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Poética de la participación

El cine de Jean Rouch

Ana Useros

A principios de este año el Cine Estudio del CBA proyectó Petit à petit, una de las películas más conocidas de Jean Rouch, rodada en 1970. Minerva aprovecha esta ocasión para celebrar con un inteligente texto de la ensayista y cineasta Ana Useros el centenario de este director inclasificable, que renovó tanto el cine como la antropología, saltándose alegremente las convenciones de ambos géneros.

Fotogramas de Les maîtres fous, Jean Rouch, 1955
Cartel de La chasse au lion á l’arc, Jean Rouch, 1965
Cartel de Moi, un noir, Jean Rouch, 1958
Fotograma de Jaguar, Jean Rouch, 1967
Fotograma de Cocorico Monsieur Poulet, Jean Rouch, 1974
Fotograma de Moi, un noir, Jean Rouch, 1958
Fotograma de Petit a petit, Jean Rouch, 1970
Escena de la película Chronique d’un été, Jean Rouch, 1961
«Lo importante no es hacer una película,
sino hacer una película que haga nacer otras películas»
(Dziga Vertov, citado incansablemente por Jean Rouch)

Es muy posible que Les maîtres fous («Los amos / los maestros / los sabios locos», la ambigüedad luce desde el título, 1954) sea la película más importante que existe. No la mejor, ni la más hermosa, pero sí la más importante. Y aunque nadie más que Jean Rouch hubiera podido hacerla realidad, no es esa la razón que hace de él el cineasta probablemente más importante. Jean Rouch es el cineasta más importante de todos porque su lugar (oscuro) dentro del cine es tan esencial como el lugar (oscuro también) que ocupa Les maîtres fous en nuestra cultura.

Les maîtres fous es un mediometraje documental de 30 minutos, un encargo que los sacerdotes del culto hauka, congregación de migrantes nigerianos en los suburbios de Accra (Ghana, entonces Gold Coast, bajo el dominio colonial inglés), hacen a Rouch, que entonces era un etnógrafo principiante que había rodado unas pocas películas breves en torno a las costumbres songhai, especialmente acerca de sus rituales de posesión, ceremonias centrales en las religiones preislámicas de la zona. Justo preludio al vertiginoso juego de espejos que planteará la película, sus sujetos promotores fueron quienes habitualmente ocupan el lugar de los objetos de observación. Más prejuicios a la papelera: los hauka son un culto nuevo, no ancestral; urbano, no campesino; los participantes no bailan bajo un baobab ataviados con máscaras, sino que la ceremonia tiene lugar en lo que parece el escenario de una barbacoa suburbana. Y, en una última vuelta de tuerca, que cuestiona el supuesto arcaísmo de las religiones animistas, comparadas con las muy modernas religiones del Libro, los dioses del trueno, de la lluvia, de la sequía, de la fertilidad, elementos fundamentales en la vida agraria, han sido reemplazados por los «dioses nuevos», de origen europeo: el gobernador, el conductor del tren, la mujer del capitán, el teniente...

Lejos de cohibirse, los participantes en la ceremonia se desinhiben ante la cámara de Rouch y nos presentan un retrato de la sociedad blanca tan feroz como ridículo. El sistema colonial, parece traslucirse de la película, es un conjunto de gestos espasmódicos, ataviado con uniformes incongruentes, que grita órdenes incomprensibles con los ojos desorbitados. Se puede entender la repulsa de los etnógrafos de la época, ofendidos por la imagen grotesca que les devolvían sus queridos objetos de estudio; o el escándalo de la intelectualidad africana de entonces, que temía que se los identificara para siempre con esos proletarios ignorantes, que babeaban y compartían carne de perro cruda en encuentros clandestinos. Se comprende también que su defensa llegara desde los ámbitos de la etnopsiquiatría, la psiquiatría y la literatura surrealista, así como que, rápidamente, se convirtiera en fuente de inspiración para lo que se llamó el teatro de la crueldad.

