Tamaño de fuente grande
Tamaño de fuente normal
Tamaño de fuente pequeña
Anterior
Pequeña
Normal
Grande
Siguiente

Dar fe de la política

Entrevista con Simon Critchley

Ramón del Castillo*
Traducción: S. Rey, D. López y R. del Castillo   /   Fotografía: Eva Sala

Simon Critchley (Hertfordshire, Inglaterra, 1960) es, desde 2004, profesor en la New School for Social Research de Nueva York. Sobre la base de una enorme erudición filosófica, Critchley se ha alzado como una de las voces más singulares y activas del pensamiento actual, provocando cruces inevitables entre ética y política y vindicando una ética de la finitud y de la inautenticidad. Colabora habitualmente en el New York Times y ha publicado más de una decena de trabajos, algunos de ellos traducidos al castellano, como La demanda infinita, Muy poco, apenas nada o el muy reciente Tragedia y modernidad.

Empecemos hablando sobre tu libro más reciente, The Faith of The Faithless [la fe de quienes carecen de fe], de próxima aparición en castellano, en la editorial Trotta. Desde que lo publicaste, has viajado de aquí para allá, presentándolo en varios países. ¿Cómo han afectado a tu percepción del libro las diversas reacciones que ha suscitado en los distintos lugares?

Buena pregunta, aunque la verdad es que no he presentado el libro en tantos sitios. El lanzamiento europeo tuvo lugar en Dublín y, como sabes, cuando hablas sobre religión en Irlanda tienes que acabar tocando el tema de la relación del catolicismo con la república y, más concretamente, la manera en que la religión católica ha abusado de su relación de privilegio con el Estado. En Irlanda, cuando se habla sobre religión, se hace con mucho escepticismo. Inglaterra, en cambio, es un país dominado por lo que he denominado «ateísmo evangélico», que cree en sí mismo de manera dogmática y está sustentado sobre la ciencia y una noción ingenua de progreso –porque la idea de progreso es religiosa–. La gente se identifica con Stephen Hawkins, Cristopher Hitchens y Richard Dawkins y resulta que en ese clima de escepticismo religioso es muy difícil hablar sobre religión. En Estados Unidos la situación es muy diferente. El libro se presentó en Nueva York, en la Brooklyn Academy of Music, en un acto en el que participó Cornel West, el famoso intelectual afroamericano. Para West, la política y el activismo político son cuestiones estrechamente ligadas a la religión y, más específicamente, al cristianismo. Por ejemplo, el movimiento de los derechos civiles de 1960 sería impensable sin el protagonismo de las iglesias negras, y no me refiero únicamente a la figura de Martin Luther King, sino a la red de iglesias negras a lo largo y ancho del país. En cierto modo, Estados Unidos es un país obsesionado con la religión y esto hace que el vínculo entre religión y política sea mucho más evidente. Dado que The Faith of The Faithless es el primer libro que escribo en Estados Unidos, mi posición está completamente influida por esa manera de vivir la religión. En el libro abordo la figura de Barack Obama, al que veo como un teólogo político que defiende una idea de Dios como sostén y garantía de la Constitución. De alguna manera, toda la política en Estados Unidos se reduce a una cuestión de interpretación bíblica. La pregunta es: ¿conduce la Biblia a una política conservadora o liberal?

Es un tema muy complejo. Tras la derrota de Kerry, los demócratas no tuvieron más remedio que admitir que, si querían llegar a la Casa Blanca, debían incluir la fe en su discurso, aunque defendieran la separación de Iglesia y Estado. Obama proclamó en 2006 que el secularismo era un error, y que las convicciones morales y religiosas no se debían dejar fuera del espacio público. Llegó a decir: «nuestra ley es, por definición, una codificación de nuestra moralidad». Pero también dijo que para tomar partido respecto a un tema (por ejemplo, el aborto) no se podía invocar los mandatos de una iglesia o la voluntad de Dios, sino que había que dar razones y recurrir a principios que pudiera aceptar gente con todo tipo de fe, o incluso gente sin fe. Acabó apelando al diálogo y a una religión civil inspirada en figuras como Frederick Douglas, Abraham Lincoln, William Jennings Bryan, Dorothy Day y Martin Luther King, grandes reformadores que «no solo fueron motivados por la fe, sino que usaron el lenguaje religioso para defender su causa». ¿Cómo entiendes tú todos estos equilibrios? ¿Qué es y cómo funciona realmente la religión civil en Estados Unidos?

