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El fin del mundo a pie

Entrevista con Héctor Abad Faciolince

Juan S. Cárdenas
Fotografía Minerva

Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) es, ante todo, escritor. Pero también es crítico, periodista y traductor de buena parte de la mejor literatura contemporánea italiana (Bufalino, Ginzburg, Lampedusa, Siascia o Eco, entre otros). Sus novelas destacan por su manejo de la lengua y por su atrevida infidelidad a cualquier género o formato. Siempre abierto al cambio y la innovación, su libro más celebrado es El olvido que seremos, una novela en torno a la atípica figura de su padre: un amorosísimo padre-madre de los que no abundan ni en la literatura ni en la vida real.

Has venido al Festival Eñe a hablar de la manera en que los nuevos dispositivos electrónicos están cambiando no solo nuestra relación con la escritura, sino también con la vida, dos cosas que en tu trabajo siempre han estado fundidas, vida y escritura.

En realidad, vengo del mundo del pasado, donde se aprendía a escribir a mano y en cuadernos, con papel, con tinta. Después aprendí a escribir a máquina, gracias al método Remington para secretarias, que era un libro que tenía mi madre en su biblioteca. En definitiva, se trataba de un mundo donde había una relación muy física con la escritura, cosa que para mí sigue siendo muy importante; de hecho en este mismo momento, mientras hablamos, estoy haciendo rayas en esta página porque me permite concentrarme. Creo que muchos somos escritores para suplir la dificultad del verbo, de la palabra. Pero el caso es que, cuando ya soy una persona adulta, surgen dos inventos –el computador personal y luego, al final del siglo pasado, internet– que han modificado por completo la relación con la escritura y la lectura. Crecí en una casa llena de libros y leí sin parar durante toda mi vida. Y un día, casi sin darme cuenta, después de haber pasado horas leyendo y escribiendo a mano o a máquina, de repente fui consciente de que pasaba buena parte de mi tiempo sin escribir, sin leer libros, navegando en la red. O, últimamente, escribiendo directamente en la red, haciendo borradores en directo. Es como si la lectura y la escritura –actividades solitarias e independientes de los demás– se convirtieran, gracias a estas herramientas, en algo muy distinto. Algo que te dispersa pero te permite un contacto directo con los lectores, en una especie de chat permanentemente abierto. Y la impresión que tengo ahora es como si el mundo de ayer –en el que crecí– se estuviera desvaneciendo poco a poco y estuviera siendo reemplazado por este otro mundo del cual no soy nativo y que me produce fascinación, aunque no lo domino como lo hacen mis hijos. Por supuesto, mi decisión fue no darle la espalda a toda esta revolución, como si fuera un escritor del siglo XIX. Al contrario: quiero vivir el último tercio de mi vida tratando de conocer este nuevo mundo de la escritura digital.

Decías en tu charla que no se trata simplemente de una diferencia de soporte, sino que es algo que está afectando de manera radical y profunda a nuestras nociones de la escritura y la lectura. ¿En qué consistiría ese cambio? ¿En la inmediatez?

Durante mucho tiempo sostuve esa tesis, es decir, que daba igual dónde lo hicieras porque el oficio seguía siendo el mismo. Sin embargo, McLuhan, un teórico de la comunicación que no llegó a conocer internet, decía que el medio es el mensaje. Todo lo que rodea al libro –hasta el tipo de letra o de tinta– tiene alguna influencia sobre él; nada es gratuito. Y con mayor razón este nuevo medio, que hace con su facilidad que las palabras pierdan un peso que venía dado por la dificultad de difusión o por la necesidad de convencer al editor. En la red tienes la posibilidad de escribir directamente para los lectores. Yo todavía pertenezco a los dos mundos: escribo un texto, lo reviso, lo voy puliendo y finalmente lo presento al editor; en cambio, mi escritura en Twitter o en un blog es mucho más espontánea y se encuentra más cercana al habla. Antes, al publicar, sentías una responsabilidad, una presión muy grande por la importancia de la palabra impresa. Esta palabra que no es ni impresa ni hablada, ni está en el papel, pero que es firme porque queda en la red para siempre, es mucho más fresca y descuidada, ya que se parece a la pura conversación y no a la escritura tal como la entendíamos. En estos momentos, una escritura cuidadosa y decimonónica, como la que yo intenté hacer durante años, resultaría ridícula en la red, donde el tipo de comunicación es más directo, rápido y espontáneo. Lo escrito empieza a tener otra calidad, que es la del juego, la de la intrascendencia. No tienes que escribir puras cosas importantes, sino que estás allí y juegas con las palabras, y publicar es gratis, simplemente te leen o no te leen. Deja de ser también el negocio de la escritura; reclamar derechos de autor a estas alturas me parece un anacronismo, eso se acabó.

Antes decías que te sentías parte de un cambio de paradigma, ¿cómo afecta eso a tu concepción de la novela como género? ¿Son las novelas, entonces, cosa del pasado?

