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Arte y política

Notas para una lectura de los ochenta

Alberto Santamaría
Harry Gruyaert, Carnival, Antwerp, 1992. © Harry Gruyaert / Magnum Photos

La exposición Transiciones, de PHotoEspaña, presentó a través de la obra de diversos fotógrafos europeos una mirada coral sobre una época fascinante para cualquiera que desee entender nuestro presente: la que va de 1979, cuando Thatcher llega al poder, a la caída del muro de Berlín en 1989. Alberto Santamaría, profesor de Teoría e Historia del Arte en la Universidad de Salamanca, poeta y ensayista, se acerca a esos diez años que trastornaron Europa rastreando la evolución del mundo del arte, desde el elevado pulso político del arte en los años setenta hasta la autocomplacencia y el consumismo que acabaron triunfando en los ochenta.

Peter Fraser, Southampton, 1984, from ‘12 Day Journey’. © Peter Fraser, courtesy of the Artist
Chris Killip, Helen and Hula-Hoop, Seacoal Beach, Lynemouth, Northumbria, UK, 1984. © Chris Killip
Chris Killip, Bever, Skinningrove, 1981. © Chris Killip
Chris Steele-Perkins, Prime Minister Margaret Thatcher during the Conservative Party Conference, 1985. © Chris Steele-Perkins / Magnum Photos
Jean-Marc Bustamante, Tableaux photographiques, 1978-1982. © Jean-Marc Bustamante

La metáfora es vieja y algo manida, pero no deja de ser sugerente. En los años veinte, José Ortega y Gasset señaló que el arte funciona de un modo similar a como lo hace el humo de las chimeneas. Es decir, al igual que al salir por la mañana de nuestras casas el humo de las chimeneas nos avisa de la dirección del viento, el arte puede trasparentar las tensiones internas de una época, indicarnos su ritmo, sus formas y sus pliegues. Quizá sea una apreciación excesivamente optimista, pero lo cierto es que si nos fijamos bien en el arte que se produce en Occidente desde finales de los años setenta es posible rastrear ciertas pulsiones, ciertas ansiedades, ciertas repeticiones que nos hacen sospechar, que el arte no es (¿lo fue alguna vez?) un hecho aislado, desconectado de una realidad cada vez más difusa, cada vez más reticularmente conectada y, al mismo tiempo, cada vez menos unida. En este sentido, el arte no deja de ser una forma de organización y de visibilización de la sensibilidad de un momento. El arte, pensado así, sería una economía de lo sensible, una organización temporal (incluso una lucha) a través de la cual cabe entender, penetrar y controlar la sensibilidad de una época. Y esta economía, esta pulsión de control de la sensibilidad, tiene en la década que va desde la subida al poder de Margaret Thatcher en 1979 hasta la caída del muro de Berlín en 1989 un lugar de estudio modélico. ¿Qué ocurre en ese contexto? ¿Qué nos dice el arte de ese momento? ¿Cuál es la dirección de su humo?

En una muy conocida entrevista publicada en Sunday Times el 3 de mayo de 1981 Margaret Thatcher señalaba las bases de su posición: «Lo que me irrita de las políticas de los últimos treinta años es que se ha tendido hacia una sociedad colectivizada. La gente ha olvidado la parte individual. Por ello preguntan: ¿cuento yo algo?, ¿de verdad importo? Y la respuesta breve es: Sí. En este sentido, lo que me propongo no son políticas económicas. Es decir, mi objetivo no fue ese sino cambiar el enfoque y, no me cabe duda, cambiar la economía es el mejor medio para cambiar el enfoque. Si cambias el enfoque lo que estás cambiando realmente es el corazón y el alma de la nación. La economía es el medio; el objetivo es cambiar el corazón y el alma». Sinceramente creo que estas palabras resumen a la perfección la forma en la que desde los años setenta se modulan las nuevas economías de lo sensible, donde la clase trabajadora es acosada directamente a través de la sensibilidad, del corazón y del alma, en definitiva. Y de esto trata el proceso, de esta tensión entre el dato sensible y una realidad que se modula en función de registros incontrolables. ¿Hacia dónde? ¿Cómo? En este sentido, estoy convencido de que la fotografía, y las artes visuales en general son un espacio privilegiado (no el único, obviamente) para observar no sólo esa mutación en las formas políticas de lo sensible, sino también sus contradicciones.