Podemos leer a Fanon... o podemos ver Les maîtres fous; podemos disertar sobre performatividad, sobre la construcción de la identidad y la alteridad, podemos imaginar estrategias de resistencia a cualquier tipo de colonización de la mente y el cuerpo... o podemos ver Les maîtres fous. Viéndola, aún recordaríamos más cosas, como que bajo cualquier opresión hay una opresión de clase, pero que es igualmente cierto que bajo cualquier opresión hay una opresión sexual. O podríamos sencillamente admirar la sabiduría de estos enajenados, que identifican con lucidez lo que son los dioses (no un poder superior, sino un poder que escapa a nuestro control, que ni conocemos ni dominamos: los amos locos) y que, en lugar de adorarlos o servirlos, deciden conjurarlos, dar un espacio al puro terror que nos provocan sus reacciones (fortuitas como la caída de un rayo o el desbordamiento de un río) para así sortear la locura que acecha siempre. Y todo esto existe únicamente porque el cine estuvo allí, porque cuando ocurrió, un día lejano de 1953, se registró, montó y comentó para hacer con todo ello una película que nos permite verlo de nuevo cuantas veces queramos.

«El cine es una aventura, pero su dificultad es que es una aventura que tienes que esforzarte continuamente en controlar»
(Jean Rouch, 1965)

El primer encargo profesional de Jean Rouch (1917-2004), en mayo de 1940, recién licenciado en la escuela de ingeniería, fue volar los puentes sobre el río Marne para frenar así el avance de las tropas alemanas. Con gran diligencia, Rouch se entregó a su misión, dinamitando metódica y eficazmente puente tras puente. Pero la acción se reveló inútil porque los alemanes avanzaban en tanques y camiones y Rouch cumplía su misión... en bicicleta. Dos años más tarde llegaba a Niamey (Níger), esta vez para construir carreteras. Fue su primer viaje a África y su último contacto con la ingeniería. A partir de ese momento se dedicaría a la etnología y, sobre todo, al cine.

Hay algo en la anécdota de los puentes volados (además de ser uno de los mejores ejemplos de eso que se llamó la drôle de guerreO el simulacro de resistencia que opuso Francia ante la invasión alemana en 1940.), esa mezcla extraña de absurdo, obediencia y bicicletas, que recuerda a Jacques Tati, que empezó su carrera cinematográfica prácticamente a la vez que Jean Rouch. Quizás si Rouch se hubiera quedado en Francia se hubiera dedicado, como Tati, a explorar con distancia irónica la incoherencia de la sociedad industrial, hubiera adoptado un personaje como Hulot, que trata de entender los mecanismos sin conseguir nunca integrarse en una civilización, la suya, que le resulta ajena. Pero la primera experiencia cinematográfica de Rouch fue rodar una caza de hipopótamos con arpón navegando por un río, montado en piragua, y el detonante de su pasión etnográfica fue presenciar un ritual de purificación para calmar a Dongo, el dios del trueno. Entraron en su vida la aventura y la exploración, lo maravilloso y lo arcano. Jean Rouch se adentró en la antropología, que en esos años trataba desesperadamente de alcanzar el codiciado estatus de ciencia mediante la mesura y la objetividad, armado del bagaje juvenil de los relatos de exploradores y las películas de aventuras y, a pesar de momentos puntuales en los que sus herejías causaron el esperado pavor en la Academia (Les mâitres fous), fue durante toda su vida una reconocidísima autoridad en la materiaRouch prosiguió una carrera académica paralela a la cinematográfica, estando vinculado toda su vida al Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), así como a programas de doctorado en varias universidades. Esta carrera académica era lo que le permitía dedicarse al cine sin ninguna inquietud monetaria..