No creo que la novela se esté muriendo, ya sabes que su muerte se ha anunciado muchas veces. La novela es como la energía, que no se destruye sino que se transforma, se adapta al nuevo mundo. Lo que digo es que se está escribiendo de otra manera y la novela no va a ser solo como la entendíamos hasta ahora, hecha únicamente con puras palabras. En mi último libro, por ejemplo, ya puede rastrearse la influencia de estos nuevos medios, dado que contiene documentos, direcciones web, fotos o grabaciones que, naturalmente, en el libro en papel no pueden verse ni oírse, pero sí puede hacerse online. En la novela por tweets que estoy escribiendo incluyo la música que escuchan mis personajes y fotos de los lugares que frecuentan. Todo eso no podía estar en la novela tradicional, pero sí aparece en la novela que se empieza a practicar ahora.

Voy a hacer de abogado del diablo, si me lo permites: ¿no se tratará más bien de una concepción pobre de la lectura la que sugiere la necesidad de «enriquecerla» con andamiajes externos?

No, yo no creo que sea la constatación de una carencia. A mí no me parece que uno vaya en carro de aquí a Barcelona porque piense que la experiencia de caminar sea mala, o que andar a pie sea peor que andar en carro. Al contrario, probablemente andar sea mucho más sano, y la experiencia del viaje a pie es buena, pero llega el momento en que no lo haces, y no porque no te dé mucho sensorialmente o como experiencia de vida. Con el largo viaje sucede exactamente lo mismo que con un libro: te da muchísimo, pero ya no lo haces. ¿Por qué dejas de ir a Barcelona a pie o a caballo como hacían Don Quijote y Sancho? Yo creo que son esas grandes caminatas de lectura o de escritura las que están cambiando. Es algo maravilloso, pero ya no se hace.

¿Se trata entonces de una simple cuestión de velocidad o de progreso?

No sé si es progreso. Es como dejar de iluminarse con velas, que quizá sean más románticas, pero son difíciles de fabricar, te dejan la casa negra y son poco ecológicas. Yo no me paso el día leyendo en la red porque mi experiencia de lectura, en la que me pasé decenios, me parezca mala. Pero no puedo vivir como un nostálgico sin reconocer que ahora, por mucho que pudiera seguir viajando a pie, ya no lo hago. A veces me pregunto, ¿por qué leo ahora mucho menos que antes? No digo que no esté perdiendo nada…

Pero lo que no entiendo es el mecanismo de reemplazo. ¿Por qué una cosa tiene que sustituir a la otra, cuando se trata de experiencias totalmente diferentes?

Bueno, el reemplazo se produce porque el tiempo no es ilimitado. La vida tiene unas horas, unos años; pocos, si me apuras. Seguimos caminando por las ciudades, claro, y hay lugares que es mejor caminarlos. Habrá territorios que siempre serán de ese mundo que yo llamo «el mundo a pie». Pero lo temporal es insoslayable, dime si no es verdad que se invierte más tiempo leyendo en internet que en libros, tú mismo seguro que lees más en internet. ¿Cuánto tiempo te pasabas antes escribiendo a mano y cuánto tiempo te pasas ahora escribiendo en internet?

Pero insisto, ¿no se trata de experiencias de lectura distintas, fenomenológicamente hablando?

Yo creo que la escritura ha ido perdiendo precisión, ha ido migrando hacia algo más parecido al habla, a la espontaneidad y al descuido con el que hablamos. Allí hay una pérdida, claro. Yo lo veo como una constatación.

¿Podrías citarme a algunos escritores contemporáneos que, según tu criterio, hayan sido capaces de dar el salto hacia la nueva novela, la novela multimedia, la «novela en coche» por contraposición a la «novela a pie»?

Mira, al ser fenómenos de internet, no debes tratarlos con esa veneración del nombre, ya que a menudo lo que se produce es una creación colectiva, anónima. Por ejemplo, en la escritura que se da en Twitter, los nombres no importan tanto como importaban en ese mundo analógico del que venimos tú y yo: es algo que emerge de la interacción de muchos. No podría citarte a nadie porque es un fenómeno tan reciente que, hasta ahora, no se ha consolidado ningún representante sólido. Internet no es un simple avance técnico, es algo inconmensurable que ya ni siquiera compite con otros medios porque los incluye a todos.

En los últimos años tu relación con la literatura colombiana ha estado determinada por el éxito y la repercusión de El olvido que seremos. ¿Ves esta novela híbrida en sintonía con eso que se ha llamado la nueva crónica latinoamericana y demás géneros que se ocupan de indagar en las realidades locales?

