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Maternidad, tacones y feminismo

Una conversación con Christina Rosenvinge

Carolina del Olmo
Fotografía Miguel Balbuena (retrato) • Marcos Jiménez (concierto)

Saludo a Christina Rosenvinge, me presento y le pregunto si estaría dispuesta a concedernos una entrevista para Minerva. Le digo que quería algo un poco distinto y que había pensado en cierta periodista… Enseguida me dice que sí. A los pocos minutos me llama Gonzalo, el director del departamento de espectáculos del CBA, para decirme que Christina acaba de caer en la cuenta de que yo soy yo (¡me conoce! Ha leído un libro sobre maternidad que publiqué hace unos pocos años) y dice que le gustaría que fuera yo quien la entrevistara. Sorprendida, vuelvo a hablar con ella y le advierto que yo no sé nada de música en general y que, de la suya en particular, apenas habré escuchado media docena de canciones. Entre risas, me recuerda que era yo quien quería una entrevista diferente. Así que nos citamos para charlar un buen rato frente a una grabadora, a ver si resulta algo publicable. Este es el resultado de esa conversación en torno a maternidad y feminismo, fundamentalmente. Cierto que también hablamos de colegios, de bicicletas, de Podemos, de Madrid Río y la Casa de Campo, de parkour, de Pippi Calzaslargas y de Peter Sellers en El guateque, pero eso queda para otra ocasión…

Empecemos hablando de maternidad, si te parece.

Cuando leí tu libro me pareció que presentabas, muy bien armado y explicado, ese vía crucis y esa reflexión que yo también he tenido que hacer con mi maternidad. La proliferación de expertos, teorías y libros de crianza es una locura. Yo creo que la solución pasa por ser conscientes de que la crianza y la maternidad son ámbitos en los que no puede haber dogma. Hay tantas formas de criar o de ser madres como personas y es absurdo intentar adaptarse a la opinión de un experto que no conoce tus circunstancias. Yo tengo dos hijos, uno de 12 y otro de 17, y en ambos casos empecé con unas expectativas de crianza y he acabado con otras totalmente distintas. Mi situación ha sido extraña desde el punto de vista generacional: mis amigas, las de mi edad, todas se marcharon fuera, así que me quedé con amigas más mayores, que tenían hijos ya crecidos, y amigas más jóvenes, que han tenido hijos mucho después que yo, y he visto con desazón cómo se perdían en esto de la maternidad todavía más que yo. Y como todo lo que yo pienso o mascullo acaba en una canción, todas estas reflexiones dieron lugar a una canción de mi último disco, «La tejedora», que gira también en torno a la obra de Louise Bourgeois. En todo caso, me parece muy sano que haya un diálogo abierto ahora mismo en torno a la maternidad y la crianza.

Yo tengo miedo de que sea un falso auge y el diálogo pueda volver a desaparecer. Es algo que ya ha sucedido otras veces: ha habido varias oleadas de «reprivatización» de estos temas cuando ya parecía imposible, en momentos en los que se pensó que se había roto ya con la idea de que eran asuntos privados, íntimos…

A cada momento los temas chocan y, a la vez, se adaptan a la realidad. En cierto momento tuvo sentido quemar los sujetadores y considerar la píldora como una conquista, mientras que ahora la lucha es otra. No se trata tanto de luchar para no tener hijos (al menos aquí), sino para tenerlos sin que eso suponga la expulsión, una forma de destierro. En este sentido, yo he sido un poco punta de lanza: las que vinieron antes de mí no pudieron y las que han venido después, no sé, tengo la impresión de que ha habido un cierto retroceso: ha habido una nueva sacralización de la figura de la madre y son muchas las mujeres que han acabado entregándose y sacrificándose sin saber exigir a los demás que se respetara su espacio.

Yo comparto en parte esa impresión, pero pienso que, a veces, en esos movimientos de retirada del mundo, sobreestimamos el efecto atracción de la idea tradicional de maternidad entregada y subestimamos el efecto expulsión de una realidad laboral y social que no gusta. La maternidad como refugio al que llegamos, no atraídas por su canto de sirenas, sino huyendo de un mundo muy feo.

