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Pedro Costa: the other half

Víctor Erice

Hubo una época ya lejana, en plena marejada del Mayo francés del 68, cuando más de uno pensaba que el cine podía contribuir a cambiar la historia, donde Jean-Luc Godard, en una de sus frases célebres, declaró que en vez de hacer filmes políticos lo que había que hacer era políticamente filmes.

No sé a dónde ha ido a parar aquella fe que pretendía unir el cine a la revolución en un tiempo que hoy parece prehistórico. Como la mayoría de las ideas utópicas, su destino fue arder socialmente. En el humo que esa hoguera libró al aire quedaron unas cuantas divisas –como la godardiana– con vocación de imperecederas. Si hoy, tantos años después, algo de ellas permanece vivo es gracias a la labor de cineastas como Pedro Costa: niño en mayo de 1968 y adolescente el 25 de abril de 1974, una revuelta y una revolución –adoquines y claveles como emblemas–, incumplidas, aunque más propio sería decir derrotadas. Primaveras, en todo caso, que no llegaron a dar los frutos soñados.

En este escenario –que incluía también los restos dispersos del cine de la Modernidad–, en 1989 Pedro Costa hizo su debut como director de largometrajes. La música –no cualquier música: el punk– le sirvió para no dejarse arrastrar por la resaca que ese saldo citado de fracasos históricos generó; también para no caer en los excesos de la cinefilia ni en las trampas que la Posmodernidad tendió a los cineastas con credenciales de autor. Pero todo esto no lo consiguió de buenas a primeras, tuvieron que pasar una serie de años.

¿Cómo se puede hacer políticamente filmes en un país perdido como Portugal? (Un país perdido: así lo llamó en su día el inolvidable Joâo Bénard da Costa, evocando la figura de Manoel de Oliveira). Si alguna respuesta existe a esta pregunta, hay que buscarla, sin duda, en las obras de Pedro. Pero que nadie se engañe: en la deriva radical que trazan –esencialmente desde No quarto de Vanda a Cavalo Dinheiro– no se percibe el menor rasgo del humanismo típico de las buenas conciencias progresistas. O lo que es igual: no existe en ella redención posible que no pase por el reconocimiento del otro, esa other half que Pedro dice haber encontrado en los emigrantes de Cabo Verde, pobladores del barrio lisboeta de Fontainhas. Sí, fue allí donde halló su lugar y su gente. Se necesita inteligencia, pero sobre todo coraje para lograrlo; más aún para guardarles fidelidad.

Más allá de nuestros gustos y admiraciones –en general bastante coincidentes–, al margen también de nuestra diferencia de edad, pienso que a Pedro Costa y a mí nos une el sentimiento de fracaso que es común a su generación y a la mía. Fracaso de nuestras expectativas más ambiciosas, las que pretendieron –siquiera por un breve espacio de tiempo– hacer realidad la más legendaria de las divisas: «Cambiar el mundo, transformar la vida».

Lo que quizás –no sé si me equivoco– igualmente nos emparenta es la visión de un panorama donde tantas cosas han desaparecido o están a punto de desaparecer. Desaparecen los lugares –Fontainhas ya no existe–, las revueltas culturales –el Punk se suicidó–, quedan los supervivientes: esa especie de zombies que, surgiendo de las catacumbas de la Historia, desfilan por las imágenes de los filmes de Pedro. Ninguno, en este sentido, como el Ventura de Cavalo Dinheiro. Además de la transferencia que plano a plano se suscita entre director y actor, lo que cuenta en esa película como forma de transmisión es el delirio de su protagonista. Un delirio despojado del halo romántico y consolador que con frecuencia acecha al ejercicio de la memoria, revelador de una tragedia vulgar contemporánea, la que viven millones de desheredados, los humillados y ofendidos de este mundo.

En Cavalo Dinheiro, en el interior de un ascensor, Ventura sube o baja –imposible saber con certeza a dónde va– en compañía de la estatua viviente, arrebatada al Museo de la Historia, de un Capitán de aquella primavera portuguesa de 1974. Dos zombies juntos, el uno al lado del otro, mientras en el aire circulan las voces de un diálogo imposible. Voces en las que palpita, al compás del terror de Ventura en la larga noche del 25 de Abril, un eco del dolor de la revolución.

Pedro Costa encontró un día su lugar y su gente, un hecho que lo incluye todo, que trasciende la falsa dicotomía entre el cine y la vida. Por eso cuando, refiriéndose a sus compañeros caboverdianos, dice: «Ellos confían en mí porque saben que volveré. Saben que puedo ausentarme, pero que volveré», yo sé que está diciendo verdad. Lo afirma él y lo afirman sus filmes.

Dicho esto, por encima de cualquier otra consideración, Pedro es mi amigo.

Febrero, 2017