La religión civil puede definirse como aquellas prácticas, rituales y creencias en virtud de las cuales un Estado, una república o una ciudad pueden unificarse. Usualmente se apela de alguna manera a lo divino. La primera parte de mi nuevo libro versa sobre Jean-Jacques Rousseau, que afirmaba que la política no es capaz de sobrevivir sin la religión, entendiendo la religión como la red de prácticas y creencias ligadas a la moral, pero no en sentido moderno. Lo importante de esta idea es que una entidad política requiere unificación. En el caso de Estados Unidos, el problema al que se enfrentó James Madison fue cómo inventar una identidad estadounidense que reemplazara la identidad doble que tenían la mayoría de los colonos, definida, por un lado, por sus afiliaciones territoriales (Rhode Island, Massachussets, Virgina)y, por el otro, por su procedencia británica. En el caso de la religión civil estadounidense, nos encontramos con una increíble unión entre cristianismo puritano, muy austero y moralista, y la idea republicana de virtud. La parte puritana procedía de Massachusetts y la parte republicana de Virginia, la región más rica y poderosa de Estados Unidos. La estructura pública de Washington DC refleja precisamente la unión de estas dos corrientes. ¡Y lo más sorprendente es que funcionó! Esta ligera religión civil fue capaz de crear una robusta identidad nacional, algo de lo que los inmigrantes pudieron apropiarse fácilmente y que los niños aprenden muy temprano cuando recitan el famoso pledge of allegiance. Desde luego, la religión civil puede usarse políticamente de diferentes maneras. Obama, por ejemplo, la interpreta en el sentido del liberalismo clásico. Para Mit Romney, por el contrario, representa los valores conservadores de la familia, las buenas costumbres, los negocios, etc.

Yo diría que una parte del problema de Europa es que no tiene ninguna religión civil, tan solo una serie circunstancial de diversas religiones civiles unidas a diferentes Estados-nación, en Irlanda, en Gran Bretaña, o a la monarquía constitucional (con su iglesia y su Estado), o a la socialdemocracia, como en Suecia, que llegó a identificarse con un tipo de utilitarismo ético o moral. En cualquier caso, se trata de estructuras divergentes sin prácticas o rituales compartidos que pudiéramos identificar como «lo europeo». Así pues, podríamos preguntar qué significa realmente ser europeo. Quizás el mejor intento de contestar esta cuestión fue la constitución europea redactada por Valery Giscard d’Estaing que, sin embargo, fue un completo fracaso. En estos momentos, el único significado que tiene Europa es el monetario. Y la cuestión de la identidad cultural y política siempre nos remite al Estado-nación, lo cual significa que cuando la gente está insatisfecha en términos económicos, busca refugio en concepciones totalmente anticuadas de la organización política. Lo vimos en Francia de forma palpable. Fue una situación bastante escandalosa en la que ocurrieron justamente cosas desagradables como esa. Se trata, ciertamente, de un problema atávico y fuera de lugar. La virtud de Estados Unidos es que posee una religión civil robusta y, sin embargo, flexible. Estoy convencido de que si Europa ha de significar algo más que un área de comercio, deberá gravitar hacia una concepción de la asociación política sustentada en una unidad religiosa y cultural. Pero aún estamos muy lejos de ello.

La fe de quienes carecen de fe es –según afirmas– una expresión de la fidelidad a la demanda infinita. Esto es lo que conecta tu nuevo libro con tus trabajos anteriores. Dijiste que la política no funciona sin la ética de la demanda infinita, pero ahora dices que se necesita algo más, una suerte de fe incrédula, que también sirve para compensar nuestra inactividad política.

