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Barriendo con la escoba del sistema

Una charla con Mario Mendoza

Juan S. Cárdenas
Fotografía Eva Sala

Mario Mendoza (Bogotá, 1964) es una de las voces más poderosas de la narrativa colombiana reciente. Profesor de literatura y colaborador de numerosos diarios y revistas, los textos de Mendoza rastrean la convulsa realidad de las hipermetrópolis latinoamericanas con recursos procedentes de la novela negra y el realismo sucio. Entre sus títulos más conocidos están las novelas Satanás (2002), galardonada con el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, Cobro de sangre (2004) y Buda Blues (2009), así como los libros de relatos La travesía del vidente (1995), Premio Nacional de Literatura de Colombia, y Escalera cielo (2004).

Su última novela, Buda Blues, podría considerarse un thriller basado en cierta idea del derrumbe político contemporáneo.

Sí, creo que el proyecto moderno ha fracasado. Hemos asistido a la caída de la Razón en Occidente y es un hecho irrevocable que hemos perdido el rumbo por completo, al menos desde 1945. Pese a los anuncios pesimistas de Freud, que previó con mucha antelación lo que se nos venía, la historia acabó arrojándonos esos cincuenta y dos millones de muertos, las bombas de Hiroshima y Nagasaki; Auschwitz, Treblinka. A partir de entonces viene un periodo de extravío que se expande hasta 2008, cuando comienzan los ataques financieros en Wall Street, ese descalabro cuyas consecuencias apenas empezamos a atisbar. Ese es el esquema general que subyace a mi proyecto novelístico. Creo que no sólo hemos hecho las cosas mal, sino que, para empeorarlo todo, albergamos esperanzas sobre una posible mejora. Y esas esperanzas sólo traen más angustia. Igual que en cualquier terapia, el primer paso es reconocer por lo menos que estamos enfermos. De lo contrario seguiremos reincidiendo.

¿Y qué papel vendría a jugar la literatura en ese diagnóstico tan pesimista? Es decir, si todo es tan terrible, ¿para qué escribir libros? ¿O es que la literatura sólo es una forma de denuncia del malestar general?

Una de las funciones de la literatura es que ilumina la condición humana. De alguna manera te enciende una luz cuando estás en tinieblas. Y la escritura en la que yo me muevo es la que se produce desde la posición del testigo. El escritor da testimonio de su tiempo. Es como si en un juicio amañado, en el que la sentencia está dictada de antemano, alguien cuestiona el papel de un testigo. Digamos que el escritor se encuentra en una situación similar en la que no puede eludir dar testimonio. Es su deber. Aunque el registro se borre, aunque nadie recuerde su obra, aunque para las generaciones venideras no cumpla ninguna función. Eso es lo de menos. Cuando uno escribe no piensa en el efecto que tendrá su testimonio, si esas palabras ayudarán a frenar el desastre. Quizás no. Pero hay que hacerlo igual. El mundo contemporáneo sería mucho peor, sin duda, sin cine, sin libros, sin filósofos que estén pensando lo que ocurre. Al arte no le corresponde darle esperanzas a nadie.

Me gustaría en este punto hacer de abogado del diablo y decirte que esa descripción del mundo como una catástrofe suavemente endulzada por las artes (que en ese escenario corren el riesgo de cumplir una función espectacular, decorativa o de mero consuelo), esa visión, digo, se parece mucho a la de los conservadores cínicos que se lucran con la catástrofe y van a la ópera el fin de semana.

