanos enorgulleceros de ser muy superiores a los animales salvajes en justicia, buen sentido, coraje, y las otras virtudes» (986F). Sigue a continuación presentando un argumento a favor de la disposición nativa de los animales para la virtud, y luego examina las virtudes una por una, empezando con el caso más fácil, concretamente, el coraje o valor (Aristóteles también empieza con esta virtud en su Ética nicomaquea), y pasando luego a la sôphrosunê o moderación/templanza y (tras la interrupción de una laguna del texto) phronêsis o «inteligencia práctica», con la que el diálogo termina más bien abruptamente. Por mi parte, suscribo la opinión de quienes consideran que la conclusión se ha perdido, y que Grilo habría debatido también la justicia, y quizás antes de esto –dado que Odiseo parece cambiar el argumento a la creencia en los dioses justo antes de que el tratado termine (992D)— la virtud de la piedad o hosiotês, que Platón (en el Eutiphro) y otros a veces añadían como una quinta a la lista canónica de cuatro. En cualquier caso, el argumento general de Grilo es que las almas de los animales están más naturalmente dispuestas a la virtud porque surge en ellas sin que nadie se la enseñe, del mismo modo que la tierra en la edad de oro producía frutos sin labranza; el ejemplo de Grilo de tal fertilidad espontánea es la tierra de los Cíclopes, que lleva el sello de la Edad de Crono: tal terreno, afirma Grilo, es superior al suelo rocoso de Ítaca (978B). Los lectores de Plutarco habrían reconocido inmediatamente que tales reacciones innatas no son virtudes: las virtudes no surgen sin intención, sino que han de ser cultivadas. Esto es precisamente una de las características que las distinguen de los reflejos, tanto en los animales como en las personas. Las virtudes merecen elogios precisamente porque no son espontáneas.

Volviendo ahora al valor en particular, Grilo ofrece como prueba del coraje de los animales el que no usen trucos o engaños cuando pelean. Lo que es más, se niegan a rendirse y resisten hasta el final, no porque se vean compelidos por la ley o el miedo de que se les acuse de deserción, sino por naturaleza o phusei (el dativo de phusis, «naturaleza»). No suplican piedad ni se someten a la servidumbre como precio de su derrota, y de hecho los animales salvajes que son atrapados en trampas a menudo mueren en cautividad antes que aceptar la subyugación. Lo contrario, argumenta Grilo, es cierto de los seres humanos, para quienes el aguante o la perseverancia es contraria a su naturaleza (para phusin, 987F). El comportamiento que Grilo adscribe a los animales, sin embargo, no es coraje, propiamente dicho; de hecho, su propia demostración, aunque él no se da cuenta de ello, es una defensa del coraje humano. Las palabras phusei y para phusin así lo dan a entender. La virtud no surge por naturaleza: depende más bien de la elección y del compromiso, o de lo que Aristóteles llama prohaeresis. Por ponerlo en palabras de Aristóteles, «el hombre valiente resiste y lleva a cabo sus acciones con coraje de acuerdo con lo que es noble». Esto no es temeridad, pues «una persona sería un loco o alguien insensible al dolor si no temiera nada, ya sean terremotos ya sean olas, como dicen que les sucede a los Celtas; alguien que incurre en un exceso de confianza con relación a cosas temibles es osado», añade Aristóteles, y tal persona sólo es un «fingidor del valor» (Ética nicomaquea 3.7, 1123b19-30). Ahora bien, Aristóteles reconoce que la pasión o thumos asiste a los valientes, incluso cuando actúan por lo que es noble; en los animales, sin embargo, responde más bien al dolor; pues «criaturas que se enfrentan al peligro porque el dolor y la pasión [thumos] así se lo mandan no son valientes, puesto que no tienen capacidad de prever nada terrible»; si fuera de otro modo, añade, los asnos tendrían valor, puesto que si tienen hambre no dejan de pastar incluso aunque se les pegue (Ética nicomaquea 3.8, 1116b30-35). Aristóteles concluye que «el ‘valor’ como resultado del thumos parece ser algo de lo más natural, mientras que cuando se le añade elección y propósito es [auténtico] valor».