Sí, así es. Pero déjame hacer una importante distinción entre el diagnóstico que encierra mi análisis y su aspecto normativo o moral. Según un diagnóstico de la situación en la que estamos, creo que deberíamos pensar en términos de religión civil, tanto instrumental como históricamente. Como decía, las cuestiones éticas –y la política no puede pensarse al margen de la ética– tienen que ver con lo que he llamado la demanda infinita, la demanda de no matar, de respetar a la otra persona. Mi relación con esa demanda –añadiría– es una relación de fe. Es decir, mi idea de la ética puede reducirse a la idea de una fe en una demanda infinita, lo que significa que, para mí, ética y religión son en última instancia la misma cosa. En este momento padecemos lo que en Infinitely Demanding (La demanda infinita, Marbot, 2010) describí como un déficit motivacional que se manifiesta en el hecho de que, a pesar de que nuestras acciones resulten en apariencia morales, internamente nos sentimos desconectados de ellas. Para superar este déficit, debemos ser capaces de crear una narrativa profunda sobre el sujeto ético y su compromiso con el objeto ético. En el núcleo de la subjetividad ética hay algo así como un espacio de fe y compromiso. Esto es precisamente lo que he intentado mostrar.

Pero ¿por qué necesitamos más? ¿Por qué necesitamos fe para ser fieles a un compromiso que surge del dominio moral y político?

Para mí es lo mismo, es decir, el compromiso que asumimos frente a la demanda infinita es una experiencia de fe. Siempre me han atraído las diferentes formas religiosas que no se basan en la interioridad, sino en nuestro comportamiento externo. La religión es una relación de compromiso con el mundo. Por supuesto, aquí surge la pregunta: ¿supone esta idea ética de la demanda infinita la existencia de Dios? Bueno, puede que sí o puede que no. El argumento central de mi nuevo libro gira alrededor de la siguiente pregunta: ¿es la fe algo que otros tienen, pero que yo no puedo tener como filósofo o como humanista? ¿Pueden tener fe los que carecen de fe? Creo que la respuesta es que sí, que pueden, e incluso que habrá quienes quieran añadir de algún modo a Dios a esa fe. Realmente no importa. Me gusta poner el ejemplo del Sermón de la Montaña, donde Jesús hace aquellas extraordinarias declaraciones: «ama a tus enemigos y ora por aquellos que te persiguen», etc. Antes de nada, yo diría que se trataba de una demanda infinita. Y lo más importante, lo que ha de quedar claro, es que se puede interpretar de varias maneras: por un lado, puedes decir que es una demanda infinita porque procede de Dios con forma humana, pero también puedes decir que lo es porque la hace un rabino de Occupy Palestine. Yo prefiero al rabino. Pero lo que quiero decir en última instancia es que, para mí, la política consiste en la articulación de dichas demandas, lo cual es una tarea imposible. Y esto me interesa muchísimo, sobre todo en el contexto de la política radical.

Puede que en política se necesite ilusión, entusiasmo, pasión. Pero ¿es el ardor de la política un fuego religioso? ¿No ha sido a veces la política precisamente un contrafuego con el que sofocar las llamas de la religión? ¿Por qué la política debería reactivarse con combustibles religiosos inflamables?