Pero vayamos hacia atrás. Rebobinemos.

¿De qué manera el arte transparenta esta nueva política neoliberal? Quizá en este momento lo mejor sea apuntar algunos ejemplos que nos permitan transitar por ese «humo» que, a su vez, delata posiciones encontradas. El arte de los primeros años setenta es un arte lleno de tensiones pero tendente, en su mayoría, a expandir material y formalmente algunas de las ideas (políticas y sociales) de los años sesenta. Estas ideas, por ejemplo, tendían a cuestionar no sólo el viejo formalismo de la pintura (ya algo lejano) de la escuela expresionista neoyorquina (y sus viejos machos alfa) sino a intentar transformar los modelos institucionales que habían rodeado al arte durante el último siglo. Ahí hallamos los trabajos en torno a la crítica institucional de Hans Haacke o Michael Asher, por ejemplo. Al mismo tiempo, el feminismo comienza a ocupar un nuevo lugar en el marco de las prácticas artísticas. En este sentido, surgen diferentes colectivos tales como WAR (Women Artists in Revolution) o WAC (Women’s Art Comitee). El cuerpo como nuevo territorio de experimentación (y de experiencias), como un modo de posicionarse ante el cuerpo social del lenguaje dominante. No cabe duda, pues, de que en los primeros setenta el arte parece encaminado a superar los viejos moldes de la modernidad, aquellos moldes asentados en conceptos como la originalidad, la creatividad, el genio… asumiendo, a su vez, la fractura de toda limitación disciplinar, cuestionando el orden establecido en la misma jerarquización de las formas artísticas. Recientemente, en un texto muy recomendable titulado Transparente opacidad. Arte conceptual en los límites del lenguaje y la política, Jaime Vindell estudia precisamente estas mutaciones. Escribe: «Como es sabido, el museo debe su fundación moderna a la voluntad burguesa post-revolucionaria de instituir un espacio suspendido de las relaciones sociales y dedicado a la contemplación estética desinteresada, que se opusiera al carácter estrictamente privado de las colecciones reales». Es, precisamente, a este modelo de arte en suspenso al que artistas mencionados como Haacke se enfrentan en los setenta. «La denuncia de la instrumentalización del arte –continúa Vindell– que estos poderes y actores [empresas, grandes corporaciones] ejercen en beneficio de intereses políticos y económicos espurios no implica, en el caso de Haacke, denostar de antemano la institución arte como posible espacio de conflicto. Por el contrario, lo que Haacke plantea es aprovechar los resquicios que esta deja a la libertad del artista para que, al exponer sus contradicciones internas, el arte vuelva a tener un papel activo en la conformación de la esfera pública». Estas aspiraciones del arte de los años setenta delataban un intento por hacer del arte (desde lugares diferentes) un espacio de visibilización de las contradicciones internas del sistema, así como un relato efectivo de las desigualdades que el capitalismo (a pesar de vestirse con el disfraz del igualitarismo) conllevaba. Un ejemplo importante: The Bowery in two inadequate descriptive systems (1974-75), de Martha Rosler. Esta obra simboliza perfectamente el intento por parte del arte de los setenta de ofrecer una revisión de las formas desde las cuales se establecen los relatos del sistema. El objetivo de la obra era documentar un espacio de marginación en una zona de Manhattan. Frente a la típica búsqueda a través de la cual se cataloga el rostro del marginado, del alcohólico, etc., Rosler no incluye ninguna imagen que retrate a sujetos concretos, sino que recoge las formas desde las cuales se estabiliza el relato de la marginación: palabras, restos, etc. Escribía Rosler al respecto: «Mientras la nueva burguesía urbana compuesta por profesionales liberales devora fábricas cerradas y en su lugar vomita suburbios arquitectónicos, el Bowery sigue siendo (hasta el momento) lo que ha sido siempre desde hace más de cien años. En el Bowery hay botellas desparramadas y a veces zapatos, pero nunca flores. […] Estas fotografías son una metonimia radical; el entorno sugiere su propia condición. No describiré el entorno material, pues en realidad no explica nada». Las imágenes se suceden para hablarnos de aquello que no tiene nombre, ni rostro, pero sucede. Así pues, en una síntesis necesariamente precaria como la que he realizado, podríamos decir que los años setenta elevan el pulso político del arte, como consecuencia directa de los movimientos de los años sesenta y, sin embargo, esta fuerza, esta densidad crítica comienza a decaer velozmente hacia el final de la misma décadaBrandon Taylor en su libro Arte hoy lo sintetizaba así: «Los primeros años setenta fueron una época en la que las perspectivas del arte de vanguardia parecían realmente alentadoras en todo el mundo occidental. Especialmente para los jóvenes artistas que se habían visto atrapados en el ambiente de oposición a la cultura establecida a finales de los sesenta, parecía que la victoria formal lograda sobre las formas tradicionales de la pintura y escultura modernas en aquellos años contenía la clave de un sinfín de nuevas posibilidades filosóficas y estéticas. Y, sin embargo, al final de la década el ambiente era muy diferente. No sólo amainaba el radicalismo social de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, sino que surgían unas nuevas prioridades que ocuparían la escena hasta desplazar a ese radicalismo, o al menos, darle carácter utópico»..