Grilo se ve obligado a conceder que los animales criados en cautiverio pueden ser domados o domesticados (987E), pero es claro que, en su opinión, ningún animal elegiría vivir en tal estado; es un producto de su aclimatación, y contrario a sus naturalezas –Grilo lo llama «una feminización de su temperamento» (987F). El epíteto incita en su mente otro argumento a favor de la superioridad del valor de los animales, concretamente, que machos y hembras lo manifiestan por igual, en tanto que las mujeres humanas se quedan sentaditas en casa mientras los hombres van a la guerra. Grilo pone como ejemplo a la propia Penélope, que no podía proteger su casa frente a los pretendientes –¡y eso que era espartana! (988B). Esto muestra, de nuevo, que «los hombres no poseen por naturaleza [phusei] su hombría». Una vez más, el argumento de Grilo se vuelve contra él: que el coraje humano sea precisamente una variable es lo que lo cualifica como virtud. Si fuera uniforme, como lo es en los animales, sería natural o innato y, por tanto, no sería verdadero coraje. Que los animales puedan domarse lleva a Grillo a reflexionar que la domesticación de las mujeres humanas también es contraria a la naturaleza, pero esto lo habría llevado por caminos que Grilo prefiere no explorar. Sin embargo, sus observaciones con respecto a la igualdad de los géneros entre los animales parecen remedar las nociones de estoicos y cínicos con respecto a la igual capacidad de mujeres y hombres para la virtud: Grilo no es simplemente un cerdo machista. Pero cuando acusa a los hombres de mezclar el cálculo con la pasión en tanto que los animales lo toman puro (988D-E), y concluye que para la humanidad «el coraje es una prudente cobardía, y el arrojo miedo, dado que conlleva la ciencia de evitar unas cosas por causa de otras [es decir, que son más terribles]» (988C), Grilo atribuye a los seres humanos precisamente la cualidad en que consiste el coraje como virtud.

Grilo a continuación pasa a la sôphrosunê o moderación (de nuevo, siguiendo el orden de Aristóteles) y aquí puedo ser más breve. Comienza, a la manera de los filósofos de su tiempo (confiesa ser un «sofista»), ofreciendo una definición: «Sôphrosunê es, pues, una especie de escasez y ordenamiento de los deseos, que elimina los que son extrínsecos y superfluos y gobierna los que son necesarios con puntualidad y moderación» (989B). Grilo entonces aduce la clasificación epicúrea de los deseos como naturales y necesarios, naturales pero no necesarios, y ni necesarios ni naturales sino que surgen de la creencia vana o falsa. Los seres humanos, alega, se ven asaltados por esta última clase –ellos, por supuesto, son capaces de tener creencias, y por consiguiente, tanto falsas como verdaderas– en tanto que «las almas de los animales salvajes son inaccesibles a y no se mezclan con pasiones extrínsecas y en sus vidas están siempre lejos de las creencias vacías» (989C). Pero si son insensibles a los deseos que vienen desde fuera, y libres de vanas creencias –como lo son de hecho a toda creencia, ya sea verdadera o falsa–entonces no necesitan sôphrosunê, cuya función es, según la propia definición de Grilo, controlar los deseos innaturales. La contradicción que hay en su postura es evidente.

Grilo sigue elogiando a los cerdos por usar sus sentidos del olfato y el gusto para discriminar lo beneficioso de lo dañino más que para permitirse lujos tales como los perfumes (900A-B; aquí también sus comentarios remiten a Aristóteles: cf. Ética nicomaquea 118a9-23). Los cerdos no requieren tales embellecimientos para estimular su actividad sexual: se aparean cuando les llega la estación, atraídos por el olor natural de su pareja. De aquí también que la homosexualidad, declara Grilo, sea prácticamente desconocida entre los animales, y que una bestia salvaje no haya intentado nunca aparearse con un ser humano, aunque de lo contrario sí se conocen casos –como testimonian los Minotauros y los Centauros. Todo esto es una consecuencia de la phusis o naturaleza: la naturaleza de los animales, que es acorde con la naturaleza misma. Incluso con un apetito tan básico como el de la comida, que es necesario para el sustento, los seres humanos incurren en excesos y consumen carne sin necesidad, no porque, como los carnívoros, esta sea su dieta natural, sino por un deseo de lujos indecentes. Si se me permite el juego de palabras, Grilo prefiere el placer del barro al placer de la barra.

