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Del cine a la literatura (y vuelta)

Volker Schlöndorff
Fotografía Pipo Fernández y Pablo Pastor

Durante su visita a Madrid para presentar su última película, El noveno día, el cineasta alemán Volker Schlöndorff participó en un animado debate con los espectadores que acudieron al Cine Estudio del CBA, que el pasado enero programó un ciclo en torno a su obra. Schlöndorff, director de títulos como El tambor de hojalata o El joven Törless, ha sabido habitar la frontera entre cine y literatura, convirtiéndose en un autor clave del cine europeo contemporáneo.

No sé bien por qué, pero el cine basado en adaptaciones de obras literarias siempre se ha considerado de segunda categoría; incluso a mí mismo me lo pareció durante muchos años. Cuando rodé mi primera película, El joven Törless, basada en una novela de Robert Musil, tenía veinticinco años y, como no tenía ninguna historia propia que contar, decidí que lo mejor era dirigir a partir de una obra escrita por otra persona. A menudo me dicen que parece una película realizada desde la madurez, pero lo cierto es que yo la viví más bien como un alejamiento de la madurez o, mejor dicho, como una aproximación a la inmadurez que me hizo dejar de actuar como un sabiondo. Al rodar esta película descubrí que me gustaba trabajar con textos escritos por otros. Cuando uno escribe un guión original se ve obligado a afrontar la realidad, una realidad muy diversa que nos puede llevar por distintos caminos. En cambio, el texto ofrece una claridad de la que yo me he beneficiado en numerosas ocasiones.

Imagino que si no se hubiera inventado el cine habría sido director de teatro, y ya se sabe que los directores de teatro tampoco escriben sus propios guiones. Cuando miro hacia atrás me resulta muy peculiar, y en cierto modo embarazoso, ver mi nombre citado junto a autores tan importantes como Kleist, Musil, Brecht, Arthur Miller o Proust, pero lo cierto es que nunca me ha guiado el interés por adaptar la obra de un determinado autor, sino que han sido ciertos libros en particular los que han llamado mi atención. Generalmente busco historias en las que se narra la vida de una persona que se enfrenta a un dilema especial, situaciones específicas que me resultan interesantes en un momento determinado. Naturalmente, de haber tenido talento, habría escrito los guiones yo mismo. Recuerdo una maravillosa frase de Mark Twain que decía algo así como: «¿Por qué alguien se sienta, coge un bolígrafo y se pone a escribir un libro cuando puede irse a una librería y comprarse uno por dos dólares?». Yo me he servido de la literatura para hacer mis películas y me congratulo de que los escritores que aún están vivos y cuya obra he utilizado no se hayan enfadado conmigo.

Durante una de las muchas conversaciones que mantuve con Max Frisch –autor de Homo Faber, otra de las novelas sobre las que he construido una película–, le hablé de mi complejo de inferioridad; le conté que para mí el cine era un medio un poco pesado y que lo que realmente admiraba era la literatura. Y él me contestó: «Pero, ¡qué dices! Mira ese primer plano de Sam Shepard en tu Homo Faber. Yo habría necesitado muchísimas páginas para contar lo que tú dices en segundos, para poder reflejar esa expresión, esas emociones. Deberías estar satisfecho de poder disponer de un medio tan fantástico como el cine».

De todos modos, es cierto que no me importaría rehacer unas cuantas películas que hice en el pasado y de las que no estoy plenamente satisfecho, entre ellas Michael Kohlhaas (1969), basada en la novela de Heinrich von Kleist, que fue una obra fallida. Y si pienso en las obras a las que me gustaría enfrentarme, me viene a la cabeza Tolstoi, siempre Tolstoi: Guerra y Paz. Y no lo digo en broma.