No obstante, artistas como Allan Sekula, hacia 1978, seguían viendo más necesaria que nunca la alianza entre arte y política. En su reflexión sobre las nuevas políticas de la representación que observa con el avance del neoliberalismo de los años setenta, escribe: «Los problemas del arte reflejan una crisis ideológica y cultural más profunda, cuyo origen debe buscarse en el proceso de decadencia en que ha entrado la cosmovisión capitalista liberal. Por decirlo claramente: estas crisis están ancladas en las desigualdades impuestas materialmente por el capitalismo avanzado, y sólo se resolverán prácticamente a través de la lucha por el socialismo auténtico». Para enfrentarse a ello, Sekula lo tenía claro: «Los artistas y escritores que se encaminan hacia una práctica cultural abiertamente política deben prescindir de su propio elitismo profesional y estrechez de miras». Este ha de ser el punto de partida: la fuga del viejo sistema de las artes. Esa era su forma de visualizar el choque con respecto al agobiante momento de avance del neoliberalismo atroz de los setenta, tendente a hacer del arte una pieza de ornamentación y no un eje de transformación. «La dominación política, sobre todo en los países donde reina el capitalismo avanzado […] depende de un exagerado aparato simbólico, de la pedagogía y el espectáculo, de los monólogos autoritarios de la escuela y los medios de comunicación: éstos son los principales agentes de la obediencia y docilidad de la clase obrera; los principales promotores de falsas alternativas consumistas, del ‘estilo de vida’ y, cada vez más, de la reacción política, el nihilismo y el sadomasoquismo cotidiano. El arte político que quiera ser eficaz deberá fundarse en obras que estén en contra de esas instituciones». En este sentido, Sekula propone un arte «que aborda el orden social de la vida de la gente». He aquí las preguntas de las que parte Sekula: «¿cómo nos inventamos nuestras vidas a partir de un número limitado de posibilidades? ¿Cómo inventan nuestras vidas, en nuestro lugar, los que están en el poder? Como he dicho antes, si nos planteamos estas preguntas sólo dentro de los límites institucionales de la cultura de élite, sólo dentro del ‘mundo del arte’, entonces las respuestas serán exclusivamente académicas. Partiendo de un cierto grado de pobreza de medios, este arte se dirige a un público más amplio y tiene como objetivo reflexionar sobre la transformación social concreta». Esa línea debía marcar los pasos. Sin embargo…

Sin embargo, los ochenta trajeron otras cosas. Muy diferentes, es cierto. El arte no sería arma, no sería eje de transformación, en definitiva, no sería más que una forma de asentar el relato de las nuevas economías sensibles del capitalismo.