Entre 1946 y 2002, Jean Rouch rodó más de 130 películas. La mitad de ellas se enmarcan completamente en el género del cine etnográfico que él contribuyó a fundar. Son filmaciones, algunas de ellas sin montar ni sonorizar, que documentan procesos industriales, procedimientos agrícolas o pesqueros, en lugares diversos de Níger, Mali y Costa de Marfil. La mayoría de ellas permanecen inéditas. Otra buena parte de su filmografía la componen películas centradas en ceremonias religiosas, de iniciación, posesión o entierros, incluyendo el ciclo completo del Sigui (la gran celebración dogon) que se extiende a lo largo de siete años. Algunas de estas películas son clásicos del cine en general, como Les maîtres fous o Tourou et Bitti. Otras son hitos en campos como la etnomusicografía y todas ellas son fascinantes. Y en el tercer grupo se incluirían las películas que alguna vez se han llamado etnoficciones, construcciones ficticias rodadas según el método particular del cine documental de Rouch y que constituyen la parte más conocida de su obra cinematográfica, la que le otorga un lugar en el panteón de los cineastas. No se trata de una «progresión», sino que a lo largo de la filmografía de Rouch se alternan obras de los tres tipos. Más bien su emergencia parece dictada por el acontecimiento en sí, por aprovechar cuando se va a construir un molino para registrar el proceso, cuando se va a celebrar un rito para hacerlo película y, en el caso de las ficciones, cuando están libres los compañeros para irse a rodar juntos.

Cuando Rouch empieza a hacer cine, la etnografía oficial emplea poco esa herramienta, que considera incapaz de describir con detalle y a la vez de conservar la objetividad. Se valoran por encima de todo los relatos escritos, la imagen se considera tan solo un apoyo útil. Las películas debían rodarse en plano general, a una distancia que asegure la no intervención, con un trípode y sin movimientos de cámara. Rouch romperá, más o menos deliberadamente, todas esas normas y las sustituirá por las suyas que, más que un método, conforman una poética personal. Con esa cadena de gestos, Rouch liberó de sus trabas autoimpuestas al cine etnográfico pero, sobre todo, hizo cine de una manera que no se había hecho hasta entonces.

«Ocurre a menudo, en mitad de la película más banal, en mitad de los noticiarios, en los meandros del cine aficionado, que se establece un contacto misterioso: el primer plano de una sonrisa africana, un guiño mexicano a la cámara, un gesto europeo tan banal que nadie había pensado nunca en filmarlo, fuerzan así el rostro desconcertante de la realidad. Es como si ya no hubiera cámara, ni sonidista, ni células fotoeléctricas, no hubiera ya ese montón de accesorios y técnicos que componen el gran ritual del cine clásico. Pero los que hoy hacen películas prefieren no aventurarse en esos senderos peligrosos y únicamente los sabios, los locos y los niños se atreven a tocar esos botones prohibidos...»
(Jean Rouch, Positif, 1955)

Lo primero que hizo fue deshacerse del trípodeSegún cuenta Rouch, fue por accidente, porque se le cayó al río..., llevar la cámara siempre al hombro (y siempre él mismo, para notar su pesoEn una curiosa variante, muy alejada de Rouch, para quien las nociones de esfuerzo y conquista son ajenas, Johan van der Keuken transforma esta opción vital en una ética: «Yo la llevo casi siempre en la mano y esto me exige un poco más de esfuerzo. El máximo de tiempo que puedo sostener la cámara y las limitaciones en el movimiento que me impone otorgan un carácter de necesidad a lo que se hace: la imagen que resulta se ha conquistado más o menos sobre las circunstancias tanto exteriores como físicas» (Johan van der Keuken, 1974).) y sustituir el objetivo telescópico que le hubiera permitido hacer planos de conjunto por un objetivo gran angular, que le obligaba a acercarse a aquello que quería filmar (mis «lentes de contacto», las llamaba). Amparado en la confianza que había establecido con las personas que lo rodeaban, literalmente entraba a bailar con la cámara junto a los aspirantes a ser poseídos por los dioses en lugar de mantenerse a una prudente distancia del acontecimiento. Rouch utilizó toda su vida una cámara de 16mm, los primeros años un modelo que le obligaba a parar y dar cuerda al mecanismo cada 30 segundos, posteriormente una eléctrica. Mientras daba cuerda a la cámara, decidía cuál sería el siguiente plano. Durante toda su vida, en documentales o en ficción, Rouch rodó en orden cronológico, haciendo una única toma, por supuesto sin guión ni actores profesionales y montando la película en su cabeza a medida que filmabaUn procedimiento que emparenta a Rouch con autores muy alejados de su método y sus circunstancias, como John Ford, que montaba mentalmente mientras rodaba con el fin de no dar ninguna opción al estudio de montar la película de otra manera distinta a la que él había concebido.. Como los surrealistas, una de sus mayores influencias, Rouch parecía haber llegado a la conclusión de que se necesitaban reglas muy precisas para salvaguardar la espontaneidad y hacer aflorar el inconsciente. A semejanza de los rituales que filmó obsesivamente, rodar era un ejercicio de entrega que requería de una concentración absoluta y de la tensión de estar siempre al filo de la catástrofeProtegido de la tensión del espectáculo en directo, con sus repeticiones, su cobertura técnica, su previsión infinita, el cine tradicional busca, de maneras más o menos discretas, reproducir esa tensión sin la cual nace muerto. Cuenta Peter Akroyd que Alfred Hitchcock, el maestro de la planificación, quien presumía de que rodar le aburría, se tomaba cada mañana un té, en el plató antes de comenzar el rodaje, en una finísima taza de porcelana, con su platillo. Y después de terminarlo estrellaba taza y plato contra el suelo para recordarse que ni siquiera él podía controlarlo todo..