No, no. Creo que lo estás torciendo todo. No es que sea una visión de desaliento o de no hay nada que hacer. No lo había dicho porque creía que lo estábamos dando por sentado, pero existe una función del pensamiento y del arte que se podría identificar con una labor de resistencia. Cuando te digo que hemos hecho todo muy mal no es una hipótesis mía: son las cifras de la FAO. Mil millones de personas hambrientas. Son datos. No es una interpretación mía. Lo que quiero que entiendas es que los datos de la FAO son obstinados. Esas mil millones de personas están ahí, se están muriendo. Tampoco habíamos tenido una tasa de natalidad semejante. Somos demasiados. Esas cifras son inamovibles. Somos, en términos de etología, una plaga. Sin ningún regulador. Mi postura no es la del maldito que mira por la ventana y se lamenta por la crueldad universal. Son cifras. Y todas son aterradoras. Y lo que exigen esas cifras innegables es una reflexión profunda que tendría que empezar, al menos, con un reconocimiento del fracaso total y no alargar la agonía con promesas y esperanzas. ¿De qué les sirve a los millones de parados de España que el gobierno prometa que ahora sí lo va a hacer bien, si los cambios que se necesitan en realidad están fuera de su alcance en estas condiciones de dependencia? Eso es inmoral. El examen de conciencia sobre el fracaso de todo el proyecto moderno es un deber.

Y entonces, ¿el arte para qué?

Pues porque es importante que el pensamiento y la sensibilidad se resistan a la debacle general. Desde hace doscientos años, con el surgimiento del proyecto romántico en Alemania, el arte se propone como esa forma de resistencia. Pero hay un sector del establishment que siempre se ha encargado de vender falsas esperanzas con un optimismo monstruoso, mientras tachan a los otros de catastrofistas, de pesimistas. Mira lo que le hicieron a Nietzsche. Así miran hoy a Chomsky. Creo que ahora se comprende mejor lo que intento decir.

Sí, comprendo. Lo que intentaba señalar era que, con intenciones políticas totalmente contrarias, tu diagnóstico podrían compartirlo quienes están generando toda esta debacle. Quiero decir que para ellos quizás no es una debacle, sino una fuente inagotable de oportunidades financieras. Y es posible que hasta la propia idea de un arte de resistencia o de denuncia ya la hayan incorporado a su propia estrategia, en la medida en que es un arte inocuo, que opera dentro de las leyes del mercado y vende esa resistencia como una mercancía más. Lo digo, por ejemplo, a tenor de las declaraciones cínicas de muchos senadores norteamericanos del Tea Party.

No lo veo así. Quienes están provocando todo eso intentan tranquilizarnos, decirnos que todo va bien, que se están ocupando de hacer unos ajustes y que pronto se compondrá el desperfecto de la gran máquina. Mira, se sabía desde el año pasado que el euro no se sostenía. Las advertencias provenían de distintos medios libres de cualquier vinculación bolchevique, como The Economist, que fue tajante en ese sentido: el euro se hunde. ¿Y cuál es la respuesta de los líderes? Tranquilos, dicen, vamos a hacer las tareas como se debe, vamos a rescatar la economía. Le dan esperanzas a la gente. La prensa no hace más que repetir el embuste de que si hacemos las cosas bien, con unas cuantas medidas de ajuste fiscal, se saldrá del agujero. La gente que está en la calle, los parados, los indignados, seguramente unos cuantos más saben bien lo que les espera. Pero obviamente los gobiernos no van a decirles a los trabajadores la cruda verdad en la cara. Nadie les va a decir: «Señores, los vamos a machacar y les vamos a quitar todas las prerrogativas sociales que se han conquistado en los últimos cien años».

Pero en los últimos tiempos los gestos de cinismo y descaro por parte de los gobiernos, las medidas de ajuste, hablan por sí solos. Son de una elocuencia demoledora.

Para ti, que lees entre líneas y estás informado. Pero de boca de un político no tendrás una sola declaración elocuente en ese sentido. Ningún político saldrá jamás a decir la verdad.

Aún así, el discurso está claro. Lo notas en la calle. Independientemente del maquillaje, no creo que se pueda despreciar el conocimiento que tiene la gente en la calle sobre la situación real.

Y sin embargo, estamos lejos de que ocurra en Europa algo siquiera parecido a lo que ocurrió en las revueltas árabes. Aquí no va a caer ningún gobierno. No ha habido emancipaciones populares serias. En Egipto, en Túnez, por ejemplo, fue muy relevante eso que dices tú sobre el conocimiento de la situación que se tenía en la calle. Allí la rabia de un vendedor de frutas, de un taxista, de un empleado al que le aplastaron sus derechos desencadenó una revuelta con ecos en medio mundo.