Entonces, ¿qué pasó en los ochenta? Quizá valga en este punto con poner un ejemplo. Creo que habré visto Superdetective en Hollywood I una decena de veces en diferentes momentos de mi vida, sin embargo, ha sido recientemente cuando me he dado cuenta de algo bastante curioso, y es que, en el fondo, es una película sobre el arte de los años ochenta, o mejor, sobre las políticas del arte de los años ochenta. Axel Foley, el protagonista interpretado por Eddie Murphy, nos descubre los modos a través de los cuales el arte de los ochenta entra en escena. Si nos fijamos atentamente toda la trama gira en torno a una galería de arte. Las imágenes de Axel Foley entrando en la galería y contemplando las obras dan cuenta de la situación. El arte de los ochenta busca algo bien diferente, y de eso nos alertaba Allan Sekula. La pregunta es, ¿por qué el arte es el horizonte sobre el que transcurre la película y no sobre industrias cárnicas o el mundo del automóvil siendo una película donde el protagonista parte de una ciudad como Detroit? Podríamos decir que el arte de los ochenta se abre a (y se deja conquistar para) un nuevo espacio. Quien situase la película en ese escenario supo ver a la perfección que el arte en los ochenta iba a convertirse en una de las nuevas herramientas del capitalismo y de las economías sensibles del neoliberalismo. El arte como ornamento y excusa, ése iba ser el esquema (y sigue siéndolo). Digámoslo ya: el arte en los ochenta (muy lejos de los predicados de Sekulla) se incorpora al discurso del neoliberalismo, quien a su vez recupera astutamente las viejas retóricas abandonadas durante décadas. La retórica del genio, de la creatividad, de la originalidad, etc., son formas que la economía neoliberal asume en los ochenta con la doble finalidad de, por un lado, ofrecer un aspecto «moderno», y, por otro lado, desactivar por completo las posibilidades cuestionadoras del arte. En las líneas siguientes Jorge Ribalta resume a la perfección lo que hasta ahora he ido comentando: «La filiación con la neovanguardia de los sesenta era para estos artistas y críticos una toma de postura política que buscaba combatir y contrarrestar los efectos de la ola neoconservadora en la esfera cultural. La materialización más evidente de este neoconservadurismo fue el ‘retorno a la pintura’ de finales de los setenta, en el contexto de una revitalización espectacular del mercado artístico y del recorte de apoyo público a las artes, los primeros síntomas de la nueva hegemonía del neoliberalismo. En este sentido, fue en los ochenta cuando comenzó a hacerse visible una progresiva corporativización o privatización de las instituciones culturales, un fenómeno sin vuelta atrás que ha quedado como uno de los rasgos culturales característicos del tardo-capitalismo».

