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«Sobran ficciones que nos enseñan cómo sobrevivir a un apocalipsis zombi, y faltan las que te enseñen a defenderte si mañana hay un ERE en tu empresa»

Entrevista con Isaac Rosa

Irene G. Rubio
Fotografía Sandra Blanco | Fotogramas de la película La mano invisible

En 2005 el premio Rómulo Gallegos galardonó a un desconocido escritor por su novela El vano ayer, que cuestionaba los discursos heredados sobre el Franquismo y la Transición. Irrumpía así en el panorama literario Isaac Rosa (Sevilla, 1974), que ha publicado siete novelas, pero también numerosas columnas, obras de teatro, ensayos, cuentos y, recientemente, dos guiones de novela gráfica. Aprovechando el estreno de la película La mano invisible (David Macián, 2016), basada en su novela del mismo título, conversamos sobre su trayectoria, el oficio de escribir y el desafío de contar nuestro tiempo.

En El vano ayer combatías la idea de la memoria del Franquismo como «una memoria que es fetiche antes que uso; una memoria de tarareo antes que de conocimiento, una memoria de anécdotas antes que de hechos, palabras, responsabilidades: en definitiva, una memoria más sentimental que ideológica». ¿Crees que en la actualidad pasa algo similar con la memoria de la Transición?

La principal diferencia es que, mientras la del Franquismo era una memoria en disputa –una vez desechada por la democracia la memoria oficial construida en dictadura–, en el caso de la Transición existe una memoria institucional, oficial, emanada del Estado, codificada por todo tipo de agentes (universidad, medios de comunicación, obras de ficción...), difundida masivamente, consumida por los ciudadanos, recibida por los estudiantes en forma de adoctrinamiento «constitucional» y, más importante, defendida como propia por toda una generación que lleva cuarenta años necesitando creer que la Transición fue la mejor posible. Eso no significa que no sea también una memoria en disputa, tanto más cuanto la memoria institucional ha ido perdiendo vigencia y se han incorporado a la vida civil generaciones jóvenes que no tienen vínculo ni político ni sentimental con la Transición. La idealización a la que te refieres yo la veo más bien en términos de eficacia narrativa: el retrato construido desde el poder sobre la Transición, más que ideal, es un relato eficaz en términos narrativos, de ahí también su éxito: un relato redondo, de consumo fácil, con todos los elementos propios de un buen relato (linealidad cronológica, protagonistas heroicos, avances y retrocesos, intriga, sustos, épica, emoción…). Lo que se ha acabado derrumbando no es ese relato, sino la realidad a la que remitía: la España del 78, que en la última década ha mostrado todas sus limitaciones y disfunciones en términos políticos, económicos, sociales, territoriales, etc., y eso no hay relato que lo mantenga en pie por muy eficaz que sea.

Abordas el miedo ambiente en El país del miedo. ¿Crees que tiene que ver con el contexto en el que vivimos, con un capitalismo avanzado en el que se rompen todas las certidumbres respecto al futuro? No sabemos si vamos a poder pagar la vivienda, si vamos a tener trabajo dentro de unos años...

Tenemos miedo porque han desaparecido muchos elementos de seguridad, todo un sistema de cohesión social construido en la posguerra mundial y especialmente europea, que aseguraba democracia, trabajo, bienestar y consumo. Por el contrario, hoy la democracia está en retroceso, el trabajo escasea y pierde calidad, el Estado de Bienestar se retrae y privatiza… Si sumamos a ello la disolución de formas de solidaridad y comunidad que el capitalismo lleva décadas arrasando, el resultado es un profundo cambio cultural que nos deja a la intemperie. De ahí el miedo, o los miedos: derivamos esa inseguridad existencial y totalizadora (ese «miedo cósmico», por rescatar la vieja expresión de Bajtin) hacia miedos reconocibles, identificables, pues paradójicamente alivia reconocer el miedo, poder nombrarlo. Así que lo reconducimos hacia miedos nominables, lo mismo el terrorismo que la inmigración, la tecnología, las enfermedades contagiosas globales o las muchas «clases peligrosas» que hoy identificamos. Queda así el terreno abonado para la trampa securitaria, la búsqueda desesperada de protección que compramos a quien nos la ofrezca, entregando a cambio libertad y derechos.