Bien, habría que empezar por preguntar: ¿qué es la religión? En mi opinión, la religión está esencialmente unida a la idea de religare: unir o ligar de nuevo. Pero, volviendo a tu pregunta, la política en Europa está experimentando un déficit democrático y motivacional que está destruyendo al centro en beneficio de la extrema derecha. El centro ha sido desplazado y la derecha, que al menos tiene fuego, está ocupando el espacio abandonado. No deberíamos subestimar el poder motivacional de las políticas reaccionarias: esto es algo que la izquierda nunca ha podido entender. La derecha, desde mediados de los setenta, ha sido capaz de capturar y movilizar ese fuego, mientras que la izquierda se ha vuelto tecnocrática y se ha concentrado en la administración de instituciones, quedándose sin llama. La pregunta es cómo podemos traer algo de fuego a la resistencia política sin que se convierta en fanatismo, intolerancia y racismo. Creo que podemos. Y creo que lo que ha salido a la luz en el último año, con grupos como los indignados y el movimiento Occupy, ha sido la idea de asociación, o sea, la idea de la política como asociación, como ese acto de reunir y de convocar que también llamamos religión. Efectivamente, es aquí donde política y religión coinciden. Desde que escribí The Faith of the Faithless se ha producido un llamativo incremento de movimientos de resistencia, desencadenados por gente que no se siente representada en Estados democráticos o que, simplemente, no son tomados en cuenta, como ocurre en regímenes abiertamente totalitarios como el de Egipto. Se está creando un nuevo espacio de reunión y asociación que se organiza, no alrededor de algún diagnóstico socioeconómico –pues no se trata aquí de marxistas organizados–, sino en torno al sentimiento de que hay algo que va mal. Lo que surge como una demanda moral termina motivando la creación de un nuevo espacio político. En La demanda infinita hablé de la necesidad de una distancia intersticial, frente a las diferentes manifestaciones del Estado moderno en las que toda distancia desaparece, donde no hay nada que ver, donde todo espacio es observable, penetrable. Hay una frase de Jacques Rancière muy reveladora, cuando describe la ideología con la sencilla fórmula del «Circulez. Il n’y a rien à voir» [Circulen. Aquí no hay nada que ver]. Frente a esa orden, lo que estamos viendo con nuevas articulaciones como las de Occupy y los indignados es la creación de un espacio que dinamiza la política y enciende la pasión. La pregunta es: ¿hay alguna relación entre estos movimientos y la política normal? Y si no la hay, ¿debería existir tal relación? ¿Cómo debería articularse? Hay quienes, como Alain Badiou, afirman que debemos distinguir entre asociación y representación. Pero yo no quiero ir tan lejos. La política real es asociación. Y, por supuesto, toda asociación política tiene que tener vínculos con formas de representación. Sin embargo, la idea de representación tiene que ser cuestionada y repensada profundamente. Si grupos como los indignados y Occupy quieren lograr algo duradero y masivo, entonces necesitan hacer algo más. Necesitan conexiones con los sindicatos, con las organizaciones laborales, con la opinión popular y los medios de comunicación. Si el movimiento Occupy termina siendo un grupo de chicos llorones vestidos de negro, entonces, estamos jodidos. Cuando ocurrió lo de la plaza Tahrir en Egipto, recibí una cantidad enorme de mensajes diciendo: «¡Mira! Es como lo describiste en La demanda infinita», lo cual no dejaba de ser extraño, pues lo que describí en aquel libro no estaba basado en un análisis de lo que estaba surgiendo, sino en datos tomados de distintas fuentes sobre movimientos de resistencia anteriores. Lo que está fuera de duda es que el ardor de la política actual ha aumentado de forma espectacular y no está nada claro qué dirección puede tomar. ¿Por qué deberíamos permanecer atados por siempre a estructuras políticas anticuadas? ¿Por qué no podemos pensar en algo mejor? Deshagámonos de estos países, España, Francia, Alemania, Italia, y pasemos a asociaciones a nivel local y regional, manteniendo una legislación constitucional que prohíba aquello que no podemos hacer y, al mismo tiempo, garantice cosas como, por ejemplo, la distribución de la riqueza. Esa sí que sería una Europa interesante para vivir. La cuestión que se plantearía entonces es esta: ¿Por qué necesitamos al Estado? ¿Por qué no podemos pasar a una forma genuina de federalismo?