Puede ser, pero si te bajas en un determinado momento es difícil que te puedas volver a subir. Yo viví en EE UU el boom de la llamada crianza con apego. Venía de los consejos médicos españoles que eran muy distintos, mucho más rígidos y pautados. Y es verdad que el primer descubrimiento fue que haciendo algo así como una crianza con apego, entendida en sentido flexible, conseguías más libertad y comodidad. Pero después he visto llevar esas ideas hasta el extremo y he conocido a muchas mujeres que ya antes de tener hijos vivían sus relaciones personales en clave de entrega, que dedicaban su espacio mental casi íntegramente a la idea de tener pareja, volcarse en sus hijos de una manera muy exagerada. Creo que es fundamental volver a Virginia Woolf: necesitamos nuestro espacio, nuestra independencia. Y a partir de ahí, el nivel de entrega a los demás tiene que darse en la medida en que es un viaje de ida y vuelta, no puede ser una entrega incondicional.

A mí me gusta mucho una autora, Carol Gilligan, que habla de cómo el modelo típico de socialización femenina ha favorecido un desarrollo moral que identifica la conducta ética con el cuidado de los demás y el autosacrificio. Gilligan aboga no por abandonar esa tradición sustituyéndola por la típicamente masculina –que desemboca en una moral universalista de corte kantiano, poco atenta a los bricolajes y componendas que son necesarios para tejer relaciones y minimizar el dolor–, sino por enriquecer esa moral tradicional femenina consiguiendo que las mujeres nos integremos a nosotras mismas como sujetos con plenos derechos, responsabilidades y deberes en esa red de cuidados y de apoyo que acostumbramos a tejer. En ese sentido, sí me parece importante lo que dices de recuperar a Virgina Woolf: necesitas tener un cuarto propio y cuidarlo para, desde ahí poder, entre otra cosas, cuidar de los demás.

La trampa de la dependencia es que la mujer que se entrega a las relaciones o a los cuidados está creando una celda en la que tampoco los demás pueden ser libres. Muchas veces desemboca en la figura de la madre sobreprotectora que no respeta el crecimiento autónomo de sus hijos, o de aquellos a quienes cuida. En esta especie de boom de la maternidad que estamos viviendo, cuando en las revistas salen las famosas encandiladas hablando de su maternidad como lo mejor que les ha pasado, siempre hablan de «ser madre», no de «tener hijos». Como si ser madre fuera una elevación personal, cuando yo creo que al ser madre, no sé si eres más mujer como decía Gallardón [risas], pero desde luego eres menos persona, porque puedes dedicar mucho menos espacio y tiempo a tus cosas. No digo que eso no esté bien en cierto momento. Puede ser un baño de humildad necesario que te coloca en un lugar muy interesante. Pero, desde luego, como mujer, la idea de identificar tu ser con la maternidad me parece un error terrible.

Yo entiendo que es un error, pero le veo un lado positivo. Al identificar tu propio ser con la maternidad lo que estás haciendo también es recuperar de algún modo lo que debió significar ser persona en un mundo un poco más afectuoso y entrelazado que este. Pensar en una misma solo como madre es absurdo y, probablemente, peligroso, pero viéndolo desde otro punto de vista, ¿qué somos más que madres de, hijas de, amigas de…? Visto así, la maternidad te reconcilia con una manera de entender la persona que rompe con una tradición excesiva de individualismo que ha sido muy dañina.

También habría que hablar de la madre narcisista: madres que consideran a sus hijos un proyecto. Imagínate el peso sobre estos niños. No se puede considerar a los hijos ni tu posesión ni tu proyecto. En estos años ha habido un retorno de lo natural tan antinatural…Tal como están las cosas, desde luego, los hijos habría que tenerlos no ya entre dos, sino entre unos cuantos. Y esto no está ocurriendo. Además, los padres no están entrando en donde deberían: queda por hacer un trabajo importantísimo con los hombres. Este es el quid de la cuestión: para que el feminismo avance es necesario enrolar a los hombres. Necesitamos convencer a los hombres de que el feminismo les conviene a ellos igual que a nosotras. Hacerles ver que el feminismo les va a permitir salir de ese mundo de competición en el que lo único que te valora es el sueldo que tienes.

