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El escultor de la edad del hierro

Sergio Ramírez
1985 Cabeza (9). Crónica del siglo XX. © Sarah Wells

Entre las frondas del jardín tropical que con sus húmedas bocanadas verdes entra en el corredor de mi casa en Managua, esta rúbrica de hierro que es la escultura del premio Alfaguara, forjada por Martín Chirino, parece alzarse en espirales para volar, porque el escultor ha probado que en contra de las anticuadas leyes físicas, existe la ligereza del metal. La rúbrica que repta y vuelve sobre sí misma, enroscándose airosa, ha volado lejos por cielos abiertos desde las islas Canarias, para asentarse sobre esta mesa de madera nicaragüense, de patas torneadas y superficie circular.

Para que este milagro ocurriera en mi casa, el adusto y férreo militar que fue el padre de Chirino lo llevo un día a conocer el hierro en los talleres del astillero del puerto de la Luz en las Palmas, un paseo por los diques de carena y los patios de desguace, esqueletos y costillares, planchas arrancadas de los cascos, el chisporroteo de las soldaduras, la música de los mazos y los martillos contra el yunque que él recuerda como la música del tiempo. La edad de la infancia que fue su edad del hierro.

¿Qué es eso de la música del tiempo que Chirino escuchó desde entonces? El poeta nicaragüense Alfonso Cortés, que siguió después de Darío, acierta a responder al escultor de la edad del hierro:

…la distancia es silencio, la visión es sonido;
el alma se nos vuelve como un místico oído
en que tienen las formas propia sonoridad…

Es tersa la superficie de la rúbrica negra a la que acerco la mano entre el olor del follaje y el olor de tierra húmeda y savia vegetal en esta mañana nublada que anuncia lluvia, y el hierro de la rúbrica que se encrespa indolente sobre la mesa tiene el olor de las mareas revueltas, de los burgados agarrados a las rocas, de los cangrejos muertos en la playa de Las Canteras, mientras el viento del Atlántico que sopla enardecido alza en espirales la arena que es también hierro pulverizado, el viento que se elevaba desde las dunas y que Chirino de niño podía ver, no solo oír; el viento de hierro que ha sido el origen de todo lo que imagina y de lo que hace, según lo dice; el viento golpeando contra el yunque del cielo sin fin. Y luego esculpiría el viento, atrapado en espiral.

Y también son hierro poroso, con textura de encaje, los promontorios de la costa africana que vería después en sus viajes, el Atlántico y luego el Mediterráneo, siempre hierro y viento, el metal enrollándose en sí mismo, buscando liberarse para reptar en un gran espacio abierto, un páramo, un atrio, una plaza o una pequeña mesa como esta de mi casa de Nicaragua.

La textura de estas esculturas es metafísica, incesantes en su inmovilidad dinámica, hechas del metal repasado y pulido por el viento, el viento que la mano del escultor escucha, toca, detiene y convierte en hierro fundido pasándolo por la fragua y el golpe del martillo que se repite en ecos. Hierro metafísico que se busca a sí mismo ondeando, arabesco que se muerde la cola, espiral que se cierra en sí misma porque ha encontrado el centro del universo. De espirales hablaba en Madrid Chirino con Julio Cortázar y una plática así ya es en sí misma metafísica, y planearon una carpeta en la que él pondría sus espirales y Cortázar los descifraría.

Chirino, Cortázar. Todos los encuentros vienen a ser metafísicos. En una pared de esta casa, vecina al arabesco de Chirino, hay un marco donde puse una bolsa de mareo sobre la que Cortázar me escribió con lápiz de grafito una nota en octubre de 1979, cuando tras el triunfo de la revolución en Nicaragua viajamos hacia la costa del Caribe en un avión militar de la desaparecida fuerza aérea de Somoza, un avión de bancas transversales y que parecía más bien un autobús destartalado:

Sergio: nunca dejaré de agradecerte que me hayas permitido la oportunidad de volar en un avión con una escoba. Por si no lo creés, la escoba está junto al asiento de Carol.

La espiral se cierra y se abre hacia el infinito, igual que la rúbrica de hierro sobre la mesa y la nota manuscrita en la pared. La mano de Cortázar que descifra laberintos, y la mano de Chirino que sigue forjando el viento que ahora azota las hojas antes de que la lluvia empiece a caer.