Pasemos a hablar ahora de la tragedia. Ha sido el tema de tu conferencia en el Círculo de Bellas Artes y será el contenido de un pequeño libro que también publica Trotta (Tragedia y modernidad, 2014). Si tenemos en cuenta tus primeros trabajos («Comedy and Finitude», 1999), y tu discusión de fondo con los lacanianos y con Žižek, resulta llamativo que empezaras criticando la prioridad del paradigma trágico en la filosofía, vindicando el paradigma cómico, y que ahora vuelvas a la tragedia, como si el problema ya no fuera la oposición de comedia y tragedia, sino las diferentes maneras de entender la tragedia. No es lo mismo tragedia para Žižek, o para Zupančič en The Ethics of the Real, que (si me permites la comparación) la tragedia para Eagleton o para Critchley, ¿verdad?

Bien, ya que lo mencionas, diré otra vez que estoy en desacuerdo con el paradigma trágico/heroico que se manifiesta en la filosofía de lo trágico y que, según Peter Szondi, tiene su origen a finales del siglo XVIII en Alemania y continúa posteriormente con figuras como Nietzsche, Heidegger y –quisiera yo añadir también– Lacan. En todo caso, la idea heroica del sujeto es algo que he intentado criticar, sobre todo en mis estudios de los años noventa sobre la comedia y el humor. Haciendo un breve paréntesis, estoy convencido de que la verdadera dificultad aquí es definir los géneros literarios, pues para nadie es un secreto que comedia y tragedia son géneros difíciles de definir. Nuestra idea de tragedia viene de Aristóteles y, la verdad, no sabemos muy bien hasta qué punto debemos tomarnos en serio sus definiciones. En contra de la filosofía de lo trágico y una idea heroica del sujeto, defiendo una lectura directa y fresca de las tragedias clásicas. Hay sólo una treintena de ellas… o sea, ¡no son muchas! Obras como Edipo Rey, La Orestíada, Las Troyanas, Orestes, no se corresponden con las ideas filosóficas de lo que es la tragedia. Lo que vemos en estas tragedias son episodios cómicos, donde la gente no muere, o mueren pero luego regresan. El asunto que me interesa es hasta cierto punto muy sencillo: encontrar elementos y características en la tragedia que sean relevantes y convincentes pero que no pueden reducirse a ninguna filosofía de lo trágico. Más aún: elementos que cuestionan la noción misma de lo que entendemos por filosofía. La tragedia de la filosofía, al menos desde Platón, surge de una comprensión de la tragedia en términos filosóficos y de una exclusión de la experiencia de la tragedia como tal, una exclusión que se justificaba por el exceso de emoción que ponía en juego, un exceso de pena, lamento y aflicción. Lo que yo veo en la tragedia es una visión filosófica del mundo mucho más poderosa que la ofrecida por la filosofía misma.

Existe, por lo demás, otra perspectiva de la tragedia que considero completamente equivocada, a saber, aquella que la concibe como un ritual prefilosófico y prerreflexivo. Esta idea tiene sin duda su origen en una mala lectura de Nietzsche, que subraya una supuesta distinción radical entre los modernos y los antiguos. Pero eso no tiene sentido. Creo que no hay tal distinción entre los griegos y nosotros. El concepto de tragedia es importante en tanto que nos permite desembarazarnos de una artificiosa distinción entre Antigüedad y Modernidad. Estamos en la misma situación que los griegos. Esta es la puntualización que hace Bernard Williams en su libro Shame and Necesity (Vergüenza y necesidad, Antonio Machado Libros, 2008): vivimos en un mundo de permanente conflicto y guerra, donde la gente sufre pasiones desbordadas y, al mismo tiempo, experimenta el carácter esencial e ineludible de la razón y la ley. Creo que la visión filosófica ofrecida por la tragedia es mucho más realista que la que ofrece la filosofía misma. En este sentido, mi obsesión por la tragedia sí precedió a mi interés por la comedia.

Siempre hablas de la finitud en el contexto de tus discusiones sobre la comedia, pero también en relación con la tragedia. Creo que eso es lo que marca las distancias entre tu postura y aquellas que atribuyen más autenticidad y grandeza a lo monstruoso o que asocian lo sublime con lo horroroso. Se diría que muestras más preocupación por la tragedia como una forma de recuperar la humanidad de lo inhumano o la dignidad de la indignidad. ¿Qué es lo que haces en tu nuevo libro The Hamlet Doctrine?