Tú decías en una entrevista que el patriarcado nos oprime a todos. Yo estoy totalmente de acuerdo, aunque siempre aparece ahí esa crítica feminista que te dice: «a nosotras nos están matando y violando, a ellos no les dejan llorar en público: no compares». Por supuesto que el dolor que causa el patriarcado es diferente, y por supuesto que existen ventajas asociadas para los hombres (más para unos que para otros). Pero yo me niego a aceptar la perspectiva de que los hombres en general sacan ventaja del patriarcado y les interesa contribuir a perpetuarlo. Existe un dolor compartido del que tenemos que sacar provecho para liberarnos juntos. [Christina me había dicho que conseguir enrolar a los hombres le parecía un objetivo tan fundamental que incluso podría estar de acuerdo con que el feminismo se transformara y hasta cambiara de nombre. No obstante, han pasado meses desde que mantuvimos esta conversación y me dice que ha cambiado de opinión].

Ahora ya no pienso que haya que cambiarle el nombre al feminismo para hacerlo más digerible porque es algo que ya está ocurriendo. Veo cada vez más hombres, sobretodo los más jóvenes, que tímidamente se identifican como feministas. En la manifestación del último día de la mujer había mucha más presencia masculina que en las anteriores. Como ejemplo te diré que mi técnico de sonido, después de acompañarme al Feministaldia de Donosti, volvió todo concienciado y ahora entre mi banda el feminismo es un tema recurrente (¡y no soy yo quien lo saca!), algo absolutamente impensable hace años. Así que creo que lo que hace falta es mucha más pedagogía. Conseguir entrar en los temarios de primaria, en la televisión y hasta en las catequesis de las primeras comuniones. Es verdad que hay mucha confusión a pesar de que la RAE lo define claramente, pero no creo que haya que cambiar de nombre porque empoderar a las mujeres es tal vez la función más urgente del movimiento feminista. El feminismo es naturalmente inclusivo, aunque se intente reducirlo a una caricatura desde muchas tribunas. No hay que edulcorarlo porque incluso las más radicales –las rebautizadas como «feminazis» con tanto desprecio por los defensores de la tradición sexista–, a pesar de que se utiliza su mensaje para tergiversar y reducir reivindicaciones muy legítimas, están cumpliendo una función estratégicamente interesante al expresarse con tanta vehemencia y desmesura: que luego las (ejem) moderadas, parecemos por contraste el «poli bueno» y podemos hacer mella en mentes muy herméticas. Sea como sea no hay un feminismo sino muchos, el feminismo no puede convertirse en una postura dogmática sino que debe ser un diálogo abierto sobre una situación sobre la que ni siquiera estamos de acuerdo en el diagnóstico. Es importante que esta lucha trascienda, de la manera que sea.

En estos momentos estoy escribiendo un puñado de canciones desde un yo masculino. Me lo estoy pasando en grande asumiendo distintos papeles: de niño, de hombre, de padre o de hijo (por supuesto, intentado no caer en mis propios prejuicios sobre la masculinidad). Intento poner otro granito de arena sobre el debate del género, que encuentro apasionante. La cuestión que me interesa aquí es cuánto cambiará la percepción de lo que digo si hablo de mí en masculino, si los hombres se identificarán emocionalmente con la canción o seguiré siendo la mujer de enfrente. Ese es mi experimento casero estos días…

Hablemos ahora de Louise Bourgeois, que tanto te interesa.

