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Un día excavado en la memoria

Eva Millares
2011 Martín Chirino junto a Momentos II. Reflexión sobre El Guernica. © Alfredo Delgado

Me gusta jugar con los recuerdos. Nunca sabes con seguridad si las imágenes que te llegan del pasado han sucedido de forma real o son meras ilusiones que el cerebro teje con el hilo de lo que han contado otros. Y en el fondo, ¿qué más da? En este juego no importa la certeza. Solo hay que dejarse envolver por la corriente sin hacer preguntas. Dejar que los olores, las formas y los sonidos antiguos vuelvan a la vida. Mirar con los ojos cerrados y acaso sonreír de vez en cuando, al sentir muy de cerca situaciones que sucedieron hace décadas. Eso me ocurre ahora cuando intento atrapar las primeras imágenes que conservo de Martín, allá por los años sesenta.

Mis padres solían ir a menudo a su casa de San Sebastián de los Reyes, donde vivía con Margarita, Marta y un mastín blanquinegro llamado Simón. Me llega el olor de la hierbabuena del jardín. También huelo la tierra mojada bajo las piedras. Martín usaba rocalla para delimitar los caminos y las masas de arbustos. Era un jardín ordenado. La grava frente a los rosales trepando sobre el muro de ladrillo pintado en blanco, el césped bien segado, la zona para el perro detrás de la casa. Todo estaba en su lugar hasta que llegaba yo. Recuerdo a Martín, que nunca perdía la paciencia, indicándonos a Marta y a mí que no removiéramos las piedras para buscar lombrices. Era inútil. La curiosidad por descubrir qué bicho se ocultaba bajo cada rincón del jardín acababa, tarde o temprano, convirtiéndonos en transgresoras reincidentes.

Noto el olor a fragua. Es Martín en su estudio de techos altos y ventanas altas, dando martillazos y soltando chispas azules y amarillas. A su lado, tirabuzones de hierro candente sobre troncos de madera sobre suelos de hormigón. Recuerdo una máscara estilo Mad Max, mezcla de cuero y vidrio sucio, colgando de un gancho oxidado. Me viene a la cabeza el momento de subir con él esas escaleras en la pared del fondo. Arriba, junto a una de las ventanas, Martín levanta las tejas para mostrarnos un nido lleno de gorriones aún sin plumas. A mí me parece que tienen más de lombriz que de pájaro.

Ahora me veo en apuros, y no es la primera vez. He vuelto a chinchar a Marta y, después de hacerla llorar, me oculto en cuclillas tras unos arbustos esperando a que aparezca Martín y de nuevo, con su voz conciliadora, me invite a hacer las paces y a jugar con su hija de un modo menos belicoso.

Estamos en el paseo de la tarde. Simón corretea por los prados verdes que se extienden formando cerros frente a la casa. Nosotras lo perseguimos y él nos esquiva como si fuéramos ovejas. Arriba está el cementerio. Martín y mi padre conversan sobre arte. Este se para a recoger una vieja lata con forma de bañera romana en miniatura. Ya de vuelta, nos detenemos ante unas setas enormes que han crecido en el jardín de los vecinos. Martín nos dice que son venenosas, pero yo no me lo acabo de creer porque tienen el mismo blanco de los champiñones que prepara mi madre.

Es de noche y toca volver a casa. Veo el cielo cuajado de estrellas a través de la luna trasera del Renault 10. A esas horas ya no se pueden distinguir los perros atropellados en la cuneta. Me recuesto en el asiento pensativa. Sigo siendo un bicho inquieto y belicoso, pero noto que me llevo dentro algo de esa cadencia, como de playa en marea baja, que desprende la voz de Martín. Es el sonido del agua mansa.