El sonido se captaba con un aparato que, hasta la invención del magnetófono Nagra a finales de la década de 1950, era enormemente pesado. En los primeros años, al rodar sin claqueta, sincronizar era un trabajo imposible. Rouch emplea ese sonido directo no sincronizado, pero también añade las voces en off de sus protagonistas y comentarios improvisados, recitados por él mismo. Aquí recoge y modifica una de las tradiciones de la antropología, el feedback o la devolución de las notas del observador a los sujetos observados para registrar su reacción ante ellas. Rouch siempre proyectó sus trabajos a sus protagonistas. Solía contar cómo, henchido de orgullo ante su logro, enseñó a los pescadores harka su primera película, sobre la caza del hipopótamo, sólo para recibir de ellos una bronca monumental porque había colocado la música de caza (que había registrado con el enorme magnetófono) en el lugar equivocado, sobre imágenes del hipopótamo y, por lo tanto, infundiéndole valor al hipopótamo en lugar de a los cazadores. En las películas de ficción, como Jaguar o Moi, un noir, los protagonistas reelaboran sus diálogos improvisando ante la pantalla que les muestra las imágenes rodadas (en una duplicación de esa tensión creativa que se había producido en el rodaje). Pero, al igual que los comentarios de Rouch exceden la traducción de lo que se ve en pantalla y dejan volar las alusiones y las metáforas, los actores de estas películas no se limitan a doblar sus diálogos de manera verosímil sino que comentan sus acciones y las de los demás, se ríen de sus caras y sus gestos, corrigen con las palabras lo que ven, especulan con lo que podrían estar pensando, se reinventan continuamente. En ninguna otra película es este intercambio tan complejo como en Moi, un noir, donde el protagonista, Oumarou Ganda, que se adjudica y adjudica a los demás nombres de estrellas americanas (Edward G. Robinson, Dorothy Lamour...), pone voz a todos los personajes, hablando a la vez desde fuera de sí y muy dentro de sí, convirtiendo unas imágenes documentales de la vida de los estibadores del puerto y sus novias en un ejercicio de onirismo desaforado, la proyección del deseo y la rabia.

«Con la cámara en el ojo, soy el ‘ojo mecánico’ que decía Dziga Vertov, mientras que el micrófono es mi oído electrónico. Con un cine-ojo y un cine-oído soy cine-Rouch en un estado de cine-trance ocupado en cine-filmar... Y luego está el goce de filmar, el ‘cine-placer’»
(Jean Rouch)

El cine heredó del teatro una convención envenenada, la llamada «cuarta pared», la que separa a los espectadores de la acción y que en teoría no debe cruzarse para mantener la verosimilitud. Pero lo que en el teatro es una convención ficticia, debido justamente a la presencia física de los espectadores en el mismo espacio, en el cine se convierte, una vez más, en un lugar de tensión invisible, que afecta a la percepción total de la película. Esa cuarta pared se materializa en el rectángulo de tela que acoge las imágenes. Según la película, esa tela se convierte en espejo, en ventana, abierta o cerrada, en umbral... Y determina la relación de nuestro cuerpo con la película, que a su vez determina el tipo de goce que experimentamos viéndola y el modo de gestión de nuestro deseo.