No solo es una artista fundamental del siglo XX, también es una figura importante desde un punto de vista feminista. Ella vivió muy de cerca todo el período de explosión de corrientes artísticas del Nueva York de los años cincuenta y sesenta, porque su pareja era historiador del arte. Pero aunque asistía a todo aquello, no formaba parte. Ella fue creando en solitario, siguiendo impulsos muy ajenos a las modas del momento. No fue hasta 1982, cuando el MoMA le dedicó una retrospectiva (que fue la primera que dedicaba a una mujer) cuando por fin pasó al primer plano. Pero para lo que aquí nos atañe, lo interesante es la lectura que hizo de lo que significa ser mujer. Procedía de una familia que se dedicaba a la industria textil, tan imbuida en artes tradicionalmente femeninas: su madre cosía y ella también. Muchas de sus obras están hechas con hilos, telas, retazos… Es bonito reescribir la historia en clave de arte, con toda su potencia, pero utilizando sin embargo esas técnicas y materiales más modestos de nuestras abuelas. Me parece un valor muy importante para una mujer artista esa capacidad de apropiarse de tradiciones femeninas para sacarlas a la luz y darles una fuerza nueva. Su vida familiar fue complicada: su madre aceptaba que su padre tuviera a su institutriz como amante. Gran parte de su obra es un homenaje a esa madre silenciosa que creaba un hogar sereno, en el que nada se rompía salvo, probablemente, su interior. De ahí vienen esas arañas gigantes, que la gente suele pensar que son amenazadoras, pero es todo lo contrario: son figuras afectivas y frágiles. También su relación con sus hijos es muy interesante. Estuve investigando estos temas para preparar una visita personal a una exposición suya que me propuso el museo Picasso de Málaga, y mi hipótesis es que muchas de sus obras reflejan un conflicto con su situación de madre. Su marido era, digamos, «muy padre», muy presente y muy querido por sus hijos, mientras que ella vivía siempre en el conflicto entre la obligación (¡y las ganas!) de cuidar de sus cuatro hijos y el egoísmo propio de todo artista que necesita tener su tiempo y su espacio para trabajar, lo que le provocaba una tremenda culpabilidad.

Adrienne Rich, en su clásico libro Nacida de mujer, vive esa especie de competencia entre cuidar y crear como algo muy conflictivo y doloroso. ¿Tú lo has vivido así?

No tiene por qué ser doloroso si aceptas lo que es, pero sí es complicado. Tú hablas del trabajo como fuente de opresión, pero si tienes un trabajo que te apasiona, si tu trabajo es con lo que realmente te identificas como individuo, la maternidad supone un punto de tensión importante. Pero al fin y al cabo es como todo: una cuestión de negociación, de conseguir tener en cuenta los intereses de todas las partes y conciliarlos en la medida de lo posible. Por supuesto, hay una ralentización del trabajo durante un tiempo, pero que también tiene un efecto diferido muy positivo: cuando te retiras circunstancialmente por la maternidad pierdes un poco el tren, notas como la vida sigue sin ti y ves como te sobrepasan los que iban a tu ritmo. Pero esa retirada supone un ahorro de energía y una nueva reflexión que se traduce en que, cuando vuelves a salir a la palestra, lo haces con un nuevo impulso. Creo que las mujeres «a la vuelta» de la crianza suelen tener una potencia incalculable que está muy poco valorada, sea como fuerza de trabajo o como fuerza creativa: todo son trabas…

Cuando oyes hablar a mujeres artistas que han sido madres, lo que suele trascender es una contraposición radical entre su yo madre y su yo creativo, como si crear desde la maternidad no fuera posible. ¿Te pasa también a ti?

Sí, yo experimento una disociación: soy como dos personas y una es un superhéroe. Lo que ocurre es que la persona normal sería el yo artista, que es con el que yo me identifico, mientras que el superhéroe es la madre, que hace cosas que nunca imaginé que yo sería capaz de hacer. Desde luego, yo no empecé a crear desde otro lugar distinto al ser madre.

No sé si has leído ese libro de moda de Caitlin Moran, Cómo ser mujer. Al leerlo yo me he descubierto a mí misma como una feminista un tanto dogmática, más de lo que yo creía… Moran habla del sujetador como el mejor aliado de una mujer que ha dado a luz y ha amamantado a un par de críos. Todo muy de broma, sí, pero cuenta con ligereza que utiliza sujetadores que literalmente le hacen daño. Y yo no puedo con eso. ¿Me convierte esto en una puritana que quiere poner límites a lo que la gente desea y decide libremente o realmente tengo razón al rechazar desde un punto de vista feminista prendas tan absurdas como sujetadores que causan dolor o tacones altísimos?