LA RESISTENCIA DE LA REALIDAD

Günter Grass es el ejemplo más claro de que mi colaboración funciona mucho mejor con autores vivos: me permite establecer un diálogo antes de realizar la película y disfrutar del privilegio de conocer de primera mano la energía psíquica que impulsó al autor a escribir precisamente esa obra. Recuerdo que en un primer momento no me atrevía a enfrentarme a El tambor de hojalata porque me parecía una obra escrita con una fantasía desbordante, con una imaginación que me superaba por completo. Entonces Günter Grass, que me estaba hablando acerca de su niñez, me sugirió que fuera a Gdansk y me dio la dirección de una persona a la que debía visitar. Ese hombre me llevó a un barrio en las afueras y me enseñó la calle en la que había crecido Günter, una calle estrecha, con pequeños comercios, con una panadería y una tienda de comestibles. Y ahí precisamente es donde se desarrolla la acción de El tambor de hojalata, ese pequeño espacio que parece trivial y que en la novela se convierte en el universo en el que vive Oskar. En ese momento pensé que si Günter Grass había sabido elaborar una obra tan mágica a partir de aquella realidad extremadamente concreta y prosaica, yo también tenía que ser capaz de narrar esta historia en una película, de contarla con imágenes. Lo mismo sucedió en el caso de Max Frisch y su Homo Faber, y aunque no llegué a conocer a Robert Musil, con El joven Törless me sucedió algo parecido: siempre hay un elemento en el que se refleja la realidad, una realidad vivida.

Cuando un escritor escribe una novela no tiene el propósito de escribir una gran obra; lo que hace es intentar reflejar o abordar un acontecimiento que, en cierto modo, se le resiste y contra el que tiene que luchar. Eso es lo que le da la energía necesaria para escribir. Y ese acontecimiento, ese drama humano, también puede ponerse en escena con ayuda de unos actores. Se trata de reflejar algo que ha acontecido y, cuando uno llega a este punto, deja de hacerse preguntas del tipo: ¿qué significa adaptación?, o, ¿qué equivalencia puede haber entre literatura y cinematografía? En ese momento lo que interesa es narrar una historia, el conflicto de unos seres humanos, y el escritor lo hace utilizando recursos literarios mientras el director emplea los cinematográficos. Naturalmente, los estructuralistas se opondrían frontalmente a esta afirmación.

VOLVER A ALEMANIA

Yo descubrí el cine en la Filmoteca de París. Allí vi cientos de películas, fundamentalmente películas mudas alemanas, y comencé a preguntarme qué es lo que había hecho posible que se realizaran aquellas películas entonces y por qué se habían dejado de hacer. Además, tuve la suerte de trabajar durante algún tiempo con grandes cineastas como Louis Malle o Jean Pierre Melville. Con ellos me di cuenta de que hacer películas es una profesión en la que siempre hay mucho que aprender. El cineasta, al igual que el pintor o el compositor, debe en primer lugar aprender una técnica. Cuando consideré que ya dominaba esa técnica, me pareció que lo lógico era realizar películas en París. Fueron mis amigos quienes me dijeron que ni hablar, que si yo era alemán lo normal era que hiciese películas alemanas. Así que hice la maleta y volví a Alemania de donde, a excepción de las fechas navideñas, había estado ausente por espacio de diez años. Sentía que debía descubrir qué era realmente una película alemana y las únicas que yo tenía en mente entonces eran del estilo de Metrópolis (1927), El ángel azul (1930) o el Estudiante de Praga (1913). Creí que con El joven Törless podría enlazar indirectamente con ese expresionismo. Al menos esa era la idea que yo tenía por aquel entonces.

Durante la primera semana de mi estancia en Alemania conocí a Werner Herzog y a Alexander Kluge. El primero me alquiló una habitación en su casa y el otro me dijo dónde podía rodar El joven Törless en Austria y me dio también algunas pistas sobre unos pueblos húngaros donde podía localizar parte del rodaje. Solíamos charlar y discutir juntos sobre qué podría ser una película alemana y siempre estábamos de acuerdo en que en ningún caso podía ser la imitación de una película francesa.