Se suele decir que la cuarta pared se rompe, por ejemplo, mirando directamente a la cámara. Pero, normalmente, eso sólo produce un efecto semejante al que provoca un actor que murmura un aparte mirando al público. Para que esa separación radical se resquebraje en el cine es necesario que las personas que miran puedan asumir momentánea o permanentemente el lugar de las personas que han hecho la película. A veces la separación tiembla muy ligeramente porque la película deja traslucir las dudas que la componen, como en algunos momentos de Rossellini, o porque una niña pequeña se desvía de su camino y claramente se va hacia su madre fuera de campo en lugar de seguir el camino que le marcaba el ayudante de dirección en Nazarín, de Buñuel. O porque más allá del diálogo y de la comedia física lo que la cámara capta es el placer evidente de los actores haciendo su trabajo, como en las películas de Leo McCarey.

Toda la poética de Jean Rouch, las normas que hemos descrito antes, a las que se pueden añadir la saludable costumbre de rodar con los amigos y de hacer amigos rodando, la aplicación de técnicas como la encuesta o el psicodrama en las películas de intervención social (Chronique d’un été, La pyramide humaine), tienen como resultado hacer del cine un espacio de participación y, por lo tanto, abolir la separación. El cine conjura, como se conjura a los dioses en las ceremonias de posesión; los dioses bailan ante nuestros ojos, con la misma realidad que los personajes de ficción, conjurados por las voces joviales de sus actores; el acontecimiento (la caza del león, por ejemplo) reaparece una y mil veces, conjurado por las voces y los gestos de los mayores y los niños, que se cuentan unos a otros la heroica gesta de su pueblo. El cine interviene, congrega a un grupo de adolescentes y los deja, unos meses más tarde, transformados en otros distintos e iguales (La pyramide humaine). E incluso, en Tourou et Bitti, la película que empleaba Rouch para definir el cine-tranceAsí lo cuenta Rouch: «Quiero subrayar un punto importante: el papel de la cámara en un ritual como este. Quizás la cámara haya jugado un papel de catalizador para acelerar una crisis que estaba latente. De repente los músicos dejaron de tocar. En estos casos, normalmente, se corta y se cambia de plano pero esa vez yo continué rodando. Y la gente de Simiri, que había visto muchas de mis películas sobre posesiones, pensaba que yo podía ver los espíritus con mi cámara. Creían que era un aparato que detectaba lo invisible. Así que, para ellos, si yo enfocaba al personaje que bailaba era porque el espíritu estaba a punto de llegar. Y funcionó. ¿Cuál ha sido el efecto de la cámara? Quizás un efecto mínimo, pero el mismo que el de un tambor con buena cadencia, que sostiene y desencadena en el momento adecuado ese tránsito singular de un cambio de personalidad»., el cine produce el acontecimiento, la posesión, en un único plano de diez minutos (lo máximo que permite una cámara de 16mm), que resume todo el sentido de la aventura, de la exploración, del riesgo, toda la tensión, la apertura y la belleza del cine de Jean Rouch.

«... y hubiera podido continuar filmando, pero quise hacer una película, volver al principio de mi historia y me alejé lentamente para ver así lo que veían los niños de los colegios, la plazuela de una aldea, bajo los últimos rayos del sol, donde, en el transcurso de una ceremonia furtiva, los hombres y los dioses hablaban de las cosechas futuras»
(Jean Rouch, final del comentario de Tourou y Bitti,
los tambores de antaño, 1972)
CICLO DE CINE CHARLES CHAPLIN: PELÍCULAS EN DIÁLOGO
07.01.17 > 26.02.17

PELÍCULAS PROYECTADAS LUCES DE LA CIUDAD (Charles Chaplin, Estados Unidos, 1931) • LOS AMANTES DEL PONT-NEUF (Léos Carax, Francia, 1991) • EL GRAN DICTADOR (Charles Chaplin, Estados Unidos, 1940) • LOS VIAJES DE SULLIVAN (Preston Sturges, Estados Unidos, 1941) • UN REY EN NUEVA YORK (Charles Chaplin, Estados Unidos, 1957) • PETIT À PETIT (Jean Rouch, Francia, 1970)