Tras una laguna, Grilo pasa a la virtud del buen sentido o phronêsis. De nuevo, Grilo proclama fanfarronamente que los animales no tienen necesidad de estudio o enseñanza, pues su sabiduría los provee con las habilidades que son heredadas e innatas y la naturaleza es su profesor (991E-F); y añade: «Si no crees que esto debería llamarse logos o phronêsis, entonces ve y encuéntrale otro nombre que sea más noble y honorable». Grilo es suficientemente astuto para dar pruebas de que, aunque los animales están dotados de todo el conocimiento que necesitan sin necesidad de instrucción, son, sin embargo, capaces de aprender, pues se les puede entrenar para que hagan cabriolas o pasen un aro de un salto, aunque es contrario a su naturaleza. Lo que es más, también enseñan a sus crías, como las cigüeñas instruyen a sus pollos para volar y los ruiseñores enseñan a los suyos a cantar (992B-C). Este último argumento parece contradecir la proposición de Grilo de que los animales poseen las artes necesarias sin que se los tutele. Dado todo esto, de todas formas, Grilo profesa estar sorprendido por los argumentos de los sofistas diseñados para probar que «todas las criaturas excepto la humana carecen de razón y de pensamiento [aloga kai anoêta]» (992).

Los ejemplos que Grilo pone de las facultades innatas de los animales eran un lugar común en la literatura estoica contemporánea y se remontan a Aristóteles y más allá. El estoico Hierocles (siglo II d. C.), en los Elementos de ética, ofrece ilustraciones sorprendentes de cómo los animales son conscientes tanto de sus propios medios de defensa contra otras criaturas como de los puntos fuertes o ventajas de sus enemigos: «Cuando un león, por ejemplo, combate con un toro, vigila sus cuernos, pero desdeña las otras partes del animal; en sus combates con el asno salvaje, sin embargo, se concentra enteramente en las posibles coces, e intenta evitar sus pezuñas» (col. III.23-26). Pero Hierocles atribuye esta habilidad enteramente a la percepción o aisthêsis, no a la razón, incluso aunque son capaces de reconocer la superioridad de los seres humanos gracias precisamente a su posesión de logos (col. III.45-50). Aristóteles, sin embargo, estaba dispuesto a ir más allá, y adjudicar a los animales una participación en la phronêsis misma, es decir, en la inteligencia práctica o buen sentido. Así, en Sobre la generación de los animales escribe (3.2, 753ª7-14): «Parece como si la naturaleza deseara implantar en los animales un sentido de cuidar a sus crías: en los animales inferiores esto dura sólo hasta el momento de darlos a luz; en otros continúa hasta que son perfectos; en todos los que son más inteligentes [phronimôtera], también durante la cría de los jóvenes. En los que tienen la porción más alta de inteligencia [phronêsis] encontramos familiaridad y amor también para con las crías ya crecidas, como ocurre con los hombres y algunos cuadrúpedos» (cf. Historia de los animales 9.5, sobre los ciervos). Plutarco, en su ensayo Sobre la inteligencia de los animales (961a), cita a Estrato, un discípulo de Aristóteles, sobre la propuesta de que la aisthêsis es imposible sin inteligencia (tou noein), un punto de vista que Plutarco, aparentemente, aprueba, en la medida en que uno de los interlocutores en el diálogo afirma que los animales participan en la inteligencia y el cálculo (dianoia y logismos, 960A). Resulta difícil establecer cuál es el significado de phronêsis en estos contextos y qué lugar ocupa entre la percepción, que es de suyo una facultad altamente cognitiva, y la razón. De cualquier forma, Aristóteles nunca afirma que los animales, aparte de los seres humanos, posean logos, y es aquí donde Grilo va demasiado lejos. Odiseo replica: «Ahora, Grilo, has cambiado, y afirmas que una oveja y un asno son seres racionales [logikos]».

Grilo afirma que los animales «no carecen de una parte de razón y de comprensión» (992C), y tiene un argumento más en la manga antes de que el texto se interrumpa, concretamente que los animales podrían no diferenciarse en su capacidad de aprender y pensar (phronein) si no tuvieran razón y comprensión, unos más y otros menos; y, sin embargo, hay más variación entre animales en el pensar, razonar y recordar que entre los más inteligentes y los más tontos de los seres humanos (992C-D). Esto es aparentemente inconsistente con la demostración anterior de Grilo de que los animales son más valientes que los seres humanos porque todos por igual combaten hasta la muerte, mientras la gente varía en su coraje, y las mujeres en particular son menos arrojadas que los hombres: antes, Grilo usaba la uniformidad como una prueba de que el coraje animal era natural y superior, mientras que ahora apela a la variabilidad para establecer el mismo punto sobre la inteligencia animal. La clave de la discrepancia está en que Grilo habla aquí sobre disparidades entre especies animales, no entre individuos en una especie dada, como es el caso con los seres humanos. Incluso Grilo sabría sin duda que las diferentes clases de animales difieren en grados de coraje, aunque suprimió este hecho antes para defender su postura.