Me considero un humanista en el sentido de que, para mí, ser humano no es algo de lo que se pueda sentir orgullo. Como diría Samuel Beckett, «es humano; una langosta no podría hacerlo». No somos langostas, ellas hacen lo suyo, nosotros lo nuestro. Ser humano no es algo de lo que debamos sentirnos especialmente orgullosos. Lo que quiero enfatizar es la fragilidad, las limitaciones y la precariedad de la existencia humana, es decir, aquella visión del ser humano que a menudo encuentra expresión en la religión.

Respecto a la segunda pregunta, bueno, lo que aparecerá como libro en Trotta es el esbozo de un libro que probablemente no lograré escribir porque no me siento capaz en este momento (aunque quizás sí más adelante). Lo que sucedió en el invierno de 2011 es que metí el libro sobre la tragedia en el congelador y empecé a escribir con mi esposa un libro corto sobre Hamlet. Y lo que me encontré es que muchas de las ideas que había pensado desarrollar en el libro sobre la tragedia terminaron apareciendo en el libro sobre Hamlet, lo cual también acabó siendo muy satisfactorio. El libro sobre Hamlet es un libro sobre Hamlet, y no un tratamiento filosófico de Hamlet. Lo que tratamos de mostrar es que Hamlet no es un buen chico. La idea de que Hamlet es un modelo de lo que es un ser humano auténtico (como ha dicho Harold Bloom) es ridícula. Hamlet es un drama político, y su protagonista es un ser inauténtico y dividido en medio de un mundo podrido. Este texto, más que ningún otro en el que haya trabajado, es sorprendente porque prácticamente nos sabemos de memoria cada palabra de la obra, que funciona casi como el inconsciente del lenguaje. Nuestra lectura es más bien heterodoxa, en tanto que hace énfasis en elementos raramente destacados como el espionaje, el deseo y la intriga. Hamlet es un soberano desposeído de su soberanía; su padre ha muerto, su tío es ahora rey y, por si fuera poco, resulta que se acuesta con su madre. Dinamarca es una prisión y el mundo es un campo de prisioneros; he aquí lo que podríamos denominar el momento agambiano de Hamlet. Todos estos aspectos son muy importantes para mí, pero también ideas particulares como la distinción que hizo Benjamin entre símbolo y alegoría. Para Benjamin, ya se sabe, un símbolo es un particular que encarna lo universal. La alegoría, en cambio, es la búsqueda del particular en un mundo universalmente corrupto. Pues bien, algo de esto estaría en juego: encontrar el particular en un mundo podrido, recuperar la particularidad. Esa sería la tarea.

Tragedia y modernidad, Madrid, Trotta, 2014

The Hamlet Doctrine: Knowing Too Much, Doing Nothing, Londres, Verso, 2013 [en colaboración con Jamieson Webster]

The Faith of the Faithless: Experiments in Political Theology, Londres, Verso, 2012 [de próxima aparición en Trotta]

La demanda inf inita: la ética del compromiso y la política de la resistencia, Barcelona, Marbot, 2010

Sobre el humor, Torrelavega, Quálea, 2010

Ethics-Politics-Subjetivity: Essays on Derrida, Levinas & Contemporary French Thought, Londres, Verso, 2009

El libro de los filósofos muertos, Madrid, Taurus, 2008

Muy poco… casi nada. Muerte, filosofía y literatura, Barcelona, Marbot, 2007

Things Merely Are, Nueva York, Routledge, 2005

Continental Philosophy: A Very Short Introduction, Oxford, Oxford University Press, 2001

The Ethics of Deconstruction: Derrida and Levinas, Edimburgo, Edinburgh University Press, 1992

CONFERENCIA TRAGEDIA DE LA FILOSOFÍA. FILOSOFÍA DE LA TRAGEDIA
30.05.12

PARTICIANTES SIMON CRITCHLEY • RAMÓN DEL CASTILLO
ORGANIZA CBA • SECRETARÍA DE ESTADO DE I+D+i DEL MINECO