Antes de que empezara esta ola de feminismo me llamaron de El País porque estaban a punto de lanzar S Moda y querían que colaborara. Yo acepté con la condición de no tener que escribir sobre moda y les propuse escribir sobre feminismo. La persona que me había contactado se quedó un poco asustada y me dijo que la revista pretendía que la gente pasara un buen rato [risas]. Yo la tranquilicé diciendo que sí, que los lectores pasarían un buen rato pero leyendo sobre feminismo o incluso sobre moda desde una óptica feminista, y puse el ejemplo de los zapatos de tacón, que son como esos vendajes que les ponían a las mujeres chinas y les deformaban los pies. Porque lo cierto es que los tacones no son algo ligeramente incómodo con lo que puedas negociar y contrapesar la comodidad con lo guapa y atractiva que te ves, sino que son un verdadero suplicio. Sobre esto podría escribir, le dije. Y en ese momento ella me dice «pues mira», y saca de debajo de la mesa un pie con unos taconazos tremendos y añade: «yo con esto puedo estar todo el día, estoy comodísima»… Así que acabé escribiendo sobre todo esto. Es curioso que, cuando se inventaron, los tacones eran para los hombres, para tener una figura más imponente. El tacón imposible, el de aguja, no nació hasta los años cincuenta, cuando surge la imagen de la pin-up como sublimación absoluta de la feminidad creada para las tropas. Es cuando Marilyn se convierte en sex symbol, mientras que antes había sido Greta Garbo, un tipo de mujer muy diferente. Lo increíble es que convenzan a las mujeres, incluso a mujeres que se dicen a sí mismas feministas, de que usar tacones es ejercer un poder sexual que supone un atajo para conseguir poder real. Como el objetivo es lícito, también lo sería la táctica. Pero para mí no: queremos llegar, pero no por ese camino.

En suma, yo sí creo que hay que poner ciertos límites: ¡los del sentido común! Claro que a todo te puedes acostumbrar, pero eso no significa que esté bien. En concreto, los tacones a mí me parecen una cosa muy perversa porque lo primero o lo mínimo a lo que debes aspirar es a estar plantada sólidamente sobre el suelo. Cuando estás haciendo equilibrios y desafiando la ley de la gravedad tu propia seguridad y tu forma de presentarte en el mundo se resienten.

Yo echo de menos un punto intermedio interesante entre ese puritanismo dogmático que ya no nos sirve y ese feminismo postmoderno liberal para el que todo vale mientras lo hayamos elegido nosotras.

En el movimiento de mujeres siempre ha existido una corriente de «feminismo coqueto» que acepta que somos, entre otras cosas, seres que se aparean y quieren seducir. Una mujer que se maquilla está creando otro yo, una versión mejorada de una misma, con la que se puede identificar. La ropa, el maquillaje, el peinado… todos estos asuntos estéticos son una forma de presentación ante los demás, un cierto mensaje que quieres transmitir, un medio de comunicación. Son decisiones muy personales. Pero, por otra parte, la evaluación estética a la que está sometida una mujer es omnipresente. Cualquier crítica a un concierto mío incluye siempre, y digo siempre, una valoración sobre mi aspecto o mi ropa. Y también es tremenda la presión del consumismo y todo el dinero que mueven la ropa, los cosméticos: una locura. Creo que casi la única rebelión que tenemos a mano es la del consumo, el boicot y otras formas de elegir cómo gastamos los pocos euros que tenemos…

Caitlin Moran, llevando la contraria al movimiento de la herstory, que trata de rescatar las figuras femeninas que han destacado a lo largo de la historia en distintos campos, dice que no lo ve una estrategia muy sabia: la situación oprimida de las mujeres les ha impedido de hecho destacar en casi todos los ámbitos, así que sus logros nunca son tantos ni tan grandes como los de los hombres, por lo que la visibilización no nos deja en buen lugar y sería más útil seguir insistiendo en mostrar cómo las mujeres han estado relegadas.