En relación a esa novela, señalabas que vivimos en una sociedad asustada. ¿Cómo hacer frente a esos miedos de una manera liberadora?

La única manera de quitarnos esos miedos, o al menos de evitar que nos dominen, es construyendo otras formas de protección y seguridad: en comunidad. Lo aprendí de la experiencia de las Plataformas de Afectados por la Hipoteca, a los que conocí de cerca en sus asambleas: allí llegaba gente aterrorizada, que se sentía culpable y fracasada, y se quitaban el miedo juntos, en común, construyendo sus propias seguridades. A solas no tienes salvación, acabarás perdiendo la casa, entrarás en la espiral de miseria y exclusión social, te llevarás una deuda que no te permitirá reconstruir tu vida. En la asamblea, en cambio, sabes que no te echarán de casa porque la asamblea lo impedirá, o te ayudarán a ocupar una nueva vivienda si la necesitas, y te apoyarán para negociar con el banco una dación en pago sin deuda, etc. Esa enseñanza vale para otras realidades: a solas estamos perdidos, no hay salvación individual; en comunidad podemos reconstruir la seguridad perdida.

También abordas esta sensación de incertidumbre en La habitación oscura, centrada en una generación, la nuestra, que ve cómo esa promesa de un mundo mejor se desvanece. ¿Cómo ves que se está respondiendo a esa quiebra de expectativas? ¿Encuentras respuestas liberadoras, que traten de crear algo nuevo, o crees que abundan más los intentos de volver a como eran las cosas antes?

El derrumbe de expectativas es generalizado, pero afecta sobre todo a quienes no han tenido tiempo de consolidar derechos sociales o un colchón de ahorro y patrimonio: los más jóvenes, por supuesto, pero también quienes rondamos los cuarenta años, a los que atendía en mi novela por considerarlos en peor situación que el resto: fuimos educados en unas expectativas de futuro –la confianza en que viviríamos mejor que nuestros padres– que han desaparecido, y nos hemos quedado en medio de la brecha generacional, con un pie a cada lado de la grieta: un pie en el pasado, en el mundo perdido que añoramos; y otro pie en el nuevo mundo donde han cambiado las reglas del juego.

Durante unos años, en medio de la crisis, era cierto que el horizonte deseable era un regreso al momento previo a la crisis, de modo que nuestro futuro era el pasado, aún confiábamos en un día venidero en que los periódicos titularían a toda página «La crisis ha terminado», a la manera de los viejos armisticios con que terminaban las guerras. Ese día, creíamos, terminada la crisis volveríamos al pasado, recuperaríamos los derechos perdidos, se revertirían las contrarreformas y recortes y recuperaríamos el futuro. Pero ya hemos comprendido que eso no ocurrirá, que la crisis no acaba sino que se convierte en la nueva normalidad y que, más allá de lo que llamamos crisis, hay un cambio más profundo que parece irreversible, la desaparición de todo un mundo que en realidad apenas duró un par de generaciones en Europa y que hoy miramos con nostalgia, consumidores compulsivos de nostalgia tipo «Yo también hice la EGB», pero también de otros productos culturales más sofisticados que nos devuelven por un momento a los ochenta como edad dorada.

En cuanto a las respuestas, en los últimos años abundan experiencias que nos pueden hacer sentir más optimistas, experiencias que buscan construir comunidad y otras formas de relacionarnos desde el apoyo mutuo. Experiencias pequeñas, sí, en un barrio, en un pueblo, en una asociación vecinal o en un colegio público donde las familias toman la iniciativa; experiencias limitadas, de corto alcance, incluso efímeras, pero que apuntan al cambio de mentalidad que necesitamos.

La mano invisible termina con una cita de José Luis Pardo: «El trabajo, en sí mismo considerado, parece ser, en efecto, inenarrable». El trabajo es algo que se obvia a menudo en la literatura actual. Tú, sin embargo, dedicas la novela a relatarlo. ¿Crees que es un campo que hay que explorar en la ficción?