Cosa que contrasta notablemente con los procesos que se observan en muchos países de América Latina que, al menos desde Europa, parecen muy alentadores en el sentido de que cierto fortalecimiento institucional ha provocado no sólo una mejora de las condiciones materiales de los ciudadanos, sino una mayor participación de los mismos en la toma de decisiones. En Europa, por mucho que se llenen las plazas de manifestantes, las instancias gubernamentales parecen blindadas a cualquier reclamo popular. Como si ocurriera en otra esfera de lo real.

Mira, a propósito de ese tema, me gustaría dar un rodeo. España ha tenido una relación muy ambigua con América Latina. Después de su ingreso en la Unión Europea hubo un par de generaciones que crecieron aquí bajo la ilusión de la prosperidad, alentadas justamente por ese discurso que, por risible que parezca, le hacía creer a estos jóvenes que tenían mucho más en común con Suecia que con México. Estos jóvenes realmente llegaron a pensar en América Latina como en una región del pasado o del inconsciente, un Tercer Mundo y una cierta escasez de proteínas que ellos, por suerte, habían dejado atrás. Los latinoamericanos éramos los parientes pobres, con los que históricamente España siempre tuvo lazos culturales más profundos y estrechos. Ese desdén hacia lo latinoamericano, por tanto, está ligado a esa experiencia de nuevo rico o nuevo europeo, que para el caso es lo mismo. Y en América Latina, como contraparte, se nos ha inculcado desde hace siglos otro complejo que es el de sentirnos inferiores y dependientes culturalmente respecto a Europa. Y ese complejo nuestro impedía que nos diéramos cuenta de algo fundamental, y es que quienes íbamos a la vanguardia éramos nosotros los latinoamericanos porque el sistema es entrópico. Digamos que nosotros íbamos más adelante en el proceso de destrucción, en la disminución de derechos, en la distopía de nuestras ciudades, en la eliminación del espacio público, en el desempleo, las mafias, el terror, las ciudades caos, las ciudades fantasmas, México DF, Río, Bogotá, Lima, con sus enormes favelas y villas miserias. Todos esos fenómenos provocaron una ebullición social de la que, tarde o temprano, tenía que salir una tremenda riqueza cultural, un cine potente, una literatura potente y un pensamiento riquísimo. Todo ello mientras Europa se iba agrietando en silencio. En ese marco, la posición de España es muy extraña. Y es que, una vez concluido el sueño, terminada la pesadilla, para alguien de España que ha hecho su doctorado en Londres o en Holanda resulta muy difícil empezar a crear lazos con La Paz, con Lima o con Medellín. Eso lo podían hacer las generaciones anteriores, que conservaban cierta idea de hermandad o de familiaridad con el continente. Pero al mismo tiempo España, por esos lazos históricos, tendría que volver a crear ese puente. Yo vengo diciendo esto desde hace muchos años. Lo dije en el prólogo de La locura de nuestro tiempo y muchos me tacharon de chauvinista o de catastrofista. El tiempo me ha dado la razón, quince años después. Porque si ahora mismo hay un continente bien situado para asumir los retos de este mundo en ruinas es América Latina. Nosotros somos muy resistentes. El dolor nos ha hecho fuertes. A nosotros no nos pueden amenazar con la pobreza. A un español que creció dentro de la burbuja de la abundancia es más fácil acobardarlo.

¿Y cuál sería el papel de la literatura latinoamericana en ese contexto que estás describiendo, qué mapa trazaría?

Bueno, hay abundancia y variedad. Solo en México, después del Crack, ya hay dos o tres generaciones consolidadas de escritores, con registros muy distintos. Y en Colombia pasa lo mismo, tenemos a un Héctor Abad Faciolince o a Laura Restrepo y luego estaría mi generación, con Jorge Franco o Santiago Gamboa. Como te digo, todo con mucha variedad y sin ninguna hoja de ruta común o algo por el estilo.