Yo creo que las dos cosas son fundamentales y deben hacerse simultáneamente. Disponer de modelos femeninos distintos de la figura de la madre me parece algo esencial. Es algo que abordé en mi anterior disco, la reducción de las figuras femeninas a los dos modelos de la santa y la puta, que están en la Biblia, en las tragedias, en las leyendas artúricas. Ser mujer y crecer con esos mitos no es bueno: al fin y al cabo, somos primates que aprendemos por imitación. Lo único que te puede salvar es tener la capacidad de identificarte con los mitos masculinos sin sentir la brecha, la distancia. Yo, al vivir con un hermano mayor con quien tenía una relación estupenda y de igual a igual, crecí compartiendo con él los mitos, los cómics, los personajes… Solo mucho después descubrí que los chicos que conocía no me consideraban «un colega», sino «una niña», algo distinto. Recuerdo que me llevé una decepción de la que nunca me he recuperado [risas]. Es fundamental que las niñas tengan sus propios mitos y potenciar los que hay, aunque sean cuatro, me parece importantísimo. Paralelamente, es importante que los hombres desarrollen la capacidad de identificarse con mujeres, algo que no está nada, pero nada trabajado aún. A mí me ha tocado educar a dos varones, y soy muy consciente del bombardeo que sufren los chicos cuando llegan a la adolescencia para convertirse en un cierto tipo de «macho» que no es para nada innato. Es algo que me tiene desolada. Y veo también que el machismo, en su forma incipiente, aparece muchas veces como una reacción del hombre vulnerable y frágil al que no se deja expresar su fragilidad, una máscara para presentarse ante los demás y para protegerse, refugiándose en el grupo.

Cuando comentas que trasladas ideas o reflexiones a tus canciones o a tus discos, ¿se trata de un proceso consciente que comienza con tu voluntad de usar ciertos temas en una canción?

En realidad no. Hay algo maravilloso en la música que la hace totalmente adictiva cuando estás dentro, que la convierte en una profesión que, sí, te pide mucho, pero te devuelve aún más, y tiene que ver con que la música no es un ejercicio intelectual. Tiene una parte intelectual, por supuesto, pero hay otra parte que es más intuitiva, que sucede desde el cuerpo. Es algo que nace de un impulso más emocional que intelectual. Y en mi caso, eso sucede también con las letras. Quizá la poesía se escriba también desde el cuerpo, aunque de esto no estoy segura. Cuando me pongo a escribir una letra, a armarla de una manera un tanto ambiciosa –yo doy mucha importancia a la letra de una canción– empieza un proceso en el que intento conciliar el cómo suena con un discurso más intelectual al que he llegado por ese diálogo constante que se tiene con la gente, con el mundo. Normalmente se junta una experiencia interna con otra externa. No obstante, a los temas llego de una manera intuitiva, las canciones las escribo desde un estado emocional. Desde luego, no me cabe duda de que hay una parte de la música que no pasa por el cerebro. Y ese es su enorme privilegio.

¿Eres optimista sobre el futuro?

No, no lo soy. No me queda más remedio que trasladar un mensaje optimista, porque creo que puede haber cambios positivos y hay que trabajar para que ocurran, aunque yo no los veré [risas]. Aunque mi música suene oscura, es muy vitalista y no tiene nada de pesimismo, pero en realidad es un ejercicio de autoterapia casi. Por otro lado, en mi trayectoria vital, que es ya bastante larga, he comprobado que el futuro siempre me sorprende. Y esas sorpresas, en general, a lo largo de mi vida, han sido positivas. O sea, objetivamente, no tengo razones para ser pesimista, sin embargo, tengo la impresión de que el atolladero en el que nos encontramos ahora mismo tiene muy difícil salida. Cuando hablo con mi madre, que vivió la II Guerra Mundial, veo que ella lo ve todo muy positivo por comparación, y me hace dudar. Pero es que yo viví ese breve momento en el que los años ochenta comenzaron con un carácter subversivo, libre… Hasta que de repente, creo que fue en 1982, con Naranjito y eso, la gente empezó a hablar de dinero. De pronto lo que molaba, lo cool, también entre los jóvenes, era ganar dinero, acumular, era American Gigolo y la conversión de la gente moderna en yuppies… Fue un cambio cultural que algunos de los que habíamos disfrutado con The Clash no pudimos entender. Recuerdo una entrevista con el psiquiatra Guillermo Rendueles que tenía una reflexión que he citado hasta la saciedad. Decía que atendía a dos tipos de enfermos: los que de verdad lo estaban y los que creían estarlo. Los primeros tenían cura, para los segundos no había ningún remedio. Me parece una definición tan acertada del momento en que vivimos…

FRONTERA CÍRCULO
CONCIERTO CHRISTINA ROSENVINGE
19.05.16

PARTICIPA CHRISTINA ROSENVINGE • EMILIO SAIZ
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