Es evidente que el trabajo es el gran ausente de la literatura española reciente. Yo me propuse testar ese carácter presuntamente inenarrable, e intentar ir más allá del deterioro reconocible del mundo laboral, asomarme al fondo, al hueso de la relación laboral, ver de qué está hecha más allá de la crisis, comprobar su esencia violenta, disciplinaria y a menudo absurda. Y plantear la pregunta primera, esa que no nos hacemos por haberlo naturalizado –al convertir en «trabajo como actividad humana» lo que no es más que «trabajo en el sistema económico capitalista»–, es decir, la pregunta «¿por qué trabajamos, por qué así?», que puede llevarnos a una segunda pregunta, consecuencia de la primera: «¿Es posible organizar de otra manera el trabajo?».

En esa novela se desmiente la idea de trabajo como una tarea motivadora o que nos permita realizarnos, y se lo presenta como una labor monótona, alienante. ¿Por qué quisiste desmitificar el trabajo?

Porque los trabajadores seguimos buscando en lo laboral todo aquello que sin embargo ya no nos garantiza un empleo: algo sobre lo que construir nuestra identidad, nuestro lugar en sociedad, nuestra seguridad y nuestro proyecto de futuro. Seguimos esperando, confiando, que el trabajo nos complete como personas, cuando a menudo nos deshilacha aún más. Y también quería desmitificar para darnos cuenta de algo que nos cuesta asumir: que el gran pacto social de la posguerra europea se ha roto, que aquel gran acuerdo por el que las clases trabajadoras renunciaban a la revolución y aceptaban el sistema productivo capitalista a cambio de democracia, bienestar y seguridad ya no está vigente. La otra parte ha roto el pacto, se ha levantado de la mesa y nosotros seguimos sentados, creyendo que siguen valiendo las reglas de juego de entonces. Deberíamos replantear también nosotros los términos del acuerdo.

Me llama la atención que al final de La mano invisible mencionas a numerosos autores y ensayistas cuya obra leíste para escribir la novela. Al leerla, muchos conceptos y teorías sobre el trabajo se encarnan en los personajes. ¿Cómo hiciste este ejercicio de traducción de la teoría en ficción?

Para mí escribir ficción es una forma de pensar, una forma de pensamiento avanzado. Intento dar forma narrativa a lo que otros teorizaron, porque creo que los lectores, los ciudadanos en general, somos animales narrativos: más allá del agobiante storytelling y las fatigosas «batallas por el relato», lo cierto es que las personas necesitamos contar, contarnos; necesitamos dar forma narrativa a la realidad. En tiempos de incertidumbre, esa necesidad es más acuciante: nombrar, poner palabras a lo que nos ocurre, construir nuestro propio relato, contar el mundo para darle coherencia, certidumbre, sentido.

En una entrevista que le hice a Marta Sanz, me comentaba que «nuestra obligación en el oficio de escribir es buscar esas fórmulas retóricas nuevas que no clientelicen al lector, que no sean siempre complacientes, directamente fáciles y que nos hagan plantearnos preguntas, y nos creen problemas y nos hagan sentirnos concernidos y tocados por las historias que estamos leyendo». ¿Te identificas con esta forma de abordar la escritura?

Coincido con Marta Sanz en muchas cosas. Como ella, creo que necesitamos esas fórmulas nuevas ante una realidad que se ha vuelto compleja, sofisticada, y se resiste a ser narrada con las viejas fórmulas del realismo literario, que seguramente resulta hoy formalmente conservador, devenido en un género que no incomoda al lector.

En una entrevista para un reportaje en El País señalabas que la novela actual en España no sirve para contar nuestro tiempo, ¿por qué crees que sucede esto? ¿Se te ocurren excepciones? ¿Crees que es algo que sucede sólo en España o también en otros países?

Es un fenómeno europeo, o global si quieres, pero muy acentuado en España debido a la manera en que la cultura crítica fue en parte desarticulada con la llegada de la democracia. Con todas las excepciones que queramos, pero sucedió aquello que tan bien definió el crítico Ignacio Echevarría: el paso de la literatura social a la literatura «sociable», con sus estrategias de seducción ya conocidas. En el antifranquismo había una cultura crítica, de resistencia, que fue desactivada y a veces reprimida y marginada por la doble pinza de la democracia y el mercado, y cuya desarticulación aceptamos los ciudadanos, convencidos de que en democracia ya no había necesidad de resistir, y la cultura podía dedicarse a otra cosa. Hasta que llegó el momento en que otra vez teníamos necesidad de resistir, y apenas contábamos con una cultura de resistencia disponible.