¿Pero se puede hablar de una literatura de resistencia, como la defines tú?

No, para nada. Cada quien teje su propuesta estética, todas disímiles, muy distintas.

Pero en tu caso sí habría familiaridad con muchos autores latinoamericanos.

Claro, con Rodrigo Rey Rosa, por ejemplo. Con Jorge Franco. En México tengo lazos profundos con Paco Taibo y con Elmer Mendoza. En Perú con gente como Alonso Cueto. Yo soy un escritor hiperrealista, pero como lector no excluyo nada. Mis gustos como lector son muy amplios, así que siento afinidad con cosas muy diferentes a las que yo mismo produzco. Pero lo que rescato es que no nos haya temblado la mano para enfrentarnos a nuestro presente, a nuestra historia. Y nuestra cultura entera, nuestro cine, nuestro arte, nuestra literatura están allí para dar fe de ese enfrentamiento. Somos desesperanzados pero somos vitales: afirmar la vitalidad cuando todo va bien es fácil; pero hacerlo cuando las cosas están jodidas, eso es lo difícil.

Hace un momento te definías como hiperrealista. La crítica, sin embargo, suele asociar tus novelas a formas más cercanas al best-seller como el thriller de intriga política o la novela negra.

Mira, yo vengo de la academia, mi origen es la universidad y no tardé en encontrarla acartonada. Desde luego, no siento que la academia sea la vanguardia del pensamiento, como podía serlo en Mayo del 68. Hoy en día las cosas no funcionan así. La academia latinoamericana y, en especial, la colombiana, es un lugar muy conservador, es un espacio donde se fabrican jerarquías sociales a partir de gustos culturales, donde la gente calcula muy bien lo que debe citar, el prestigio asociado a cierta autoridad consagrada, a ciertos autores de tal o cual país. Francamente, me parece algo insoportable. Y si rechazo lo académico eso quiere decir que me aferro a la vida, al bar, al cafetín, al billar. Y eso significa, claro, acercarse a formas populares como el folletín, la telenovela o el thriller.

¿Como una forma de resistencia?

Para cierta élite cultural de Colombia lo culto es antónimo de lo popular. Jesús Martín-Barbero contaba al respecto una anécdota muy divertida, de cuando fue por primera vez a un cine bogotano donde las empleadas de servicio doméstico veían películas mexicanas. Barbero cuenta que se aburrió mortalmente durante la proyección y que al final, cuando encendieron las luces, vio que todas las mujeres estaban llorando. Ahí se dio cuenta de que había una brecha enorme de sensibilidades que había que empezar a explorar. En Colombia se da la situación extraña de que hay gente que se dice de izquierda, que tiene un discurso de izquierda, pero en su comportamiento y en sus gustos reproduce las normas estéticas de las clases dominantes, para elegir pareja o un restaurante. Acercarse a lo popular es por tanto acercarse a las personas de una manera distinta. Es salirte de la dictadura invisible del gusto. Y yo me he salido de ese discurso oficial hace mucho. Y eso incluye a la crítica oficial, académica. Mi relación directa con los lectores es para mí más importante porque es una manera de romper la jerarquía.

BIBLIOGRAFÍA

Apocalipsis, Bogotá, Planeta, 2011.

La locura de nuestro tiempo, Barcelona, Seix Barral, 2009.

Buda blues, Bogotá, Planeta, 2009.

Los hombres invisibles, Barcelona, Seix Barral, 2007.

Cobro de sangre, Barcelona, Seix Barral, 2004.

Una escalera al cielo, Barcelona, Seix Barral, 2004.

Satanás, Barcelona, Seix Barral, 2002.

El viaje del Loco Tafur, Barcelona, Seix Barral, 2001.

Scorpio City, Barcelona, Seix Barral, 1998.

La travesía del vidente, Bogotá, TM Editores, 1995.

La ciudad de los umbrales, Bogotá, Planeta, 1994.

FESTIVAL EÑE
11.11.11 > 12.11.11

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