No hace falta ir muy lejos. Fijémonos en la primera edición de ARCO, febrero de 1982. La prensa recoge palabras de los organizadores donde se hace hincapié en lo mismo: «España es un país virgen en el mercado del arte internacional y hay mucho interés en la difusión de obras y artistas», o «esta salida al plano internacional es importante para el arte español, que al mismo tiempo sirve para unir el comercio y la cultura, conceptos relacionados desde la Edad Media y el Renacimiento, pero que en nuestro país no ha sido tan visible». Ésta era la ecuación del arte, el humo (o el tufo) neoliberal que el arte de los ochenta iba a llevar tras de sí. Nada de formulaciones como las de Sekula o Haacke, por ejemplo. «Si el arte contribuye entre otras cosas a condicionar nuestro modo de ver el mundo y de configurar las relaciones sociales, entonces hay que tener en cuenta qué imagen del mundo promueve y a qué intereses sirve», dirá Haacke. He ahí la disolución de una forma de ver y de hacer arte a manos de la nueva retórica neoliberal de los ochenta, donde las formulaciones que reclamaban una nueva pintura, basada en la genialidad y la creatividad, se impondrán necesariamente. Si antes hablamos de Axel Foley como personaje que se enfrenta al nuevo sistema del arte de los ochenta, posiblemente sea la película de Martin Scorsese Apuntes al natural, de 1989, la que mejor refleje ese impulso hacia una nueva retórica de la pintura, que a su vez hace retornar al pintor genial entendido como macho alfa, que tanto necesitan las políticas culturales del neoliberalismo. Ahí el personaje de Nick Nolte (Lionel Dobie) da perfectamente la talla, representando al nuevo artista despolitizado y genial que el neoliberalismo necesitaba en ese momento de consenso (y sigue necesitando en buena medida). Un arte y un artista que debía abandonar definitivamente sus armas. De las ideas de Allan Sekula a la semántica de la genialidad del pintor de los ochenta transitamos con la finalidad de observar cómo el arte se desvanece en una extraña solidez pictórica. David Deitcher denominó a este proceso como activismo cultural de la derecha. En «Tomar el control: arte y activismo» decía lo siguiente: «En el mundo del arte seguimos defendiéndonos del asalto ultraconservador y de la derecha cristiana […], es más, cabe que lo vivido hasta ahora no sea sino el principio […]. En una década así, ¿cabe discutir el problema del ‘activismo’ cultural sin tomar nota de sus manifestaciones en la derecha?». Recuerdo en este punto la novela de John Mortimer El regreso de Titmuss, posiblemente la novela donde mejor se refleja ese ímpetu thatcherista del neoliberalismo que trata de «cambiar las almas». Titmuss es un ministro de la administración Thatcher que procede de un pueblo, y de una escala social inferior, pero que supo escalar y entender muy bien ese «nuevo espíritu del thatcherismo». En un momento dado el ministro Titmuss entra en una moderna galería de arte, recién abierta en medio de la ola del nuevo arte de los ochenta. Titmuss escucha las palabras del galerista Mark Vanberry: «Estoy encantado con su visita. Esta es una exposición muy patriótica, nos hemos rendido al arte abstracto británico. Ha aparecido una crítica fantástica en The Guardian». A Titmuss el arte no le interesa, pero sabe que ése es el camino. Las obras de Mortimer sobre Titmuss quizá sean las mejores armas para conocer y penetrar en ese activismo de la derecha en los ochenta.

Acerquémonos, sin embargo, desde otra óptica.