Esto es algo especialmente visible en la novela, y no tanto en otros campos artísticos que han mantenido amplios espacios de crítica política, seguramente por ser minoritarios, como el teatro o las artes plásticas. En cuanto a la literatura, la pregunta no es dónde están las «novelas de la crisis», sino dónde estaban las novelas del tiempo previo, de la España democrática y próspera, dónde entonces las novelas que nos mostrasen los muchos conflictos que atravesaban la sociedad y que anticipasen el derrumbe que acabó llegando.

También mencionabas que otras narrativas, como el cine, las series o el periodismo sí que lo están consiguiendo. ¿Podrías poner algún ejemplo de ficción que sirva para explicar el presente?

Ya he mencionado el teatro, que sí ha sido durante décadas un refugio para la cultura crítica, y ha estado a la altura del momento político en esta última década. Me interesa mucho una experiencia como la del Teatro del Barrio, en Madrid, su apuesta por un teatro documental, político, de gran ambición y calidad artística a la vez que capaz de interpelar a la sociedad.

Además de hacer diagnósticos certeros sobre la realidad, ¿crees que quizás una de las tareas pendientes es la creación de imaginarios de ficción para pensar otros mundos posibles, un mundo más allá del capitalismo?

Sí, es una de las tareas que la literatura puede hacer y apenas practica: ensanchar nuestra imaginación como sociedad, nuestra imaginación política, proponer y probar –en el terreno de la ficción– otras formas de estar, de relacionarnos, de trabajar. Pero cuando imaginamos otros mundos, siempre caemos en la distopía, comprobando otra vez la vieja frase de Jameson que ya es un lugar común: nos resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Suelo decir que nos sobran ficciones que nos enseñan cómo sobrevivir a un apocalipsis zombi, y nos faltan ficciones que te enseñen a defenderte si mañana hay un ERE en tu empresa.

¿Cuáles son las cuestiones de la actualidad que más te preocupan y sobre las que te gustaría escribir?

Estoy en plena escritura de una novela sobre un tema que me interesa y me preocupa personalmente: el amor, la manera en que nuestra capacidad de amar está siendo afectada por este tiempo de crisis, cambio cultural e incertidumbre. Según he ido leyendo a autores que han reflexionado sobre el tema, y a partir de mi experiencia y de la de quienes me rodean y comparten conmigo –pues he comprobado que es un asunto que nos preocupa a muchos–, creo que en el terreno de las relaciones amorosas se pueden reconocer con toda claridad –incluso con más claridad– las tensiones de nuestro tiempo que solemos rastrear en otros ámbitos –en el laboral, educativo, etc.–. Al mismo tiempo, voy avanzando en un pensamiento paralelo a aquel: cómo el amor, pese a estar sometido a las lógicas capitalistas, puede ser también entendido –no sólo el amor de pareja, también a los hijos, a los mayores, al prójimo incluso– como un espacio de resistencia, como una última trinchera desde la que resistir y, tal vez, lanzar el contraataque.

Además de la novela, te has adentrado en otros formatos como el ensayo, el columnismo en prensa, la dramaturgia o, más recientemente, la novela gráfica, con Aquí vivió y Tu futuro empieza aquí. ¿En cuál de ellos te sientes más cómodo? ¿Sientes la necesidad de hacer de vez en cuando un cambio de aires?

Me siento más cómodo, o menos incómodo al menos, en la novela, pero cada historia busca su lenguaje. Ya he probado dos novelas gráficas y recientemente una experiencia teatral que no llegó a estrenarse por imprevistos y sigue pendiente. Los cuentos que publico mensualmente en La Marea me sirven como banco de pruebas de cara a la novela, y los artículos para dar salida a inquietudes urgentes que a menudo también acaban en una novela.

Respecto a las novelas gráficas, entiendo que el lenguaje del cómic es muy distinto al de la novela, ya que se trata de sugerir a través de las imágenes. ¿Cómo enfocas el trabajo de guion?

Del cómic me interesan las posibilidades gráficas, narrar en imágenes, y la especial empatía que el lector establece con las historias contadas en viñetas, pero también la posibilidad de trabajar en equipo, que es algo que envidio de otras formas de creación, sobre todo la teatral: la discusión en equipo de cada decisión formal y temática.