Mi argumento hasta aquí ha sido que el énfasis que pone Grilo en el coraje natural, la moderación y la inteligencia de los animales revela, simplemente, por qué estas cualidades no se cuentan como virtudes en el sentido aceptado del término entre los pensadores griegos y, yo diría, entre la gente normal también, a poco que piensen sobre el asunto. Pues ninguno de esos atributos requiere razón o logos tal como entendían el término los griegos, a pesar de que Grilo afirme lo contrario. El propósito del diálogo es ser divertido –se puede decir que es un cachondeo, o más precisamente, un «cochondeo»– y juega con la ausencia de términos comunes para las aproximaciones a las virtudes que se encuentran entre los animales y los niños pequeños; pero éstas, precisamente porque son naturales e innatas y no requieren razón, son fundamentalmente diferentes de sus contrapartidas humanas.

Aunque ha sido metamorfoseado en cerdo, la capacidad de Grilo de hablar y argumentar –para dar razones y entenderlas– muestra que es realmente un ser humano vestido de cerdo, regalo de Circe. Su mente no es el escenario de un cruce entre el razonamiento humano y animal, porque los animales no tienen logos. Esta es la razón por la que Grilo no es un hombre-cerdo, un Larry Talbot avant la lettre: la pronunciada distinción entre seres humanos y animales con respecto a la racionalidad evitó que se desarrollara una hibridización de este estilo.

En su reciente libro, Animales, derechos y razón en Plutarco y la ética moderna, (Londres y Nueva York, 2006), Stephen T. Newmyer escribe: «Uno estaría tentado de concluir que, en su uso del término phusis, Plutarco se refiere a un tipo de ‘instinto’ puro, esa especie de comportamiento de los animales, determinado genéticamente y pre-programado, que algunos psicólogos y etólogos con simpatías por el conductismo postulan para todas las actividades animales que parecen tener un propósito y estar guiadas por alguna actividad de la inteligencia; sin embargo, Plutarco pone cuidado en sugerir que phusis y logos cooperan para motivar el comportamiento animal… Plutarco entiende que la ‘naturaleza’ de los animales incluye una especie de racionalidad innata». Añade que simplemente porque su poder de raciocinio es menor que el de los seres humanos, los animales son capaces de «vivir vidas que son más naturalmente virtuosas que las de los humanos» (pp. 37-39), y concluye que el Grilo está de acuerdo con el argumento –expresado en Quiénes son más inteligentes [phronimôtera]: los animales terrestres o los marinos (a veces llamado Sobre la inteligencia de los animales)– de que la razón animal «difiere de la del hombre cuantitativamente más que cualitativamente, y que los animales viven más próximos a su naturaleza y están por tanto menos corrompidos por el uso potencial de sus facultades racionales» (p. 40). Estoy de acuerdo con Newmyer en que esa es, más o menos, la posición de Autobulo en ese diálogo posterior, tanto si eso representa o no la propia posición de Plutarco. Pero en el Grilo no hay duda de que Plutarco toma a broma las pretensiones de racionalidad, de logos, y de las virtudes que dependen del logos, que un hombre convertido en cerdo tiene, y el cerdito lleno de argumentos es él mismo el signo último de que no es el cerdo el que está hablando, sino el ser humano encerrado dentro de él.

ESCUELA DE LAS ARTES 2011
CURSO DE CIENCIA Y FILOSOFÍA: PROTEO Y OTRAS METAMORFOSIS
04.07.11 > 08.07.11

DIRIGEN FERNANDO BRONCANO • DAVID HERNÁNDEZ
PARTICIPANTES VICENTE CRISTÓBAL • VICTORIA DIEHL • GUILLERMO DE EUGENIO • JULIO FERNÁNDEZ • CARLOS GARCIA GUAL • ZAIDA GÓMEZ • DAVID KONSTAN • RUBÉN LORENZO • JAVIER MOSCOSO • ALBERTO MURCIA • PURA NIETO • FERNANDO R. DE LA FLOR • REMEDIOS ZAFRA
ORGANIZA CBA • UNIVERSIDAD CARLOS III DE MADRID