Hoy, naturalmente, insistiríamos en que no puede ser una imitación de una película americana, pero por aquel entonces el cine era tan europeo que jamás se nos hubiera pasado por la cabeza tomar como modelo una película americana. La pauta la proporcionaban Renoir, Buñuel, Bergman, Milos Forman o Tony Richardson. Esto es algo que ha cambiado radicalmente en las últimas décadas. Actualmente ningún estudiante de cine conoce a estos directores europeos, sólo ven películas americanas que son las que definen el cine en estos momentos, ya sea directamente o por la oposición que suscitan. Por lo demás, no creo que la situación sea ahora mejor ni peor, sólo diferente, muy diferente. Por supuesto, personalmente lamento el cambio que se ha producido, pero del mismo modo que lamento que hoy en día ya no se haga cine mudo o que las películas sean en color. Si por mí fuese, seguiría haciendo películas mudas y en blanco y negro.

MORAL Y ESTÉTICA

Para mí Billy Wilder es el último genio y también un moralista disfrazado de payaso. Tuve el privilegio de conversar con él horas y horas tanto delante como detrás de las cámaras. Wilder tenía en su oficina una pequeña caligrafía con el subtítulo «How would Lubitch do it?», y de ahí tomé el título para Billy, How Did You Do It?, la filmación de algunas de nuestras conversaciones que apareció como película en 1992. Wilder había comenzado escribiendo guiones y luego pasó a dirigir sus propios guiones, algo bastante excepcional en Hollywood. Siempre le preguntaban si creía que los directores de cine debían saber escribir y ser autores de sus propios guiones, y él siempre contestaba: «No, escribir no, pero sí tienen que saber leer». Desde luego, era una persona francamente inteligente. A lo largo de toda su carrera siempre hizo el mismo tipo de películas, de modo que, cuando los tiempos cambiaron, dejó de gustar en Hollywood.

Por lo demás, su cine nos ofrece también un buen ejemplo de la diferencia que existe entre comedia y cinismo: Wilder sabía perfectamente cómo conseguir que la gente se riese con sus comedias, pero sin provocar esa risa cínica que se produce cuando uno se mofa de otro. Él jamás dirigía sus comedias contra nadie. Lo sé porque discutimos muchísimo sobre sus películas y, por lo que decía, se podía apreciar claramente que era un estricto moralista, como todos los grandes cómicos.

No se puede diferenciar entre moral y estética. Por ejemplo, a mi juicio, Leni Riefenstahl tenía un gran talento pero no era una gran directora de cine. Sin embargo, es cierto que sus películas, aunque sea de modo superficial, consiguen impresionar. Por eso la publicidad utiliza a menudo un tipo de imágenes que beben directamente de su cine, de su estética. Si uno se fija, se da cuenta de que, en las películas de Riefenstahl, nunca aparece el ser humano, sus protagonistas son como «camaradas» de cartón piedra en películas de dos dimensiones. Es un problema común a todas las películas nazis: nunca tratan acerca de personas, sino que se limitan a ensalzar a una masa anónima, a glorificar el poder, nunca al individuo. Es un conflicto que abordo precisamente en mi última película, El noveno día, en la que establezco una contraposición entre el personaje del sacerdote y el del joven. El sacerdote representa el lado humano mientras que el joven representa el poder.

En cambio, en su trabajo como actriz, cuando actúa en películas dirigidas por otros cineastas, Riefenstahl sí que se muestra como una mujer real, con tres dimensiones, o incluso con cuatro. Sobre todo en La luz azul (1932), una película en la que su mirada actúa como una especie de imán, realmente impresionante. Esa misma mirada es la que utilizó también en su actividad como fotógrafa, un campo en el que sí desarrolló una magnífica labor. Todavía guardo una postal que me envió desde Nueva Guinea, adonde había ido a ver unos arrecifes de coral. Tenía ya ochenta y nueve años, pero la escritura de la postal es absolutamente pulcra, perfecta. Poseía una gran energía que yo, desde luego, admiro, pero no puedo decir que haya sido una gran cineasta.

CICLO VOLKER SCHLÖNDORFF


10.01.06 > 13.01.06

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