Benjamin Buchloh, uno de los teóricos del arte de los ochenta situado en el núcleo duro de la revista October, es quien en un ya mítico texto titulado «Figuras de autoridad, claves de la regresión. Notas sobre el retorno de la figuración en la pintura europea», publicado en la temprana fecha de 1981, da las claves desde las cuales entender los procesos a partir de los cuales el arte se abandona en manos de una retórica romántica y facilona que a su vez beneficia a los modelos políticos conservadores. El texto, más allá de un recorrido por las prácticas pictóricas y críticas más o menos cuestionables, ofrece una serie de pistas para estudiar esos modos de mutación que antes he señalado. Buchloh cita un texto del crítico de arte Achille Bonito Oliva, quien puede servir de modelo para entender esa progresiva despolitización del arte en los ochenta, es decir su regresivo y conservador retorno a modelos individuales alejados de lo social. El texto de Bonito Oliva reproducido por Buchloh dice lo siguiente: «La nueva fuerza del arte procede de esta tensión, ha transformado una relación de cantidad en una relación de intensidad. La obra abandona una posición socialmente desfavorecida y se recupera la centralidad del individuo restableciendo la necesidad creativa por medio de una imagen que se opone a la informe nebulosidad de las necesidades sociales». La creatividad y la individualidad como señas (que casan perfectamente con las prerrogativas del neoliberalismo coetáneo) de un arte que abandona la nebulosidad de las necesidades sociales. ¿De verdad son nebulosas las necesidades sociales? Contrastan con fuerza estas ideas con las que antes mencionábamos al hablar del arte de los setenta. Buchloh lo define del siguiente modo: «En vez de hacer frente a su propia bancarrota y a la necesidad de un cambio político, esta concepción claramente elitista de la subjetividad opta finalmente por la destrucción de la propia realidad histórica y cultural que asegura poseer». En su artículo Buchloh aborda directamente las formas desde las cuales se produce este cambio en el cruce entre arte y políticas conservadoras. Para Buchloh en los ochenta se redescubre el arte como mercancía, por un lado, y por otro, como modo de ofrecer una serie de perspectivas de corte nacionalista. Neoexpresionismo alemán, Arte Cifra italiano, etc. El mercado del arte se reactiva, los cuadros se confunden con inversiones (¿acaso es casual la insistencia de este método todavía hoy en personajes como Luis Bárcenas?), inversiones que a su vez son envueltas en una retórica vanguardista (desactivada, a su vez, de toda vanguardia crítica). Es ahí cuando la palabra vanguardia comienza a perder su carácter transformador, una palabra que llega vacía de sentido a nuestros días, donde curiosamente es palabra recurrente en los programas políticos del PP. A esa nueva vanguardia despolitizada, asentada por el mercado, es a la que Buchloh denomina «vanguardia de pacotilla» la cual se «está beneficiando de la ignorante y arrogante barahúnda de advenedizos de la cultura que creen que su misión consiste en reafirmar una política estrictamente conservadora a través de la legitimación cultural».

El texto de Buchloh está repleto de fragmentos en los cuales deja traslucir el desencanto de un momento histórico en el que por lo general las prácticas artísticas fueron absorbidas por las políticas omniabarcadoras del neoliberalismo atroz de los ochenta. Buchloh señala así las claves de ese activismo cultural de la derecha que fue capaz de, regresando a viejas formulaciones sobre el genio, la creatividad, los deseos y los afectos, hacer del arte (de cierto arte, es cierto) un débil muñeco de trapo. Expresionista, sí, pero un muñeco, al fin y al cabo. Se trata de obras, escribe que «raramente reflejan los miedos reales (y las prácticas de protesta) que ha provocado la agresiva política exterior de Reagan». Halla, en definitiva, en esos artistas «geniales» de los ochenta, auráticos y creativos, «un profundo cinismo y un desprecio por la realidad social y política circundante. Comparten este desprecio sus clientes, que se muestran agradecidos de que estos artistas hayan devuelto el arte al lugar al que ellos siempre habían pensado que pertenecía: las paredes de sus casas, las cámaras acorazadas y los museos (donde reciben la bendición institucional)». No sólo eso, al mismo tiempo estas prácticas contra-políticas del activismo conservador «nos aseguran que en este periodo de conservadurismo florecen las artes, y que quienes mandan son generosos en su patrocinio», y (aún hoy) nos tratan de convencer de la riqueza y excelencia que eso produce.

En definitiva, en los años que trascurren entre la llegada al poder de Thatcher y la caída del muro de Berlín, Occidente queda atrapado en las nuevas formas narrativas del neoliberalismo. Esas formas delataban una nueva concepción del sujeto, una nueva política en la representación del yo. Y en este contexto, el arte funciona como humo que nos indica la dirección de los tiempos. La pregunta ahora sería, ¿seguimos por el mismo camino?

PHE 16: Transiciones. Diez años que trastornaron Europa. Colección Motelay
01.06.16 > 25.09.16
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