No escribí ese libro con una intención sociológica ni con el propósito de incidir de ninguna manera en la realidad colombiana, sino de una manera más sencilla y privada, testimonial. Es más, en el origen del libro está la intención de que mis hijos pudieran acercarse a la figura de su abuelo, a quien no pudieron conocer en vida porque lo mataron. Ahora bien, los lectores pueden leerlo como quieran, y algunos lo han leído como un libro donde se puede conocer parte la historia de Colombia de los años cincuenta y sesenta y que habla también sobre el compromiso activo de una persona en la defensa de los derechos humanos, como mi padre al final de su vida. Pero insisto en que mis fines eran mucho más modestos y privados; la sorpresa es que se haya leído de una manera tan sociológica. Pero en general, creo que los lectores lo han leído como una novela, simplemente, por el mero placer de que te cuenten algo.

¿Encuentras alguna relación entre tu trabajo y el de otros colegas colombianos con respecto a dicha incidencia en el material íntimo o autobiográfico?

Yo no soy muy nacionalista en términos ni literarios ni políticos, creo que otro escritor colombiano –aunque viva en mi mismo territorio– podría hacer algo tan distinto a mí como lo podría hacer un autor polaco o uno chino, y asimismo, un autor polaco podría escribir cosas que tengan mucha relación con mi trabajo. Ese tipo de cuestiones nacionales no me interesan y no benefician a la literatura. Eso sí, tengo buenos amigos en el oficio, gente cercana a la que me gusta leer y a la que frecuento, pero no como un movimiento o algo parecido. Tampoco estamos en la época de los movimientos literarios; más que un continente, somos como un archipiélago con muchas islas.

No es fácil establecer una genealogía de tu obra, ni dentro de Colombia ni en la propia tradición latinoamericana. ¿Podrías orientarnos en ese sentido?

Para mí, fue muy importante haber vivido nueve años en Italia, haberme formado allí, en la Universidad de Turín. Hubo un par de escritores judíos que fueron muy importantes en mi formación literaria y ética: los libros testimoniales de Primo Levi y las novelas autobiográficas de Natalia Ginzburg. Digamos que me ha interesado mucho la literatura judía europea. Si yo llegara a escribir bien, quisiera parecerme a lo que escribieron los judíos del Centro de Europa en los años veinte y treinta.

¿Y encuentras una manera de vincular esas influencias con la literatura latinoamericana?

Para mí, la tradición latinoamericana es sobre todo el uso de la lengua. Soy un lector devoto de los autores del Boom, ellos abrieron un camino literario y vital para nosotros, marcaron unas pautas, un cuidado por el oficio, por la palabra. Y por supuesto yo vengo de allí también. Si no me quedé en Italia fue justamente por mi imposibilidad de escribir en otra lengua que no fuera el español; si quería conservar la habilidad y el peso de mi lengua tenía que estar inmerso en una realidad lingüística muy concreta: en la de mi juventud.

¿Y lo que marcaría tu distancia respecto al Boom sería tu énfasis en la intimidad y no tanto en los grandes relatos históricos o epocales?

Creo que los grandes escritores del Boom no pueden funcionar tanto como modelo literario, sino más bien como modelo de actitud vital. Si siguen siendo tan grandes es porque lograron sacarle partido hasta el fondo a las formas que encontraron. Pero me parece que a eso no se le puede sacar más jugo, lo hicieron tan bien que lo volvieron imposible: es ya una mina explotada. De lo que sí se puede aprender es de su actitud vital, de su posición en el mundo y de su valentía.

Tus primeros libros tenían un tono más experimental, mientras que los últimos están más cerca de los recursos del periodismo. ¿A qué se debe ese cambio?

Es verdad, yo mismo no me reconozco. Acabo de tener la experiencia de presentar un libro que escribí hace veinte años: el Tratado de culinaria para mujeres tristes, y ha sido como presentar el libro de otro autor, lo único que tenía en común conmigo era el nombre, nada más. Vargas Llosa divide a los autores entre intensos y extensos. Los intensos son los que escriben la misma obra, como variaciones alrededor de unas pocas obsesiones; los extensos, en cambio, están en una búsqueda perpetua, y no es mejor ser de un tipo o de otro. Tiene que ver con la personalidad de cada uno: o eres fiel y obsesivo o eres disperso y curioso. Yo pertenezco a los últimos, y quizás por eso estuvimos tanto tiempo hablando de estos nuevos medios, donde actualmente estoy tan metido. Y quiero creer que algo resultará de ahí, algo nuevo, algo fresco, algo lleno de posibilidades.

Traiciones de la memoria, Madrid, Alfaguara, 2009

El amanecer de un marido, Barcelona, Seix Barral, 2008

El olvido que seremos, Barcelona, Seix Barral, 2005

Angosta, Barcelona, Seix Barral, 2004

Oriente empieza en El Cairo, Barcelona, Mondadori, 2002

Palabras sueltas, Barcelona, Seix Barral, 2002

Basura, Madrid, Lengua de Trapo, 2000

Asuntos de un hidalgo disoluto, Madrid, Alfaguara, 1999

Fragmentos de amor furtivo, Madrid, Alfaguara, 1998

Tratado de culinaria para mujeres tristes, Madrid, Alfaguara, 1997

Malos Pensamientos, Medellín, Universidad de Antioquia, 1991