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Gérard Mortier, la seducción de la inteligencia

Juan Ángel Vela del Campo

El mundo de la ópera ha ido cambiando de protagonistas en las últimas décadas, cediendo los cantantes su situación de privilegio a los directores musicales primero y a los escénicos después. Bien es verdad que, por otra parte, la tendencia dominante es hacia la consideración de la ópera como espectáculo integral, como lugar de encuentro de diferentes artes y creadores, más que como representación al servicio de un divo, por muy importante que éste sea. En este contexto, la figura del director artístico, del programador que unifica las diferentes partes en juego, se ha situado en lo más alto del escalafón. Y, entre ellos, Gérard Mortier marca un antes y un después en la evolución de la ópera como proyecto cultural comprometido y transgresor que posibilita desde el teatro lírico una mayor comprensión del mundo actual.

El mundo de la ópera ha ido cambiando de protagonistas en las últimas décadas, cediendo los cantantes su situación de privilegio a los directores musicales primero y a los escénicos después. Bien es verdad que, por otra parte, la tendencia dominante es hacia la consideración de la ópera como espectáculo integral, como lugar de encuentro de diferentes artes y creadores, más que como representación al servicio de un divo, por muy importante que éste sea. En este contexto, la figura del director artístico, del programador que unifica las diferentes partes en juego, se ha situado en lo más alto del escalafón. Y, entre ellos, Gérard Mortier marca un antes y un después en la evolución de la ópera como proyecto cultural comprometido y transgresor que posibilita desde el teatro lírico una mayor comprensión del mundo actual.

Tiene sesenta y dos años y ha revolucionado teatros de ópera como La Monnaie de Bruselas, festivales como el de Salzburgo en Austria o espacios industriales como el de la Ruhrgebiet en Alemania. Nació en Gante (Bélgica) y prestó su ayuda desde niño al negocio familiar en una panadería. Después de diferentes trabajos en los teatros de ópera de Francfort, Hamburgo y París, dio su paso decisivo al estrellato cultural durante su década al frente de La Monnaie de Bruselas, un teatro al que situó en la elite europea –del pensamiento, no del dinero– con un pie en Mozart y otro en la ópera del siglo xx, apostando por una generación teatral encabezada por los Wernicke, Herrmann, Bondy y otros, que permitieron contemplar el espectáculo operístico de una manera muy diferente a la habitual hasta entonces. No es tan importante que La Monnaie multiplicase en poco tiempo por cuatro su número de abonados sino que el nuevo público era joven y casi debutante en la ópera. En Salzburgo armó la marimorena, tratando de rehabilitar el espíritu de vanguardia teatral del Festival en sus primeros años y, en particular, reivindicando la figura de uno de sus fundadores, Hugo von Hoffmansthal. Desfilaron por la ciudad de Mozart directores de escena o musicales de otro estilo al imperante, desde Peter Sellars, Robert Wilson, Patrice Chereau o Christoph Marthaler hasta Nikolaus Harnoncourt. El público fue entrando en el juego, entre polémica y polémica, y cuando se fue, después de una agitada y apasionante década, se le empezó a añorar casi masivamente. El cambio sociológico fue irreversible y el público aceptó una manera más teatral de acercarse al género lírico.

Sus dos últimas etapas son más cortas. En la primera Trienal del Ruhr realizó quizás uno de los proyectos más gratificantes de su vida. Las viejas naves industriales rehabilitadas de la, en su día, zona más potente de la industria alemana sirvieron para ver de otra manera El zapato de raso, de Claudel; San Francisco de Asís, de Messiaen; La bella molinera, de Schubert, o La flauta mágica, de Mozart. La Cuenca del Ruhr se vio asaltada por un torbellino de ideas creativas, en una programación sin concesiones que fue atrayendo poco a poco a un público centroeuropeo en torno a los cuarenta años y, mucho más lentamente, a las minorías mayoritarias turcas o kurdas. A lugares como Bottrop llegaron Peter Sellars o Agustín Ibarrola. En Bochum se levantó la imponente Jahrhunderthalle, que acogió a Kabakov o La Fura dels Baus. En Dortmund apareció Marthaler recreando a Schubert y en Dusseldorf Alain Platel presentando un originalísimo espectáculo sobre Mozart, que ha dado posteriormente la vuelta al mundo. Después vino la tentación de París, donde es director de la Ópera Nacional desde 2005, con los teatros de La Bastilla y Palais Garnier como escaparates. Bill Viola se incorporó a la ópera ya en su primera temporada formando equipo con los Sellars, Heppner, Meier, Salonen, etc., en una visión de Tristán e Isolda inolvidable. Y hace nada, y tras numerosos conflictos sindicales que llevaron a la suspensión del estreno, Mortier reunió de nuevo a la compositora finlandesa Kaija Saariaho y el escritor Amin Maalouf para la creación de su segunda ópera conjunta que reverdeciese el éxito, seis años después de su primera en Salzburgo. En París el público conservador arremete contra sus propuestas mientras otro, joven e inquieto, las apoya con entusiasmo. No sé lo que aguantará Mortier la situación. Quiere que su último proyecto, como a él le gusta decir, no tenga tantas tensiones. Merece disfrutar con la creación, desde luego, y no estar siempre en el filo de la navaja.

En cualquier caso, Mortier no se considera a sí mismo un provocador. Es combativo, eso sí. Y consciente de su papel agitador en la sociedad. «Ante el individualismo que propician la televisión o Internet, es imprescindible una ópera emocional, de encuentro colectivo», dijo en su última visita a Madrid, una ciudad que adora. Conviviendo con su espíritu peleón y su corrosivo sentido del humor, tiene Mortier una componente cálida y afectuosa excepcional. Valora la amistad por encima de todo. Es culto. Lee hasta la saciedad, con la única limitación que le impone el frenesí de sus actividades. Y ama con pasión el buen vino de Burdeos, aunque jamás se excede en su consumo. Es, por encima de todo, un seductor. Un seductor desde la inteligencia, la imaginación, la solidaridad y la convicción de que un mundo mejor aún es posible. Y es posible desde una cultura que genere nuevos estímulos.

250 ANIVERSARIO WOLFGANG AMADEUS MOZART


27.01.06 > 01.02.06

ORGANIZA CBA Y BANCAJA
COLABORA INSTITUT VALENCIÁ DE LA MÚSICA