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Martín Chirino. Por José Ovejero

José Ovejero
2004 Árbol (8). La Sabina III. © Alfredo Delgado

Según el diccionario de la RAE, «alfaguara» significa «manantial copioso que surge con violencia». Supongo que Enric Satué tuvo en cuenta ese significado cuando diseñó el logotipo de la editorial del mismo nombre: es fácil ver en el logo una serie de ondas que se entrelazan y encuentran.

En una estantería del salón tengo la escultura de Martín Chirino que me entregaron como parte del Premio Alfaguara de Novela. Inspirada, a mi parecer, en el logo de Satué, se enfrenta a la aparente contradicción entre el hierro forjado y el agua: donde Satué contaba con la ligereza de la línea, Chirino tiene que jugar con una materia rígida, densa y pesada para evocar un flujo variable, rápido, impredecible.

Si tengo la estatua en el salón no es por la vanidad de quien expone sus galardones ni como recuerdo sentimental; poseo algún otro trofeo escondido e incluso extraviado porque no me pareció agradable a la vista. Sin embargo, la escultura de Chirino tiene una cualidad literaria que me seduce: nos acerca a algo que no podemos ver, con medios que parecen poco adecuados para ello.

Un escritor provoca imágenes y emociones con una sucesión de letras dispuestas en un papel o en la pantalla de un ordenador; en las artes visuales, las imágenes no se sugieren, se muestran, y es la imagen la que revela, al menos en parte, las emociones. La literatura, por el contrario, tiene que usar otras armas para que el lector vea y sienta; mientras en las artes visuales el espectador absorbe y procesa algo que está ante él, la palabra escrita obliga al lector a crear él mismo las imágenes y a interpretar el texto para sentir una emoción.

La escultura de Chirino –y también otras de su serie «Alfaguara»– opera de manera similar: el espectador se encuentra con un material rígido y sólido y, sin embargo, piensa en lo fluido y en el movimiento; lo que parece inmutable y por tanto atemporal nos hace pensar en la sucesión, en el transcurso, en el tiempo. El «todo fluye» de Heráclito y el «todo permanece» de Parménides encerrados en un solo objeto. Igual que en esas imágenes reversibles en las que, según las miremos, la figura se convierte en fondo y el fondo en la figura o en las que nuestros ojos nos hacen ver a una mujer anciana o a una joven, según interpretemos las luces y las sombras, también en esta Alfaguara de Chirino nuestra percepción se ve obligada a saltar inacabablemente de lo inmóvil a lo fluido y vuelta, una y otra vez. Vemos el hierro y pensamos en agua, y la imagen generada del agua en movimiento nos hace fijarnos en el hierro inmóvil. La tensión entre lo aparente y lo evocado me lleva a contemplar la escultura repetidamente, como esperando que en algún momento se resuelva la contradicción encerrada en ella. Pero este oxímoron fabricado con materia y no con conceptos no tiene resolución posible.